Cambio

En 1929, a los catorce años, me convertí en una persona mala.

Fue el año en que científicos chinos y extranjeros llegaron a la colina Hueso de Dragón en la Boca de la Montaña. Usaban sombreros de paja y botas de goma. Llevaban palas, picos, cedazos y líquidos burbujeantes. Excavaron en las canteras y en las cuevas. Visitaron las tiendas de medicinas y compraron todos los huesos viejos. Circulaban rumores de que los extranjeros querían montar fábricas de huesos de dragón, de modo que una docena de aldeanos fueron a las canteras y los persiguieron con hachas.

Pero luego un grupo de trabajadores chinos que excavaban para los científicos hicieron correr la voz de que dos de los huesos de dragón podrían ser dientes de una cabeza humana. Todos pensaron que se trataba de un muerto reciente. ¿De qué tumba? ¿El abuelo de quién? ¿La abuela de quién? Algunos dejaron de comprar huesos de dragón. En las tiendas de medicina colgaron grandes carteles que anunciaban: «Ninguno de nuestros remedios contiene órganos humanos».

En aquel entonces Tita Querida aún conservaba cuatro o cinco huesos de dragón recogidos en nuestras visitas a la cueva familiar, además del hueso del oráculo que su padre le había regalado hacía años. Los demás los había usado en medicinas para mí y, según me aseguró, no eran humanos. Poco después de que me tranquilizara con esas palabras, su padre, el célebre curandero, se le apareció en un sueño.

—Los huesos que tienes no son de dragón —dijo—. Son de un antepasado nuestro, el hombre que murió aplastado en las Fauces del Mono. Y como los robamos, él nos maldijo. Por eso casi todos los miembros de nuestra familia han muerto: tu madre, tu hermano, yo, tu prometido. Es una maldición. Y no termina con la muerte. Desde que he llegado al Mundo de Yin, el espectro de ese hombre salta sobre mí a cada paso. Si no lo estuviese ya, habría muerto mil veces del susto.

—¿Qué debemos hacer? —preguntó Tita Querida en su sueño.

—Devolver los huesos. Hasta que éstos se reúnan con el resto del cuerpo, el fantasma continuará atormentándonos. Tú serás la siguiente, y cualquier miembro de una generación futura será perseguido por la maldición. Créeme, hija, no hay nada peor que la venganza de un pariente.

A la mañana siguiente, Tita Querida se levantó temprano, se marchó y pasó la mayor parte del día fuera. Cuando regresó, parecía más tranquila. Pero entonces los obreros de la colina Hueso de Dragón propagaron la siguiente noticia:

—Los dientes, además de ser humanos —dijeron—, pertenecen al cráneo del más antiguo de nuestros antepasados, ¡un muerto de hace un millón de años!

«El hombre de Pekín»: así fue como los científicos llamaron al cráneo. Aún necesitaban encontrar otras piezas para completar el casquete del cráneo y algunas más para conectar éste a la mandíbula, la mandíbula al cuello, el cuello a los hombros y así sucesivamente, hasta obtener un hombre entero. Eso significaba que faltaban un montón de piezas, y por eso los científicos pedían a los aldeanos que llevaran todos los huesos de dragón que encontrasen en casa o en las tiendas de medicina. Si el hueso en cuestión resultaba ser de un humano prehistórico, su propietario recibiría una recompensa.

¡Un millón de años! No se hablaba de otra cosa. Poco antes no había necesidad de decir ese número; de repente, no se cansaban de repetirlo. Tío Pequeño calculó que una persona podía ganar un millón de cobres por un hueso de dragón.

—Los cobres ya no valen nada —dijo Padre—. Es más probable que paguen un millón de taeles de plata.

Entre conjeturas y discusiones, la cifra fue en aumento hasta alcanzar el millón de lingotes de oro. La aldea entera hablaba de ello. «Los huesos viejos han echado carne», decía todo el mundo. Y como el valor de los huesos de dragón había subido tanto, al menos en la desbocada imaginación de la gente, ya nadie podía comprarlos como medicina. Las personas que padecían enfermedades mortales se quedaron sin cura. Pero ¿qué más daba? Eran descendientes del hombre de Pekín. Y éste era famoso.

Naturalmente, yo recordé los huesos que Tita Querida había devuelto a la cueva. También era humanos; su padre se lo había dicho en un sueño.

—Podríamos venderlos por un millón de lingotes de oro —sugerí. Le expliqué que no estaba siendo egoísta. Si Tita Querida nos hacía ricos, mi familia la respetaría más.

Da igual si valen un millón o diez millones, me riñó con las manos. Si los vendemos, la maldición regresará. Entonces vendrá un fantasma y nos llevará consigo, a nosotras y a nuestros miserables huesos. Y tendremos que cargar el peso de ese millón de lingotes alrededor de nuestros cuellos muertos para sobornar a los demonios en el infierno. Créeme, los fantasmas no descansarán hasta que toda nuestra familia haya muerto. Se dio un puñetazo en el pecho. A veces desearía estar muerta. Deseaba morir, de verdad, pero volví por ti.

—Pues yo no tengo miedo —respondí—. Y como la maldición cayó sobre ti, y no sobre mí, puedo ir a buscar los huesos.

De improviso Tita Querida me dio una palmada en la sien.

¡Deja de decir esas cosas! Su mano acuchilló el aire. ¿Quieres agravar la maldición? No vuelvas nunca a la cueva. No toques los huesos. ¡Promete que no lo harás! ¡Dilo! Me agarró por los hombros y me sacudió hasta que la promesa salió de mi temblorosa boca.

Más tarde fantaseé con ir a la cueva. ¿Cómo iba a quedarme sentada cuando todos los habitantes de la Boca de la Montaña y las aldeas cercanas salían a buscar reliquias inmortales? Yo sabía dónde estaban los huesos humanos, pero no podía decir nada. Tenía que limitarme a mirar cómo otras personas hacían boquetes y zanjas allí donde pastaban las ovejas o se revolcaban los cerdos. Hasta Hermano Mayor y Segundo Hermano, con la ayuda de sus esposas, removieron la tierra que quedaba entre nuestra casa y el precipicio. Desenterraron raíces y gusanos, creyendo que podían ser los dedos de los pies o de las manos de hombres prehistóricos, o incluso la lengua fosilizada que articuló las primeras palabras de nuestros ancestros. Las calles se llenaron de gente empeñada en vender toda clase de reliquias secas, desde picos de gallina hasta cacas de cerdo. Muy pronto nuestra aldea quedó peor que un cementerio excavado por profanadores de tumbas.

Mi familia hablaba del hombre de Pekín día y noche; prácticamente no se tocaba otro tema.

—¿Un millón de años? —se maravillaba Madre—. ¿Quién puede calcular la edad de alguien que lleva tanto tiempo muerto? Mm, cuando mi abuelo murió, nadie sabía a ciencia cierta si tenía sesenta y ocho o sesenta y nueve años. Si la suerte lo hubiese acompañado, habría vivido ochenta años. De manera que la familia decidió que ésa era su edad… Ochenta años, más afortunado, pero aun así muerto.

Yo también tenía algo que decir sobre el descubrimiento:

—¿Por qué lo llaman hombre de Pekín? Los dientes se encontraron en la Boca de la Montaña. Y ahora los científicos dicen que el cráneo pertenecía a una mujer. Por lo tanto, deberían llamarla la mujer de la Boca de la Montaña.

Mis tíos y tías me miraron, y uno de ellos dijo:

—De boca de un niño, la sabiduría es simple pero verdadera.

Me ruboricé al oír ese cumplido. Entonces GaoLing añadió:

—Yo creo que deberían llamarlo el hombre de Corazón Inmortal. Así nuestra aldea sería famosa, y nosotros también.

Madre alabó su sugerencia mirando al cielo, y los demás asintieron. Para mí, sin embargo, su idea no tenía sentido. Pero no podía decirlo.

Siempre que GaoLing recibía más atención que yo de la madre que compartíamos, sentía celos. Entonces aún creía que era la hermana mayor. Y la más lista. Me iba mejor en la escuela. Pero GaoLing siempre tuvo el privilegio de sentarse junto a Madre y de dormir en su k’ang. Yo, en cambio, tenía a Tita Querida.

Cuando era una niña, eso no me preocupaba. Me sentía afortunada por tenerla a mi lado. Pensaba que las palabras «Tita Querida» equivalían al «mamá» de otros. No soportaba estar lejos de mi niñera ni siquiera un momento. La admiraba y me sentía orgullosa de ella, pues era capaz de escribir los nombres de todas las flores, semillas y arbustos, además de recitar sus usos medicinales. Pero conforme fui creciendo, la importancia de Tita Querida disminuyó. Cuanto más inteligente creía volverme, más me convencía de que Tita Querida era una vulgar criada, una mujer que no ocupaba un puesto importante en la casa, una persona a quien nadie apreciaba. De no ser por sus locas ideas sobre las maldiciones, habría podido hacer rica a la familia.

Mi respeto hacia Madre empezó a crecer. Traté de granjearme su afecto. Creía que sus atenciones eran sinónimo de amor. Me hacían sentir más apreciada y feliz. Al fin y al cabo, Madre era la mujer más importante de la casa. Ella decidía qué comíamos, qué color de ropa debíamos usar, cuánto dinero podíamos gastar en el mercado. Todos la temían y al mismo tiempo deseaban complacerla. Todos excepto la bisabuela, que a esas alturas tenía las facultades mentales tan debilitadas que no distinguía entre la tinta y el barro.

Pero a los ojos de Madre, yo carecía de encantos. Mis palabras no sonaban melodiosas en su oído. Por muy obediente, humilde o limpia que fuese, nada de lo que hacía la contentaba. Yo estaba desorientada, no sabía qué hacer para complacerla. Me sentía como una tortuga tendida sobre el caparazón, luchando para descubrir por qué el mundo estaba patas arriba.

A menudo me quejaba a Tita Querida de que Madre no me quería.

No digas bobadas, respondía ella. ¿No has oído lo que dijo hoy? Dijo que coses con puntadas desparejas. Y mencionó que tu piel se está oscureciendo. Si no te quisiera, ¿por qué se molestaría en criticarte? Lo hace por tu bien. Añadía que yo era una egoísta, que sólo pensaba en mí misma. Decía que mi cara se ponía fea cuando me enfurruñaba. Ahora comprendo que con sus críticas constantes quería demostrar que me quería aún más que Madre.

Un día, poco antes del Festival de Primavera, el viejo cocinero volvió del mercado con una gran noticia que circulaba por Corazón Inmortal. Chang, el carpintero, se había hecho famoso y pronto sería aún más rico. Ya tenía los resultados de los huesos de dragón que había entregado a los científicos: eran humanos. Aunque todavía ignoraban cuál era la antigüedad de los huesos, todo el mundo suponía que tenían al menos un millón de años, quizá incluso dos.

Las mujeres, desde la más pequeña a la mayor, estábamos en el taller; todas salvo Tita Querida, que había bajado al sótano a contar las barras de tinta que ya había tallado. Me alegré de que no estuviese presente, porque cada vez que alguien mentaba a Chang, ella escupía. Cuando él traía madera a la casa, enviaban a Tita Querida a su habitación, donde lo maldecía dando golpes tan largos y estruendosos en un cubo que los inquilinos protestaban a gritos.

—Qué curiosa coincidencia —dijo Tía Grande—. El mismo señor Chang que nos vende madera. Habríamos podido tener la misma suerte que él.

—Nuestra relación con Chang se remonta a tiempos más lejanos —presumió Madre—. Él fue el hombre que detuvo su carro para ayudar después de que los bandidos mongoles mataran a Hermano Niño. El señor Chang es una persona de nobles acciones.

Nuestros vínculos con el ahora célebre señor Chang no parecían tener fin. Puesto que el carpintero pronto sería más rico que antes, Madre sugirió que seguramente bajaría el precio de la madera.

—Debería compartir su suerte —dijo, conviniendo consigo misma—. Los dioses no esperarán menos de él.

Tita Querida regresó al taller y de inmediato se dio cuenta de quién era la persona de la que hablábamos. Dio varios golpes en el suelo con los pies y otros tantos puñetazos al aire.

Chang es malo, dijo con las manos. Mató a mi padre. Por su culpa Hu Sen está muerto. Emitió un sonido ronco, como si fuese a escupir la garganta.

Miente, pensé. Su padre se cayó de un carro porque estaba borracho, y a Tío Niño lo mató una coz de su propio caballo. Eso me habían contado Madre y las tías.

Tita Querida me agarró de un brazo. Me miró a los ojos y empezó a hablar rápidamente con las manos: Cuéntales, Cachorrillo, convéncelas de que digo la verdad. Y ahora me doy cuenta de que los huesos de dragón que tiene Chang —en este punto espolvoreó unos huesos imaginarios sobre la palma de su mano— son sin duda los que pertenecían a mi padre, a mi familia. Chang los robó el día de mi boda. Eran mi dote. Salieron de las Fauces del Mono. Debemos recuperarlos y llevar los a la cueva; de lo contrario, la maldición no acabará nunca. Deprisa; explícaselo a ellas.

Sin darme tiempo a hacerlo, Madre advirtió:

—No quiero oír ni una más de sus absurdas historias. ¿Has oído, hija?

Todos me miraron, incluida Tita Querida. Díselo, indicó con señas. Pero yo me volví hacia Madre, asentí y dije:

—Sí, he oído.

Tita Querida salió corriendo del taller, emitiendo un sonido ahogado que me retorció el corazón e hizo que me sintiese malvada.

Durante unos instantes el silencio fue absoluto en el taller. Luego la bisabuela se acercó a Madre y dijo con cara de preocupación:

—¿Has visto a Hu Sen?

—Está en el patio —respondió Madre, y la bisabuela salió arrastrando los pies.

Las esposas de mis tíos chasquearon la lengua.

—Sigue loca por culpa de lo que ocurrió —murmuró Tía Pequeña—, y eso que han pasado casi quince años.

Por un momento no supe si hablaban de la bisabuela o de Tita Querida.

—Es una suerte que no pueda hablar —añadió Tía Grande—. Sería una vergüenza para la familia que alguien entendiese lo que trata de decir.

—Deberías echarla de la casa —dijo Tía Pequeña a Madre.

Ésta señaló con un movimiento de barbilla a la bisabuela, que ahora estaba paseándose y rascándose una costra detrás de la oreja, y dijo:

—Esa niñera loca ha estado aquí tantos años gracias a la abuela.

Y entonces comprendí lo que Madre quería decir pero no podía decir. Cuando la bisabuela muriese, le diría a Tita Querida que se marchara. De pronto sentí compasión por mi niñera. Quería protestar, decirle a Madre que no debía hacerle algo semejante. Pero ¿cómo discutir una intención que no ha sido expresada con palabras?

Un mes después, la bisabuela se cayó y se golpeó la cabeza contra el borde de su k’ang. Antes de la hora del Gallo estaba muerta. Padre, Tío Grande y Tío Pequeño regresaron a casa desde Pekín, a pesar de que los caminos se habían vuelto peligrosos. Desde Pekín hasta la Boca de la Montaña había continuos tiroteos entre gobernadores locales. Por suerte para nosotros, las únicas peleas que vimos fueron las de los inquilinos. Varias veces tuvimos que pedirles que dejaran de gritar y alborotar mientras presentábamos nuestros respetos a la bisabuela, que yacía en la sala principal.

Cuando el señor Chang se presentó con el ataúd, Tita Querida permaneció en su habitación y lo maldijo golpeando un cubo. Yo estaba sentada en un banco del patio, mirando cómo Padre y el señor Chang bajaban el féretro del carro.

Tita Querida está equivocada, pensé. El señor Chang no parece un mendigo. Era un hombre alto con buenos modales y facciones nobles. Padre lo felicitó por su «importante contribución a la ciencia y la historia y a China en general». Ante estas palabras, el señor Chang reaccionó con modestia y satisfacción. Luego Padre se marchó a buscar el dinero del ataúd.

Aunque era un día fresco, el señor Chang estaba sudando. Se secó la frente con la manga. De pronto se percató de que yo lo estaba mirando.

—Has crecido mucho —me dijo. Me ruboricé. Un hombre famoso se dirigía a mí.

—Mi hermana es más alta —respondí—. Y eso que es un año menor que yo.

—Ah, eso está muy bien.

Yo no esperaba que elogiara a GaoLing.

—He oído que ha encontrado partes del hombre de Pekín —dije—. ¿Qué partes?

—Oh, sólo las más importantes.

Como yo también quería darme importancia, le solté sin pensar.

—Yo también tuve huesos en un tiempo. —Y de inmediato me cubrí la boca con la mano.

El señor Chang sonrió, esperando que continuara.

—¿Dónde están ahora? —preguntó tras unos segundos.

Yo no podía ser descortés.

—Los llevamos de vuelta a la cueva —respondí.

—¿A qué cueva?

—No puedo decírselo. Mi niñera me obligó a prometerle que no lo contaría. Es un secreto.

—Ah, tu niñera. La mujer de la cara fea. —El señor Chang contrajo los dedos como si fuesen las patas de un cangrejo y se cubrió la boca con ellos. Asentí—. La loca. —Miró hacia el lugar desde el cual pro cedían los golpes. Yo no dije nada—. ¿Y ella encontró huesos en ese sitio del que no puedes hablar?

—Los encontramos juntas, pero fue ella quien los llevó de vuelta. —Me apresuré a añadir—: Pero no puedo decirle dónde están.

—Desde luego. No deberías contarle algo semejante a un desconocido.

—¡Oh, usted no es un desconocido! Nuestra familia lo conoce bien. Todos lo dicen.

—De todas maneras no deberías contármelo. Aunque seguramente se lo habrás dicho a tu madre y a tu padre.

Negué con la cabeza.

—No se lo he dicho a nadie. Si lo hiciese, querrían desenterrarlos. Eso piensa Tita Querida. Dijo que los huesos deben permanecer en la cueva, o ella sufrirá las consecuencias.

—¿Qué consecuencias?

—Una maldición. Si yo hablo, ella morirá.

—Pero ya es bastante mayor, ¿no?

—No lo sé. No lo creo.

—Las mujeres mueren a todas las edades, y no necesariamente debido a una maldición. La causa suele ser una enfermedad o un accidente. Mi primera esposa murió hace diez años. Siempre fue muy torpe, y un día se cayó del techo. Ahora tengo una esposa nueva que es incluso mejor que la anterior. Si tu niñera muere, tú también tendrás una nueva.

—Soy demasiado mayor para tener otra niñera —dije. La conversación ya no me gustaba.

Padre regresó enseguida con el dinero para el señor Chang. Charlaron amigablemente durante unos minutos, y luego el señor Chang me llamó.

—La próxima vez que nos veamos volveremos a hablar —dijo y se marchó con el carro vacío.

Padre parecía complacido con el hecho de que el señor Chang, que ahora era famoso en la aldea, me hubiese considerado digna de su atención.

Unos días después celebramos el funeral de la bisabuela. Todo el mundo lloró a gritos, pero los gritos de Madre se oyeron por encima de todos los demás, como mandaba la tradición, pues era la mujer más importante de la casa. Demostró tristeza y desesperación con auténtica maestría. Y yo también lloré, triste y asustada a la vez. Cuando el funeral concluyó, comencé a preocuparme por lo que ocurriría a continuación: Madre echaría a Tita Querida de la casa.

Pero no lo hizo, y ésta es la razón:

Madre creía que la bisabuela seguía rondando por el escusado del patio para asegurarse de que todos cumpliesen sus normas. Cada vez que se acuclillaba sobre la letrina, oía una voz que preguntaba: «¿Has visto a Hu Sen?». Cuando nos lo contó, Tía Tercera dijo:

—La visión de tu culo al aire debería ahuyentar a cualquier fantasma.

Todas reímos, pero Madre se enfadó y anunció que nos rebajaría la paga del mes siguiente.

—Para enseñaros a tenerle más respeto a la bisabuela —dijo.

Madre iba al templo de la aldea a diario para ofrecer dádivas al fantasma del escusado. También fue a la tumba de la bisabuela y quemó papel de plata con el fin de que la difunta pudiese pagar su ascenso a un nivel superior. Después de noventa días de estreñimiento, Madre compró un automóvil de papel con chófer y todo. La bisabuela había visto uno de verdad en una feria celebrada en la Boca de la Montaña. Estaba en la cochera donde dejaban los carros y las mulas, y según contó la bisabuela, se marchó con un ruido lo bastante atronador para asustar al demonio y con suficiente rapidez para volar hasta el cielo.

De modo que el coche de papel ardió, y el fantasma de la bisabuela viajó desde la letrina al Mundo de Yin. Entonces la casa volvió a la normalidad, al bullicio de costumbre. El resto de la familia sólo se preocupaba por los pequeños asuntos domésticos, como la presencia de moho en el mijo o una grieta en un vaso; cosas sin importancia. Sólo yo sufría por lo que podría ocurrirle a Tita Querida.

Recuerdo el día que Madre recibió una carta inesperada de Pekín. Era la época del Gran Calor, cuando los mosquitos estaban más felices que nunca y la fruta que quedaba al sol se pudría en menos de una hora. La bisabuela llevaba más de noventa días muerta. Nos sentamos a la sombra del gran árbol del patio, esperando oír las noticias.

Todas conocíamos a la autora de la carta, la anciana viuda Lau. Era prima octava de Padre y prima quinta de Madre, lo bastante cercana en parentesco para seguir los ritos fúnebres de la familia. Había asistido al funeral de la bisabuela y llorado tanto como las demás.

Como Madre no sabía leer, le pidió a GaoLing que lo hiciera, y yo tuve que disimular mi decepción al ver que era la elegida para tan importante tarea. GaoLing se alisó el pelo, carraspeó, se humedeció los labios y leyó:

—«Querida prima, envío saludos de todos aquellos que han preguntado por ti con profundo sentimiento. —En este punto GaoLing batalló con una larga lista de nombres que abarcaba desde niños recién nacidos, hasta personas que Madre creía muertas. En la página siguiente, nuestra anciana prima escribió algo así—: Sé que sigues de duelo y que apenas si eres capaz de comer a causa del dolor. Por lo tanto, no es buen momento para invitarte a Pekín. Pero he estado pensando en lo que hablamos la última vez que nos vimos, durante el funeral». —GaoLing interrumpió la lectura y preguntó—: ¿De qué hablaron? —Yo me preguntaba lo mismo.

Madre le dio una palmada en la mano.

—No seas curiosa. Tú lee, y ya te contaré lo que debas saber.

GaoLing prosiguió con la lectura:

—«Humildemente sugiero que tu primera hija… —mi corazón dio un vuelco, pues se refería a mí— venga a Pekín y conozca casualmente a un lejano pariente mío. —GaoLing me dirigió una mirada ceñuda, y yo me alegré de que sintiese celos—. Este pariente —continuó leyendo con menos entusiasmo— tiene cuatro hijos, que son primos séptimos míos, con distinto apellido. Viven en tu aldea, pero el parentesco con vosotros es muy lejano, si es que lo hay».

Al oír que se refería a un parentesco muy lejano, supe que aquel encuentro casual significaba que deseaba saber si yo podía ser la esposa apropiada para su familiar. Yo tenía catorce años (o ésa era mi edad china) y la mayoría de las chicas de mi edad ya estaban casa das. La anciana viuda Lau no quería decir de qué familia se trataba hasta que supiese con seguridad si el encuentro casual podía ser beneficioso.

—«En honor a la verdad —leyó GaoLing—, yo nunca habría pensado en esta familia. Pero el padre vino a verme y me preguntó por LuLing. Al parecer han visto a la joven y se han quedado impresionados por su belleza y su dulzura».

Me ruboricé. Por fin Madre descubría lo que otros decían de mí. Quizá ahora empezara a ver mis buenas cualidades.

—Yo también quiero ir a Pekín —dijo GaoLing con el tono de un gato plañidero.

Madre la reprendió:

—¿Alguien te ha invitado? ¿No? Pues entonces parecerás tonta si dices que quieres ir. —Como GaoLing volvió a protestar, Madre le tiró de la trenza y dijo—: Cierra la boca. —Y me alargó la carta para que terminara de leerla yo.

Me senté derecha, mirando a Madre, y leí con énfasis:

—«La familia ha sugerido que el encuentro se realice en la tienda de tinta de nuestra familia en Pekín. —Hice una pausa y le sonreí a GaoLing. Ni yo ni ella conocíamos la tienda—. De esa manera —proseguí—, si hubiese disparidad de intereses, ninguna de las dos familias se sentiría ofendida públicamente. Si ambas llegan a un acuerdo sobre la boda, será una bendición de los dioses por la cual no podré pedir gratitud».

—Gratitud no —dijo Madre con un gruñido—, sólo un montón de regalos.

La carta continuaba de esta manera: «Estoy segura de que coincidirás conmigo en que es difícil encontrar una buena nuera. ¿Recuerdas a mi segunda nuera? Me avergüenza reconocer que es una mujer insensible. Hoy sugirió que la niñera de tu hija no debería acompañarla a Pekín. Dijo que si una persona las viese a las dos juntas, sólo recordaría la pavorosa fealdad de la niñera, en lugar de la incipiente belleza de la doncella. Le respondí que eso era una tontería. Pero mientras escribo esta carta me doy cuenta de que sería difícil alojar a otra criada, ya que las mías ya se quejan de que no tienen sitio suficiente en una cama. Por lo tanto, quizá sería mejor que la niñera no viniese. Te pido disculpas, pero no puedo hacer nada para remediar la humildad de nuestra casa…».

Sólo cuando terminé de leer alcé la vista y miré con tristeza a Tita Querida.

No tiene importancia, me dijo con las manos. Más tarde le diré que puedo dormir en el suelo.

Me volví hacia Madre y esperé que dijera algo más.

—Escribe una carta de respuesta. Dile a la anciana viuda Lau que te enviaré a Pekín esta semana. Te acompañaría, pero estamos en la temporada de la tinta y tenemos demasiado trabajo. Le pediré al señor Wei que te lleve en su carro. Siempre viaja a Pekín el primer día del mes para repartir medicamentos, y no le importará llevar una pasajera a cambio de unas monedas.

Tita Querida movió las manos para llamar mi atención. Es el momento de decirle que no puedes ir sola. ¿Quién se asegurará de que es un buen matrimonio? ¿Y si esa prima idiota y entrometida intenta entregarte a una familia pobre como segunda esposa? Dile que tenga en cuenta esas cosas.

Negué con la cabeza. Tenía miedo de hacer enfadar a Madre con preguntas innecesarias y quedarme sin el viaje a Pekín. Tita Querida tiró de mi manga, pero no le hice caso. En los últimos tiempos le había hecho lo mismo varias veces, y eso la enfurecía. Como ella no podía hablar y Madre no sabía leer, cuando me negaba a hablar en su nombre la dejaba sin palabras, indefensa.

Cuando volví a nuestra habitación, Tita Querida me atosigó con sus lamentos. Eres demasiado joven para viajar sola a Pekín. Es más peligroso de lo que crees. Podrían asaltarte unos bandidos, cortarte la cabeza y clavarla en una estaca

No le contesté, no discutí, no le di razones en las cuales apoyarse. Continuó de la misma guisa ese día, al siguiente y al siguiente. A veces expresaba furia contra la anciana viuda Lau. A esa mujer no le preocupa qué es lo mejor para ti. Mete las narices en asuntos ajenos sólo por dinero. Pronto apestará tanto como los culos que olfatea.

Después me dio una carta para que se la entregara a GaoLing y ésta se la leyera a Madre. Asentí, y en cuanto Tita Querida hubo salido de la habitación, la leí: «Además de los tiroteos y los disturbios, el aire estival está cargado en enfermedades. Y en Pekín hay extrañas dolencias que jamás hemos contraído aquí y que podrían hacer que a LuLing se le cayeran los dedos y la punta de la nariz. Por suerte, yo conozco los remedios para esos males y podría evitar que LuLing regresase a casa trayendo consigo una epidemia…».

Cuando Tita Querida me preguntó si había entregado la carta a Madre, convertí mi cara y mi corazón en muros de piedra.

—Sí —mentí.

Tita Querida soltó un suspiro de alivio. Era la primera vez que creía una mentira mía. Me pregunté qué habría cambiado en su inferior para que ya no fuese capaz de intuir mis engaños. ¿O la que había cambiado era yo?

La noche anterior a mi partida, Tita Querida se plantó ante mí con la carta, que yo había doblado muy pequeña y escondido en el bolsillo de mis pantalones.

¿Qué significa esto? Me agarró del brazo.

—Déjame en paz —protesté—. Ya no puedes decirme lo que tengo que hacer.

¿Te crees muy lista? Todavía eres una niña tonta.

—No es verdad. Y ya no te necesito.

Si tuvieras cerebro, me necesitarías.

—Quieres que me quede aquí únicamente para conservar tu puesto de niñera.

Enrojeció como si se estuviese ahogando.

¿Mi puesto? ¿Crees que estoy en esta casa por un vulgar puesto de niñera? Ai-ya! ¿Por qué sigo viva si tengo que oír esas palabras de boca de esta niña?

Las dos estábamos agitadas. Le espeté lo que había oído decir a menudo a Madre y a las tías:

—Estás viva porque nuestra familia fue lo bastante buena para compadecerte y salvarte la vida. No teníamos por qué hacerlo. Y Tío Niño jamás debió pedirte en matrimonio. Fue una desgracia para él. Por eso lo mató su caballo. Todo el mundo lo sabe.

Su cuerpo entero pareció desplomarse, cosa que tomé como una señal de que mis palabras eran ciertas. En ese momento la compadecí igual que a los vagabundos a quienes no podía mirar a la cara. Sentí que por fin había madurado y que Tita Querida había perdido su poder sobre mí. Fue como si mi antiguo yo contemplara a mi nuevo yo y se maravillara del cambio.

A la mañana siguiente, Tita Querida no me ayudó a preparar la ropa para el viaje. Tampoco me preparó comida para el camino. Permaneció sentada en el borde de su k’ang negándose a mirarme. Aunque el sol aún no estaba alto, vi que sus ojos estaban rojos e hinchados. Me flaqueó el corazón, pero mi mente se mantuvo firme.

Dos horas después del amanecer, el señor Wei se presentó con su carro tirado por un burro y cargado con serpientes para las tiendas de medicinas. Me cubrí la cabeza con un pañuelo para protegerme del sol. Todos, salvo Tita Querida, estaban en la cancela para despedirme. Hasta había salido GaoLing, con la cara aún sin lavar.

—Tráeme una muñeca —gritó. A pesar de sus trece años, todavía era una niña.

El día fue un largo viaje en medio de una continua polvareda. Cada vez que el burro se detenía a beber agua, el señor Wei mojaba un trapo grande en el río y se lo ataba a la cabeza para mantenerse fresco. Pronto empecé a hacer lo mismo con mi pañuelo. A la hora de comer, el señor Wei sacó una lata en cuyo interior había bollos al vapor. Yo no tenía nada. No había querido pedirle al viejo cocinero que me preparara un almuerzo por miedo a que éste le dijera a Madre que mi viaje a Pekín le creaba demasiados problemas. Naturalmente, el señor Wei me ofreció parte de su comida. Y naturalmente, yo fingí que no tenía hambre. Me convidó sólo dos veces más; el último ofrecimiento no llegó nunca. De manera que tuve que hacer el resto del viaje con el estómago vacío y ocho jaulas de horrorosas serpientes.

A última hora de la tarde llegamos a las afueras de Pekín, y me recuperé instantáneamente del letargo causado por el calor y el hambre. Cuando pasamos por el puesto de inspección, temí que no nos dejaran entrar. Un policía con gorra registró mi pequeño atado de ropa y echó un vistazo a las jaulas con serpientes.

—¿A qué vienen a Pekín? —preguntó el policía.

—A traer medicinas —respondió Wei señalando las jaulas.

—Por matrimonio —contesté yo con sinceridad.

El policía se volvió hacia un compañero, le repitió mi respuesta y ambos rieron. Después nos dejaron pasar.

Pronto vi un arco monumental a la distancia, sus letras doradas brillantes como el sol. Lo cruzamos y entramos en una calle tan ancha como el más ancho de los ríos. Los carritos tirados por personas, más de los que había visto en toda mi vida, pasaban a gran velocidad a nuestro lado. Y de repente vi un automóvil, muy parecido al de papel que Madre había quemado por la bisabuela. Comencé a comparar todas las vistas con las de mi vida anterior. Los mercados eran más grandes y bulliciosos. Las calles estaban atestadas de gente más ruidosa. Vi hombres con largas chaquetas de algodón fino, y otros vestidos con trajes occidentales. Estos últimos parecían más impacientes e importantes. Muchas jóvenes lucían vestidos vaporosos y peinados idénticos a los de las actrices famosas, con los pelos del flequillo rizados como fideos de arroz secos. Me parecieron más bonitas que las mujeres de Corazón Inmortal. Pasamos junto a aceras abarrotadas de vendedores que ofrecían toda clase de pájaros, insectos y lagartijas en pinchos, todos ellos más caros que el mejor tentempié que podía comprarse en nuestra aldea. Más adelante vi caquis más dorados que los nuestros, cacahuetes más gordos y marzoletas acarameladas de un rojo más intenso. Oí un crujido seco y enseguida contemplé la pulpa de un melón de aspecto delicioso. Aquellos que no pudieron resistirse a comprar una tajada parecían más satisfechos que cualquier otra persona a quien yo hubiera visto comer melón.

—Si sigues mirando así, se te caerá la cabeza de tanto torcerla —dijo el señor Wei.

Continué grabando esas imágenes en mi cabeza para poder contarle a todo el mundo lo que había visto. Imaginaba su asombro, la admiración de Madre, la envidia de GaoLing. También podía ver la decepción en la cara de Tita Querida.

Ella no quería que yo disfrutara, así que la borré de mi mente.

El señor Wei se detuvo varias veces a preguntar por cierta tienda cercana a la calle del Mercado del Farol, luego buscó una callejuela concreta y finalmente llegamos a la verja que conducía al atestado patio de la casa de la anciana viuda Lau. Dos perros corrieron a mi encuentro, ladrando.

¡Ai! ¿Eres una niña o una estatua de barro amarillo? —dijo la anciana viuda Lau a modo de saludo.

Yo tenía anillos de polvo en el cuello, las manos y todos aquellos sitios de mi cuerpo donde hubiese algún pliegue o surco. Estaba en un patio cuadrangular tan caótico que mi llegada pasó casi inadvertida. La anciana viuda Lau me dijo que estaban a punto de servir la cena, de manera que debía asearme deprisa. Me dio un cubo abollado y me indicó dónde estaba el pozo. Mientras llenaba el cubo, recordé que Madre me había contado que el agua de Pekín era dulce. Bebí un sorbo, pero la encontré salada y asquerosa. No me extrañaba que Tita Querida hubiera dicho que en tiempos lejanos Pekín había sido el lecho del mar. De repente caí en la cuenta de que por primera vez ella no me ayudaría con el baño. ¿Dónde estaba la tina? ¿Dónde estaba el fogón para calentar el agua? Me daba miedo tocar cualquier cosa. Me agaché detrás de un cobertizo de juncos y me arrojé agua fría en el cuello, furiosa con Tita Querida por haberme convertido en una niña tonta que ahora temía demostrar a todo el mundo la magnitud de su estupidez.

Cuando terminé de lavarme, me di cuenta de que había olvidado el peine y los palillos de madera para limpiarme las uñas. Tita Querida siempre se acordaba de esas cosas por mí. ¡Ella era la culpable de mi olvido! Al menos había llevado una chaqueta y pantalones limpios. Pero, como era de prever, cuando los saqué del atado vi que estaban arrugados y polvorientos.

Durante la cena me asaltó otro pensamiento. Era la primera vez que Tita Querida no estaba a mi lado para decirme qué cosas debería comer y cuáles no. Eso me alegró. «No comas grasas ni picantes —me habría advertido—, o te saldrán forúnculos o sufrirás otros males relacionados con la humedad». De modo que comí varias raciones de cerdo picante. Pero después me embargó la pavorosa sensación de que mi estómago se estaba cubriendo de llagas.

Después de la cena me senté en el patio con la anciana viuda Lau y sus nueras, oyendo el zumbido de los mosquitos y los chismorreos. Ahuyenté a los insectos, recordando el gran abanico con que Tita Querida nos libraba a las dos de los insectos y el calor. Cuando los párpados empezaron a pesarme, la anciana viuda Lau me mandó a buscar mi cama. De modo que entré en el pequeño y triste cobertizo donde estaba mi ropa y un camastro de sogas. Mientras palpaba los agujeros en la urdimbre del lecho, recordé algo más: era la primera vez que dormía sola. Me acosté y cerré los ojos. Antes de sumirme en el sueño, oí los rasguños de las ratas en la pared. Me incliné para ver si habían dejado cuencos con trementina junto a las patas del camastro. No lo habían hecho. Una vez más, en lugar de sentirme agradecida porque Tita Querida siempre había cuidado esos detalles por mí, la culpé por mi estupidez.

Al despertar, comprendí que nadie me ayudaría a peinarme ni inspeccionaría mis orejas y uñas. Como no tenía peine, usé los dedos para deshacer los nudos de mi cabello. No había ropa limpia junto a la cama, y la chaqueta y los pantalones con los que había dormido estaban sudados. No podría usarlos para el encuentro casual de ese día. Y el atuendo que había escogido para ese fin ya no me parecía apropiado, pero era lo único que se me había ocurrido llevar. Ya era una mujer y allí estaba, sintiéndome increíblemente indefensa y tonta. Así de bien me había educado Tita Querida.

Cuando me presenté ante la anciana viuda Lau, ésta exclamó:

—¿Tu cabeza es como un huevo vacío? ¿Por qué llevas una chaqueta acolchada y pantalones de invierno? ¿Y qué le pasa a tu pelo?

¿Qué podía responder? ¿Que Tita Querida se había negado a aconsejarme? Lo cierto era que en el momento de escoger la ropa había pensado únicamente que debía lucir mis mejores prendas, las que tenían los bordados más bonitos. Y cuando las había guardado en mi atado, durante las frescas horas del amanecer del día anterior, no me habían parecido incómodas.

—¡Qué desastre! —murmuró la anciana viuda Lau mientras registraba la ropa que había llevado conmigo—. ¡Compadezco a la familia que acepte a esta niña tonta como nuera!

Corrió hacia sus baúles y rebuscó entre las prendas de su juventud. Finalmente se decidió por un vestido de una de sus nueras, un chipao que no estaba tan pasado de moda. Tenía cuello mandarín, mangas cortas y una tela hilada en tonos estivales: el cuerpo era lila y los ribetes y las tirillas del cuello, verde hoja. A continuación, la anciana viuda Lau me deshizo las trenzas y me peinó con un peine húmedo.

A mediodía anunció que nos marchábamos a la tienda de tinta. Le informó a su criada que no comeríamos en casa. Estaba convencida de que su primo, el fabricante de tinta, nos daría un festín en su casa.

—Si la otra familia también está allí, come un poco de todo para demostrar que no tienes remilgos, pero no seas glotona —advirtió—. Deja que los demás se sirvan primero y compórtate como si fueses la persona menos importante del mundo.

La calle del Mercado del Farol no estaba lejos del distrito de los alfareros, quizá a media hora en calesa. Pero la anciana viuda Lau temía que casualmente nos perdiéramos nuestro encuentro accidental si no salíamos con unos minutos de antelación.

—¿Y si el culi del taxi es viejo y cojo? ¿Y si empieza a llover?› —especuló en voz alta.

Poco después de mediodía, me encontré ante la puerta de la tienda de nuestra familia, impaciente por ver a Padre. La anciana viuda Lau estaba pagándole al culi, o más bien discutiendo con él, diciéndole que no debería cobrar tanto por una pasajera más, puesto que yo era aún una niña.

—¿Una niña? —respondió el hombre con un bufido—. ¿Dónde tiene los ojos, mujer?

Miré la falda del vestido lila y di un golpecito a mi perfecto moño. Me sentía incómoda, pero al mismo tiempo orgullosa de que ese hombre pensara que era toda una mujer.

Casi todas las puertas de la calle conducían a una tienda, y en las jambas había bandas rojas con pareados para la buena suerte. El de la tienda de nuestra familia era particularmente bonito. Estaba escrito en caracteres cursivos, los mismos que Tita Querida me estaba enseñando a copiar. Aquel estilo de escritura se asemejaba más a una pintura expresiva y grácil como las ramas de un árbol envueltas en nubes. No cabía duda de que quien quiera que hubiese escrito aquello era un artista, una persona culta y respetable. A regañadientes, reconocí que aquella caligrafía debía de pertenecer a Tita Querida.

Finalmente la anciana viuda Liu dejó de discutir con el culi y entramos en la tienda de Padre. El local miraba al norte y estaba bastante oscuro; quizá por eso Padre no nos vio de inmediato. Estaba ocupado con un cliente, un hombre de aspecto distinguido, como los letrados de un par de décadas atrás. Los dos estaban inclinados sobre un mostrador de vidrio y hablaban de las cualidades de las distintas barras de tinta. Tío Grande nos dio la bienvenida y nos invitó a sentarnos. Deduje por su tono formal que no me había reconocido, así que lo llamé por su nombre con timidez. Entonces me miró con atención, rio y anunció nuestra llegada a Tío Pequeño, que se disculpó varias veces por no haber salido a recibirnos antes. Nos hicieron sentar a una de las dos mesas de té destinadas a los clientes. La anciana viuda Lau rechazo la invitación tres veces, exclamando que mi padre y mis tíos debían de estar demasiado ocupados para recibir visitas. Hizo un par de amagos hacia la puerta. Ante la cuarta invitación, nos sentamos por fin. Tío Pequeño nos sirvió té caliente y naranjas dulces y nos dio un par de abanicos calados para que nos refrescásemos.

Me fijé en todos los detalles; de ese modo podría describírselos a GaoLing y despertar su envidia. El suelo de la tienda era de madera oscura limpia y encerada, sin marcas de pisadas a pesar de que estábamos en la época más polvorienta del verano. Contra las paredes había vitrinas de madera y cristal. El cristal era muy brillante y no había ni una sola hoja rota. Dentro de las vitrinas estaban nuestras cajas envueltas en seda, el resultado de nuestros esfuerzos. En la tienda se veían mucho más bonitas que en el taller de Corazón Inmortal.

Noté que Padre había abierto varias cajas. Estaba colocando barras, tortas y piezas de tinta de otras formas sobre una tela de seda que cubría el mostrador. Primero padre señaló una barra con un relieve de un barco fantasma y dijo con refinamiento y orgullo:

—Su escritura se deslizará con la misma suavidad que una barca sobre un lago cristalino. —Levantó otra pieza con forma de pájaro—. Su mente volará hasta las nubes del pensamiento más elevado. —Señaló una serie de tortas de tinta decoradas con peonías y bambúes—. Sus libros de cuentas florecerán, y la abundancia lo acompañará si los bambúes rodean su mente serena.

En ese momento volví a pensar en Tita Querida. Recordé que me había enseñado que todo, incluso la tinta, tenía una finalidad y un significado: la tinta buena no era la preparada, aquella que estaba lista al salir de un frasco. Cuando el trabajo se hace sin esfuerzo, no es posible ser un artista. Ése es el problema de las modernas tintas líquidas. No obligan a pensar. Uno se limita a escribir lo que flota en la superficie de su mente. Y en la superficie no hay más que suciedad, hojas secas y larvas de mosquitos. Por el contrario, cuando alguien desliza una barra de tinta sobre una piedra de tinta, da el primer paso para purificar su mente y su alma. Uno aprieta y se pregunta: ¿Cuáles son mis intenciones? ¿Qué hay en mi corazón que coincida con lo que hay en mi mente?

Aunque recordé todas esas cosas, en la tienda de tinta escuché las palabras de mi padre y se me antojaron mucho más importantes que cualquier pensamiento de Tita Querida.

—Mire esto —dijo Padre al cliente, y yo también miré. Levantó una barra a la luz y la giró—. ¿Ve? Es del color perfecto, negro violáceo, en lugar de marrón o gris como las tintas baratas que venden en la esquina. Y escuche. —Oí un sonido puro y cristalino como el de una campanilla de plata—. Este tono agudo indica que el negro de humo es muy bueno, suave como las resbaladizas riberas de los ríos antiguos. Y el aroma… ¿Percibe el equilibrio de fuerza y delicadeza, las notas musicales del perfume de la tinta? Es una tinta cara, y cualquiera que lo vea usándola sabría que vale su alto precio.

Me sentí muy orgullosa al oír la descripción que hacía Padre de la tinta de la familia. Olfateé el aire. El aroma a especias y alcanfor era intenso.

—Este negro de humo —continuó Padre— es mucho mejor que el del pino de Anhui. Lo sacamos de un árbol tan escaso que ahora está prohibido cortarlo. Afortunadamente, tenemos reservas que los dioses nos concedieron mediante un rayo providencial. —Padre le preguntó al cliente si tenía noticia del cráneo humano que acababan de desenterrar en las canteras de la colina Hueso de Dragón. El anciano letrado asintió—. Bueno, nosotros procedemos de una aldea que está una colina más allá. ¡Y se dice que los árboles que la rodean tienen más de un millón de años! ¿Cómo lo sabemos? Piénselo. Cuándo esos hombres de hace un millón de años se paseaban por las proximidades de la colina Hueso del Dragón, ¿no necesitaban árboles para sentarse a su sombra? ¿O para hacer fuego? ¿O para construir bancos, mesas y camas? Estoy en lo cierto, ¿verdad? Pues en aquellos tiempos, los habitantes de la aldea más cercana a la colina Hueso de Dragón cubrían esa necesidad. Y ahora somos los propietarios de los restos de esos árboles ancestrales. Lo llamamos madera de Corazón Inmortal.

Padre señaló los estantes de la tienda.

—Ahora mire allí: en las barras de ese estante hay sólo una pizca de esa madera, de manera que el precio es inferior. En esta hilera hay dos pizcas. Y en este caso, la tinta está hecha casi enteramente con hollín del árbol de Corazón Inmortal. La tinta se adhiere fácilmente al pincel, como el néctar a la nariz de una mariposa.

Por fin, el cliente compró varias barras de las más caras y se marchó. Yo habría querido aplaudir, como si acabara de ver un espectáculo dedicado a los dioses. Padre se acercó a nosotros, a mí, y me levanté de la silla con el corazón desbocado. No lo veía desde el funeral de la bisabuela, y de eso hacía ya tres meses. Me pregunté si me diría que parecía mayor.

—¿Cómo? ¿Ya son las cinco de la tarde? —preguntó.

Esto hizo que la anciana viuda Lau saltara de la silla y exclamara:

—¡Hemos llegado demasiado pronto! ¡Deberíamos marcharnos y volver más tarde!

Así descubrí que nos esperaban a las cinco; no a la una del mediodía. La anciana viuda Lau se puso tan violenta ante aquella manifestación pública de su error, que padre tuvo que pedirle cinco veces que volviese a sentarse. Luego mis tíos trajeron más té y naranjas, pero la situación seguía siendo incómoda.

Después de un rato, Padre expresó su afecto y preocupación por mí.

—Estás demasiado delgada —dijo.

O tal vez dijera que estaba demasiado gorda. Acto seguido preguntó por la salud de mi madre, la de GaoLing, la de mis hermanos menores y la de los diversos tíos y parientes políticos. Bien, perfectamente, de maravilla… Yo parloteaba como un pato. Vestida con aquellas ropas, me resultaba difícil hablar con naturalidad. Por fin me preguntó si ya había comido. Y aunque yo estaba desmayada de hambre, no tuve ocasión de responder, pues la anciana viuda Lau lo hizo por mí:

—Ya hemos comido, estamos tan llenas que podríamos reventar. ¡Por favor, no permita que sigamos importunando! Continúen con su trabajo.

—No estamos ocupados —respondió Padre con educación—. Nunca se está demasiado ocupado para recibir a la familia.

Y la anciana viuda Lau respondió con más educación aún:

—Deberíamos marcharnos, de veras… Pero antes de irnos, ¿se ha enterado de lo que le ocurrió a…? —Y comenzó a hablar con nerviosismo de unos parientes lejanos.

Después de que mencionara a cinco o seis parientes más, mi padre dejó la taza de té en el plato y se puso en pie.

—¿Dónde están mis modales, prima Lau? No debería obligarla a deleitarme con sus historias. Sé que ha venido pronto para pasear con mi hija por la ciudad y perderse en sus maravillosas vistas. —Me dio unas monedas para dulces y bollos, advirtiéndome que debía tratar bien a la tía y no cansarla—. Tómense su tiempo —le dijo a ella—. No es necesario que se den prisa por nosotros.

La ingeniosa estratagema de mi padre para echarnos avergonzó a la anciana viuda Lau, pero yo me puse muy contenta. Segundos después salíamos al bochornoso calor del exterior.

Una manzana más abajo encontramos un puesto de bollos al vapor con bancos en la acera. Mientras yo engullía mis bollos, la anciana viuda Lau se quejó de que la humedad y el calor le hinchaban los pies.

—Pronto quedarán blandos e inútiles como plátanos podridos.

Era demasiado tacaña para volver a la calle del Mercado del Farol en taxi, sabiendo que poco después deberíamos regresar. Pero se lamentó en voz alta de que cuando volviésemos a las cinco de la tarde, para nuestro encuentro casual con alguien importante, estaríamos con la boca abierta y la lengua afuera, jadeando como pulgosos perros callejeros.

—No sudes —me advirtió.

Echamos a andar, buscando la sombra. Yo escuchaba con un oído las quejas de la anciana viuda Lau y entre tanto observaba a la gente en la calle: Hombres jóvenes que parecían estudiantes o aprendices. Viejas manchúes cargadas con pesados bultos. Jovencitas con peinados modernos y ropas occidentales. Todo el mundo caminaba con resolución, a un paso vivo que no se veía en las gentes de la aldea. De vez en cuando, la anciana viuda Lau me daba un golpe en el hombro y decía:

—¡Eh! No mires con cara de embobada como si fueses una campesina ignorante.

Continuamos caminando sin rumbo: dos manzanas hacia el este, dos hacia el norte y otras dos de nuevo hacia el este. Era el método de mi vieja prima para evitar que nos perdiésemos. Pronto nos encontramos en un parque con sauces llorones y estanque cubierto de flores flotantes y retorcidas larvas. La anciana viuda Lau se sentó en un banco, a la sombra de un árbol, y comenzó a abanicarse con energía, quejándose de que iba a explotar como una batata que pasa demasiado tiempo en el horno. Poco después se quedó dormida con la boca abierta y el mentón pegado al pecho.

Cerca de allí había un cenador con oscuros enrejados de madera por paredes e hileras de columnas que sostenían el pesado tejado. Entré en el cenador y me apreté contra una columna, tratando de pasar tan inadvertida como una lagartija. Desde allí observé a un hombre educando a su mente para dominar la espada. Vi a un anciano soplando notas musicales de un peine metálico. La anciana que lo acompañaba pelaba una naranja e intentaba cazar una mariposa que revoloteaba alrededor de las mondas. Al pie de una escalinata, una pareja joven estaba sentada a la orilla de un pequeño estanque, fingiendo contemplar los patos mientras se acariciaban disimuladamente los dedos. También había un extranjero, aunque al principio no lo reconocí como tal, pues vestía el traje típico del letrado: una larga casaca veraniega y pantalones. Sus ojos eran grises como el agua turbia. Al otro lado de una columna, una niñera arrullaba a un bebé, tratando de obligarlo a que la mirara, pero el niño lloraba e insistía en mirar al extranjero. Y luego otro hombre de aspecto y andar refinados caminó hasta un árbol y abrió las cortinas de una jaula que yo no había visto antes. De inmediato los pájaros comenzaron a cantar. Me sentí como si hubiese entrado en un mundo de mil años de antigüedad, un mundo en el que siempre había estado pero que sólo ahora veía.

Permanecí allí hasta que el cenador quedó prácticamente vacío. Entonces oí que la anciana viuda Lau gritaba mi nombre.

—Me has asustado tanto que mi alma ha estado a punto de escapar de mi piel —me riñó, dándome un fuerte pellizco en el brazo.

En el camino de regreso a la tienda de mi padre, yo era ya una chica diferente. Mi cabeza era una tormenta, un torbellino de ideas y esperanzas. No dejaba de preguntarme qué recordarían las personas que había visto en el cenador al día siguiente y al siguiente. Porque sabía que yo jamás olvidaría un solo instante de aquel día, el día en que iba a iniciar una nueva vida.

Tal como la anciana viuda Lau había planeado, mi posible futura suegra pasó casualmente por la tienda a las cinco en punto. Era una mujer más joven que Madre. Tenía un semblante severo y una mirada crítica. Llevaba joyas de oro y jade en las muñecas para demostrar su riqueza. Cuando la anciana viuda Lau la llamó, se mostró primero sorprendida y luego, encantada.

—Qué suerte que nos hayamos encontrado aquí —exclamó la anciana viuda Lau con voz aflautada—. ¿Cuándo ha llegado a Pekín?… Ah, ¿está visitando a un primo? ¿Qué tal van las cosas en Corazón Inmortal?

Una vez nos hubimos recuperado de nuestra falsa sorpresa, la anciana viuda Lau presentó a la mujer a Padre y a mis tíos. Yo estaba tan concentrada en evitar demostrar una expresión, cualquier expresión, que no oí el nombre de la señora.

—Esta es la hija mayor de mi prima, Liu LuLing —dijo la anciana viuda Lau—. Tiene quince años.

—Catorce —corregí, y la anciana viuda Lau me dirigió una mirada reprobadora antes de añadir—. Casi quince. Ha venido a conocer Pekín. Su familia también vive en Corazón Inmortal, pero venden su tinta en Pekín. Como puede ver —señaló la tienda con un amplio ademán—, el negocio no va mal.

—En parte debemos agradecérselo a su esposo —dijo Padre entonces—. Le compramos gran parte de nuestra excelente madera.

—¿De veras? —preguntaron al unísono la mujer y la anciana viuda Lau.

En este punto agucé el oído, intrigada por la noticia de que nuestras familias se conocían.

—Así es. Le compramos la madera de alcanforero al señor Chang —respondió Padre—. Y también nos ha vendido ataúdes en ocasiones menos afortunadas; siempre de la mejor calidad.

Chang, el carpintero y constructor de ataúdes. Mientras oía nuevas exclamaciones de sorpresa y alegría, imaginé a Tita Querida dando puñetazos al aire. Jamás permitiría que me casara con un miembro de esa familia. Entonces me recordé que la decisión no estaba en sus manos.

—Nosotros también estamos pensando en abrir una tienda en Pekín —dijo la señora Chang.

—¿Ah sí? Quizá podamos ayudarlos de alguna manera —ofreció Padre con educación.

—No quisiéramos molestar —respondió la señora Chang.

—No sería ninguna molestia —dijo Padre.

—Deberían reunirse y discutir esa posibilidad —sugirió la anciana viuda Lau en el momento más oportuno.

Mientras la señora Chang meditaba sobre esa excelente idea, Padre añadió:

—De todas maneras, tenía muchas ganas de hablar con su marido de los huesos de dragón con los que contribuyó al gran descubrimiento científico del hombre de Pekín.

La señora Chang asintió.

—Nos quedamos pasmados al descubrir que esos feos huesos eran tan valiosos. Fue una suerte que no los moliéramos para usarlos como medicina.

Yo pensaba en lo que significaría formar parte de esa familia rica y famosa. GaoLing se moriría de envidia. Madre me trataría con un cariño especial. Naturalmente, era muy probable que los Chang se negaran a permitir que Tita Querida fuese la niñera de sus futuros nietos, sobre todo si seguía escupiendo y dando golpes cada vez que se mencionaba ese apellido.

Al final se decidió que la anciana viuda Lau, mi padre y yo visitáramos la casa del primo de los Chang en Pekín, donde veríamos curiosas piedras en el jardín. La anciana viuda Lau se alegró, pues la invitación era una señal de que la señora Chang me consideraba una buena candidata para su hijo. Y yo también me alegré, ya que eso significaba que permanecería en Pekín más tiempo del previsto.

Dos tardes después, fuimos a la casa del primo. Yo llevaba otro vestido prestado. Guardé silencio, comí poco y hablé aún menos. El señor Chang había viajado desde Corazón Inmortal, y él y Padre hablaron del hombre de Pekín.

—Todas las piezas del cráneo deben permanecer en China —dijo Padre—. Además de ser lo correcto, es lo que han acordado con los extranjeros.

—Uno no puede fiarse de que los extranjeros cumplan su palabra —dijo Chang—. Encontrarán la manera de sacar algunas piezas del país. Buscarán excusas, firmarán nuevos acuerdos o ejercerán presiones.

—Ningún acuerdo puede cambiar el hecho de que el hombre de Pekín es chino y debe permanecer donde vivió y murió.

De repente el señor Chang me vio sentada en un banco del jardín.

—A lo mejor tú y yo vamos a recoger más huesos del hombre de Pekín. ¿Te gustaría?

Asentí con entusiasmo.

Al día siguiente hice el viaje de regreso a casa convertida en una chica feliz. Nunca me había sentido tan importante. No había avergonzado a la anciana viuda Lau ni a mi familia. De hecho, mi visita había sido un gran éxito. Mi padre me había criticado por nimiedades, así que sabía que se sentía orgulloso de mí. La anciana viuda Lau había presumido ante sus nueras, diciendo que con mi aspecto y mis modales merecía al menos diez proposiciones de matrimonio. Estaba convencida de que recibiría una de los Chang en menos de una semana.

Aunque aún no conocía al cuarto hijo de los Chang, que estaba en la colina Hueso de Dragón, sabía que era dos años mayor que yo. Al igual que sus hermanos, era aprendiz en el taller de ataúdes de su padre. Además, se comentaba que el hijo menor podría llevar el negocio a Pekín, tal como había hecho mi familia con la tinta. Eso significaba que viviríamos en Pekín.

Durante las conversaciones iniciales, no se me ocurrió preguntar si mi futuro marido era inteligente, educado y amable. No pensaba en el amor, pues en ese aspecto era una ignorante. Pero sabía que el casamiento era una forma de mejorar mi posición, o bien de empeorarla. Y a juzgar por los modales de la familia y por las joyas que lucía la señora Chang, iba a convertirme en una persona más importante. ¿Qué había de malo en ello?

El señor Wei había pasado a recogerme antes del amanecer. El cielo estaba encapotado y el aire aún no estaba impregnado del olor a podrido característico del verano. En el carro, empecé a soñar con todos los cambios que debía hacer en mi vida. Naturalmente, necesitaría ropa nueva. Y tendría que ser más cuidadosa para que el sol no me diera en la cara. No quería parecer una campesina morena. Al fin y al cabo, éramos una familia muy respetable, artesanos y comerciantes de un antiguo clan.

Cuando las estrellas se esfumaron y salió el sol, Pekín había desaparecido en el horizonte y el paisaje se volvió tedioso y polvoriento.

Horas después, el carro subió por la última colina que ocultaba Corazón Inmortal. Oí el cacareo de los gallos, el ladrido de los perros y todos los sonidos familiares de nuestra aldea.

El señor Wei comenzó a cantar una canción de amor campesina con voz tan alta como para que le estallaran los pulmones. Cuando torcimos por una curva, nos encontramos con el pastor Wu, que estaba reuniendo las ovejas de su rebaño. El sol del ocaso se colaba entre las ramas de los árboles y caía sobre los lomos de las ovejas. Wu alzó su bastón y nos saludó. En ese momento su rebaño se giró con un único movimiento y en la misma dirección, como una nube que trae tormenta, y yo presentí un gran peligro. Recordé que Madre nos había contado en murmullos que el pastor Wu era viudo y que necesitaba una esposa nueva que le ayudase a hilar la lana. Casi pude sentir la aspereza del amarillo polvo del Gobi mientras mis dedos se deslizaban por la lana. Pude oler el hedor de las ovejas penetrando en mis dedos, en mis huesos. Y ahora que contemplaba al pastor, con su amplia sonrisa y su bastón en alto, me reafirmé en mi resolución de que debía casarme con el hijo de los Chang. Tal vez fuese un idiota tuerto. No me importaba. Yo formaría parte de una familia famosa que tenía negocios en Pekín.

El tiempo necesario para partir una ramita: ésa es la rapidez con que la mente puede volverse en contra de todo aquello que le es querido y familiar. Allí estaba yo, a punto de regresar a mi casa, pero no sentía nostalgia alguna por las cosas con las que había crecido. En cambio, me fijé en el apestoso olor de un chiquero, en la tierra removida por los buscadores de huesos de dragón, en los agujeros de las paredes, en el barro junto a los pozos y en el polvo de las calles sin pavimentar. Noté que todas las mujeres que veíamos, viejas y jóvenes, tenían la misma cara anodina y unos ojos soñolientos que reflejaban mentes también soñolientas. La vida de todas aquellas personas era idéntica. Cada familia era tan importante como su vecina; es decir, poco importante. Eran campesinos, ingenuos y prácticos a la vez, lentos para cambiar pero rápidos para pensar que un tumulto de hormigas en el suelo era una señal de mala suerte enviada por los dioses. En mi mente, hasta Tita Querida se había convertido en una campesina de mente soñolienta y sombrero grasiento.

Recordé un dicho gracioso sobre la vida en una aldea tranquila: Cuando uno no tiene nada que hacer, siempre puede entretenerse sacando gusanos del arroz. En un tiempo había reído de aquel dicho. Ahora comprendía que encerraba una gran verdad.

El señor Wei seguía cantando a voz en cuello cuando llegamos a la plaza de la aldea. Por fin llegamos a la calle Cabeza de Cerdo. Pasé junto a todas las caras familiares y escuché los roncos saludos de sus gargantas ahogadas por el polvo. Cuando nos acercamos a la curva detrás de la cual se alzaba nuestra casa, el corazón empezó a latirme en los oídos. Vi la cancela, el arco con la madera desgastada, las descoloridas bandas rojas de pareados que colgaban de las columnas.

Pero cuando empujaba la cancela, mi corazón regresó al pecho y sentí un fuerte deseo de ver a Tita Querida. Se alegraría de verme, pues había llorado cuando me había ido. Crucé el patio delantero corriendo.

—¡He vuelto! ¡Ya estoy en casa!

Entré en el taller de la tinta, donde vi a Madre y a GaoLing.

—¿De regreso tan pronto? —dijo Madre sin molestarse en hacer una pausa en el trabajo—. La prima Lau me envió una nota diciendo que la reunión fue bien y que es probable que los Chang te acepten.

Estaba impaciente por contar mis aventuras, por describir los placeres que había disfrutado. Pero Madre me detuvo:

—Corre a lavarte y ven a ayudarnos a tu hermana y a mí.

GaoLing frunció la nariz y dijo:

Cho! Hueles como el trasero de un burro.

Fui a la habitación que compartía con Tita Querida. Todo estaba en el sitio de costumbre; la colcha doblada a los pies del k’ang. Pero ella no estaba allí. Fui de habitación en habitación, de pequeño patio en pequeño patio. Mi impaciencia por verla crecía segundo a segundo.

Entonces oí el ruido de una olla. Estaba en el sótano y quería hacérmelo saber. Espié en el túnel, más allá de la empinada escalera. Me saludó con la mano y mientras ascendía de las sombras, note que aún tenía la silueta de una jovencita. En el fugaz instante en que vi sólo la mitad de su cara iluminada por el sol, volví a verla tan hermosa como me parecía en la infancia. Cuando salió del agujero, dejó la olla, me acarició la cara y dijo con las manos: ¿De verdad has vuelto conmigo, Cachorrillo? Tiró de mi enmarañada trenza y resoplo. ¿No te llevaste el peine? ¿Nadie te lo recordó? Ahora comprenderás por qué me necesitas. ¡No tienes cerebro! Me dio un golpecito en la cabeza que me irritó. Se mojó el dedo con saliva y me restregó la mejilla sucia. Luego me tocó la frente. ¿Estás enferma? Pareces afiebrada.

—No estoy enferma —respondí—. Tengo calor.

Volvió a concentrarse en los nudos de mis trenzas mientras yo observaba sus gruesas cicatrices y su boca torcida. Me aparté.

—Puedo lavarme sola —dije.

Empezó a emitir sonidos guturales.

¿Estás una semana fuera y ya te sientes muy mayor?

—Por supuesto —respondí con brusquedad—. Al fin y al cabo, estoy a punto de convertirme en una mujer casada.

Eso he oído. Y no serás una concubina, sino una esposa. Eso es bueno. Te he educado bien, y todo el mundo puede verlo.

Entonces comprendí que Madre no le había dicho el nombre de la familia. Tarde o temprano tenía que saberlo.

—Es la familia de Chang —anuncié, observando cómo esas palabras la desgarraban—. Sí, Chang, el constructor de ataúdes.

Los sonidos que emitió a continuación eran los de una mujer a punto de ahogarse. Movía la cabeza de un lado a otro, como una campana. Entonces me dijo con enérgicos movimientos de manos: No puedes. Te lo prohíbo.

—¡Tú no eres quién para tomar esa decisión! —grité.

Me dio una bofetada y me empujó contra la pared. Me golpeó una y otra vez en los hombros y en la cabeza. Al principio lloriqueé y me encogí, tratando de protegerme. Pero luego me enfurecí. Le devolví el empujón y erguí los hombros. Borré toda expresión de mi cara, y eso la sorprendió. Nos miramos fijamente, jadeando, hasta que ninguna de las dos reconoció a la otra. Se dejó caer de rodillas, dándose puñetazos en el pecho, su signo para la expresión «es inútil».

—Tengo que ir a ayudar a Madre y a GaoLing —dije. Di media vuelta y me marché.