Éstas son las cosas que no debo olvidar. Me crie en un clan Liu en las montañas rocosas occidentales, al sur de Pekín. El primer nombre documentado de nuestra aldea fue Corazón Inmortal. Tita Querida me enseñó a escribirlo en la pizarra. Fíjate bien, Cachorrillo, ordenaba y luego dibujaba el ideograma correspondiente a «corazón». ¿Ves esta curva? Es la parte inferior del corazón, donde la sangre se acumula y fluye. Y estos puntos son las dos venas y la arteria por donde entra y sale la sangre. Mientras yo repasaba los trazos del ideograma, ella preguntó: ¿De quién era el corazón muerto que dio su forma a este mundo? ¿Cómo empezó todo, Cachorrillo? ¿Pertenecía a una mujer? ¿Estaba envuelto en tristeza?
Una vez vi el corazón de un cerdo recién sacrificado. Era rojo y brillante. Y había visto incontables corazones de pollo en una fuente, esperando a que los cocinaran. Parecían labios diminutos y eran del mismo color que las cicatrices de Tita Querida. Pero ¿qué aspecto tenía el corazón de una mujer?
—¿Para qué necesitamos saber de quién era el corazón? —pregunté mientras dibujaba el ideograma.
Tita Querida agitó las manos: Una persona ha de reflexionar sobre el origen de las cosas. Cada comienzo conduce a un fin determinado.
Recuerdo que hablaba a menudo de este tema. Desde entonces he especulado con frecuencia sobre el comienzo y el fin de muchas cosas. Sobre Corazón Inmortal, por ejemplo. Y sobre la gente que vivía allí, incluida yo. Cuando yo nací, Corazón Inmortal no era ya un lugar afortunado. La aldea estaba situada entre colinas, en un valle que acababa en un profundo barranco de piedra caliza. El barranco tenía la forma curva de la cámara de un corazón, y los tres ríos que antaño lo habían alimentado representaban la arteria y las venas. Pero se habían secado, igual que los manantiales divinos. En los cauces no quedaba nada más que tierra agrietada y olor a pedo.
Sin embargo, en sus comienzos la aldea había sido un lugar sagrado. Cuenta la leyenda que un emperador que pasaba por allí plantó un pino en medio del valle. Fue un tributo a la memoria de su madre, a quien tanto amaba que prometió que el árbol viviría eternamente. Cuando Tita Querida vio el pino por primera vez, éste tenía ya más de tres mil años.
Ricos y pobres por igual iban en peregrinación a Corazón Inmortal con la esperanza de que el árbol les transmitiese su energía vital. Acariciaban el tronco y las hojas mientras rezaban pidiendo hijos varones, grandes fortunas, una cura para la muerte o el fin de una maldición. Antes de marcharse, cortaban trozos de corteza o arrancaban ramitas para llevárselos de recuerdo. Tita Querida decía que ese exceso de admiración había matado al árbol. Cuando éste murió, aquellos recordatorios perdieron su poder. Y puesto que el árbol había dejado de ser inmortal, dejó también de ser famoso, igual que nuestra aldea. La gente empezó a decir que el árbol ni siquiera era milenario, que como mucho tendría doscientos o trescientos años. ¿Y la historia del emperador que lo había plantado para honrar a su madre? Se trataba de una falsa leyenda feudal destinada a hacernos creer que los corruptos eran leales. Estas quejas se iniciaron el mismo año en que cayó la antigua dinastía Ching y nació la nueva República.
El mote de nuestra aldea es fácil de recordar: Cuarenta y seis Kilómetros desde el puente del Foso de los Juncos. El puente del Foso de las Juncos es también el puente de Marco Polo, que ahora la gente describe como un desvío en el camino de Pekín. Puede que GaoLing haya olvidado el antiguo nombre, pero yo no. Cuando era niña, las instrucciones para llegar a Corazón Inmortal eran las siguientes: «Primero encuentre el puente del Foso de los Juncos, y luego retroceda cuarenta y seis kilómetros».
Aquel chiste inducía a pensar que vivíamos en un inhóspito caserío con veinte o treinta habitantes. Pero no era así. En mi infancia, allí vivían casi dos mil personas. Estaba atestado, lleno de gente desde un extremo del valle al otro. Teníamos un constructor de ladrillos, un tejedor de sacos y un taller donde se teñían telas. Había veinticuatro días de mercado, seis ferias y una escuela primaria a la que asistíamos GaoLing y yo cuando no teníamos que ayudar a la familia. Los vendedores iban de puerta en puerta ofreciendo toda clase de mercancías: queso de soja fresco, bollos al vapor, trenzas de pan y caramelos de todos los colores. Y había gente de sobra para comprar esas exquisiteces. Unos pocos bastaban para que nuestros estómagos quedaran tan satisfechos como el de un hombre rico.
El clan Liu vivió en Corazón Inmortal durante seis siglos. Los hijos varones de la familia siempre habían sido fabricantes de tinta que vendían su producto a los viajeros. Ocupaban una casa con patio a la que habían añadido habitaciones, y luego alas, cuatrocientos años antes de nacer yo, cuando una madre tuvo ocho hijos seguidos, uno al año. La vivienda familiar, que en un principio había sido una sencilla casa con tres columnas, con el tiempo se convirtió en un edificio de varias alas, cada una de las cuales tenía cinco columnas.
En las últimas generaciones el número de hijos disminuyó, de modo que las habitaciones libres se deterioraron y fueron alquiladas a inquilinos alborotadores. Daba igual si esa gente reía de chistes obscenos o gritaba de dolor, los sonidos eran siempre iguales: desagradables al oído.
Nuestra familia era relativamente próspera, pero no tanto como para inspirar envidia. Comíamos carne y queso de soja en casi todas las comidas. Todos los inviernos comprábamos chaquetas acolchadas nuevas. No nos faltaba dinero para ir al templo, a la ópera o a la feria. Pero los hombres de nuestra familia eran ambiciosos. Siempre querían más. Decían que en Pekín aumentaba continuamente el número de personas que escribían documentos importantes, y para ello necesitaban buena tinta. Las grandes fortunas estaban en Pekín. De manera que en 1920, mi padre, mis tíos y sus hijos se trasladaron allí. A partir de ese momento empezaron a pasar la mayor parte del año en Pekín, en la trastienda de un local situado en el antiguo distrito de los alfareros.
Las mujeres de la familia eran las encargadas de hacer la tinta. Nos quedábamos en casa y trabajábamos todas, sin excepción: GaoLing, mis tías, mis primas y yo; hasta las niñas más pequeñas y la bisabuela, que retiraban las piedrecillas del mijo para el desayuno. Todos los días nos reuníamos en el taller. Según contaba la bisabuela, en un pasado lejano el taller había sido un granero. Con el tiempo, una generación de hijos levantó paredes de ladrillo y un techo de tejas. Otra generación reforzó las vigas y agrandó el taller, añadiéndole dos columnas. Más adelante, otros descendientes construyeron un sótano para proteger la tinta del frío y el calor.
—Y mira ahora, nuestro taller es un palacio de la tinta —presumía la bisabuela a menudo.
Dado que nuestra tinta era de la mejor calidad, debíamos mantener las mesas y los suelos perfectamente limpios durante todo el año. Y eso no era fácil con los vientos cargados de polvo amarillo que soplaban desde el desierto de Gobi. Teníamos que cubrir los cristales de las ventanas con papel grueso. En verano instalábamos telas metálicas en las puertas para mantener a raya a los insectos. En invierto colgábamos pieles de oveja sobre los vanos para protegernos de la nieve.
El verano era la peor estación para hacer tinta. Calor sobre calor. Los gases nos quemaban los ojos, las fosas nasales y los pulmones. Al ver cómo Tita Querida se ataba un pañuelo sobre su desfigurada cara, se nos ocurrió la idea de cubrirnos la boca con un paño húmedo. Aún puedo oler los ingredientes de nuestra tinta. El negro de humo procedía de varias clases de árboles aromáticos: pino, casia, alcanforero y restos del Árbol Inmortal. Padre había traído a casa varias ramas después de que un rayo partiera el árbol por la mitad y dejara al descubierto un corazón prácticamente hueco, pues los escarabajos lo habían estado royendo desde el interior. Empleábamos también una pegajosa mezcla de aceites extraídos de diversos materiales: serpentina, alcanfor, trementina y madera de tung. Finalmente añadíamos una dulce flor venenosa que ahuyentaba a los insectos y a las ratas. Así de especial era nuestra tinta; llena de perdurables aromas.
La fabricábamos despacio y con cautela. Si se producía un incendio, como había sucedido hacía doscientos años, todos los materiales y las reservas de tinta desaparecerían en el acto. Y si una partida salía demasiado viscosa o acuosa, demasiado clara o insuficientemente negra, era fácil identificar al culpable. Cada una de nosotras tenía asignada una o más tareas de una larga lista. Primero había que quemar y moler, medir y verter. A continuación la mezcla se removía, se ponía en moldes, se dejaba secar y se tallaba. Por último envolvíamos, contábamos, apilábamos y guardábamos las barras terminadas.
Por un tiempo yo tuve la responsabilidad de envolver; nada más. Aunque mi mente podía volar libremente, mis dedos se movían como máquinas diminutas. Durante otra temporada me dediqué a retirar con unas pinzas pequeñas los insectos que caían sobre las barras. Cuando GaoLing se ocupaba de esa tarea, dejaba demasiadas marcas. El trabajo de Tita Querida consistía en sentarse ante una larga mesa y apretar la mezcla azabache dentro de los moldes de piedra. Por eso tenía las yemas de los dedos permanentemente negros. Una vez que la tinta se secaba, usaba una herramienta larga y afilada para tallar dibujos y palabras de la buena suerte. Su caligrafía era incluso mejor que la de Padre.
Era un trabajo tedioso, pero estábamos orgullosos de la receta secreta de la familia. Nuestras barras de tinta sólida podían durar más de diez años. No se secaban, ni se desmigaban ni se ablandaban con la humedad. Y si se guardaban en un sótano fresco, como el nuestro, podían durar desde un gran período histórico hasta el siguiente. Los que usaban nuestra tinta decían lo mismo. Por mucho calor, humedad o suciedad que los dedos transmitieran a la página, las palabras se mantenían negras y claras.
Madre decía que la tinta era la razón de que nuestro pelo conservara su color azabache. La tinta era mejor para el cabello que beber sopa de sésamo negro. «Deslómate durante el día haciendo tinta y por la noche, mientras duermes, parecerás joven», bromeábamos en la familia.
—Mi pelo es negro como una castaña de Indias quemada —presumía la bisabuela—, y mi tez es blanca y rugosa como el fruto que está en el interior. —Como tenía una lengua viperina, una vez añadió—: Es mejor que tener el pelo blanco y la cara quemada. —Y todo el mundo rio, a pesar de que Tita Querida estaba presente.
Con los años, sin embargo, la lengua de la bisabuela dejó de ser tan afilada y rápida. «¿Habéis visto a Hu Sen?», preguntaba a menudo con cara de preocupación. Daba igual si le contestaban sí o no; un instante después, ella canturreaba como un pajarillo: «¿Hu Sen?, ¿Hu Sen?». Y buscaba a su nieto muerto. Era triste oírla.
Al final de su vida, los pensamientos de la bisabuela eran como paredes que se desmoronan, como ladrillos sin argamasa. Un médico dijo que su viento interior era frío y su pulso, lento; un riachuelo poco profundo y a punto de congelarse. Nos aconsejó que le diésemos alimentos con más calor. Pero la bisabuela empeoró. Tita Querida sospechaba que una pulga diminuta había entrado por su oreja y se estaba dando un festín con su cerebro. Según Tita Querida, la dolencia se llamaba «el picor de la confusión». Es el motivo por el cual muchas personas se rascan la cabeza cuando no logran recordar algo. Su padre había sido médico, y ella había visto otros pacientes con los mismos síntomas. Ayer, cuando no conseguía recordar el apellido de Tita Querida, ¡me pregunté si una pulga se habría colado por mi oreja! Pero ahora que estoy escribiendo tantas cosas, sé que no tengo la enfermedad de la bisabuela. Puedo recordar hasta los detalles más nimios, a pesar de que están lejos en el tiempo y la distancia.
Veo el lugar donde vivíamos y trabajábamos con tanta claridad como si estuviese ante la cancela. Estaba en Cabeza de Cerdo, una calle que nacía al este, cerca del mercado donde se vendían cabezas de cerdo. Desde la plaza del mercado discurría en semicírculo hacia el norte y pasaba por el sitio donde antaño se alzara el célebre Árbol Inmortal. Luego se estrechaba para formar una callejuela sinuosa flanqueada por innumerables casas. En su último tramo, Cabeza de Cerdo se convertía en una angosta cornisa de tierra que pasaba por encima de la parte más profunda del barranco. Tita Querida me contó que la cornisa había sido construida miles de años antes por un tirano. Convencido de que el interior de la montaña era de jade, aquel hombre había ordenado a sus súbditos que excavaran y excavaran sin parar. Hombres, mujeres y niños trabajaron sin descanso para hacer realidad el sueño del tirano. Cuando éste murió, los niños eran ya viejos con la espalda encorvada, y la mitad de la montaña yacía de lado.
Detrás de nuestra casa, la cornisa se convertía en un precipicio. Y abajo, si uno caía de cabeza, se encontraba con el suelo del barranco. En un tiempo la familia Liu tenía veinte mu de tierras detrás de la casa. Pero en el transcurso de los siglos, las paredes del barranco se habían sacudido y colapsado con cada nueva inundación, hasta hacerse más anchas y profundas. Década a década, los veinte mu originarios de tierra se habían ido reduciendo y el precipicio se hallaba cada vez más cerca de la parte trasera de nuestra casa.
Con aquel inestable precipicio avanzando a nuestras espaldas, teníamos la sensación de que debíamos mirar atrás para saber lo que nos aguardaba adelante. Lo llamábamos el Fin del Mundo. A veces los hombres de la familia discutían acerca de sí aún éramos propietarios de la tierra que se había desmoronado en el barranco.
—Sólo eres propietario de la saliva que viaja desde tu boca hasta el fondo de ese yermo —dijo una vez uno de mis tíos.
—No habléis más de esas cosas —protestó su mujer—. Estáis llamando a las desgracias.
Porque lo que había al otro lado y en el fondo del precipicio era demasiado funesto para decirlo en voz alta: niños no deseados, doncellas suicidas y fantasmas de vagabundos. Todo el mundo lo sabía.
Cuando era pequeña, fui muchas veces al precipicio con GaoLing y mis hermanos. Nos gustaba tirar coles y melones podridos por el borde. Observábamos cómo caían y reventaban contra huesos y calaveras. Al menos eso creíamos nosotros. Pero una vez bajamos, deslizándonos de culo y agarrándonos a las raíces hasta llegar al fondo de aquel infierno. Y cuando oímos rumores entre los matorrales, soltamos unos gritos tan estridentes que lastimaron nuestros oídos. El fantasma resultó ser un perro carroñero. Y los huesos y calaveras no eran más que piedras y ramas rotas. Pero aunque no vimos cadáveres, a nuestro alrededor había coloridos restos de ropa —una manga, un cuello, un zapato— que sin duda pertenecían a los muertos. Entonces percibimos el pavoroso olor de los fantasmas. Basta con oler ese hedor una vez para reconocerlo. Emanaba de la tierra y flotaba hacia nosotros sobre las alas de un millar de moscas. Las moscas nos persiguieron como una nube de tormenta, y mientras trepábamos hacia lo alto del precipicio, Hermano Mayor pisó una piedra que se soltó y rebanó un trozo del cuero cabelludo de Segundo Hermano. No había forma de ocultarle esa herida a Madre, que cuando la vio nos zurró a todos y nos dijo que si volvíamos a bajar al Fin del Mundo, no nos molestáramos en regresar.
Las paredes de la casa de los Liu estaban hechas con piedras que habían quedado al descubierto tras las inundaciones. Habían unido las piedras con una mezcla de barro, argamasa y mijo y luego las habían recubierto con cal. La humedad que exudaban esas paredes era bochornosa en verano y mohosa en invierno. En todas las estancias había goteras, o agujeros por donde se colaba el aire. Sin embargo, cuando recuerdo aquella casa siento una extraña nostalgia. No hay en mi memoria otras imágenes de oscuros rincones, a veces calurosos y otras veces fríos, donde me ocultaba e imaginaba que podía huir a otros lugares.
En el interior de aquellos muros convivían familias de distintas posiciones y generaciones, terratenientes e inquilinos, desde la bisabuela hasta el nieto más pequeño. Calculo que éramos más de treinta personas, la mitad de las cuales pertenecían al clan Liu. Liu Jen Sen era el mayor de cuatro hermanos y el hombre a quien yo llamaba Padre. Mis tíos y sus esposas lo llamaban Hermano Mayor. Para mis primos era Tío Mayor. Y en función de su edad, mis tíos eran respectivamente Tío Grande y Tío Pequeño y sus esposas, Tía Grande y Tía Pequeña. Cuando yo era niña, creía que a Padre y Madre los llamaban «mayores» porque eran mucho más altos que mis tíos y tías. Mis hermanos y GaoLing también tenían los huesos grandes, y tardé mucho tiempo en averiguar por qué yo era tan baja.
Tío Niño era el cuarto hijo, el más joven y el favorito. Se llamaba Liu Hu Sen. Fue mi verdadero padre, y se habría casado con Tita Querida si no hubiese muerto el día de la boda.
Tita Querida nació en un lugar situado en las estribaciones de las montañas, una aldea más grande que la nuestra llamada Boca de la Montaña o Boca de Zhou. Le habían puesto ese nombre en honor a Zhou, un emperador de la dinastía Shang a quien ahora todo el mundo recuerda como un tirano.
Nuestra familia iba a la Boca de la Montaña para asistir a los festivales religiosos o a la ópera. Si viajábamos por la carretera, estaba a unos diez kilómetros de Corazón Inmortal. Si íbamos andando por el Fin del Mundo, la distancia se reducía a la mitad, pero el viaje era mucho más peligroso, sobre todo en verano, que era la época de las grandes lluvias. El barranco se llenaba de agua, y antes de que uno pudiese correr hasta la pared del precipicio, trepar a la cima y exclamar «¡Diosa de la Misericordia!», las aguas corrían ya como ladrones, arrastrando a las personas junto con cualquier cosa que no tuviese firmes raíces en la tierra. Una vez que la lluvia amainaba, los cauces se vaciaban con rapidez y las bocas de las cuevas tragaban tierra, árboles, cuerpos y huesos. Todas estas cosas pasaban por la garganta de la montaña rumbo al estómago, el intestino delgado y finalmente el grueso, donde se quedaban atascadas. Estreñimiento, me explicó Tita Querida en una ocasión. Ya ves por qué hay tantas colinas y huesos: colina Hueso de Pollo, colina Vaca Vieja, colina Hueso de Dragón. Naturalmente, en la colina Hueso de Dragón no hay únicamente huesos de dragón. Algunos son de animales más corrientes, como osos, elefantes o hipopótamos. Tita Querida dibujó cada uno de estos animales en mi pizarra, porque no habíamos hablado nunca de ellos.
Yo tengo un hueso, probablemente de una tortuga, me contó. Lo sacó del interior de la manga. Parecía un nabo seco con marcas de viruela. Mi padre estuvo a punto de molerlo para preparar una medicina, pero entonces se dio cuenta de que había algo escrito en él. Dio la vuelta al hueso y vi que estaba cubierto de extraños ideogramas. Hasta hace poco estos huesos no tenían mucho valor debido a los rasguños. Los excavadores de huesos solían alisarlos con una lima antes de venderlos a las tiendas de medicinas. Ahora los sabios los llaman «huesos del oráculo» y piden el doble de dinero por ellos. ¿Y sabes qué son estas palabras? Preguntas de los dioses.
—¿Qué dicen? —pregunté.
¿Quién sabe? En ese entonces las palabras eran diferentes. Pero ha de tratarse de algo que merecía recordarse. De lo contrario, ¿por qué lo dijeron los dioses?, ¿y por qué una persona lo transcribió?
—¿Dónde están las respuestas?
En las grietas. El adivino clavaba un clavo ardiente en el hueso, que se partía como un árbol alcanzado por un rayo. Luego interpretaba el significado de las grietas.
Guardó el hueso. Algún día, cuando hayas aprendido a recordar, te lo daré para siempre. Pero ahora lo dejarías en cualquier sitio y olvidarías dónde. Más tarde iremos a buscar huesos de dragón, y si encuentras alguno con inscripciones, podrás quedártelo.
En la Boca de la Montaña todos los hombres pobres buscaban huesos de dragón. También lo hacían las mujeres, pero si ellas encontraban alguno, tenían que decir que lo había hallado un hombre; de lo contrario, el hueso valía menos. Los intermediarios recorrían la aldea comprando huesos, se los llevaban a Pekín y los vendían por mucho dinero a las tiendas de medicinas, que los revendían a los enfermos a precios aún más altos. Aquellos huesos lo curaban todo, desde las enfermedades mortales hasta la estupidez. Muchos médicos los vendían. Y también lo hacía el padre de Tita Querida, que usaba huesos para curar los huesos.
Durante novecientos años, los antepasados de Tita Querida habían sido curanderos. Era la tradición. Los clientes de su padre eran en su mayoría hombres y niños, víctimas de derrumbamientos en las minas de carbón y las canteras de piedra caliza. El padre de Tita Querida trataba otras enfermedades cuando era necesario, pero componer huesos era su especialidad. Había aprendido observando a su padre, que a su vez había aprendido del suyo. Aquél era el legado familiar. Los hijos heredaban también el secreto del mejor lugar donde encontrar huesos de dragón, una cueva llamada las Fauces del Mono. Durante la dinastía Sung, un antepasado de Tita Querida había encontrado la cueva en el punto más profundo del agostado lecho del río. Cada generación cavaba más y más hondo, y cada pequeña grieta en la cueva conducía a otra más profunda. La ubicación exacta de este lugar era un secreto que formaba parte de las reliquias familiares y pasaba de generación en generación, de padres a hijos, y en tiempos de Tita Querida, de padre a hija y de ella a mí.
Todavía recuerdo las instrucciones para llegar a nuestra cueva. Estaba entre la Boca de la Montaña y Corazón Inmortal, alejada de otras cavernas de las estribaciones, donde todo el mundo buscaba huesos de dragón. Tita Querida me llevó allí en varias ocasiones, siempre en primavera u otoño; nunca en invierno ni en verano. Para llegar debíamos bajar al Fin del Mundo y caminar por el centro del barranco, a una distancia prudencial de las pendientes, donde según los adultos había cosas demasiado malas para contemplarlas. A veces pasábamos junto a una mata de malas hierbas, los fragmentos de un cuenco o un barrizal lleno de ramas. En mi mente infantil, esas imágenes se convertían en carne humana chamuscada, la calavera de un niño o una sopa de huesos de doncella. Y quizá lo fuesen de verdad, porque de vez en cuando Tita Querida me cubría los ojos con la mano.
De los tres arroyos secos, escogíamos el que representaba la arteria del corazón. Y entonces llegábamos a la cueva, una brecha en la montaña de la altura de una escoba. Tita Querida apartaba las ramas secas que ocultaban la abertura. Ambas respirábamos hondo y entrábamos. Describir con palabras cómo accedíamos al interior es tan difícil como dar instrucciones para entrar en una oreja. Yo tenía que inclinarme hacia la izquierda, retorciéndome de forma antinatural, y luego apoyar un pie en una pequeña cornisa que sólo lograba alcanzar flexionando la pierna contra el pecho. Entonces me echaba a llorar, y Tita Querida empezaba a emitir sonidos guturales, pues allí dentro no podía hacerse entender con sus renegridos dedos. Yo me guiaba por sus resoplidos y palmadas, caminado a gatas como un perro para no golpearme la cabeza ni caerme. Cuando por fin llegábamos a la parte más alta de la cueva, Tita Querida encendía la lámpara y la colgaba de un madero con estribos, un poste colocado allí tiempo atrás por un miembro de su clan.
En el suelo de la cueva había herramientas para cavar: cuñas de hierro de distintos tamaños, martillos, picos y sacos para sacar la tierra al exterior. Los muros de la cueva tenían varias capas, igual que un pastel de arroz de ocho delicias cortado por la mitad. La corteza era fina y quebradiza, luego seguía una parte más espesa y lodosa —semejante a un puré de alubias— que se iba endureciendo hacia el fondo. La capa superficial era la más fácil de romper. La más profunda era dura como una piedra, pero allí se encontraban los mejores huesos. Y tras siglos y siglos de excavaciones hasta el fondo, se había formado un voladizo que parecía a punto de desmoronarse. El interior de la cueva se asemejaba a los molares de un simio capaz de partir en dos a una persona de un bocado; por eso la llamaban las Fauces del Mono.
Mientras descansábamos, Tita Querida me hablaba con sus manos entintadas. Apártate de esas muelas del mono. Una vez mordieron a un antepasado mío, que acabó masticado y devorado por la piedra. Mi padre encontró su cráneo allí, pero volvimos a ponerlo en su sitio de inmediato. Separar la cabeza de un hombre de su cuerpo trae mala suerte.
Unas horas después salíamos de las Fauces del Mono con un saco lleno de tierra y, si habíamos tenido suerte, también con un par de huesos de dragón. Tita Querida los alzaba hacia el cielo y se inclinaba, dando gracias a los dioses. Estaba convencida de que sus antepasados curanderos debían su fama a los huesos de aquella cueva.
Una vez, en el camino de regreso, me contó: Recuerdo que cuando yo era pequeña miles de personas desahuciadas acudían a consultar a mi padre. Él era la última oportunidad de esos desgraciados. Si un hombre no podía andar, tampoco podía trabajar. Y si no podía trabajar, su familia no comía. Luego el hombre moría y ése era el fin de su linaje y de todo aquello por lo cual habían luchado sus antepasados.
Para curar a aquellos pacientes desahuciados, el padre de Tita Querida usaba remedios de tres clases: modernos, experimentales y tradicionales. Los modernos eran la medicina occidental de los misioneros. Los experimentales eran los hechizos y cánticos de los ermitaños. Entre los tradicionales se contaban, además de los huesos de dragón, caparazones de insectos, semillas raras, corteza de árboles y caca de murciélago, todo de la mejor calidad. Tal era el talento del padre de Tita Querida que desde las cinco aldeas de montaña aledañas la gente viajaba a ver al célebre Curandero de la Boca de la Montaña (cuyo nombre escribiré en cuanto lo recuerde).
Pero a pesar de su habilidad y su fama, no podía evitar todas las tragedias. Cuando Tita Querida tenía cuatro años, su madre y sus hermanos mayores murieron de una enfermedad que consumía los intestinos. Otro tanto les ocurrió a la mayoría de los parientes de ambas partes de la familia, que fallecieron tres días después de asistir a una ceremonia y beber en un pozo infectado por el cuerpo de una doncella suicida. El curandero se sintió tan avergonzado por haber sido incapaz de salvar a su propia familia, que gastó toda su fortuna y se endeudó de por vida sólo para celebrar los funerales.
A causa de su sufrimiento, explicó Tita Querida con las manos, mi padre me consintió, permitiéndome hacer todo lo que habría hecho un hijo varón. Aprendí a leer y a escribir, a hacer preguntas, resolver acertijos, redactar poemas de ocho versos y pasear sola, contemplando la naturaleza. Las ancianas le advertían que era peligroso que yo fuese tan ostentosamente alegre, en lugar de una niña tímida y recatada delante de extraños. ¿Y por qué no me había vendado los pies?, preguntaban. Mi padre estaba acostumbrado a ver dolores espantosos, pero conmigo se desarmaba. No soportaba verme llorar.
De manera que Tita Querida seguía libremente a su padre por el estudio y la tienda. Ponía las tablillas en remojo y les quitaba el moho. Sacaba brillo a la balanza y llevaba las cuentas. Era capaz de leer la etiqueta de cualquier frasco que señalase un cliente, incluso cuando se trataba de los nombres científicos de órganos animales. Conforme fue creciendo, aprendió a sangrar una herida con un clavo cuadrangular, a limpiar llagas con saliva, a aplicar una capa de gusanos para que se comieran la pus y a vendar la piel desgarrada con papel de China. Cuando cruzó el umbral entre la infancia y la juventud, había oído ya toda clase de gritos y maldiciones. Había tocado tantos cuerpos, vivos, moribundos y muertos, que pocas familias la veían como una futura esposa. Y aunque jamás había caído en las redes del amor romántico, era capaz de identificar las señales de la muerte. Cuando las orejas se ablandan y se pegan a la cabeza, me dijo una vez, ya es demasiado tarde. Segundos después la persona exhala su último suspiro. El cuerpo se enfría. Me enseñó muchas cosas semejantes.
En los casos más graves, ayudaba a su padre a tender al herido sobre una ligera camilla hecha de juncos trenzados. Su padre levantaba o bajaba la camilla mediante un sistema de cuerdas y poleas, y ella la guiaba hacia el interior de una tina llena de agua con sal. Allí los huesos rotos del paciente flotaban y era más fácil ponerlos en su sitio. Después, Tita Querida pasaba a su padre cañas de junco que previamente ponían en remojo para ablandarlas. Éste doblaba las cañas y hacía un entablillado que inmovilizaba el hueso sin impedir que respirara. Hacia el final de la consulta, el curandero sacaba un hueso de dragón del frasco y con un fino cincel cortaba una esquirla diminuta como un fragmento de uña. Tita Querida molía esa esquirla con un mortero de plata. El polvo resultante se añadía a un ungüento o a una poción. Finalmente el afortunado paciente se marchaba a su casa y muy pronto volvía a trabajar el día entero en las canteras.
Cierta vez, a la hora de comer, Tita Querida me contó con las manos una historia que sólo yo podía entender. Una mujer rica fue a ver a mi padre para pedirle que le quitase las vendas de los pies y les diese una forma más moderna. Dijo que quería usar zapatos de tacón. «Pero no me haga los pies nuevos demasiado grandes —dijo—. No me gustaría que se pareciesen a los de una esclava o una extranjera. Déjelos naturalmente pequeños, como los de ella». Y señaló mis pies.
Olvidando que Madre y mis tías estaban presentes, pregunté en voz alta:
—¿Es verdad que los pies vendados parecen lirios blancos, tal como los describen las novelas románticas?
Madre y mis tías, que todavía tenían los pies vendados, me miraron con expresión de disgusto. ¿Cómo me atrevía a hablar tan descaradamente de las partes más íntimas de una mujer? Tita Querida fingió reprenderme con movimientos de las manos, pero de hecho dijo: Por lo general están retorcidos como bollos de pan con forma de flor. Pero cuando están sucios y llenos de callos, parecen raíces de jengibre podridas y huelen como morros de cerdo tres días después de la matanza.
Así fue como Tita Querida me enseñó a ser traviesa, igual que ella. Me enseñó a ser curiosa como ella. Me enseñó a ser consentida. Y precisamente porque yo era todas esas cosas, no consiguió enseñarme a ser mejor hija, aunque al final trató de corregir mis defectos.
Recuerdo cómo lo intentó. Fue en nuestra última semana juntas. No me habló durante varios días. En cambio, escribió, escribió y escribió. Finalmente me entregó una pila de papeles encuadernados con un cordón. Esta es mi verdadera historia, dijo, y también la tuya. Movida por el rencor, me negué a leer esas páginas. Y cuando por fin lo hice, esto es lo que descubrí.
Un día de finales de otoño, cuando Tita Querida tenía diecinueve años según el calendario chino, el curandero recibió a dos pacientes nuevos. El primero era un bebé llorón de una familia de Corazón Inmortal. El segundo era Tío Niño. Aunque de distintas maneras, ambos causarían a Tita Querida un sufrimiento eterno.
El bebé que no paraba de llorar era hijo de un hombre fornido llamado Chang, un carpintero que hacía ataúdes y se había enriquecido gracias a la peste. El exterior de sus ataúdes era de madera de alcanforero tallada. Pero el interior era de pino barato, pintado y lacado para que tuviese el aspecto y el olor de la mejor madera dorada.
Precisamente una tabla de esa madera dorada había caído sobre el niño, dislocándole el hombro. Por eso lloraba a moco tendido, informó la esposa de Chang con cara de susto. Tita Querida reconoció a la nerviosa mujer. Dos años antes había acudido a la tienda del curandero porque una piedra aparentemente caída del cielo le había destrozado un ojo y la mandíbula. Ahora volvía con su marido, que daba palmadas en la pierna al bebé y le decía que dejara de armar tanto barullo.
—¿Quiere romperle también la pierna, igual que el hombro? —le gritó Tita Querida.
Chang le dirigió una mirada asesina. Tita Querida levantó al niño en brazos y le untó la parte interior de las mejillas con una medicina. Pronto el pequeño se tranquilizó, bostezó y se quedó dormido. Entonces el curandero puso el hombro en su sitio.
—¿Qué medicina es esa? —preguntó el carpintero a Tita Querida. Ésta no respondió.
—Remedios tradicionales —dijo el curandero—. Un poco de opio, una pizca de hierbas y una clase especial de hueso de dragón que desenterramos en un lugar secreto, un lugar que sólo nuestra familia conoce.
—Un hueso de dragón especial, ¿eh? —Chang metió un dedo en el bol de la medicina y luego se lo llevó a la boca. Le ofreció un poco a Tita Querida, que resopló con expresión de disgusto. El hombre rio y la miró con descaro, como si ella le perteneciese y pudiese obligarla a hacer lo que quisiera.
En cuanto los Chang salieron de la consulta, Tío Niño entró cojeando.
Según explicó al curandero, lo había herido su irritable caballo.
Viajaba desde Pekín a Corazón Inmortal cuando, en un alto en el camino, el caballo asustó a un conejo, el conejo a su vez asustó al caballo y éste le pisó el pie a Tío Niño. Tenía tres dedos rotos, de manera que había dejado el caballo en la Boca de la Montaña y de allí había ido directamente a ver al curandero.
Tío Niño se sentó en la silla negra donde el curandero hacía las revisiones. Tita Querida estaba en la trastienda y podía verlo a través de la rendija de la cortina. Era un esbelto joven de veintidós años. A pesar de su aspecto distinguido, no se comportaba con petulancia ni con excesiva formalidad, y aunque su atuendo no era el de un rico, estaba impecablemente vestido. Le oyó bromear sobre el accidente:
—Mi yegua estaba tan asustada que temí que galopara hasta el infierno conmigo a cuestas.
Tita Querida entró en la habitación y dijo:
—En cambio, el destino lo ha traído aquí.
Tío Niño calló. Cuando ella le sonrió, él olvidó su dolor. Y cuando le aplicó un emplasto de huesos de dragón en el pie, decidió casarse con ella. Ésa es la versión de Tita Querida de cómo se habían enamorado.
Yo nunca he visto una fotografía de mi verdadero padre, pero Tita Querida me contó que era apuesto y elegante, aunque también lo bastante tímido para inspirar ternura a una mujer. Parecía un estudioso pobre capaz de labrarse un buen porvenir, y sin duda habría podido aprobar los exámenes para el funcionariado imperial si la nueva República no los hubiese suspendido varios años antes.
A la mañana siguiente, Tío Niño regresó con un regalo de gratitud para Tita Querida: tres racimos de lichis. Le quitó la corteza a uno y ella comió el fruto de pulpa blanca delante de él. La mañana era cálida para esa época del otoño, comentaron. Él le preguntó si podía recitar un poema que había escrito esa misma mañana:
—«Tú hablas la lengua de las estrellas fugaces, más sorprendente que el alba, más brillante que el sol, breve como el ocaso —leyó—. Y yo deseo seguir su senda hasta la eternidad».
Por la tarde, Chang, el carpintero, apareció con una sandía para el curandero.
—Para demostrarle mi gratitud —dijo—. Mi pequeño ya se encuentra bien; es capaz de levantar cuencos y arrojarlos al suelo con la fuerza de tres niños.
Esa misma semana los dos hombres, cada uno de ellos ajeno a la existencia del otro, fueron a ver a sendos adivinos. Ambos querían saber si la combinación de su fecha de nacimiento y la de Tita Querida era venturosa. Preguntaron si había malos presagios para una boda.
El carpintero fue a ver a un adivino de Corazón Inmortal, un hombre que se paseaba por la aldea con una varita de zahorí. Los augurios para un matrimonio eran excelentes, dijo el adivino. Tita Querida había nacido en el año del Gallo, y dado que Chang era Serpiente, formaban una pareja perfecta. Añadió que Tita Querida tenía asimismo un número afortunado de trazos en su nombre (escribiré ese número en cuanto recuerde el nombre). Como incentivo adicional, poseía un lunar en la posición once, cerca de la parte carnosa de la mejilla, lo que indicaba que de su obediente boca sólo podían salir palabras dulces. El carpintero se alegró tanto al oír aquello que dio una estupenda propina al adivino.
Tío Niño fue a consultar a una adivina de la Boca de la Montaña, una vieja con la cara más arrugada que las palmas de sus manos. Ésta no vio sino calamidades. La primera señal funesta era el lunar en la cara de Tita Querida. Estaba en la posición doce, le explicó a Tío Niño, y tiraba de la boca hacia abajo, lo que significaba que su vida siempre estaría envuelta en tristeza. La combinación de fechas de nacimiento también era poco armónica, dado que ella era un Gallo de fuego y él, un Caballo de madera. Ella lo consumiría con exigencias imposibles de satisfacer. Y aún faltaba lo peor: el padre y la madre de la joven habían declarado que ésta había nacido el decimosexto día de la séptima luna. Pero la cuñada de la adivina, que vivía cerca del curandero, sabía que no era cierto, pues ya había oído el llanto de la recién nacida el quince, el único día del mes en que los fantasmas desdichados tienen permiso para vagar por la tierra. La mujer aseguraba que la niña no lloraba como un ser humano, sino como un espíritu: «Wu-wu, wu-wu». La adivina le confió a Tío Niño que conocía bien a la joven. La veía a menudo los días de mercado, caminando sola. Esa extraña mujer hacía rápidos cálculos mentales y discutía con los vendedores. Era arrogante y tozuda. También era educada, ya que su padre le había enseñado los misterios del cuerpo. Era demasiado curiosa y preguntona y parecía decidida a hacer siempre lo que deseaba. Era posible que estuviese poseída. A Tío Niño le convenía buscarse otra esposa, dijo la adivina. Ésta le buscaría la ruina.
Tío Niño le dio más dinero del convenido, aunque no como propina, sino para animarla a meditar más profundamente. La adivina continuó negando con la cabeza. Sin embargo, después de que le entregara un total de mil cobres, la anciana tuvo por fin otra visión. Cuando la joven sonreía, cosa que hacía a menudo, su lunar se movía a una posición mejor, la número once. Consultó la hora de nacimiento de Tita Querida en un almanaque. Buenas noticias. La Hora del Conejo era amante de la paz. La rebeldía de la joven era pura fachada. Y si aún quedaba algún vestigio de obstinación, siempre cabía la posibilidad de doblegarla con una buena vara. La adivina le reveló también que su cuñada era una cotilla célebre por sus exageraciones. Sin embargo, para asegurarse de que el matrimonio funcionara bien, la adivina le vendió a Tío Niño un amuleto de las Cien Cosas Diferentes, que protegía contra las fechas aciagas, los malos espíritus, el infortunio y la caída del cabello.
—Pero aunque tenga esto, no se case en el año del Dragón. Es un mal año para un Caballo.
La primera proposición de matrimonio llegó a través de la casamentera de Chang, que se presentó ante el curandero y le comunicó los buenos augurios para la unión. Alabó la respetable posición del carpintero, un artesano descendiente de artesanos. Describió su casa, sus jardines de piedras, sus estanques con peces y los muebles de los numerosos aposentos, cuya madera era del mejor color: morada como un cardenal reciente. En cuanto a la dote, el carpintero estaba dispuesto a ser más que generoso. Puesto que la joven sería su segunda mujer, se contentaría con un frasco de opio y otro de huesos de dragón. Sin ser mucho, lo que pedía tenía un valor incalculable, de modo que no ponía en entredicho la valía de la joven.
El curandero consideró la oferta. Estaba envejeciendo. ¿Dónde iría su hija cuando él muriese? ¿Qué otro hombre la aceptaría en su casa? Era demasiado impulsiva y obcecada. No había tenido una madre que le enseñara los modales de una esposa. Si hubiera tenido otra opción, no habría escogido como yerno a un carpintero que construía ataúdes, pero dadas las circunstancias no quería interponerse en la felicidad de su hija. De manera que le comunicó a Tita Querida la generosa oferta de Chang.
Ella resopló.
—Ese hombre es un bruto —dijo—. Prefiero comer gusanos a convertirme en su esposa.
El curandero no tuvo más remedio que dar una incómoda respuesta a la casamentera:
—Lo lamento, pero mi hija ha llorado hasta ponerse enferma, incapaz de concebir la idea de abandonar a su insignificante padre.
Chang se habría creído esta mentira si la semana siguiente el curandero no hubiese aceptado la proposición de la casamentera de Tío Niño.
Pocos días después de que se anunciara la boda, el carpintero regresó a la Boca de la Montaña y sorprendió a Tita Querida cuando ésta regresaba del pozo.
—¿Crees que puedes ofenderme y luego marcharte riendo?
—¿Quién ha ofendido a quién? Usted me pidió que fuese su concubina, una criada de su esposa. Yo no quiero ser una esclava en un matrimonio feudal.
Cuando quiso marcharse, Chang la agarró del cuello diciendo que debería rompérselo, y luego la sacudió como si en verdad se propusiera partirlo igual que una rama seca. Pero se limitó a arrojarla al suelo y a maldecir sus partes íntimas y las de su difunta madre.
Cuando Tita Querida recuperó el aliento, le dijo con sarcasmo:
—Grandes palabras y grandes puños. ¿Cree que puede obligarme a lamentar lo que he hecho por medio de la fuerza?
Entonces él dijo unas palabras que ella nunca olvidaría:
—Lo lamentarás pronto, y durante el resto de tu triste vida.
Tita Querida no le contó lo ocurrido a su padre ni a Hu Sen. No tenía sentido preocuparlos. ¿Y por qué inducir a su futuro marido a pensar que quizá Chang tuviese razones para sentirse ofendido? Demasiada gente comentaba ya que ella tenía un carácter fuerte y estaba acostumbrada a salirse siempre con la suya. Y acaso fuese verdad, pues no temía a los castigos ni a la deshonra. No la asustaba casi nada.
Un mes antes de la boda, Tío Niño se presentó en la habitación de Tita Querida a altas horas de la noche.
—Quiero oír tu voz en la oscuridad —murmuró—. Quiero oír el lenguaje de las estrellas fugaces.
Ella le dejó entrar en su k’ang y él, lleno de pasión, se adelantó a las nupcias. Pero mientras Tío Niño la acariciaba, Tita Querida sintió una brisa fresca sobre su piel y se echó a temblar. Se dio cuenta de que por primera vez tenía miedo, miedo a un placer desconocido.
La boda debía celebrarse en Corazón Inmortal a principios del nuevo año del Dragón. Era un inhóspito día de primavera. Resbaladizos charcos helados salpicaban la tierra. Por la mañana, un fotógrafo ambulante llegó a la tienda del curandero. Se había roto el brazo un mes antes y había prometido pagar el tratamiento con una fotografía de Tita Querida en el día de su boda. Ella lucía su mejor chaqueta de invierno, que tenía un alto cuello de piel, y un sombrero bordado. Obligada a pasar largo rato ante la cámara, se puso a pensar en que muy pronto su vida cambiaría para siempre. Aunque era feliz, también estaba inquieta. Presentía un peligro, pero era incapaz de ponerle nombre. Trataba de imaginar su futuro y no veía nada.
Antes del viaje hacia el lugar de la boda, se puso el traje nupcial: falda y chaqueta rojas, un hermoso tocado y el pañuelo con el cual tendría que cubrirse la cara en cuanto saliese de la casa de su padre. El curandero había pedido dinero prestado para alquilar dos carros de mulas, uno para llevar los regalos de la familia del novio y el otro para los baúles con ropa y mantas de la novia. Tita Querida viajaría en un palanquín cubierto. El curandero había contratado también a dos porteadores, dos hombres con carretillas, un flautista y dos guardaespaldas que la protegerían de los bandidos. Su hija tendría sólo lo mejor: el palanquín más lujoso, los carros más limpios y los guardias más fuertes, con pistolas auténticas y pólvora. En una de las carretillas estaba la dote: un frasco con opio y otro con huesos de dragón, los últimos que le quedaban. Le repitió muchas veces a su hija que no debía preocuparse por los gastos. Después de la boda iría a las Fauces del Mono y desenterraría otros huesos.
En mitad del trayecto, dos bandidos encapuchados salieron de entre unos arbustos.
—¡Soy el famoso Bandido Mongol! —exclamó el más fornido.
En el acto, Tita Querida reconoció la voz del carpintero que construía ataúdes. ¿Qué absurda broma era aquélla? Pero antes de que pudiese abrir la boca, los guardias arrojaron las pistolas y los porteadores soltaron las varas del palanquín, que cayó al suelo. Tita Querida se golpeó la cabeza y perdió el conocimiento.
Cuando volvió en sí, vio la brumosa cara de Tío Niño, que la había sacado del interior del palanquín. Miró alrededor y descubrió que los baúles habían sido registrados y que los guardias y porteadores habían huido. Entonces vio a su padre tendido en una zanja, con la cabeza y el cuello formando un extraño ángulo y sin vestigios de vida en la cara. ¿Estaría soñando?
—Mi padre —gimió—. Quiero ir a su lado.
Mientras ella se arrodillaba junto al cadáver, incapaz de encontrar sentido a lo sucedido, Tío Niño recogió la pistola de uno de los guardias.
—¡Juro que encontraré a los demonios que han causado tanto dolor a mi novia! —gritó, y disparó al aire, asustando a su caballo.
Tita Querida no vio la coz que mató a Tío Niño, pero la oyó: fue un sonido pavoroso, semejante al de la tierra abriéndose en el momento de su nacimiento. Durante el resto de su vida lo oiría en el crujido de una rama que se partía, en el crepitar del fuego y siempre que alguien cortaba un melón en verano.
Así fue como Tita Querida se convirtió en viuda y huérfana el mismo día.
—Esto es una maldición —murmuró mientras contemplaba los cuerpos inertes de los hombres que amaba.
Durante tres días en vela, Tita Querida se disculpó ante los cadáveres de su padre y de Tío Niño. Hablaba a sus inmóviles rostros. Les tocaba la boca, aunque eso estaba prohibido e inspiró en las mujeres de la casa el temor de que los fantasmas agraviados la poseyeran o bien decidieran quedarse.
Al tercer día, Chang llegó con tres ataúdes.
—¡Él los mató! —gritó Tita Querida.
Cogió el atizador del fuego y trató de pegarle. Golpeó los ataúdes. Los hermanos de Tío Niño tuvieron que sacarla de allí a la fuerza. Pidieron perdón a Chang por la locura de la joven, y él respondió que un dolor de esa magnitud resultaba admirable. Como Tita Querida siguió desquiciada por ese admirable dolor, las mujeres de la casa se vieron obligadas a atarla con trapos desde los codos hasta las rodillas. Luego la acostaron en el k’ang de Tío Niño, donde se sacudió y retorció como una mariposa atrapada en su capullo hasta que mi bisabuela la obligó a beber un cuenco de medicina que la durmió. Durante dos días y sus noches, soñó que ella y Tío Niño yacían en el k’ang de él como marido y mujer.
Cuando despertó, estaba sola en la oscuridad. Aunque le habían desatado los brazos y las piernas, los sentía débiles. En la casa reinaba el silencio. Se levantó y fue a buscar a su padre y a Tío Niño. Cuando llegó al vestíbulo, descubrió que los cadáveres habían desaparecido; ya estaban enterrados dentro de los ataúdes de Chang. Llorando, se paseó por la casa y juró reunirse con ellos en la tierra amarilla. Entró en el taller de la tinta con la esperanza de hallar una soga, un cuchillo afilado, cerillas que pudiera tragarse, cualquier cosa que le causara un dolor más grande del que ya sentía. Entonces vio una olla con resina negra. Sumergió un cucharón en el líquido y puso el cazo sobre el hornillo. La aceitosa tinta se convirtió en una sopa de llamas azules. Levantó el cucharón, se lo llevó a la boca y tragó.
La bisabuela fue la primera en oír ruidos en el taller. Pronto, las demás mujeres de la casa llegaron allí. Encontraron a Tita Querida retorciéndose en el suelo, exhalando vapor por la ennegrecida boca cubierta de sangre y tinta.
—Es como si en el cuenco de su boca nadaran anguilas —dijo Madre—. Estará mejor muerta.
Pero la bisabuela no permitió que muriese. El fantasma del Tío Niño se le había aparecido en sueños para advertirle que si Tita Querida moría, él y su novia fantasma rondarían la casa y se vengarían de aquellos que no se habían compadecido de ella. Todo el mundo sabía que no hay nada peor que un fantasma vengativo. Hacen que las habitaciones apesten como cadáveres. Pudren el queso de soja en cuestión de segundos. Permiten que los animales salvajes salten los muros y las verjas. Con un fantasma en casa, es imposible dormir profundamente.
Día por medio, la bisabuela aplicaba compresas empapadas en bálsamos sobre las heridas de Tita Querida. Molía huesos de dragón e introducía el polvo en la hinchada boca. Un día reparó en la hinchazón de otra parte de la anatomía de Tita Querida: el útero.
Durante los meses siguientes, las heridas de Tita Querida dejaron de supurar y cicatrizaron. Entretanto, su vientre había crecido hasta adquirir el aspecto de una calabaza. Hasta hacía poco tiempo había sido una mujer agraciada. Ahora todos, salvo los mendigos ciegos, temblaban al verla. Un día, cuando ya era evidente que sobreviviría, la bisabuela le dijo a su muda paciente:
—Ahora que te he salvado la vida, ¿dónde irás con tu bebé? ¿Qué harás?
Esa noche, el fantasma de Tío Niño volvió a comunicarse con la bisabuela, que a la mañana siguiente le dijo a Tita Querida:
—Te quedarás aquí y serás la niñera de tu hija. Hermana Mayor dirá que es suya y la criará como a una Liu. Diremos a la gente que eres una pariente lejana de Pekín, una prima que vivió en un orfanato hasta que se produjo un incendio que estuvo a punto de acabar con tu vida. Con esa cara, nadie te reconocerá.
Y así fue. Tita Querida se quedó en la casa. Yo fui la causa de que permaneciera allí, su única razón para vivir. Cinco meses después de mi nacimiento, en 1916, GaoLing salió de las entrañas de Madre, a quien la bisabuela había obligado a reconocerme como hija propia. Pero ¿cómo podía decir que había dado a luz a dos hijas con cinco meses de diferencia? Era imposible, de manera que Madre decidió esperar. Exactamente nueve meses después de nacer yo, y en una venturosa fecha de 1917, GaoLing nació de manera oficial.
Los adultos conocían la verdad. Los niños sólo sabían lo que debían fingir. Y aunque yo era una niña lista, también era tonta. Jamás puse en duda lo que me habían dicho. Ni siquiera me preguntaba por qué Tita Querida no tenía nombre. Para los demás, era la Niñera. Para mí era simplemente Tita Querida. Y no descubrí quién era en realidad hasta que leí lo que escribió.
—Soy tu madre —decían las palabras.
Yo las leí después de su muerte. Sin embargo, recuerdo que ella me lo decía con las manos. Aún puedo verla confesándomelo con los ojos. En la oscuridad, aún me lo repite con una voz clara que jamás oí. Habla con el lenguaje de las estrellas fugaces.