7

Cuando regresó al piso de LuLing, Ruth empezó a tirar todas las cosas inútiles que guardaba su madre: servilletas y bolsas de plástico sucias, sobres de salsa de soja y mostaza, palillos chinos desechables, pajas de bebida usadas, cupones de descuento caducados, trozos de algodón sacados de frascos de medicamentos y los propios frascos vacíos. Retiró los cartones y botes de comida vacíos de los armarios. En el frigorífico y el congelador encontró suficientes alimentos podridos para llenar cuatro bolsas grandes de basura.

Mientras limpiaba, tuvo la sensación de que estaba despejando la mente de su madre. Abrió otros armarios. Halló paños de cocina con motivos religiosos, un regalo de Navidad que LuLing jamás usaba. Los puso en una bolsa destinada a una institución benéfica. También había ásperas toallas y sábanas de baratillo que recordaba haber usado en su infancia. Las más nuevas todavía estaban en las cajas de regalo.

Cuando se disponía a tirar las toallas viejas, Ruth descubrió que era tan incapaz de hacerlo como su madre. Eran objetos con un pasado y una vida. Tenían una historia, una personalidad, un vínculo con otros recuerdos. La toalla con flores fucsia que sujetaba ahora, por ejemplo, en un tiempo le había parecido hermosa. Solía envolverse la cabeza con ella e imaginar que era una reina con turbante. Una vez la había llevado a la playa, y su madre la había reñido por usar las «cosas mejores» en lugar de la toalla verde con los bordes deshilachados. Con la educación que había recibido, Ruth jamás podría ser como Gideon, que cada año gastaba miles de dólares en sábanas y toallas italianas y arrojaba a la basura las del año anterior con la misma naturalidad con que se deshacía de los números atrasados del Architectural Digest. Puede que ella no fuese tan austera como su madre, pero siempre temía arrepentirse de haber tirado algo.

Ruth entró en el dormitorio de LuLing. Sobre la cómoda había aproximadamente dos docenas de frascos de colonia, todavía envueltos en papel de celofán. Su madre los llamaba «agua apestosa». Ruth había intentado hacerle entender que eau de toilette no significaba «agua del inodoro», pero LuLing decía que lo que contaba era el sonido de las cosas y que esos regalos de GaoLing y su familia eran ofensivos.

—Si no te gustan, ¿por qué siempre les dices que era justo lo que necesitabas?

—¿Cómo no ser cortés?

—Entonces sé cortés, pero luego tira las colonias a la basura.

—¿A la basura? ¿Cómo iba a tirar a la basura? ¡Cuesta dinero!

—Entonces regálalas.

—¿Quién quiere eso? ¡Agua de inodoro, puaj! ¡Yo no insulto a nadie!

Así que allí estaban, dos docenas de frascos, dos docenas de insultos, algunos de GaoLing, otros de la hija de ésta, ambas ajenas al hecho de que LuLing se levantaba cada mañana, veía esos regalos y empezaba el día sintiendo que todo el mundo estaba en contra de ella. Por pura curiosidad, Ruth abrió una caja y desenroscó la tapa del frasco. ¡Apestaba! Su madre tenía razón. Aunque, ¿cuánto tiempo duraba la colonia? Seguramente no era como el vino, que mejoraba con los años. Ruth comenzó a meter las cajas en la bolsa destinada a caridad, pero luego se detuvo. Con decisión, aunque sin poder evitar sentirse derrochadora, las puso en la bolsa de la basura. ¿Y esa caja de polvos compactos? Abrió el estuche dorado decorado con lirios. Debía de tener al menos treinta años. Los polvos eran de un tono anaranjado óxido, semejante al de las mejillas de los muñecos de ventrílocuo. Por su aspecto, cualquiera diría que podían provocar cáncer… o Alzheimer. Cualquier cosa, por inocua que pareciese, era potencialmente peligrosa, llena de toxinas que podían escapar y envenenarla a una cuando menos se lo esperaba. Se lo había enseñado su madre.

Examinó la borla. Los bordes estaban intactos, pero la parte central se había desgastado a causa del roce diario con las curvas de la cara de LuLing. Ruth arrojó la polvera a la basura. Un instante después sintió miedo, recuperó la polvera y estuvo a un tris de echarse a llorar. ¡Ese objeto formaba parte de la vida de su madre! ¿Qué más daba que se comportara como una sentimental? Abrió la polvera y vio su afligida cara en el espejo antes de fijarse otra vez en los polvos anaranjados. No; aquello no era sentimentalismo. Era algo morboso y vergonzoso. La polvera regresó a la basura.

Al caer la noche, un rincón de la sala estaba lleno de objetos que en opinión de Ruth su madre no echaría en falta: un teléfono con disco giratorio; patrones de costura; pilas de facturas viejas; cinco vasos de té de vidrio opaco; una colección de tazas de café con eslóganes publicitarios; una lámpara de tres pies a la que le faltaba un pie; la herrumbrosa silla con respaldo oval que solían tener en el porche; una tostadora con el cable pelado y curvas semejantes a las del parachoques de un Buick; un reloj de cocina cuyas manecillas representaban un cuchillo, un tenedor y una cuchara; una bolsa con zapatillas a medio tejer de color violeta, turquesa y verde; medicamentos caducados y un montón de perchas viejas y deformadas.

Aunque era tarde, Ruth se sentía llena de energía y determinación. Echó un vistazo al piso y contó con los dedos las reparaciones que habría que hacer para prevenir accidentes. Era preciso cambiar los enchufes y los detectores de humo. Bajar el termostato del calentador de agua para que su madre no se quemara. ¿La mancha marrón del techo sería una filtración? Siguió con la vista el posible curso de la gotera, y sus ojos se detuvieron súbitamente en un punto del suelo, cerca del sofá. Corrió hasta allí, retiró la alfombra y miró la tabla del suelo. Ese era uno de los escondites de su madre, uno de los sitios donde ocultaba cosas que podría necesitar en tiempos de guerra o, como decía LuLing, «desastre tan grande que una no puede imaginar». Ruth apretó un extremo de la tabla y —oh, milagro— el otro extremo se elevó, como en un balancín. ¡Ajá! ¡La pulsera de oro con forma de serpiente! La levantó y rio con alegría, como si acabara de escoger la puerta correcta en un concurso televisivo. Su madre la había llevado a la Royal Jade House, en Jackson Street, y había comprado la pulsera por ciento veinte dólares, diciéndole a Ruth que era oro de veinticuatro quilates y que en caso de emergencia la pesarían en una balanza y les darían el dinero equivalente a su valor real.

¿Y los demás escondites de LuLing? En la chimenea que jamás habían usado, Ruth levantó un cesto que contenía álbumes de fotos. Retiró un ladrillo suelto y, en efecto, aún seguía allí: un billete de veinte enrollado alrededor de otros cuatro de un dólar. ¡Increíble! Se emocionó al ver ese pequeño tesoro, ese recuerdo de su pasado adolescente. Cuando se habían mudado a la casa, LuLing había puesto cinco billetes de veinte dólares debajo del ladrillo. Ruth, que les echaba un vistazo de vez en cuando, había notado que formaban un taco perfectamente alineado. Un día puso un pelo sobre el dinero, un truco que había aprendido en una película sobre un niño detective. A partir de ese momento, cada vez que levantaba el ladrillo encontraba el pelo. Cuando tenía quince años, empezó a sacar dinero del montón para sus emergencias personales, es decir, siempre que necesitaba dinero para cosas prohibidas: rímel, una entrada de cine y, más tarde, cigarrillos Marlboro. Al principio estaba nerviosísima hasta que podía devolver el billete, y cuando lo hacía, se sentía enormemente aliviada porque no la habían descubierto. Se justificaba pensando que merecía el dinero por cortar el césped, lavar los platos y recibir gritos injustos. Con el tiempo sustituyó los cuatro billetes de veinte del interior del rollo por otros de diez, luego de cinco y finalmente de uno.

Ahora, treinta y un años después, al ver este recordatorio de sus pequeños hurtos se sintió a la vez la niña que había sido y una observadora de esa versión más joven de sí misma. Recordó a la chica infeliz que vivía en su cuerpo, llena de pasión, de ira y de impulsos repentinos. Solía preguntarse si debía creer en Dios o ser una nihilista. ¿Ser budista o beatnik? De cualquier manera, ¿qué lección debía aprender de la constante desdicha de su madre? ¿De verdad existían los fantasmas? En caso negativo, ¿su madre estaba loca? ¿Existía la suerte? Si no era así, ¿por qué sus primos vivían en Saratoga? A veces se hacía el firme propósito de convertirse en el polo opuesto de su madre. En lugar de quejarse por todo, ella quería hacer algo constructivo. Se alistaría en el Cuerpo de Paz y viajaría a selvas lejanas. Otro día decidió ser veterinaria y ayudar a los animales heridos. Más adelante pensó en la posibilidad de hacerse maestra de niños retrasados. No les señalaría los errores, como su madre hacía con ella, exclamando que le faltaba la mitad del cerebro. Los trataría como seres humanos iguales a los demás.

Se desahogaba escribiendo esos sentimientos en un diario que tía Gal le había regalado por Navidad. Acababa de leer El diario de Ana Frank en clase de literatura, y como todas las demás niñas, estaba convencida de que ella también era diferente, una inocente atrapada en un destino trágico que le proporcionaría fama póstuma. El diario sería una prueba de su existencia, de su importancia, y lo más importante era que algún día alguien la comprendería, aunque ella ya estuviese muerta. Se consolaba pensando que sus sufrimientos no serían inútiles. En su diario podía ser tan sincera como quisiese. La verdad, naturalmente, debía respaldarse con datos reales. En consecuencia, su primera anotación consistió en la lista de los diez mayores éxitos musicales del año y en un comentario sobre un chico llamado Michael Papp, que había tenido una erección mientras bailaba con Wendy. Eso era lo que había dicho Wendy, y en su momento Ruth había pensado que una «erección» era una vanidad muy grande.

Se enteró de que LuLing leía su diario a escondidas, porque un día le preguntó:

—¿Por qué te gusta esa canción Turn, turn, turn? ¿Sólo porque gusta a otros?

Otro día olfateó el aire y dijo:

—¿Por qué huele como cigarrillo?

Ruth acababa de escribir en el diario que había ido a Haight-Ashbury con unos amigos y que unos hippies les habían ofrecido unas caladas. Le divirtió que su madre pensara que habían fumado tabaco en lugar de hachís. Después de aquel interrogatorio, empezó a esconder el diario en el suelo del armario, entre los colchones de su cama o debajo de la cómoda. Pero su madre siempre se las apañaba para encontrarlo, o al menos eso dedujo Ruth basándose en las siguientes prohibiciones de LuLing:

—No más playa después de escuela. No más amiga Lisa. ¿Por qué estás tan loca por chicos?

Si la acusaba de leer su diario, LuLing respondía con evasivas; jamás admitía que lo hubiera hecho, pero al mismo tiempo decía:

—Una hija no debe tener secretos para su madre.

Ruth no quería censurar sus propios escritos, de manera que empezó a usar una combinación de latín y español macarrónicos y palabras de muchas sílabas que sabía que su madre no entendería. Cuando quería hablar de la playa de Land’s End, escribía: «esparcimientos acuáticos de la variedad silica particulate».

Ahora se preguntó: ¿Mamá no se daba cuenta de que su insistencia en que no le ocultara nada me distanciaba aún más de ella? Pero era posible que lo intuyera. Quizá eso la hubiera llevado a ocultarle a Ruth ciertas verdades sobre sí misma. «Cosas demasiado malas para contar». No podían fiarse una de otra. Así era como empezaban los engaños y la deslealtad; no con grandes mentiras, sino con pequeños secretos.

Ahora Ruth recordó dónde había escondido su diario la última vez. No había pensado en ello en muchos años. Fue a la cocina y se subió al mármol con menos facilidad que a los dieciséis años. Manoteó sobre el techo de los armarios hasta que encontró el diario: tenía las hojas decoradas con corazones, algunos de los cuales estaban pintados con laca de uñas para borrar los nombres de varios amores pasajeros. Bajó con la polvorienta reliquia, se reclinó contra el mármol y limpió la tapa rojo y dorada.

Sintió una gran debilidad en los brazos y las piernas; estaba inquieta, como si el diario contuviera una predicción irrevocable de lo que sucedería durante el resto de su vida. Otra vez tenía dieciséis años. Abrió el diario y leyó las palabras escritas en grandes letras mayúsculas en la portadilla: ¡¡¡ALTO!!! ¡¡¡CONFIDENCIAL!!! QUIEN LEA ESTO ESTARÁ COMETIENDO UN DELITO CONTRA LA PROPIEDAD PRIVADA. ¡SÍ! ¡ME REFIERO A TI!

Pero su madre lo había leído; lo había leído y se había tomado en serio las palabras que Ruth había escrito en la penúltima página, unas palabras que estuvieron a punto de matarlas a las dos.

Durante la semana previa a que Ruth escribiera esas fatídicas palabras, ella y LuLing se habían atormentado mutuamente. Eran dos personas atrapadas en una tormenta de arena, las dos angustiadas y cada una de ellas culpando a la otra de causar el viento. El día anterior al de la última batalla, Ruth había estado fumando con la cabeza asomada por la ventana. La puerta estaba cerrada, y en cuanto oyó los pasos de su madre acercándose a la habitación, arrojó el cigarrillo por la ventana, se tumbó en la cama y fingió leer un libro. Como de costumbre, LuLing entró sin llamar. Y cuando Ruth alzó la vista con expresión de inocencia, su madre le gritó:

—¡Tú fumando!

—No es verdad.

—Todavía fumando. —LuLing señaló la ventana y se asomó. El cigarrillo había aterrizado sobre una cornisa, anunciando su paradero con un hilo de humo.

—¡Soy ciudadana estadounidense! —gritó Ruth—. ¡Tengo derecho a la intimidad y a buscar mi propia felicidad, no la tuya!

—¡Nada bien! ¡Todo mal!

—¡Déjame en paz!

—¿Por qué tengo una hija como tú? ¿Por qué vivo? ¿Por qué no muerta hace mucho? —LuLing jadeaba y resoplaba. Ruth pensó que parecía una perra loca—. ¿Tú quieres que yo muero?

Ruth estaba temblando, pero se encogió de hombros y dijo con toda la indiferencia que fue capaz de aparentar:

—La verdad es que me trae sin cuidado.

LuLing emitió varios jadeos más y salió de la habitación. Ruth se levantó y dio un portazo.

Más tarde, entre sollozos de justa indignación, escribió en el diario unas palabras destinadas a los ojos de su madre: «¡La odio! Es la peor madre del mundo. No me quiere. No me escucha. No entiende lo que me pasa. Lo único que hace es fastidiarme, enfadarse y hacerme sentir mal».

Sabía que era arriesgado escribir eso. Sonaba absolutamente perverso. Pero el incipiente sentimiento de culpa hizo que se envalentonara aún más. Lo que escribió a continuación fue peor, unas palabras terribles que sólo tacharía más tarde; demasiado tarde. Ahora Ruth miró las tachaduras y supo lo que había debajo, lo que su madre había leído:

«Si tanto hablas de matarte, ¿por qué no lo haces de una vez? Ojalá lo hicieses. ¡Hazlo, hazlo! Adelante, suicídate. Tita Querida quiere que lo hagas, ¡y yo también!».

En su momento se había horrorizado al ver que era capaz de poner por escrito unos sentimientos tan horribles. Y ahora se horrorizó al recordarlo. Mientras escribía esas palabras había llorado, llena de rabia, miedo y una extraña sensación de libertad, pues por fin admitía abiertamente que deseaba hacer sufrir a su madre tanto como ésta la hacía sufrir a ella. Después había escondido el diario en el cajón de la ropa interior, donde LuLing lo encontraría con facilidad. Lo había colocado con el lomo hacia el fondo y un par de bragas floreadas encima. Así sabría con seguridad si su madre había estado fisgando entre sus cosas.

Al día siguiente, Ruth volvió del instituto más tarde de lo habitual. Dio un paseo por la playa. Pasó por una perfumería y se entretuvo mirando cosméticos. Telefoneó a Wendy desde una cabina. Cuando llegara a casa, su madre ya habría leído el diario. Esperaba una batalla campal: nada para cenar, sólo gritos y lamentaciones porque Ruth deseaba la muerte de su madre para irse a vivir con tía Gal. LuLing esperaría hasta que Ruth admitiera que había escrito esas horribles palabras.

Entonces imaginó otra escena: Su madre leía lo que había escrito, se daba puñetazos en el pecho con el fin de empujar el sufrimiento a la intimidad del corazón y se mordía los labios para no llorar. Más tarde, cuando Ruth volviera a casa, su madre fingiría no verla. Haría la cena, se sentaría a comer y masticaría en silencio. Ruth no preguntaría si ella también podía cenar. Si era necesario, comería cereales todos los días. Se comportarían de esa manera durante días; LuLing castigando a Ruth con su silencio, el rechazo más absoluto. Ruth se mantendría firme, obligándose a no sentir dolor, hasta que todo dejara de importarle; a menos, naturalmente, que ocurriese lo que ocurría siempre y se desmoronara, llorara y dijera que lamentaba lo que había hecho.

No tuvo tiempo de imaginar otras posibilidades. Ya estaba en casa. Se armó de valor. Pensar en lo que podía pasar era tan malo como vivirlo. Acabemos con ello, pensó. Subió las escaleras del porche, y en cuanto abrió la puerta su madre corrió a su encuentro y exclamó con voz cargada de preocupación:

—¡Por fin llegas!

Pero un instante después se percató de que esa mujer no era su madre, sino la tía Gal.

—Tu madre está herida —dijo y tiró de Ruth hacia la puerta—. ¡Deprisa, deprisa, vamos al hospital!

—¿Herida? —Ruth no podía moverse. Sentía el cuerpo ingrávido, hueco y pesado al mismo tiempo—. ¿Qué quieres decir? ¿Qué le ha pasado?

—Se cayó por la ventana. No sé cómo, supongo que se habrá asomado demasiado. Aterrizó sobre el cemento. La vecina de abajo llamó a la ambulancia. Tiene huesos rotos y algo malo en la cabeza; no sé qué, pero los médicos dicen que es muy malo. Espero que no haya daños cerebrales.

Ruth prorrumpió en sollozos. Se dobló por la cintura y lloró con histerismo. Había deseado esa tragedia, la había provocado. Lloró hasta que le dio hipo y se mareó. Cuando llegaron al hospital, tía Gal tuvo que llevarla a la sala de urgencias. Una enfermera trató de hacerla respirar dentro de una bolsa de papel que Ruth apartó de un manotazo. Después alguien le puso una inyección. Se sintió ligera, como si hubiesen retirado el peso de las preocupaciones de sus extremidades y su mente. Una manta cálida y oscura descendió sobre su cuerpo y luego sobre su cabeza. En medio de esa nada, oyó la voz de su madre declarando a los médicos que su hija había callado por fin porque ambas estaban muertas.

Más tarde descubrió que su madre tenía una costilla y un hombro rotos y una conmoción cerebral. Cuando le dieron el alta en el hospital, GaoLing se quedó unos días para ayudar a Ruth con la cocina y organizar la casa de manera que LuLing pudiera bañarse y vestirse con facilidad. Ruth permanecía siempre a un lado.

—¿Puedo ayudar? —preguntaba de vez en cuando con voz queda. Y tía Gal la mandaba a cocer arroz, limpiar la bañera o poner sábanas limpias en la cama de LuLing.

Durante los días siguientes, Ruth vivió atormentada, preguntándose si su madre le había contado a tía Gal lo que había leído en el diario y por qué se había tirado por la ventana. Observaba la cara de GaoLing buscando indicios de que lo sabía. Analizaba cada palabra que decía. Pero no detectaba señales de enfado, desencanto o falsa compasión en la forma de hablar de su tía. El comportamiento de su madre era igual de misterioso. No parecía furiosa, sino triste y derrotada. Le faltaba algo… pero ¿qué? ¿Amor? ¿Preocupación? Sus ojos estaban ausentes, como si no le importara lo que veía. Todo era igual, todo irrelevante. ¿Qué significaba eso? ¿Por qué ya no quería pelear? LuLing aceptaba los boles de arroz que le servía Ruth. Bebía té. Conversaban, pero sólo sobre trivialidades, nada que pudiera suscitar disputas o malentendidos.

—Me voy al colegio —decía Ruth.

—¿Tienes dinero para la comida?

—Sí. ¿Quieres más té?

—No.

Y cada día, varias veces, Ruth sintió la necesidad de decirle a su madre que lamentaba lo ocurrido, que había sido muy mala, que todo era culpa de ella. Pero eso hubiera supuesto reconocer algo que, a todas luces, su madre prefería fingir que nunca había sucedido: que Ruth había escrito aquellas palabras. Durante semanas anduvieron con pies de plomo, como si temiesen pisar cristales rotos.

El día de su decimosexto cumpleaños, al volver del instituto, Ruth descubrió que su madre había comprado su comida favorita: las dos variedades de hojas de loto rellenas de arroz —unas con carne; otras con pasta dulce de alubias rojas— y un bizcocho chino con fresas y nata.

—No puedo cocinar cosas mejores —dijo LuLing. Aún llevaba el brazo derecho en cabestrillo y no podía usarlo para cargar peso. Bastante le costaba ya arrastrar las bolsas de la compra con el brazo izquierdo. Ruth consideró ese gesto de LuLing como una prueba de que la había perdonado.

—Esta comida me gusta mucho —repuso con cortesía—. Es deliciosa.

—Tampoco tengo tiempo para comprar regalo —musitó su madre—, pero yo encuentro cosas que tal vez todavía te gustan. —Señaló la mesa de centro.

Ruth caminó despacio hasta la mesa y levantó un paquete torpemente envuelto en papel de seda pegado con celo, sin lazo. Dentro encontró un libro negro y un minúsculo estuche de seda roja, abrochado con un cierre de tirilla. En el interior había un anillo que Ruth siempre había codiciado, una fina banda de oro con dos piedras ovales de jade verde manzana. Había pertenecido a la abuela paterna de Ruth, que se lo había dado a su hijo para que se lo regalase a su futura esposa. LuLing nunca lo usaba. En una ocasión, GaoLing había insinuado que en rigor debería guardarlo ella y con el tiempo pasárselo a su hijo, el único nieto varón de los Young. A partir de ese momento, cada vez que se hablaba del anillo, LuLing sacaba a colación aquel mezquino comentario de su hermana.

—¡Guau! —Ruth miró fijamente al anillo, sosteniéndolo sobre la palma de su mano.

—Es jade muy bueno; no lo pierdas.

—No lo perderé. —Ruth trató de ponerse el anillo en el dedo corazón. Era demasiado pequeño para ese dedo, pero le quedaba bien en el anular.

Finalmente, Ruth miró el otro regalo. Era un libro encuadernado en piel negra, con una cinta roja para señalar las páginas.

—Al revés —dijo su madre y dio la vuelta a libro, que ahora quedó con la antecubierta encima pero con el margen superior, abajo. Volvió las páginas de izquierda a derecha. El texto está escrito en chino—. Biblia china —explicó. Lo abrió por una página señalada con una fotografía en sepia de una joven china—. Ésta es mi madre. —La voz de LuLing sonó quebrada—. ¿Ves? Yo hago copia para ti. —Le enseñó un sobre de papel encerado en cuyo interior había un duplicado de la foto.

Ruth asintió, intuyendo que se trataba de un regalo importante, que LuLing pretendía transmitirle un mensaje sobre las madres. Procuró prestar atención y no mirar el anillo en su dedo. Pero no pudo evitar pensar en lo que dirían sus compañeras de clase, en la envidia que sentirían.

—En tiempos de niña pequeña, yo apretaba la Biblia aquí —se dio una palmada en el pecho—. A la hora de dormir, pensando en mi madre.

Ruth asintió.

—Aquí está muy guapa.

Ruth había visto otras fotografías de la madre de LuLing y GaoLing, a quien ella llamaba Waipo. En esas fotos, Waipo tenía la cara regordeta, unas arrugas profundas como grietas y una boca tan severa, recta y fina que parecía una cuchillada. LuLing guardó la foto entre las páginas de la Biblia y tendió la mano con la palma hacia arriba.

—Ahora, devuelve.

Ruth no entendía qué pasaba. A regañadientes, puso el anillo en la mano de LuLing y vio cómo ésta lo guardaba en el estuche de seda.

—Algunas cosas demasiado buenas para usar ahora. Mejor dejarlas para más adelante, cuando aprecies más.

Ruth habría querido gritar: «¡No! No puedes hacerme esto. Es mi regalo de cumpleaños».

Pero, naturalmente, no dijo nada. Permaneció en su sitio, con un nudo en la garganta, mientras LuLing se acercaba al sillón de piel sintética. Levantó el almohadón inferior. Había una tabla, y debajo de ésta una tapa. LuLing la abrió, y en la pequeña cavidad que quedó al descubierto guardó el libro y el estuche con el anillo. ¡De manera que ése era otro de sus escondites!

—Algún día yo doy para siempre.

¿Algún día? A Ruth le dolía la garganta. Sintió deseos de gritar: «¿Cuándo lo tendré para siempre?». Pero sabía lo que había querido decir su madre… «Para siempre», como en «Cuando yo muerta para siempre, entonces tú no necesitas escucharme más».

Al día siguiente, Ruth levantó el almohadón del sillón, retiró la tabla y buscó el estuche de seda en el hueco. Sacó el anillo, que ahora era un objeto prohibido, y lo contempló. Tenía la sensación de que se lo había tragado y había quedado atascado en su garganta. Quizá LuLing se lo hubiese enseñado únicamente para atormentarla. Sí; era muy probable. ¡Su madre sabía muy bien cómo hacerla desgraciada! Pero Ruth no le daría esa satisfacción. Fingiría que no le importaba. No volvería a mirar el anillo y se comportaría como si éste no existiera.

Pocos días después, LuLing entró en la habitación de Ruth y la acusó de haber ido a la playa. Cuando Ruth lo negó, su madre le enseñó las zapatillas que había encontrado junto a la puerta de entrada. Las golpeó, produciendo una lluvia de arena.

—¡Es arena de la calle! —protestó Ruth.

Así fue como se reanudaron las peleas, que a Ruth se le antojaban a un tiempo extrañas y familiares. Discutían con renovado vigor y firmeza, rebasando los temporales límites del mes anterior, defendiendo el antiguo territorio. Conscientes de que habían sobrevivido a lo peor, comenzaron a infligirse nuevas heridas.

Con el tiempo, Ruth se preguntó si debía tirar el diario a la basura. Fue a buscar el temible libro, que aún seguía en el cajón de la ropa interior. Lo hojeó, leyendo un párrafo aquí y otro allí, llorando por sí misma. Estaba convencida de que había mucho de verdad en lo que había escrito, al menos en algunas partes. En esas páginas había una faceta suya que no quería olvidar. Pero cuando llegó a la última anotación, la asaltó la horrible sensación de que Dios, su madre y Tita Querida sabían que había estado a punto de cometer un asesinato. Tachó meticulosamente las últimas frases, pasando el bolígrafo una y otra vez sobre las palabras hasta que el párrafo quedó convertido en una gran mancha negra. En la página siguiente, la última, escribió: «Lo siento. A veces desearía que tú también te disculparas alguna vez».

Aunque jamás le enseñaría esas palabras a su madre, se sintió bien al escribirlas. Era simplemente sincera; ni buena ni mala. Luego buscó un sitio donde su madre jamás encontraría el diario. Trepó al mármol de la cocina, estiró el brazo y dejó el cuaderno sobre el techo de un armario, un sitio tan poco visible que con el tiempo hasta ella se olvidó de la existencia del diario.

Ahora pensó que su madre y ella nunca habían hablado de aquel lejano incidente. Dejó el diario. «Para siempre» ya no significaba lo mismo que en el pasado. «Para siempre» era aquello que cambiaba inevitablemente con el tiempo.

Experimentó una extraña compasión por la joven que había sido, aunque también una vergüenza tardía por su insensatez y su egoísmo. Si hubiera tenido una hija, ésta le habría dado tantos quebraderos de cabeza como ella a su madre. Esa hija tendría ahora quince o dieciséis años y le diría a gritos que la odiaba. Se preguntó si LuLing alguna vez le habría dicho algo semejante a su madre.

En ese momento pensó en las fotografías que habían visto durante la comida del Festival de la Luna Llena. En la que aparecía junto a tía Gal y Waipo, LuLing tendría unos quince años. Y había otra foto, la de Tita Querida, a quien LuLing había confundido con su madre. De repente recordó la fotografía que LuLing guardaba dentro de la Biblia y que, según le había dicho, también era de su madre. ¿Quién era esa mujer?

Ruth fue hasta el sillón de piel sintética y retiró el almohadón y la tabla. Todo seguía en su sitio: la pequeña Biblia negra, el estuche de seda y el anillo con piedras de jade. Abrió la Biblia y allí, dentro del sobre de papel encerado, estaba la misma fotografía que su madre le había enseñado durante la reunión familiar. Tita Querida vestida con la chaqueta invernal con cuello alto y un peculiar tocado. ¿Qué significaba eso? ¿Que su madre ya padecía demencia treinta años antes? ¿O acaso Tita Querida era verdaderamente quien LuLing decía que era? En caso afirmativo, ¿podía tomarlo como una prueba de que su madre no estaba senil? Ruth volvió a mirar la fotografía, examinando los rasgos de la mujer. No sabía qué pensar.

¿Qué otra cosa había en el hueco del sillón? Ruth metió la mano y sacó una bolsa marrón atada con un navideño lazo rojo. En el interior había una pila de folios escritos en chino. Observó que en la parte superior de algunas páginas había estilizados ideogramas chinos pintados con un pincel para caligrafía. Había visto aquello antes en alguna parte. ¿Dónde? ¿Cuándo?

Entonces recordó los folios que había guardado en el último cajón derecho de su escritorio. «Verdad» decía en el margen superior de la primera página. «Éstas son las cosas que sé que son verdad». ¿Y de qué hablaban las frases siguientes? De los nombres de los muertos y de los secretos que éstos se habían llevado consigo. ¿Qué secretos? Intuyó que la vida de su madre estaba en juego y que ella, Ruth, tenía la solución. Siempre la había tenido.

Ahora miró el ideograma escrito en la primera página de la pila que estaba en sus manos. Casi pudo oír a su madre riñéndola: «Deberías estudiar más». Sí; era cierto. El ideograma le resultaba familiar: una curva en la parte inferior, tres líneas encima… ¡corazón! Y la primera frase era idéntica a la de las páginas que tenía en casa: «Éstas son las cosas que…». Pero había una diferencia. La siguiente palabra era bu, uno de los vocablos favoritos de su madre. Luego decía ying-gai, «debería». Su madre usaba esa palabra constantemente. Y a continuación ponía… no lo sabía. «Éstas son las cosas que no debería…». Ruth adivinó el final: «Estas son las cosas que no debería decir». «Éstas son las cosas que no debería escribir». «Éstas son las cosas que no debería contar». Entró en su habitación y fue directamente al estante donde LuLing guardaba un diccionario inglés-chino. Buscó los ideogramas correspondientes a «decir», «escribir», «contar», pero no coincidían con el que había escrito su madre. Rastreó desesperadamente otras palabras, y diez minutos más tarde encontró la solución al enigma:

«Éstas son las cosas que no debería olvidar».

¿Cuánto hacía que LuLing le había dado aquellas páginas? ¿Cinco años?, ¿seis? ¿Había escrito estas otras al mismo tiempo? ¿Sabía entonces que estaba perdiendo la memoria? ¿Se proponía entregarle también este escrito? ¿Cuándo?

¿Cuándo le diera el anillo para siempre? ¿Cuándo se convenciese por fin de que Ruth estaba dispuesta a prestar atención? Examinó los ideogramas siguientes, pero ninguno, salvo el correspondiente a «yo» le resultó familiar, y había diez mil palabras que podían seguir a «yo». ¿Ahora qué?

Se tendió en la cama con los folios a su lado. Miró la foto de Tita Querida y la puso sobre su pecho. Al día siguiente llamaría a Art a Hawai para averiguar si podía recomendarle un traductor. Ésa era la tarea número uno. Dos: sacaría las páginas del cajón de su casa. Tres: telefonearía a tía Gal para ver si sabía algo al respecto. También le pediría a su madre que le hablara de su vida. Esta vez lo haría. Y la escucharía. Se sentaría a su lado, tranquila, sin prisas, sin pensar en sus obligaciones. Hasta se mudaría a casa de LuLing para pasar más tiempo con ella y conocerla mejor. Cabía la posibilidad de que Art se molestara. Quizá interpretara su traslado como un síntoma de problemas de pareja. Pero alguien tenía que cuidar de su madre. Y quería hacerlo ella. Deseaba estar allí; que LuLing le contara la historia de su vida, la condujera por los caminos del pasado, le explicara los múltiples significados de las palabras chinas y le enseñara a traducir su corazón. Tendría las manos permanentemente ocupadas y, por fin, ella y su madre podrían dejar de contar.