6

Mientras paseaba por la orilla, el agua, le rodeó los tobillos y tiró de ella. Ve hacia el mar, sugería, que es inmenso y libre.

Cierta vez, cuando Ruth era adolescente, su madre había salido corriendo en medio de una discusión, gritando que se ahogaría en el mar. Se había sumergido hasta los muslos antes de obedecer los gritos y súplicas de su hija y regresar. Ahora Ruth se preguntó: si ella no le hubiese rogado que volviera, ¿LuLing habría dejado que el océano decidiese su destino?

Incluso en la infancia, Ruth pensaba en la muerte a diario, a veces varias veces al día. Suponía que todo el mundo hacía lo mismo, pero que nadie, salvo su madre, hablaba abiertamente de ello. Su mente infantil especulaba sobre las circunstancias de la muerte. ¿La gente desaparecía? ¿Se volvía invisible? ¿Por qué los muertos eran más poderosos, mezquinos y tristes que los vivos? Al menos eso parecía pensar su madre. Unos años después, Ruth empezó a imaginar el momento preciso en que dejaría de respirar, hablar o ver, cuando no sentiría nada, ni siquiera miedo a estar muerta. O tal vez sintiera mucho miedo, además de preocupación, furia y rencor, igual que los fantasmas con los que hablaba su madre. La muerte no era necesariamente la puerta que conducía a la vacua dicha de la nada absoluta. Era un gigantesco salto a lo desconocido. Y eso planteaba toda clase de posibilidades nefastas. Fue esa ignorancia lo que la llevó a decidir que, por muy horrible y difícil que se le antojase su vida, ella jamás se suicidaría.

Sin embargo, recordó que una vez lo había intentado.

Tenía once años. Ruth y su madre se habían trasladado desde Oakland a la llanura de Berkeley, donde vivían en un bungaló de tejado negro, detrás de la casa amarilla de Lance y Dottie Rogers, un matrimonio de veinteañeros. El bungaló había sido garaje y cobertizo hasta la Segunda Guerra Mundial, cuando los padres de Lance lo convirtieron en vivienda y comenzaron a alquilarlo ilegalmente a las esposas de los marinos que habían pasado por la base naval de Alameda antes de ir a combatir al Pacífico.

Los techos eran bajos, la electricidad se cortaba a menudo y la parte trasera y un lateral de la casa lindaban con una valla sobre la cual por las noches maullaban los gatos vagabundos. No había rendijas de ventilación, ni siquiera un extractor sobre el hornillo a gas con dos quemadores, de manera que cuando LuLing cocinaba tenían que abrir las ventanas para librarse de lo que ella llamaba «olor grasiento». Pero el alquiler era razonable y la casa estaba cerca de una escuela bastante buena, a la cual asistían los inteligentes y competitivos hijos de los profesores de la universidad. Como LuLing insistía en recordarle a su hija, se habían mudado allí por eso: por la educación de Ruth.

Con sus pequeñas ventanas y sus postigos amarillos, el bungaló parecía una casa de muñecas. Pero la alegría inicial de Ruth pronto se trocó en irritación. La nueva casa era tan pequeña que ella no tenía intimidad. Compartía con su madre un dormitorio oscuro y estrecho, donde apenas si cabían unas literas y una cómoda. En la segunda estancia, una combinación de comedor, sala y cocina, no había sitio para esconderse. El único refugio de Ruth era el cuarto de baño, y quizá por eso ese año había sufrido numerosos trastornos intestinales. Su madre solía estar en la misma habitación que ella, haciendo caligrafía, cocinando o tejiendo, actividades todas que le ocupaban las manos pero le dejaban la lengua libre para interrumpir a Ruth mientras veía la televisión.

—Tu pelo está demasiado largo. Cubre las gafas como cortina; no deja ver. ¡Tú crees que bonito, yo digo que no bonito! Apaga la televisión y yo corto pelo… Eh, oye. Apaga la televisión…

LuLing creía que Ruth veía la televisión porque no tenía nada mejor que hacer. En consecuencia, consideraba que era una buena ocasión para charlar. Bajaba la bandeja de arena del frigorífico y la ponía sobre la mesa de la cocina. Ruth sentía un nudo en la garganta. Otra vez no. Pero sabía que cuanto más se resistiera, más la interrogaría su madre.

—¿Tita Querida enfadada conmigo? —preguntaba LuLing cuando pasaban varios minutos sin que Ruth escribiera nada en la arena.

—No es eso.

—¿Tú sientes algo más? ¿Otro fantasma aquí?

—No es otro fantasma.

—Ah, ah, ya sé… Yo muero pronto… ¿Sí? Puedes decir, no da miedo.

Los únicos momentos en que su madre no la molestaba eran aquellos que dedicaba a hacer los deberes o a estudiar para un examen. LuLing respetaba sus estudios. Si la interrumpía, a Ruth le basaba con decir «Calla, estoy leyendo» para que su madre callara. Ruth leía mucho. Cuando hacía buen tiempo, salía con el libro al minúsculo porche del bungaló, donde se sentaba sobre las piernas en una desvencijada silla de respaldo oval. Lance y Dottie solían estar en el jardín, fumando, arrancando las malas hierbas del camino de ladrillos o podando la buganvilla que, como una vistosa colcha, cubría una pared entera de la casa. Ruth los miraba con disimulo, espiando por encima del libro.

Estaba enamorada de Lance. Ese joven de pelo corto, mandíbula cuadrada y cuerpo atlético le parecía tan guapo como una estrella de cine. La naturalidad y simpatía con que trataba a Ruth hacían que ésta se sintiera aún más cohibida de lo habitual. Fingía estar abstraída en su libro, o fascinada por los caracoles que trepaban por las cañas de bambú, hasta que él se fijaba en ella y decía:

—Eh, pequeña, te quedarás ciega de tanto leer.

Lance trabajaba con su padre, que era propietario de un par de bodegas. Por lo general se marchaba a media mañana y regresaba a las tres y media o cuatro; luego se iba otra vez a las nueve y volvía muy tarde, mucho después de que Ruth se hubiese cansado de aguzar el oído para oír el motor de su coche.

Ruth se maravillaba de que Dottie hubiese tenido la suerte de casarse con Lance. Ni siquiera era bonita, aunque Wendy, la nueva amiga de Ruth en la escuela, decía que tenía buen cuerpo. ¿Cómo podía decir algo semejante? Dottie era alta y huesuda, y abrazarla sería como abrazar un tenedor. Además, tal como había señalado LuLing, tenía dientes grandes. La madre de Ruth había ilustrado este comentario separándose los labios hasta dejar al descubierto las encías.

—Dientes grandes muestran demasiado de adentro, igual que mono.

Más tarde, Ruth había admirado sus propios y pequeños dientes en el espejo del cuarto de baño.

Había otras razones por las cuales Ruth creía que Dottie no merecía a Lance: era una mandona y hablaba a gritos y con excesiva rapidez. A veces su voz era ronca, como si necesitara aclararse la garganta. Y cuando gritaba, sonaba como metal oxidado. En las noches cálidas, cuando dejaban las ventanas de atrás abiertas, las confusas palabras de Lance y Dottie cruzaban el jardín y llegaban hasta el bungaló. Muy de tanto en tanto, cuando discutían, Ruth los oía con claridad.

—Maldita sea, Lance —oyó decir a Dottie una noche—. Si no vienes enseguida, tiraré tu cena a la basura.

—¡Eh, déjame en paz! ¡Estoy en el lavabo!

A partir de ese momento, cada vez que Ruth iba al lavabo, imaginaba que Lance hacía lo mismo; ambos huyendo de quienes no dejaban de incordiarlos.

Otra noche, mientras Ruth y su madre estaban sentadas a la mesa de la cocina, con la bandeja de arena entre las dos, la ronca voz de Dottie chilló:

—¡Sé lo que has hecho! ¡No te hagas el inocente conmigo!

—¡No me digas qué diablos hice, porque no lo sabes!

A continuación oyeron dos portazos y el chirrido de los neumáticos del Pontiac. El corazón de Ruth corrió a la par del coche. LuLing cabeceó, chasqueó la lengua y murmuró en chino:

—Esos extranjeros están locos.

Ruth se sintió a un tiempo complacida y culpable por lo que había oído. Dottie sonaba exactamente igual que su madre, criticona e irracional, y Lance sufría, igual que ella. Había dicho lo mismo que ella habría deseado decir a su madre: No me digas lo que pienso, porque no lo sabes.

En octubre, su madre la mandó a entregar el cheque del alquiler a los Rogers. Cuando Dottie abrió la puerta, Ruth vio que ella y Lance estaban ocupados con una caja muy grande. En el interior había un flamante televisor en color que, según explicó Dottie, había llegado justo a tiempo para ver El mago de Oz, pues la emitirían esa tarde a las siete. Ruth sólo había visto la televisión en color en los escaparates de las tiendas.

—¿Sabes esa parte de la película en que se supone que todo pasa del blanco y negro al color? —preguntó Dottie—. ¡Pues en este aparato se ve en color de verdad!

—Eh, pequeña —dijo Lance—, ¿por qué no vienes a ver la película con nosotros?

Ruth se ruborizó.

—No sé…

—Claro —terció Dottie—, y dile a tu madre que venga también.

—No sé. Puede ser. —Ruth corrió a su casa.

LuLing no quería que fuese.

—Sólo son amables, no dicen en serio.

—Sí que lo dicen en serio. Me invitaron dos veces. —Ruth evito mencionar que también habían invitado a LuLing.

—En el boletín de año pasado tú tienes un suficiente, ni siquiera un bien. Debería ser todo sobresaliente. Esta noche mejor estudias.

—¡Pero eso fue en la otra escuela! —protestó Ruth.

—Da igual, tú ya visto el programa de Ozzie.

—Es El mago de Oz, no Ozzie y Harriet. Es una película, y además famosa.

—¡Famosa! Ja. Si no mira todo el mundo, entonces no más famosa. Ozzie, Oz, Zorro, todo igual.

—Tita Querida cree que debería verla.

—¿Qué quiere decir?

Ruth no sabía por qué había dicho eso. Las palabras salieron solías de su boca.

—Fue anoche. —Buscó desesperadamente una respuesta verosímil—. ¿Recuerdas que me hizo escribir algo que parecía una zeta y no sabíamos qué significaba? —LuLing frunció el entrecejo, haciendo memoria—. Creo que quería que escribiera «o-z».

Ruth fue hasta el frigorífico, se subió al taburete y bajó la bandeja de arena.

—Tita Querida —empezó LuLing en chino—, ¿estás ahí? ¿Qué quieres decirme?

Ruth se sentó, con el palillo listo para escribir. Durante unos minutos no pasó nada, pero sólo porque la perspectiva de engañar a su ladre la había puesto nerviosa. ¿Y si de verdad había un fantasma llamado Tita Querida? La mayoría de las veces pensaba que escribir en la arena era un tedioso deber, que tenía la obligación de adivinar qué quería oír su madre y actuar con rapidez para terminar la sesión lo antes posible. Sin embargo, en otras ocasiones Ruth había llegado a creer que un fantasma le guiaba la mano o le dictaba lo que debía escribir. A veces escribía cosas que resultaban acertadas, como pistas para comprar acciones, en las que su madre había invertido el dinero ahorrado durante años. Una vez su madre preguntó a Tita Querida que escogiera entre dos compañías: IBM y U.S. Steel. Ruth eligió la palabra más corta. El método dio excelentes resultados, por lo cual LuLing agradeció efusivamente a Tita Querida. En otra sesión, su madre preguntó dónde estaba el cuerpo de Tita Querida, porque quería ir a buscarlo y enterrarlo. Esa pregunta asustó tanto a Ruth que trató de terminar la conversación. «Fin», escribió; al ver esa palabra, su madre saltó de la silla y exclamó en chino:

—¡Entonces es verdad! GaoLing no mentía. Estás en el Fin del Mundo. —Y Ruth sintió un aliento frío en la nuca.

Ahora se esforzó por serenar su mente y su mano, tratando de adivinar los términos en que Tita Querida podría hablar del mago. «O-Z», escribió, y luego empezó a añadir good con trazos lentos y grandes: G-o-o… Sin darle tiempo a terminar, LuLing exclamó:

¡Goo! Goo significa hueso en chino. ¿Qué quiere decir? ¿Habla de la familia del curandero?

Fue un golpe de suerte. Al parecer, Tita Querida decía que El mago de Oz trataba de un médico de huesos, y que le gustaría que Ruth viese la película.

A las siete menos dos minutos Ruth llamó a la puerta de los Rogers.

—¿Quién es? —gritó Lance.

—Yo. Ruth.

—¿Quién? —Y entonces le oyó murmurar—: Maldita sea.

Ruth se sintió humillada. Por lo visto, era cierto que la invitación había sido una simple muestra de cortesía. Ahora tendría que permanecer escondida en el jardín durante dos horas para que su madre no se enterara ni de su error ni de su engaño.

La puerta se abrió.

—Hola, pequeña —saludó Lance con afecto—, entra. Ya creíamos que no vendrías. ¡Eh, Dottie! ¡Ha llegado Ruth! Ya que estás en la cocina, tráele un refresco, ¿quieres? Siéntate en el sofá, Ruth.

Durante la película, Ruth tenía dificultades para concentrarse en la pantalla, aunque fingió estar absorta. Los tres estaban sentados en un sofá tapizado en una tela turquesa y amarilla que tenía la textura del cáñamo y raspaba las pantorrillas desnudas de Ruth. Además, la niña observó varias cosas que la escandalizaron, como el hecho de que Dottie y Lance pusieran los pies sobre la mesa de centro sin quitarse los zapatos. ¡Si su madre los hubiese visto habría tenido algo más importante que criticar que los grandes dientes de Dottie! Para colmo, Lance y Dottie bebían un vino de color dorado, aunque no estaban en una sala de cócteles. Pero lo que más irritaba a Ruth era el ridículo e infantil comportamiento de Dottie, que acariciaba la rodilla y el muslo izquierdos de su marido mientras murmuraba cosas como: «Cariñito, ¿podrías subir el volumen un poquititín?».

Durante un anuncio, Dottie se levantó y caminó haciendo eses, igual que el espantapájaros de la película:

—¿Qué tal unas palo-palo-palomitas para todos? —Y luego, con un exagerado balanceo de brazos, dio un paso atrás y salió de la habitación cantando—: Oooh, vamos a ver la cocina…

Ruth se quedó sola con Lance. Mantuvo la vista fija en la pantalla, sintiendo los furiosos latidos de su corazón. Oyó que Dottie abría y cerraba los armarios de la cocina mientras canturreaba.

—¿Qué te parece? —preguntó Lance, señalando el televisor.

—Está muy bien —respondió Ruth con voz ahogada y seria y los ojos fijos en el televisor.

Desde la cocina llegó el olor del aceite caliente y el petardeo de los granos de maíz rebotando dentro de una olla. Lance agitó el vaso con hielo y habló de los programas que le gustaría que emitieran en color: fútbol, Mister Ed, Los locos de Beverley Hill. Ruth se sentía como si estuviese en una cita romántica. «Escucha con fascinación»: según Wendy, eso era lo que debía hacer una chica para que un chico se sintiese viril e importante. ¿Y después? Lance estaba muy cerca de ella. De repente le dio una palmada en la rodilla, se puso de pie y anunció:

—Será mejor que vaya al lavabo antes de que siga la película.

Lo que había dicho era embarazosamente íntimo. Ruth seguía ruborizada cuando él regresó, unos instantes después. Esta vez se sentó aún más cerca de ella. Habría podido ocupar el sitio libre de Dottie, así que ¿por qué no lo había hecho? ¿Había sido un acto deliberado? La película se reanudó. ¿Dottie volvería enseguida? Ruth deseaba que no. Se imaginó contándole a Wendy lo nerviosa que se había sentido: «¡Pensé que iba a mearme encima!». Era sólo una frase hecha, pero ahora que pensaba en ello, descubrió que de verdad tenía ganas de hacer pis. Qué horror. ¿Cómo iba a decirle a Lance que necesitaba usar el cuarto de baño? No podía levantarse y pasearse por la casa como si tal cosa. ¿Debía ser tan natural como él y anunciar simplemente que iba al lavabo? Tensó los músculos, tratando de aguantarse. Finalmente, cuando Dottie apareció con un bol de palomitas, Ruth dijo:

—Primero tengo que lavarme las manos.

Intentó actuar con naturalidad, caminando con paso firme y los muslos contraídos. Al pasar delante del dormitorio olió a humo de cigarrillo y vio la cama deshecha, almohadas, toallas y un bote de aceite de baño Jean Naté a los pies de la cama. Una vez en el lavabo, se bajó las bragas y se sentó, jadeando de alivio. Lance acaba de estar aquí, pensó, y rio tontamente. Entre las baldosas rosadas del suelo, el cemento estaba gris de mugre. Sobre la tapa del cesto de la ropa sucia había un sujetador y unas bragas. Y enfrente del inodoro había un montón de revistas de coches metidas de cualquier manera dentro de un revistero adosado a la pared. ¡Si su madre viese todo aquello!

Al ponerse de pie, Ruth notó que tenía el trasero húmedo. ¡El asiento del inodoro estaba mojado! Su madre siempre le advertía que no debía sentarse en el váter de otras personas, ni siquiera en casa de amigos. Los hombres debían levantar el asiento, pero nunca lo hacían.

«Todos los hombres olvidan —decía LuLing—. No les importa. Dejan gérmenes ahí, y después se pegan a una».

Ruth pensó en secarse con papel higiénico. Pero entonces decidió que se trataba de una señal, algo semejante a una prenda de amor. Era el pis de Lance, sus gérmenes, y dejarlos sobre su piel hizo que se sintiese valiente y romántica.

Unos días después, durante la clase de gimnasia, Ruth vio en clase una película que mostraba los huevos que flotaban en el cuerpo femenino, viajando por importantes canales antes de caer en un río de sangre. La película era vieja y tenía muchos cortes. Una mujer con aspecto de enfermera hablaba del comienzo de la primavera, y mientras describía la aparición de hermosos brotes, desapareció con un chasquido y reapareció en otra habitación, explicando cómo los brotes se movían por el interior de las ramas. Cuando estaba comparando el útero con un nido, su voz se convirtió en un aleteo de pájaro y su imagen se desvaneció en la brumosa pantalla blanca. Las luces se encendieron y todas las niñas entornaron los ojos, incómodas, porque estaban pensando en huevos que se movían en su interior. La maestra tuvo que llamar a un chico del departamento de audiovisuales, lo que hizo que Ruth y otras niñas chillaran y dijeran que deseaban morir allí mismo. Una vez el chico hubo empalmado el rollo, la película continuó con un renacuajo llamado esperma que viajaba por un útero con forma de corazón mientras la voz de un conductor de autobús anunciaba las paradas: «vagina», «cuello del útero», «útero». Las niñas chillaron y se taparon los ojos hasta que el chico salió del aula con aire altivo, como si las hubiese visto desnudas.

Ruth vio que el renacuajo encontraba al huevo, y éste se lo tragaba. Comenzó a crecer un sapo de ojos grandes. Al final de la película, una enfermera con almidonado gorro blanco entregaba un bebé a una hermosa mujer enfundada en una bata de seda rosa, mientras su viril marido decía: «Es un milagro, el milagro de la vida».

Cuando se encendieron las luces, Wendy levantó la mano y preguntó a la maestra cómo había empezado el milagro. Las niñas que conocían la respuesta resoplaron y rieron. Ruth también rio. La maestra las miró con gesto de reprobación y dijo:

—Primero hay que casarse.

Ruth sabía que eso no era del todo cierto. Había visto una película con Rock Hudson y Doris Day y lo único que se necesitaba era la química apropiada, que requería amor, y a veces la química inapropiada, que requería beber vino y luego dormirse. Ruth no tenía claro cómo sucedían las cosas, pero estaba segura de que ésos eran los ingredientes esenciales para activar un cambio científico: era un proceso parecido al del Alka-Seltzer cuando convertía el agua sin gas en agua con gas. Plop, plop. Pzz, pzz. Por culpa de esa química inapropiada algunas mujeres tenían hijos fuera del matrimonio: niños ilegítimos que recibían un nombre malsonante que empezaba por be.

Antes de que terminara la clase, la maestra hizo circular unos cinturones elásticos con enganches y unas cajas que contenían gruesas compresas blancas. Explicó que pronto les llegaría la hora de su primer período menstrual, y que no debían sorprenderse ni asustarse si veían una mancha roja en las bragas. La mancha era una señal de que se habían transformado en mujeres, y también de que eran «buenas chicas». Varias niñas emitieron risitas ahogadas. Ruth pensó que la maestra quería decir que la menstruación era como los deberes, una obligación que debían cumplir al día siguiente, o al siguiente, o como mucho una semana después.

A la salida de la escuela, Wendy le explicó lo que la maestra no había mencionado. Wendy sabía cosas porque se juntaba con los amigos de sus hermanos y las novias de éstos, chicas mayores que usaban maquillaje y medias de seda a las que aplicaban laca de uñas para detener las carreras. Wendy llevaba su rubio cabello cardado y peinado en forma de huevo, y se lo retocaba con laca durante el recreo mientras masticaba el chicle que, entre clase y clase, guardaba envuelto en papel de estaño. Fue la primera de la clase en usar botas blancas, y antes y después de clase doblaba la cinturilla de la falda hasta que el dobladillo quedaba cinco centímetros por encima de la rodilla. La habían expulsado temporalmente tres veces: una por llegar tarde y dos por decirle palabrotas —puta y retrasada mental— a la profesora de gimnasia. De camino a casa, se jactó ante Ruth de que había permitido que un chico la besara durante un guateque.

—Acababa de comer un corte de helado de fresa y chocolate y el aliento le olía a rayos, así que le dije que me besara en el cuello pero que no pasara de ahí. Si los dejas bajar, estás perdida. —Se abrió el cuello y Ruth soltó una ahogada exclamación de horror al ver lo que parecía un cardenal.

—¿Qué es eso?

—Un chupetón, tonta. Naturalmente, en esa estúpida película no mostraron nada parecido. Ni chupetones, ni erecciones, ni lo principal. Y hablando de lo principal, en esa fiesta había una chica vomitando hasta las tripas en el lavabo. Una de décimo curso. Cree que se ha quedado preñada de un chico que está en el reformatorio.

—¿Lo quiere?

—Dijo que era un imbécil.

—Entonces no tiene por qué preocuparse —dijo Ruth con aires de entendida.

—¿Qué dices?

—Lo que te deja embarazada es la química. El amor es uno de los ingredientes —declaró con el tono más científico posible.

Wendy se paró en seco y la miró con la boca abierta.

—¿Es que no sabes nada? —murmuró. Después explicó las cosas que la madre de Ruth, la mujer de la película y la maestra no habían mencionado: que el ingrediente principal salía del pene del hombre. Y para asegurarse de que Ruth le había entendido bien, añadió—: El hombre mea dentro de la mujer.

—¡No es verdad! —En ese momento Ruth odió a Wendy por decirle esas cosas y por reírse histéricamente. Fue un alivio llegar a la esquina donde debían separarse.

Mientras recorría las dos últimas manzanas del trayecto hasta su casa, las palabras de Wendy rebotaron como las bolas de un flipper dentro de la cabeza de Ruth. Lo del pis parecía horriblemente lógico. Por eso las chicas y los chicos tenían lavabos separados. Por eso los chicos debían levantar el asiento del inodoro, pero no lo hacían, sólo por fastidiar. Y por eso su madre insistía en que nunca se sentara en el váter de otros. Cuando su madre hablaba de «gérmenes» se refería en rigor a los espermatozoides. ¿Por qué no aprendía a hablar bien inglés?

Entonces la embargó el pánico. Porque recordó que tres noches antes se había sentado sobre el pis del hombre que amaba.

Ruth se miraba las bragas veinte veces al día. Hacía cuatro días que había visto la película y aún no había señales de la regla. Mira lo que has hecho, gimió para sí. Se paseó por el bungaló con mirada ausente. Se había desgraciado, y ya no había forma de arreglarlo. Amor, pis, vino… contó los ingredientes con los dedos una y otra vez. Recordó lo valiente que se había sentido al irse a dormir sin lavarse.

—¿Por qué tú estás tan rara? —preguntaba su madre.

Por supuesto, no podía confesarle que estaba embarazada. La experiencia le había enseñado que su madre se preocupaba en exceso, incluso cuando no tenía motivos. Si descubría que ocurría algo verdaderamente malo, se pondría a gritar y a darse puñetazos en el pecho como un gorila. Lo haría delante de Lance y Dottie. Se arrancaría los ojos e invocaría a los fantasmas para que acudieran a llevársela. Y entonces se mataría de verdad. Esta vez en serio. Y obligaría a Ruth a mirarla para que el castigo fuese aún más duro.

Ahora, cada vez que veía a Lance, Ruth respiraba con tanta fuerza y rapidez que sus pulmones se hinchaban y estaba a un tris de desmayarse por falta de aire. Tenía un continuo dolor de barriga. A veces su estómago se contraía y ella hacía arcadas sobre el inodoro, pero no salía nada. Cuando comía, imaginaba la comida cayendo en la boca de sapo del bebé; entonces su estómago se le antojaba una ciénaga hedionda, corría al lavabo y se esforzaba por vomitar, con la esperanza de que el sapo cayera en la taza y sus problemas desaparecieran con sólo tirar de la cadena.

Quiero morir, gemía para sí. Morir, morir, morir. Primero lloró mucho en el cuarto de baño y luego se cortó la muñeca con un cuchillo de mesa. La piel se levantó y se arrugó, pero no hubo sangre, y le dolía demasiado para hacer un corte más profundo. Más tarde encontró una tachuela oxidada en el jardín trasero; se la clavó en la yema del dedo y esperó a que la infección ascendiera por su brazo como el mercurio de un termómetro. Esa noche, todavía viva y afligida, llenó la bañera y se sentó. Instantes después se sumergió, y cuando estaba a punto de abrir la boca, recordó que el agua estaba sucia con la porquería de sus pies, su trasero y lo que tenía entre las piernas. Todavía resuelta a morir, salió de la bañera, se secó, llenó la pila e inclinó la cabeza hasta que su cara tocó el agua. Abrió la boca. Qué fácil era ahogarse. No dolía nada. Era como beber agua, y de hecho, después de unos instantes comprendió que eso era exactamente lo que estaba haciendo. Así que hundió la cara un poco más y volvió a abrir la boca. Respiró hondo, dando la bienvenida a la muerte. Su cuerpo entero reculó y protestó con furia. Comenzó a toser de una forma tan violenta y ruidosa que su madre entró en el cuarto de baño sin llamar. Le dio palmadas en la espalda, le puso la mano en la frente y murmuró en chino que estaba enferma y que debía acostarse de inmediato. El amoroso trato de su madre hizo que Ruth se sintiera aún peor.

Wendy fue la primera en oír su secreto. Ella estaba enterada de muchas cosas y siempre sabía lo que había que hacer. Ruth tuvo que esperar a verla en el colegio, porque no podía arriesgarse a que su madre u otra persona la oyera si se lo contaba por teléfono.

—Tienes que decírselo a Lance —dijo Wendy. Tomó la mano de Ruth y le dio un apretón cariñoso.

Ruth empezó a llorar con más ganas. Negó con la cabeza. Un mundo cruel y lleno de obstáculos flotó ante sus ojos. Lance no la quería. Si se lo decía, él y Dottie la odiarían. Las echarían a su madre y a ella del bungaló. Las autoridades de la escuela la enviarían a un reformatorio. Y su vida habría acabado.

—Bueno, si no se lo dices tú, lo haré yo —declaró Wendy.

—No —consiguió articular Ruth—. No puedes. No te dejaré.

—¿Cómo va a darse cuenta de que te quiere si no se lo dices?

—Él no me quiere.

—Claro que sí. O te querrá. Muchas veces pasa así. El hombre se entera de que hay un niño en camino y ¡pum!: amor, matrimonio e hijos.

Ruth imaginó la escena: «Sí, es tuyo», le diría Wendy a Lance. Imaginó que él pondría la misma cara que Rock Hudson al descubrir que Doris Day esperaba un hijo suyo. Al principio parecería perplejo, pero luego sonreiría de oreja a oreja y correría a la calle, ajeno a los coches y a las personas con las cuales chocaba, unas personas que le gritaban que estaba loco. Y él respondería, también a gritos: «Sí, estoy loco. ¡Loco por ella!». Pronto llegaría a su lado, se arrodillaría y le diría cuánto la amaba; siempre la había amado y quería casarse ella. En cuanto a Dottie… en fin, pronto se enamoraría del cartero o de cualquier otro. Todo saldría bien. Ruth suspiró. Era posible.

Esa tarde Wendy la acompañó a casa. LuLing tenía el turno de tarde en la guardería y no volvería hasta dos horas después. A las cuatro, sentadas en el jardín, vieron que Lance se dirigía a su coche ando y agitando las llaves. Wendy fue a su encuentro, y Ruth rio hacia el otro lado del bungaló, donde podría esconderse y espiar. Le costaba respirar. Wendy se aproximaba a Lance.

—Hola —dijo.

—Hola, ¿qué quieres? —preguntó Lance.

Entonces Wendy dio media vuelta y huyó. Ruth se echó a llorar, o cuando su amiga regresó a su lado la consoló diciendo que tenía un plan mejor.

—No te preocupes. Yo me ocuparé de todo. Ya se me ocurrirá algo. —Y así fue—. Espera aquí —dijo con una sonrisa y corrió al porche trasero de la casa de Lance.

Ruth se escondió en el bungaló. Cinco minutos después, la puerta trasera de la casa se abrió y Dottie bajó corriendo los peldaños del porche. Por la ventana, Ruth vio que Wendy la saludaba con la mano y se marchaba a paso vivo. Entonces oyó golpes en la puerta, abrió y vio a Dottie. Esta la tomó de las manos y preguntó con su voz ronca:

—¿De verdad estás…?

Ruth prorrumpió en sollozos y Dottie le rodeó los hombros con brazo, consolándola y luego abrazándola con tanta fuerza que temió que le rompiera los huesos. Fue una sensación dolorosa, pero también reconfortante.

—Ese cabrón, ese asqueroso, maldito carbón… —repetía Dottie con los dientes apretados. Ruth se sorprendió al oír esas palabrotas, pero más aún al darse cuenta de que Dottie no estaba enfadada con ella, sino con Lance—. ¿Lo sabe tu madre? —Ruth negó con la cabeza—. Bien, por ahora no se lo digas. Dame tiempo para pensar cómo solucionaremos el problema ¿de acuerdo? No será fácil, pero ya se me ocurrirá algo, no te preocupes. A mí me pasó lo mismo hace cinco años.

De modo que Lance se había casado con ella por eso. Pero ¿dónde estaba el niño?

—Sé cómo te sientes —prosiguió Dottie—. De veras.

Y Ruth lloró aún más fuerte, con más sentimientos de los que había imaginado que pudiera albergar un corazón. Una persona es taba enfadada por lo que le pasaba a ella. Alguien sabía qué hacer.

Esa noche, mientras su madre cocinaba con las ventanas entornadas, voces estridentes quebraron el aire por encima del crepitar del aceite. Ruth fingió leer Jane Eyre mientras aguzaba el oído para entender las palabras de los vecinos, pero lo único que entendió fue un agudo grito de Dottie: «¡Cabrón asqueroso!». La voz de Lance era un rumor sordo semejante al del motor de su Pontiac.

Ruth se agachó ante el fregadero.

—Voy a sacar la basura.

LuLing enarcó las cejas, pero siguió cocinando. Cuando Ruth llegó junto a los cubos de basura, que estaban en un lado de la casa de Lance, aflojó el paso para oír mejor.

—Te crees muy cachondo, ¿eh? ¿A cuántas otras te has tirado? Lo tuyo son polvos relámpago, ñaca-ñaca y adiós muy buenas.

—¿Ah sí? ¿Y desde cuándo eres una experta?

—¡Lo sé! ¡Sé lo que es un hombre!… Danny… sí, él sí que era bueno, era un tío de verdad. ¡Pero tú! ¡Tú tienes que metérsela a crías que no conocen nada mejor!

La voz de Lance se alzó y se quebró como la de un niño lloroso:

—¡Putón de mierda!

Ruth entró en su casa temblando. No se esperaba un escándalo tan violento y desagradable. Las imprudencias podían causar problemas terribles. Una podía ser mala incluso sin proponérselo.

—Esa gente huli-hudu —murmuró su madre. Puso la comida humeante sobre la mesa—. Locos, discuten sin razón. —Y cerró las ventanas.

Unas horas después, mientras Ruth estaba despierta en la cama, los gritos y llantos cesaron. Aguzó el oído, esperando que se reanudaran, pero lo único que oyó fueron los ronquidos de su madre. Se levantó y fue al cuarto de baño en la oscuridad. Se subió a la taza y miró por la ventana. Las luces de la casa de los Rogers estaban encendidas. ¿Qué pasaba? Entonces vio salir a Lance con una mochila que puso en el maletero del coche. Un instante después encendió el motor, hizo chirriar los neumáticos sobre el suelo de grava y se marchó a toda velocidad. ¿Qué significaba eso? ¿Le habría dicho a Dottie que iba a casarse con Ruth?

Al día siguiente, un sábado, Ruth apenas si tocó la sémola de arroz que le preparó su madre. Aguardó con ansiedad a que volviera el Pontiac, pero el silencio era absoluto. Se arrellanó en el sofá con un libro. Su madre estaba metiendo ropa, toallas y sábanas sucias en un carrito. Contó las monedas que necesitaba para la lavadora automática y le dijo a Ruth:

—Vamos. Hora de lavandería.

—No me encuentro muy bien.

Ai-ya, ¿enferma?

—Eso creo. Voy a vomitar.

Su madre comenzó a dar vueltas a su alrededor: le tomó la temperatura, le preguntó qué había comido y qué aspecto tenían sus deposiciones. La obligó a acostarse en el sofá y dejó una palangana por si necesitaba vomitar. Por fin se marchó a la lavandería, donde permanecería durante al menos tres horas. Siempre iba a un establecimiento que quedaba a veinte minutos de su casa, porque allí cobraban cinco centavos menos por lavadora y las secadoras no quemaban la ropa.

Ruth se puso una cazadora y salió. Se sentó en la silla del porche, abrió el libro y esperó. Diez minutos después, Dottie abrió la puerta trasera de su casa, bajó los cuatro escalones del porche y cruzó el jardín. Tenía los ojos hinchados como los de un sapo, y cuando sonrió a Ruth su cara adquirió un aspecto trágico.

—¿Cómo estás, pequeña?

—Bien, supongo.

Dottie suspiró, se sentó en el porche y apoyó el mentón sobre las rodillas.

—Se ha largado —dijo—. Pero no te preocupes; pagará por lo que hizo.

—Yo no quiero dinero —protestó Ruth.

Dottie soltó una risita y luego se sorbió los mocos.

—Quería decir que irá a la cárcel.

Ruth se asustó.

—¿Por qué?

—Por lo que te hizo, desde luego.

—Pero él no quería. Sólo olvidó…

—¿Olvidó que tienes once años? ¡Dios!

—También fue culpa mía. Debería haber tenido más cuidado.

—¡Ay, cariño, no, no! No tienes por qué protegerlo. De veras. La culpa no es tuya ni del bebé… Ahora escucha: tendrás que hablar con la policía…

—¡No! ¡No quiero!

—Sé que tienes miedo, pero lo que te hizo Lance estuvo muy mal. Se llama «estupro». Merece que lo castiguen… La policía te hará muchas preguntas, y tú debes contestar la verdad: lo que pasó, dónde pasó… ¿Fue en el dormitorio?

—En el cuarto de baño.

—¡Joder! —Dottie asintió con gesto de amargura—. Sí, siempre le ha gustado hacerlo ahí… Así que te llevó al lavabo…

—Fui sola.

—De acuerdo, te siguió y ¿qué pasó? ¿Tenía la ropa puesta?

Ruth se horrorizó.

—Lance se quedó en el salón, viendo la tele —dijo con voz casi inaudible—. Yo fui al baño sola.

—¿Entonces cuándo lo hizo?

—Antes que yo. Él hizo pis primero, y yo después.

—Un momento… ¿Que hizo qué?

—Pis.

—¿Encima de ti?

—En el asiento del inodoro. Después yo entré y me senté encima.

Dottie se puso de pie, con la cara desfigurada de espanto.

—¡Ay, no! ¡Dios mío! —Agarró a Ruth por los hombros y la sacudió—. Así no se hacen los niños. Pis en la taza del váter. ¿Cómo es posible que seas tan imbécil? Tienen que meterte la polla dentro y expulsar semen, no pis. ¿Te das cuenta de lo que has hecho? Has acusado de violación a un hombre inocente.

—Yo no… —murmuró Ruth.

—Sí, lo hiciste, y yo te creí. —Dottie se marchó pisando fuerte y maldiciendo.

—¡Lo siento! —gritó Ruth—. Lo lamento de verdad. —Todavía no sabía qué había hecho.

Dottie se volvió y dijo con sorna:

—No tienes idea de lo que es lamentar algo de verdad. —Entró en su casa y dio un portazo.

A pesar de que ya no estaba embarazada, Ruth no experimentó alivio alguno. Todo seguía igual de mal, quizá incluso peor. Cuando su madre regresó de la lavandería, ella estaba en la cama, cubierta con la colcha, fingiendo dormir. Se sentía tonta y aterrorizada. ¿Iría a la cárcel? Aunque sabía que no estaba embarazada, tenía más deseos de morir que antes. Pero ¿cómo? Imaginó que se tendía bajo las ruedas del Pontiac y que Lance arrancaba el coche y la atropellaba sin darse cuenta. Si moría igual que su padre, ¿se encontraría con él en el cielo? ¿O también él pensaría que era mala?

—Ah, buena chica —dijo su madre—. Tú duerme y pronto te sientes mejor.

Esa tarde Ruth oyó el motor del Pontiac y miró por la ventana. Lance, con la cara muy seria, salió de la casa cargando cajas, dos maletas y un gato. A continuación apareció Dottie, sonándose la nariz con un pañuelo de papel. Ella y Lance no se miraron. Se fueron en el coche. Una hora después, el Pontiac regresó, pero sólo Lance bajo de él. ¿Qué le había dicho Dottie? ¿Por qué se había marchado ella? ¿Ahora Lance llamaría a la puerta, se lo contaría todo a LuLing y exigiría que las dos se largasen también ese mismo día? Ruth estaba convencida de que Lance la odiaba. Había pensado que no había nada más terrible que estar embarazada. Pero aquello era mucho peor.

El lunes faltó al colegio. LuLing empezó a temer que un fantasma quisiera llevarse a su hija. ¿Qué otra razón podía haber para que siguiera enferma? LuLing decía incoherencias sobre los dientes de un mono. Tita Querida sabría qué hacer, repetía. Ella conocía la maldición. Lo que estaba pasando era un castigo por algo que había hecho la familia hacía muchos años. Puso la bandeja con arena en una silla, junto a la cama de Ruth, y esperó.

—¿Vamos a morir las dos? —preguntó—. ¿O sólo yo?

«No —escribió Ruth—. Todo bien».

—¡Bien, bien! ¿Entonces por qué tú enferma?

El martes, Ruth no pudo soportar más el nerviosismo de su madre. Dijo que se encontraba lo bastante bien para ir a clase. Antes de abrir la puerta miró por la ventana. Ay, no, el Pontiac seguía aparcado en la entrada del camino particular. Temblaba con tanta violencia que temió que se le rompieran los huesos. Respiró hondo, cruzó la puerta, corrió por el lado del camino más alejado de la casa y al llegar al Pontiac pasó sigilosamente junto a él. Giró a la izquierda, a pesar de que la escuela quedaba hacia la derecha.

—¡Eh, pequeña! Te he estado esperando. —Lance estaba en el porche, fumando un cigarrillo—. Tenemos que hablar. —Ruth se quedó paralizada, incapaz de moverse—. He dicho que tenemos que hablar. ¿No te parece que me lo debes?… Ven aquí. —Tiró la colilla del cigarrillo al césped.

Las temblorosas piernas de Ruth se movieron muy despacio. La parte superior de su cuerpo seguía corriendo. Cuando llegó al porche se sintió desfallecer.

—Lo lamento —balbuceó. El temblor de la barbilla le abrió la boca y los sollozos escaparon atropelladamente.

—Eh, eh —dijo Lance mirando hacia la calle con nerviosismo—. No hay motivo para llorar; entra. Sólo quiero hablar contigo para que nos entendamos. No me gustaría que lo que pasó se repitiera, ¿de acuerdo? —Ruth se sorbió los mocos y asintió—. Muy bien, entonces tranquilízate. No te asustes.

Ruth se enjugó las lágrimas con la manga. Ya había pasado lo peor. Empezó a bajar los peldaños.

—Eh, ¿adónde vas? —Ruth se detuvo en seco—. Aún no hemos hablado. Vuelve aquí. —La voz de Lance ya no sonaba serena. Cuando él abrió la puerta, Ruth dejó de respirar—. Entra —ordenó.

Ruth se mordió los labios, subió lentamente los peldaños y pasó junto a Lance. Oyó la puerta al cerrarse, y la casa quedó en penumbras.

El salón olía a vino y cigarrillos. Las cortinas estaban echadas, y sobre la mesa de centro había bandejas vacías.

—Siéntate. —Lance señaló el sillón de tela áspera—. ¿Quieres un refresco? —Ruth negó con la cabeza.

La única luz de la estancia procedía del televisor, que emitía una película antigua. Se alegró de oír el ruido. A continuación pusieron un anuncio: un hombre que vendía coches. Tenía una espada de juguete en la mano. «¡Hemos pasado a espada nuestros precios, así que venga hoy mismo al concesionario Chevrolet de Rudy y pida ver los restos!».

Lance se sentó en el sofá, aunque no tan cerca de Ruth como la noche de la película. Le quitó los libros de las manos, y ella se sintió indefensa. Fue incapaz de contener las lágrimas, pero trató de llorar sin hacer ruido.

—Dottie me ha dejado, ¿sabes?

Un sollozo emergió del pecho de Ruth. Quiso decir que lo lamentaba, pero sólo fue capaz de emitir gimoteos de ratón.

Lance rio.

—En realidad, la eché yo. Sí, en cierto modo me has hecho un favor. Si no hubiera sido por ti, no habría descubierto que me estaba engañando con otros. Hace un tiempo lo sospeché, pero me dije: vamos hombre, tienes que confiar en ella. ¿Y sabes una cosa? Era ella quien no confiaba en mí. ¿Puedes creerlo? Te diré una cosa: un matrimonio sin confianza no es un matrimonio. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Ruth asintió, desesperada.

—No, no lo entenderás hasta dentro de diez años. —Encendió otro cigarrillo y prosiguió—: Dentro de diez años recordarás todo esto y dirás: ¡qué idiota fui al pensar que los niños se hacían de esa manera! —Rio y luego ladeó la cabeza, estudiando la reacción de Ruth—. ¿No ríes? A mí me hace gracia. ¿A ti no? —Le dio una palmada en el brazo, y ella dio un respingo involuntario—. Eh, ¿qué pasa? Vaya, no me lo digas: no te fías de mí. Eres igual que Dottie. ¿Crees que después de lo que hiciste, y de lo que yo no hice, merezco que me trates de esta manera?

Ruth guardó silencio, esforzándose por mover los labios. Finalmente dijo con voz entrecortada:

—Me fío de ti.

—¿Sí? —Le dio otra palmada en el brazo, y esta vez ella no se acobardó como una tonta. Lance continuó hablando con tono cansino pero tranquilizador—. Mira, no pienso reñirte ni nada por el estilo, ¿de acuerdo? Así que relájate. ¿De acuerdo? Eh, ¿por qué no contestas?

—De acuerdo.

—Ahora sonríe. —Ruth forzó una sonrisa—. ¡Eso es! ¡Vaya, ya estás seria otra vez! —Apagó el cigarrillo—. ¿Volvemos a ser amigos? —Le tendió la mano y Ruth se la estrechó—. Estupendo. Viviendo tan cerca uno del otro, sería terrible que no pudiéramos ser amigos.

Ruth sonrió, esta vez espontáneamente.

—Y dado que somos vecinos, tenemos que ayudarnos el uno al otro. No está bien acusar a un inocente de cosas malas…

Ruth asintió y se dio cuenta de que aún tenía los dedos de los pies contraídos. Se relajó. Muy pronto todo habría acabado. Vio que Lance tenía ojeras y unas arrugas que iban desde la nariz hasta la boca. Era curioso. Parecía mucho mayor que antes y ya no lo veía guapo. Entonces comprendió que no estaba enamorada de él. Qué extraño. Había creído estar enamorada de él, pero nunca lo había estado. Porque el amor era eterno.

—Así que ahora sabes cómo se hacen los niños, ¿verdad, pequeña? —Ruth contuvo el aliento y agachó la cabeza—. ¿Lo sabes o no? —Asintió rápidamente—. ¿Cómo? Cuéntamelo.

Se removió en el sofá, sintiendo un torbellino en la cabeza. Vio imágenes terribles. Una salchicha marrón chorreando mostaza amarilla. Conocía las palabras; pene, esperma, vagina, pero ¿cómo decirlas? Si lo hacía, esa imagen tan fea aparecería entre los dos.

—Tú ya lo sabes —murmuró.

Lance la miró con gesto serio. Era como si tuviese rayos X en los ojos.

—Sí, lo sé. —Guardó silencio durante unos segundos y luego dijo con voz más cordial—: Caramba, qué tonta has sido. Inodoros y bebés, joder. —Ruth mantuvo la cabeza gacha, pero alzó los ojos para mirarlo. Lance sonreía—. Espero que cuando llegue el momento sepas educar mejor a tus hijos. ¡El asiento del inodoro! ¡Pis!

Ruth emitió una risita ahogada.

—¡Ja! ¡Sabía que eras capaz de reír!

Le hizo cosquillas en la axila. Ruth rio por cortesía. Lance volvió a hacerle cosquillas, esta vez en el torso, y ella se contrajo instintiva mente. Cuando la mano de Lance alcanzó la otra axila, Ruth prorrumpió en carcajadas, demasiado asustada para pedirle que parara Los dedos del hombre le recorrieron la espalda y la barriga. Ruth se hizo un ovillo y cayó sobre la alfombra, sacudida por las risas ahogadas.

—Crees que hay muchas cosas graciosas, ¿no? —Subió y bajó con los dedos por las costillas de Ruth, como si fuesen las cuerdas de un arpa—. Sí, ahora lo veo. ¿Se lo has contado todo a tus amigas? ¡Ja, ja! He estado a punto de mandar a un hombre a la cárcel.

Ruth quiso gritar no, para, no, pero reía tan fuerte que no podía respirar ni controlar los brazos y las piernas. Se le había subido la falda y era incapaz de bajársela. Sus manos parecían las de una marioneta: se movían espasmódicamente persiguiendo a las de él, tratando de apartarlas de su estómago, sus pechos y su trasero. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Lance le estaba pellizcando los pezones.

—Eres una cría —dijo entre jadeos—. Todavía no te han crecido las tetas. ¿Por qué iba a querer liarme contigo? Joder, apuesto a que ni siquiera tienes pelos en el coño…

Trató de bajarle las bragas, pero Ruth recuperó la voz y empezó a gritar como una loca. Una y otra vez emitió un sonido estridente y brutal que parecía surgir de un lugar desconocido. Fue como si su cuerpo estallara y de él saliese otra persona.

Continuó ululando como una sirena mientras huía de Lance, subiéndose las bragas y bajándose la falda.

—No te estoy haciendo daño. No te estoy haciendo daño —repitió él hasta que ella reemplazó los gritos por gemidos y resuellos. Después sólo se oyeron los jadeos de los dos.

Lance cabeceó con cara de incredulidad.

—¿Me lo he imaginado yo, o hasta hace un minuto reías? Estábamos divirtiéndonos inocentemente, y de repente empiezas a comportarte como si… bueno, no sé, dímelo tú. —La miró con seriedad—. ¿Sabes? Puede que tengas un problema grave. Empiezas por creer tontamente que la gente intenta hacerte algo malo, y antes de que descubras qué es verdad y qué es mentira, acusas a los demás, te vuelves loca y lo estropeas todo. ¿Es eso lo que haces?

Ruth se levantó. Le temblaban las piernas.

—Me voy —murmuró. Se sentía incapaz de caminar hasta la puerta.

—No irás a ninguna parte hasta que me prometas que no volverás a contar mentiras podridas. ¿Te queda claro? —Se acercó a ella—. Más vale que no digas que he hecho algo que no he hecho. De lo contrario me pondré furioso y haré que te arrepientas, ¿has oído?

Ruth asintió como una autómata.

Lance resopló, indignado.

—Ahora largo de aquí. ¡Fuera!

Esa noche, Ruth trató de contarle lo sucedido a su madre.

—¿Mamá? Tengo miedo.

—¿Por qué? —LuLing estaba planchando. La habitación olía a vapor.

—Ese hombre, Lance, ha sido malo conmigo…

LuLing frunció el entrecejo y dijo en chino:

—Eso es porque siempre lo estás molestando. Crees que quiere jugar contigo, pero no es así. ¿Por qué siempre tienes que causar problemas?

Ruth sintió náuseas. Su madre veía peligros inexistentes, y ahora que ocurría algo verdaderamente malo, estaba ciega. Si le contaba toda la verdad, LuLing se pondría histérica. Diría que no quería seguir viviendo. Así que, ¿para qué decírselo? Ruth estaba sola. Nadie podría salvarla.

Una hora después, mientras LuLing hacía punto delante del televisor, Ruth bajó la bandeja.

—Tita Querida quiere decirte algo —anunció.

—¿Sí? —LuLing se levantó, apagó el televisor y se sentó a la mesa de la cocina.

Ruth alisó la arena con el palillo. Cerró los ojos, volvió a abrirlos y comenzó.

«Debéis mudaros —escribió—. Ahora».

—¿Mudarnos? ¡Ai-ya! —exclamó su madre—. ¿Adónde?

Ruth no había pensando en ese detalle.

«Lejos», escribió.

—Pero ¿dónde?

Ruth imaginó una distancia grande como el mar. Evocó la bahía, el puente y los viajes en autocar que había hecho con su madre, tan largos que siempre se quedaba dormida.

«San Francisco», escribió por fin.

Su madre seguía preocupada.

—¿Qué parte? ¿Dónde mejor?

Ruth titubeó. No conocía bien San Francisco, y sólo recordaba el barrio chino, los jardines de Golden Gate y el parque de atracciones de Land’s End. Y entonces tuvo una idea, una inspiración que rápidamente llegó a su mano: «Land’s End».

Ruth recordó el primer día que había caminado sola por esa playa. Estaba casi desierta y la arena se veía limpia y llana. Había llegado allí huyendo. Las olas pavorosamente frías le habían rodeado los tobillos como si quisieran tirar de ella. Recordaba que había llorado de alivio al oír el rugido del agua.

Ahora, treinta y cinco años después, volvía a ser una niña de once años. Había elegido vivir, ¿por qué? Siguió andando, sintiéndose reconfortada por el movimiento constante y previsible del agua. Cada vez que las olas se alejaban, se llevaban consigo las huellas que hubiese en la orilla. Recordó que la primera vez que había estado en esa playa había pensado que la arena parecía una gigantesca pizarra. Una pizarra limpia, tentadora, llena de posibilidades. Y en ese momento de su vida había sentido una nueva determinación, una profunda esperanza. Ya no tendría que inventar respuestas. Podía preguntar.

Igual que tantos años antes, Ruth se agachó, recogió una concha rota y escribió en la arena: «socorro». Luego observó cómo las olas se llevaban su súplica a otro mundo.