5

Mientras se dirigían hacia el aparcamiento del hospital, Ruth tomó a LuLing del brazo. Cubierto de carne flácida, parecía la huesuda ala de un pajarillo recién nacido.

LuLing oscilaba entre la alegría y el mal humor, aparentemente ajena a lo que acababan de descubrir en la consulta del médico. Ruth, sin embargo, intuía que su madre era un vacío quejumbroso y que pronto sería tan ligera como un trozo de madera flotando a la deriva. Demencia. A Ruth le intrigaba el diagnóstico: ¿cómo era posible que una palabra con un sonido tan bonito denotara una enfermedad tan destructiva? Era un nombre digno de una diosa: Dementia, la responsable de que su hermana Deméter olvidara convertir el invierno en primavera. Ruth imaginó placas de hielo formándose sobre el cerebro de su madre, extrayendo la humedad. El doctor Huey había dicho que la prueba de resonancia magnética revelaba un encogimiento en ciertas partes del cerebro, causado, casi con seguridad, por la enfermedad de Alzheimer. También había dicho que era probable que la dolencia hubiera empezado «hacía años». Ruth se había quedado demasiado pasmada para interrogarlo, pero ahora se preguntaba qué habría querido decir exactamente. ¿Cuántos años? ¿Veinte? ¿Treinta? ¿Cuarenta? Tal vez por eso su madre había sido una mujer avinagrada cuando ella era una niña; quizá por eso hablaba de maldiciones y fantasmas y amenazaba con suicidarse. La demencia era la redención de su madre, y Dios las perdonaría a ambas por haberse herido mutuamente durante tantos años.

—¿Qué dice el doctor, Lootie? —La pregunta de LuLing sobresaltó a Ruth. Estaban delante del coche—. ¿Que yo muero pronto? —preguntó con picardía.

—No. —Ruth rio para que sus palabras sonaran más convincentes—. Por supuesto que no.

LuLing estudió la cara de su hija y declaró:

—No importa si yo muero. No da miedo. Tú sabes.

—El doctor Huey ha dicho que tu corazón está bien —añadió Ruth. Buscó la manera de traducir el diagnóstico en términos aceptables para su madre—. Pero cree que quizá tengas otro problema… un problema relacionado con el equilibrio de los elementos en tu cuerpo. Y eso podría causarte dificultades… con la memoria. —Ayudó a LuLing a sentarse en el asiento delantero y le abrochó el cinturón de seguridad.

LuLing resopló.

—¡Bah! ¡Nada malo con mi memoria! Recuerdo muchas cosas, más que tú. Dónde vivo en tiempos de niña, lugar que llamamos Corazón Inmortal y parece corazón, dos ríos, un arroyo, todos secos… —Continuó hablando mientras Ruth rodeaba el coche, subía y ponía el motor en marcha—. ¿Qué sabe él? Ese doctor ni siquiera usa telescopio para escuchar mi corazón. ¡Nadie escucha mi corazón! Tú no escuchas. GaoLing no escucha. Tú sabes que mi corazón duele siempre. Pero yo no quejo. ¿Alguna vez quejo?

—No…

—¡Ya ves!

—Pero el médico dice que a veces olvidas las cosas porque estás deprimida.

—¡Deprimida no hace olvidar! ¡Mira mi triste vida!

Ruth probó los frenos para cerciorarse de que funcionaban bien y maniobró para salir por las rampas curvas del aparcamiento. La voz monocorde de su madre zumbaba al ritmo del motor:

—Por supuesto deprimida. Cuando muere Tita Querida, toda felicidad sale de mi cuerpo…

Desde el momento en que le habían diagnosticado la enfermedad, tres meses antes, LuLing cenaba en casa de Art y Ruth prácticamente todas las noches. Esta noche Ruth miró a su madre, que masticaba despacio un trozo de salmón. De repente se atragantó.

—Demasiado salado —gimió, como si le hubiesen puesto salega como plato principal.

—Waipo —dijo Dory—, Ruth no le ha añadido sal. Yo la vi mientras cocinaba. No puso ni una pizca.

Fia le dio un puntapié a Dory. Hizo una cruz con los índices: la cruz simbólica que en las películas de Drácula mantiene a raya a los vampiros. Dory le devolvió el puntapié.

Ahora que Ruth no podía seguir achacando los problemas de su madre a las excentricidades de su personalidad, veía indicios de demencia por todas partes. Eran evidentes. ¿Cómo era posible que no los hubiese visto antes? La información sobre apartamentos de multipropiedad y «vacaciones gratuitas» que pedía por correo, persuadida por los folletos publicitarios que le dejaban en el buzón. Las acusaciones a tía Gal, que supuestamente le robaba dinero. La forma en que vivía obsesionada durante días por un conductor de autobús que la había reprendido por no pagar el billete. Y había nuevos problemas que quitaban el sueño a Ruth. Su madre a menudo olvidaba cerrar la puerta principal con llave. Ponía comida a descongelar sobre el mármol de la cocina y la dejaba allí hasta que se pudría. Abría el grifo del agua fría y no lo cerraba en varios días, esperando que el agua se calentara. De hecho, algunos de los cambios operados en su personalidad facilitaban la vida de Ruth. Para empezar, LuLing ya no decía nada cada vez que Art se servía una segunda copa de vino, como estaba haciendo esta noche. «¿Por qué bebe tanto?», solía preguntar antes. Para sus adentros, Ruth se preguntaba lo mismo. En una ocasión le había sugerido a Art que le convenía reducir su consumo de alcohol antes de que se convirtiera en un hábito.

«Deberías volver a los zumos de fruta».

Él había respondido con serenidad que Ruth empezaba a comportarse como su madre.

—Tomar un par de copas de vino en las comidas no es un problema. Es una elección personal.

—¿Papá? —preguntó ahora Fia—. ¿Podemos tener un gatito?

—Sí —convino Dory—. Alice tiene uno del Himalaya y es precioso. Queremos uno igual.

—Ya veremos —respondió Art.

Ruth miró fijamente su plato. ¿Se habría olvidado Art de que le había dicho que aún no estaba preparada para otro gato? Se sentiría desleal con Fu-Fu. Y cuando llegara el momento oportuno para comprar otro animal de compañía, una mascota de cuya alimentación y aseo se encargaría inevitablemente ella, preferiría que fuese de otra especie: un perrito.

—Una vez yo conduzco hasta Himalaya sola —presumió LuLing—. Himalaya muy alto, cerca de luna.

Art y las niñas cambiaron miradas de perplejidad. Cuando intervenía en la conversación, LuLing casi siempre decía incoherencias, comentarios que quedaban flotando en el aire como motas de polvo. Pero Ruth pensaba que las divagaciones de su madre tenían razones profundas. En este caso, era obvio que había hecho una asociación de palabras: gato del Himalaya, cordillera de Himalaya. Pero ¿por qué creía que había viajado hasta allí en coche? Ruth consideraba que tenía el deber de desentrañar esos misterios. Si lograba encontrar la causa, quizá pudiera ayudar a LuLing a despejar los senderos de su mente y evitar que se acumularan más residuos destructivos. Con diligencia, podría impedir que cayera desde un desfiladero del Himalaya. Entonces se le ocurrió una idea.

—La semana pasada mamá y yo vimos un documental muy interesante sobre el Tíbet —dijo—. Mostraron la carretera que conduce al…

Pero Doris la interrumpió para dirigirse a LuLing.

—Es imposible ir en coche hasta el Himalaya desde aquí.

LuLing puso cara de disgusto.

—¿Por qué tú dice eso?

Dory, que a semejanza de LuLing a menudo se dejaba llevar por sus impulsos, respondió con brusquedad:

—Sencillamente es imposible, está loca si piensa que…

—¡Bien, loca! —replicó LuLing—. ¿Por qué creer a mí? —Su ira fue en aumento, bullendo como el agua en un hervidor. Ruth podía ver las burbujas, el vapor. Finalmente la anciana soltó la gran amenaza—: ¡Quizá yo muero pronto! ¡Entonces todos contentos!

Fia y Dory se encogieron de hombros y se miraron con expresión cómplice: ay, la cantinela de siempre. Los estallidos de LuLing se estaban haciendo más frecuentes y violentos. Por suerte acababan pronto, y las niñas no parecían afectadas. En opinión de Ruth, tampoco se estaban sensibilizando ante el problema. Les había explicado varias veces que no debían contradecir a LuLing.

—Waipo dice cosas ilógicas porque está enferma. No podemos cambiar ese hecho. La que habla no es ella sino la enfermedad.

Pero a las niñas les costaba recordarlo, igual que a Ruth le costaba mantener la calma ante las amenazas de muerte de su madre. Por muy a menudo que las oyera, no dejaban de angustiarla. Y ahora la amenaza parecía más real que nunca: su madre se moría; primero el cerebro, luego el resto del cuerpo.

Las niñas recogieron los platos.

—Tengo deberes —anunció Fia—. Buenas noches, Waipo.

—Yo también —dijo Dory—. Adiós, Waipo.

LuLing agitó la mano desde el otro lado de la mesa. En una ocasión Ruth había pedido a las niñas que besaran a la anciana, pero ésta se había puesto tensa al recibir los besos.

Art se levantó.

—Tengo que repasar unos documentos para mañana. Será mejor que empiece. Buenas noches, LuLing.

Cuando la anciana fue al lavabo, Ruth entró en el salón para hablar con Art.

—Está empeorando.

—Lo he notado. —Art estaba ordenando unos papeles.

—Me da miedo dejarla sola durante nuestro viaje a Hawai.

—¿Y qué vas a hacer?

Ruth notó con desazón que Art no había hablado en plural: se había limitado a preguntar qué iba a hacer ella. Desde el día de la comida del Festival de la Luna Llena había empezado a observar indicios de que Art y ella no formaban una verdadera familia. Aunque intentaba sacarse esa idea de la cabeza, siempre volvía, confirmándole que no se trataba de una preocupación trivial. ¿Por qué sentía que no encajaba con nadie? ¿Acaso elegía inconscientemente amar a personas que guardaban las distancias? ¿Estaba destinada a ser infeliz, igual que su madre?

No podía culpar a Art. Él siempre había sido sincero. Desde el principio había dicho que no quería volver a casarse.

—No quiero que nuestra relación se base en presupuestos establecidos —le había dicho un día mientras estaban abrazados en la cama, poco después de que empezaran a vivir juntos—. Quiero que cada mañana nos miremos y nos digamos: «¿Quién es esta persona maravillosa que tengo la suerte de amar?».

En aquella época Ruth se sentía adorada como una diosa. Después de dos años de convivencia, Art se había ofrecido espontáneamente a cederle una parte de su piso. La había conmovido con ese gesto de generosidad y preocupación por la seguridad de Ruth. Él sabía cuánto le inquietaba el futuro. Entonces, ¿por qué no habían modificado aún la escritura? Bueno, eso era culpa de ella más que de él: en teoría, era Ruth quien debía fijar un porcentaje justo, llamar al abogado y poner el papeleo en marcha. Pero ¿cómo calcular el amor en una cifra? Se sentía tal como se había sentido cierta vez en la universidad, cuando un profesor de historia había pedido a los alumnos que se calificaran a sí mismos. Ruth se había puesto un notable y todos los demás un sobresaliente.

—Podrías contratar a alguien que pasara a ver a tu madre varias veces por semana —sugirió Art—. Una especie de ama de llaves.

—Es verdad.

—Y llamar a un servicio a domicilio de comidas preparadas. Ellos te llevarán la comida mientras estemos fuera.

—Buena idea.

—De hecho, ¿por qué no empiezas ya? Así tendrá tiempo de acostumbrarse a la comida. No es que me moleste que venga a cenar; Puede hacerlo siempre que quiera… Mira, de verdad tengo que trabajar. ¿La llevarás a casa pronto?

—Supongo.

—Cuando vuelvas comeremos helado de ron con pasas. —Era el sabor preferido de Ruth—. Hará que te sientas mejor.

LuLing se resistió a la idea de que alguien fuese a su casa para ayudarle con la limpieza. Ruth lo había previsto. Su madre detestaba gastar dinero en cosas que supuestamente podía hacer sola, desde teñirse el pelo hasta reparar el tejado.

—Es para un programa de formación de inmigrantes —mintió Ruth—, para que no vivan de la Seguridad Social. Así que no tendremos que pagar nada. Lo hacen gratis con el fin de añadir experiencia laboral en el currículo.

LuLing aceptó este razonamiento sin discutir. Ruth se sintió como una niña mala. La pillarían. O quizá no, y eso sería peor. Otro recordatorio de que la enfermedad había dañado la capacidad de su madre para enterarse de todo.

Pocos días después de que la empleada doméstica comenzara a trabajar, LuLing llamó a Ruth para quejarse:

—Ella piensa que viene a Estados Unidos y todo muy fácil. Quiere descanso y luego dice: señora, yo no mueve muebles, yo no limpia cristales, yo no plancha. Y yo pregunto: ¿cree que si no mueve dedo se hace millonaria? ¡No, Estados Unidos no así!

LuLing continuó dando buenos consejos a la asistenta hasta que ésta se despidió. Ruth comenzó a entrevistar a otras candidatas y decidió que, hasta que contratara a alguna, iría a casa de LuLing varias veces por semana para cerciorarse de que no dejara los quemadores de gas encendidos ni inundara el piso.

—Pasaba por aquí; he venido a entregarle un trabajo a un cliente —explicó en una ocasión.

—Ah, siempre cliente. Trabajo primero, madre después.

Ruth entró en la cocina, cargada con una bolsa de naranjas, papel higiénico y otros artículos de primera necesidad. Una vez allí, buscó señales de catástrofes o peligros. La última vez había descubierto que LuLing había tratado de freír huevos con cascara y todo. A continuación echó un vistazo a la mesa del comedor y recogió varios cupones de venta por correo que LuLing ya había rellenado.

—Los enviaré por ti, mamá —dijo.

Luego entró en el cuarto de baño para comprobar que los grifos estuvieran cerrados. ¿Dónde estaban las toallas? No había champú; sólo una fina lámina de jabón reseco. ¿Cuánto tiempo hacía que no se bañaba su madre? Miró en el cesto de la ropa sucia. No había nada. ¿Se ponía las mismas prendas todos los días?

La segunda asistenta duró menos de una semana. Los días que no visitaba a su madre, Ruth se sentía inquieta y distraída. Últimamente no dormía bien, y se había dañado una muela de tanto apretar los dientes por las noches. Demasiado cansada para cocinar, pedía pizzas varias noches por semana, traicionando su resolución de dar buen ejemplo a Dory con una dieta baja en grasas, y encima luego debía soportar que LuLing se quejara de que el salchichón de la pizza estaba demasiado salado. Desde hacía unos días tenía fuertes contracturas en los hombros que le impedían permanecer sentada ante el escritorio y trabajar con el ordenador. No le alcanzaban los dedos de las manos y los pies para recordar todas sus obligaciones. Cuando encontró a una filipina especializada en asistencia geriátrica, sintió que le quitaban un gran peso de la espalda.

—Me encantan los ancianos —aseguró la mujer—. Si una se toma el tiempo necesario para conocerlos, no dan problemas.

Pero ahora era de noche y Ruth estaba despierta en la cama, escuchando las sirenas que evitaban que los barcos se acercaran a los bajíos. El día anterior, al recoger a su madre para cenar, se había enterado de que la filipina se había despedido.

—¡Marchado! —anunció LuLing con gesto de satisfacción.

—¿Cuándo?

—¡Ella nunca trabaja!

—Pero ¿hasta cuándo estuvo aquí? ¿Hasta hace dos días? ¿Tres?

Tras un exhaustivo interrogatorio, Ruth llegó a la conclusión de que la asistenta sólo había trabajado un día en casa de su madre. Le resultaría imposible encontrar a otra persona antes de irse a Hawai. Le quedaban sólo dos días. Sus vacaciones al otro lado del océano se habían esfumado.

—Ve tú —le dijo a Art por la mañana. Ya habían pagado el viaje y no les devolverían el dinero.

—¿Dónde está la diversión si tú no me acompañas? ¿Qué haré?

—No trabajar. No levantarte temprano. No contestar el teléfono.

—No será lo mismo.

—Me echarás muchísimo de menos y después me contarás cuanto sufriste.

Finalmente, y para decepción de Ruth, Art aceptó la propuesta.

A la mañana siguiente se marchó a Hawai. Esa semana las niñas estaban en casa de Miriam, y aunque Ruth estaba acostumbrada a trabajar sola durante el día, se sintió vacía y ansiosa. En cuanto se sentó, Gideon llamó para comunicarle que el autor del libro sobre la espiritualidad en Internet la había despedido… El primer despido de su carrera. Aunque ella había terminado el texto antes de lo previsto, a él no le había gustado.

—Estoy tan cabreado como tú —dijo Gideon. Y Ruth sabía que debería sentirse furiosa, quizá incluso humillada, pero en rigor se sentía aliviada. Una cosa menos en que pensar—. Trataré de reducir al mínimo las complicaciones con el contrato y con Harper San Francisco —prosiguió Gideon—, pero puede que también necesite que justifiques por escrito el tiempo que has empleado y expliques por qué sus quejas son infundadas… ¿Hola? ¿Sigues ahí, Ruth?

—Lo siento. Estaba distraída…

—Cariño, hace días que quiero hablar de eso contigo. No pretendo insinuar que tienes la culpa de lo ocurrido, pero estoy preocupado porque últimamente no eres la misma. Pareces…

—Lo sé, lo sé. No iré a Hawai, de manera que tendré tiempo para ponerme al día con el trabajo.

—Me parece una buena idea. A propósito, es posible que hoy tengamos noticias del otro proyecto, pero francamente no creo que te lo den. Deberías haberles dicho que tenían que operarte urgentemente de apendicitis, o algo por el estilo.

Ruth había faltado a una entrevista porque su madre la había llamado, presa del pánico, convencida de que el sonido de su despertador era la alarma contra incendios.

A las cuatro, Agapi llamó para discutir las últimas correcciones de Cómo desagraviar al niño agraviado. Una hora después seguían hablando. Agapi quería empezar otro libro, que titularía La tensión del Pasado Perfecto o El yo incorporado. Ruth no dejaba de mirar al reloj. Debía recoger a su madre a las seis para llevarla a cenar al Fountain Court.

—La clave está en los hábitos, los reflejos neurológicos y el sistema límbico… —decía Agapi—. Desde que experimentamos la primera sensación de inseguridad en la cuna, tendemos a aferrar las cosas, a apretar y manotear. Incorporamos la reacción, pero olvidamos la causa, el pasado imperfecto… Ruth, querida, tengo la impresión de que tienes la cabeza en otra parte. ¿Quieres llamarme más tarde, cuando estés más descansada?

A las cinco y cuarto Ruth telefoneó a su madre para recordarle iría a buscarla. No hubo respuesta. Seguramente estaría en el cuarto de baño. Esperó cinco minutos y volvió a llamar. Nada. ¿Estaría estreñida? ¿Se habría quedado dormida? Mientras ordenaba el escritorio, pulsó la tecla «manos libres» del teléfono y luego la de rellamada. Después de quince minutos de timbrazos sin contestación, había contemplado todas las posibilidades, culminando inevitablemente en la peor. Llamas saltando desde una olla desatendida en el fogón, LuLing tratando de sofocarlas con aceite, su manga incendiada. En el trayecto hacia casa de su madre, Ruth se preparó para ver las llamas devorando el techo y a LuLing tendida en el suelo, hecha un ovillo y cubierta de hollín.

Tal como se temía, Ruth llegó y vio luces parpadeando en la planta alta, sombras bailando. Subió corriendo. La puerta principal estaba abierta.

—¿Mamá? ¡Mamá! ¿Dónde estás?

La televisión estaba encendida, emitiendo Amor sin límites a todo volumen. LuLing nunca había aprendido a usar el mando a distancia, a pesar de que Ruth había cubierto con cinta adhesiva todos los botones salvo el de encendido y los dos de cambio secuencial de canales. Cuando apagó el televisor, el repentino silenció la asustó.

Corrió hacia las habitaciones del fondo, donde abrió todos los armarios y miró por las ventanas.

—¿Dónde estás, mamá? —gimió—. Contéstame.

Bajó corriendo y llamó a la puerta de la inquilina.

—¿Por casualidad ha visto a mi madre? —preguntó fingiendo despreocupación.

Francine puso los ojos en blanco y asintió.

—Hace dos o tres horas salió de la casa corriendo como un bólido. Me llamó la atención porque iba en pijama y zapatillas, así que me dije: Caramba, parece totalmente ida… Mire, no es asunto mío, pero creo que debería llevarla al médico para que la medicaran. Lo digo con la mejor intención.

Ruth volvió arriba. Con dedos temblorosos marcó el número de un ex cliente que era capitán de la policía. Unos instantes después, un agente latinoamericano se presentó en la puerta. Iba armado y tenía gesto grave. Los temores de Ruth se dispararon. Salió al umbral.

—Padece la enfermedad de Alzheimer —dijo—. Tiene setenta y siete años pero se comporta como una niña.

—Descripción.

—Un metro cincuenta, cuarenta y dos kilos, cabello negro recogido en un moño y es probable que lleve un pijama rosa o lila y zapatillas… —Mientras la describía, Ruth veía a su madre: su expresión perpleja, su cuerpo inerte tendido en la calle. Le tembló la voz—. Dios, es tan pequeña e indefensa…

—¿Se parece a esa señora que está ahí?

Ruth giró la cabeza y vio a LuLing, completamente inmóvil en la entrada del camino particular. Llevaba un jersey sobre el pijama.

Ai-ya! ¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Ladrones?

Ruth corrió a su encuentro.

—¿Dónde estabas? —La examinó buscando señales de daños físicos.

El agente se acercó a las dos mujeres.

—Un final feliz —dijo y echó a andar hacia el coche patrulla.

—Quédate aquí —ordenó Ruth a su madre—. Vuelvo enseguida. —Cuando llegó junto al coche, el agente bajó la ventanilla—. Lamento las molestias —dijo—. Nunca había hecho nada semejante.

Entonces se le ocurrió que quizá sí lo hubiera hecho. Quizá lo hiciese todos los días, todas las noches. ¡Tal vez se paseara por el vecindario en ropa interior!

—No se preocupe —respondió el policía—. Mi suegra solía hacer lo mismo al atardecer. En cuanto el sol se ponía, ella desaparecía. Tuvimos que poner alarmas en todas las puertas. Fue un año difícil, pero después la ingresamos en una residencia. Mi mujer no podía seguir vigilándola día y noche.

¿Día y noche? ¿Y Ruth creía que estaba siendo diligente porque invitaba a su madre a cenar y pagaba a una asistenta?

—Bueno, gracias de todas maneras.

Cuando volvió junto a LuLing, ésta empezó a quejarse.

—¿Verdulería de la vuelta? Yo camino y camino, ¡desaparecida! Ahora hay banco. Tú no crees, ve a ver con tus ojos.

Ruth se quedó a dormir en su antigua habitación. Las sirenas de niebla se oían mejor en esa parte de la ciudad. Recordó que en su adolescencia las oía con atención. Tendida en la cama, contaba los pitidos haciéndolos coincidir con el número de años que le faltaban para marcharse. Cinco años, luego cuatro, luego tres. Ahora había vuelto.

Por la mañana, Ruth buscó cereales en los armarios de la cocina. Encontró una pila de servilletas de papel usadas. Abrió la nevera. Estaba atestada de bolsas de plástico con papillas negras o verdosas, tarrinas de alimentos a medio comer, peladuras de naranja, cortezas de melón, alimentos congelados que se habían descongelado hacía siglos. En el congelador había un cartón de huevos, un par de zapatos, el despertador y algo semejante a brotes de soja. Ruth se sintió desfallecer. ¿Todo eso había pasado en apenas una semana?

Marcó el número de Art en Kauai. No contestaba. Lo imagino tendido tranquilamente en la playa, ajeno a todos los problemas del mundo. Pero ¿cómo iba a estar en la playa? Allí eran las seis de la mañana. ¿Dónde estaba? ¿Bailando el hula-hula en la cama de otra mujer? Otro motivo de preocupación. Podía llamar a Wendy, pero ésta se limitaría a decirle que su madre hacía cosas mucho más locas.

¿Y Gideon? No; lo único que le preocupaba eran los clientes y los contratos. Ruth decidió llamar a tía Gal.

—¿Peor? ¿Cómo va a estar peor? —preguntó GaoLing—. Le di gingseng y me dijo que lo tomaba todos los días.

—El médico ha dicho que esas cosas no sirven…

—¡El médico! —gruñó GaoLing—. Yo no creo que tenga Alzheimer. Tu tío piensa lo mismo que yo, y eso que él es dentista. Todo el mundo envejece, todo el mundo olvida cosas. Cuando uno llega a cierta edad, tiene demasiadas cosas en la memoria. Dime una cosa: ¿por qué hace veinte o treinta años nadie padecía esa enfermedad? El problema es que ahora los hijos no tienen tiempo para ver a los padres. Tu madre se siente sola; eso es todo. No tiene con quién hablar en chino. Es natural que su mente se haya oxidado un poco. ¡Cuando uno deja de hablar, no aceita la maquinaria!

—Bueno, precisamente por eso necesito tu ayuda. ¿Podría pasar unos días en tu casa? Es que esta semana tengo mucho trabajo y no me quedará tiempo para…

—No necesitas pedírmelo. Yo me ofrezco. Iré a buscarla dentro de una hora. De todas maneras necesitaba hacer compras en el barrio.

Ruth habría llorado del alivio.

Cuando su madre se hubo ido con tía Gal, Ruth caminó hasta Land’s End, la playa situada a pocas manzanas de allí. Necesitaba oír las olas, ahogar en el rumor fuerte y constante del agua los furiosos latidos de su corazón.