4

La noche del Festival de la Luna Llena, el restaurante Fountain Court estaba a tope y la hilera de personas en la puerta parecía la cola de un dragón. Art y Ruth se abrieron paso entre el gentío.

—Permiso. Tenemos mesa reservada.

En el interior se oía el bullicio de un centenar de personas conversando animadamente. Los niños usaban los palillos para interpretar piezas de percusión en tazas de té y vasos de agua. El camarero que acompañó a Ruth y Art a la mesa tuvo que gritar para hacerse oír por encima del ruido de las fuentes que cambiaban de manos. Mientras lo seguía, Ruth percibió la mezcla de olores de docenas de manjares. Al menos la comida sería buena.

Había elegido Fountain Court porque era uno de los pocos restaurantes en que su madre no protestaba por la preparación de los platos, la actitud de los camareros o la higiene de los boles. En un principio Ruth había reservado dos mesas, contando a sus familiares y amigos, a las dos hijas de Art y a los padres de éste, que habían llegado desde Nueva Jersey para pasar unos días en la ciudad. Pero no había contado a la ex esposa de Art, Miriam, ni a su marido Stephen, ni a sus dos hijos, Andy y Beauregard. La semana anterior Miriam había llamado a Art para pedirle algo.

Cuando Ruth se enteró de lo que le había pedido, protestó:

—No hay sitio para cuatro personas más.

—Ya sabes cómo es Miriam —dijo Art—. No acepta negativas. Además, es la única posibilidad de que mis padres la vean antes de marcharse a Carmel.

—¿Y dónde se sentarán? ¿A otra mesa?

—Podemos añadir sillas —respondió Art—. Sólo es una cena.

Para Ruth, esta reunión en particular no era «sólo una cena». Era la celebración china de Acción de Gracias, la reunión en la que ella desempeñaría el papel de anfitriona por primera vez. La había organizado con celo, pensando en lo que debería significar la familia; y no sólo los parientes consanguíneos, sino también aquellos que estaban unidos por el pasado y que permanecerían juntos a lo largo de los años, personas que estaba agradecida de tener en su vida. Quería dar las gracias a todos los participantes por contribuir a su sentimiento de familia. Miriam sería un recordatorio de que el pasado no era siempre bueno y de que el futuro era incierto. Pero Art interpretaría esta explicación como una mezquindad, y Fia y Dory pensarían que era una arpía.

Sin más objeciones, Ruth ultimó los preparativos tomando en consideración los cambios de última hora. Llamó al restaurante para que reservaran más sitio. Reconsideró la disposición de los comensales. Encargó más platos para dos adultos y dos niños a quienes seguramente no les gustaría demasiado la comida china. Sospechaba que los remilgos de Fia y Dory ante la comida desconocida procedían de su madre.

Los padres de Art fueron los primeros en llegar.

—Marty, Arlene —saludó Ruth. Cambiaron corteses besos en la mejilla.

Arlene abrazó a su hijo; Marty le asestó un falso puñetazo en el hombro y otro en la mandíbula.

—Me has noqueado —dijo Art, cumpliendo con el tradicional rito padre e hijo.

Con sus elegantes atuendos, los Kamen destacaban entre la multitud de parroquianos informalmente vestidos. Ruth llevaba una blusa indonesia pintada al batik y una falda de tela rugosa. Pensó que Miriam vestía como los Kamen, con ropa de marca que debía limpiarse y plancharse en la tintorería. Miriam adoraba a los padres de Art, y estos la adoraban a ella, mientras que Ruth, según sospechaba, no terminaba de caerles bien. Aunque había conocido a Art poco antes de que el divorcio fuese oficial, era probable que Marty y Arlene la vieran como la tercera en discordia, la razón por la cual Miriam y Art no se habían reconciliado. Sospechaba que los Kamen esperaban que ella fuese únicamente un interludio en la vida de Art. Nunca sabían cómo presentarla. «Ésta es la… eh…, Ruth», decían. Eran muy amables con ella. Le habían hecho bonitos regalos de cumpleaños —un pañuelo de seda, un frasco de Chanel nº. 5, una bandeja de té lacada—, pero ninguno que pudiese compartir con Art o legar a las niñas… o a futuros hijos, pues no había posibilidades de que Ruth les diera otros nietos. Miriam, por el contrario, siempre sería la madre de las nietas de los Kamen, la guardiana de reliquias que con el tiempo pifiarían a manos de Fia y Dory. Marty y Arlene ya le habían entregado los cubiertos de plata y la vajilla de porcelana de la familia, además de la mezuzah[2] atesorada por cinco generaciones de Kamen, desde la época en que vivían en Ucrania.

—¡Miriam! ¡Stephen! —exclamó Ruth con forzado entusiasmo. Se estrecharon las manos y Miriam le dio un breve abrazo mientras saludaba con la mano a Art, sentado al otro lado de la mesa—. Me alegro de que hayáis podido venir —añadió, incómoda, y luego se dirigió a los niños—. Andy, Beauregard, ¿cómo estáis?

El más pequeño, que tenía cuatro años, respondió:

—Ahora me llamo Boomer.

—Has sido muy amable al permitir que nos sumáramos al grupo —dijo Miriam a Ruth—. Espero no haberte causado problemas.

—En absoluto.

Miriam abrazó efusivamente a Marty y Arlene. Llevaba un traje en tonos granate y verde oliva, con un enorme cuello plisado. Su cabello cobrizo estaba cortado al estilo paje. Ruth recordó por qué se le llamaba así, pues Miriam parecía un paje de un cuadro renacentista.

El primo de Ruth, Billy —a quien ahora llamaban Bill— apareció acompañado de su segunda mujer, Dawn, y los hijos de ambos, cuatro niños de edades comprendidas entre los nueve y los diecisiete años. Ruth y Billy se fundieron en un largo abrazo. Él le dio varias palmadas en la espalda, como suelen hacer los hombres con sus amigos. Cuando Ruth era pequeña, Billy era un pequeñajo malcriado y bravucón, pero ahora esas cualidades se habían convertido en dotes de mando. Dirigía una empresa de biotecnología y había ido engordando a medida que prosperaba.

—Dios, cuánto me alegro de verte —dijo, y de inmediato Ruth se sintió mejor.

Sally, tan sociable como de costumbre, hizo una entrada apoteósica, gritando nombres y riendo mientras su marido y sus dos hijos la seguían. Era ingeniera aeronáutica y viajaba por todo el mundo como perito legal, siempre en representación del demandante. Inspeccionaba los antecedentes y el lugar de los accidentes aéreos, en la mayoría de los casos de pequeñas aeronaves. Charlatana por naturaleza, era también una mujer dinámica y extrovertida que no se dejaba intimidar por nadie ni se amilanaba ante nuevas aventuras. Su marido, George, era violinista en la orquesta sinfónica de San Francisco, y siempre estaba dispuesto a complacer a su mujer diciendo lo que ella quería. «George, cuéntales lo del perro que subió al escenario en Stern Grove, hizo pis en el micrófono y produjo un cortocircuito que os dejó sin equipo de sonido». Y George repetía a pies juntillas lo que acababa de decir su esposa.

Ruth alzó la vista y vio a Wendy y Joe buscándola entre el gentío. Detrás de ellos estaba Gideon, impecablemente vestido y acicalado, como de costumbre, y con un caro ramo de flores tropicales en la mano. Cuando Wendy se volvió y lo vio, sonrió con falsa alegría, y él fingió el mismo entusiasmo. En una ocasión, Wendy había dicho que Gideon era «un cabrón esnob con el cuello contracturado de tanto mirar por encima de los hombros de los demás, buscando a alguien más importante con quien hablar». Gideon, por su parte, había dicho que Wendy era «una grosera que carece de la sutileza necesaria para saber que no es de buena educación contar escabrosos detalles de sus trastornos menstruales en la mesa». Ruth había contemplado la posibilidad de invitar sólo a uno de ellos, pero en un estúpido momento de determinación había decidido que tendrían que resolver sus diferencias, aunque ver cómo lo hacían le causara una indigestión.

Al ver a Ruth, Wendy agitó las dos manos; luego ella y Joe se abrieron paso por el comedor. Gideon los siguió a una distancia prudencial.

—¡Hemos encontrado aparcamiento justo enfrente! —se jactó Wendy. Levantó su amuleto de la suerte, un ángel de plástico con un parquímetro en la cara—. ¡Te lo dije! ¡Es infalible!

Le había regalado uno a Ruth, que a pesar de llevarlo en el salpicadero siempre recibía multas de tráfico.

—Hola, cariño, estás radiante —dijo Gideon con la delicadeza de costumbre—. ¿O es el brillo del sudor producido por los nervios?

Ruth, que le había contado por teléfono que Miriam se proponía aguarle la fiesta, lo besó en las mejillas y le dijo en susurros dónde estaba sentada la ex de Art. Él se había ofrecido para hacer de espía e informarle de cualquier atrocidad que dijese.

Art se acercó a Ruth.

—¿Qué tal va todo?

—¿Dónde están Fia y Dory?

—Han ido a Green Apple Annex a mirar un disco compacto.

—¿Las has dejado ir solas?

—Está a un paso de aquí, y han dicho que volverían dentro de diez minutos.

—¿Ah sí? ¿Y por qué no han vuelto aún?

—Puede que las hayan secuestrado.

—No tiene gracia.

Su madre solía decir que el solo hecho de pronunciar palabras semejantes traía mala suerte. Casualmente en ese momento entró LuLing; su menuda silueta contrastaba con el robusto cuerpo de GaoLing. Unos segundos después apareció el tío Edmund. Ruth se preguntaba a menudo si su padre habría acabado teniendo el mismo aspecto que él: alto, encorvado, con una espesa melena blanca y unas extremidades largas que movía con un suave balanceo. Tío Edmund tenía un don para contar chistes malos, consolar a los niños asustados y dar consejos bursátiles. LuLing decía que los hermanos no tenían nada en común, y que el padre de Ruth había sido mucho más apuesto, inteligente y honrado. Su único defecto había sido ser demasiado confiado y a veces, cuando se concentraba en algo, un poco despistado, igual que Ruth. Cuando Ruth no prestaba atención a su madre, ésta le recordaba las circunstancias de la muerte de su padre a modo de advertencia:

—«Tu padre ve luz verde y confía en que el coche para. Pero ¡pum! Lo atropella y arrastra una manzana, dos manzanas, nunca para».

Decía que había muerto a causa de una maldición, la misma que había provocado la fractura del brazo de Ruth. Y puesto que el tema de la maldición casi siempre salía a relucir cuando LuLing estaba enfadada con Ruth, ésta solía pensar que la maldición y la muerte de su padre estaban relacionadas con ella. Tenía frecuentes pesadillas en las que mutilaba a personas, atropellándolas con un automóvil sin frenos. Por eso siempre comprobaba el estado de los frenos varias veces antes de usar el coche.

A pesar de la distancia, Ruth notó que LuLing le sonreía con maternal adoración. Sintió un vuelco en el corazón; ver a su madre en ese día tan especial la alegraba y entristecía al mismo tiempo. ¿Por qué la relación entre ambas no era siempre así? ¿Cuántas veces volverían a verse en una reunión como aquélla?

—Feliz Luna Llena —dijo Ruth cuando su madre llegó a la mesa. Le hizo una seña para que se sentara a su lado.

Tía Gal ocupó la otra silla contigua a Ruth, y entonces el resto de la familia se sentó. Ruth observó que Art estaba con Miriam en la otra mesa, que rápidamente se estaba convirtiendo en la sección americana.

—Eh, ¿nos habéis puesto en el gueto blanco? —preguntó Miriam, que estaba sentada de espaldas a Ruth.

Cuando por fin aparecieron Fia y Dory, Ruth pensó que no podía reprenderlas delante de su madre y de Arlene y Marty. Agitaron la mano a modo de saludo colectivo.

—Hola todo el mundo —dijeron—. Hola, Bubby y Poppy. —Y abrazaron a sus abuelos. Jamás abrazaban voluntariamente a LuLing.

La comida comenzó con una variedad de aperitivos servidos en la bandeja giratoria que LuLing llamaba el «tiovivo». Los adultos recibieron los platos con exclamaciones de asombro, y los niños gritaron «¡qué hambre!». Los camareros sirvieron los platos que Ruth había encargado por teléfono: pez fénix glaseado; pollo vegetariano hecho con láminas de tofu, y medusa, el plato favorito de su madre, sazonado con aceite de sésamo y cebolletas picadas.

—¿Eso es un animal, un vegetal o un mineral? —preguntó Miriam.

—Sírvete, mamá —dijo Ruth levantando la fuente con medusas—. Empieza tú, que eres la mayor.

—¡No! ¡No! —respondió LuLing automáticamente—. Tú primero.

Ruth hizo caso omiso de esa negativa protocolaria y sirvió un pequeño montículo de tiras de medusa, semejantes a tallarines. LuLing empezó a comer en el acto.

—¿Qué es eso? —oyó preguntar Ruth a Boomer en la otra mesa. El niño miró con gesto ceñudo la temblorosa montaña de medusas que pasaba ante él en la bandeja giratoria.

—¡Gusanos! —bromeó Dory—. ¡Pruébalos!

—¡Puaaaj! ¡Qué asco! —gritó Boomer mientras Dory reía a carcajadas.

Cuando Art le pasó la fuente de medusas, Ruth sintió un nudo en el estómago.

Llegaron más platos, cada uno más extraño que el anterior a juzgar por las caras de los que no eran chinos. Tofu con verduras picantes; cohombros de mar, el plato favorito de tía Gal, y unas tortas de arroz que Ruth había pensado que gustarían a los niños. Se había equivocado.

A mitad de la comida, Nicky, el hijo de seis años de Sally, hizo girar el tiovivo, quizá pensando que volaría como un disco de playa, y el pico de una tetera volcó una copa de agua. LuLing gritó y se levantó de un salto. Su falda chorreaba agua.

Ai-ya! ¿Por qué tú haces eso?

Nicky se cruzó de brazos y sus ojos se humedecieron.

—Tranquilo, cariño —dijo Sally—. Di que lo lamentas y la próxima vez haz girar la bandeja más despacio.

—Ella ha sido mala conmigo. —El niño hizo un mohín dirigido a LuLing, que se secaba la falda con una servilleta.

—Cariño, la tía abuela se asustó, eso es todo. El problema es que eres muy fuerte… igual que un jugador de béisbol.

Ruth esperaba que su madre no continuara riñendo a Nicky. Recordó que en el pasado solía enumerar todas las veces que ella había derramado la leche o la comida, preguntando en voz alta a unas fuerzas desconocidas por qué su hija no aprendía a comportarse. Ruth miró a Nicky y se preguntó qué clase de madre habría sido si hubiese tenido hijos. Quizá reaccionaría como su madre, incapaz de contener el impulso de reñir al niño hasta que éste se mostrara derrotado y arrepentido.

Pidieron más bebidas. Ruth notó que Art iba por la segunda copa de vino. Parecía estar manteniendo una animada conversación con Miriam. Otra ronda de platos llegó justo a tiempo para disipar la tensión. Berenjenas salteadas con hojas de albahaca, bacalao negro cubierto de ajos fritos, una versión china de polenta con salsa de carne picante, gordos champiñones negros y una fuente de cerámica con albóndigas y fideos de arroz. Según LuLing, hasta los «extranjeros» estaban disfrutando con la comida. Tía Gal se inclinó hacia Ruth y dijo:

—La semana pasada, tu madre y yo comimos de maravilla en el Sun Hong Kong. Pero después estuvimos a punto de ir a la cárcel.

Tía Gal acostumbraba soltar comentarios intrigantes y esperar que el oyente de turno mordiera el anzuelo.

Ruth le dio el gusto.

—¿A la cárcel?

—¡Sí! Tu madre se peleó con el camarero; insistía en que ya había pagado la cuenta. —Cabeceó—. El camarero tenía razón: aún no habíamos pagado. —Acarició la mano de Ruth—. ¡No te preocupes! Yo aproveché un momento de distracción de tu madre y pagué. Ya ves, aquí estamos, no nos metieron presas.

GaoLing comió unos bocados más, se relamió, volvió a inclinarse hacia Ruth y murmuró:

—Le he dado una bolsa grande de raíz de ginseng. Es muy bueno para curar la confusión. —Asintió con la cabeza y Ruth la imitó—. A veces tu madre me llama desde la estación para avisarme que ha llegado, ¡y yo ni siquiera estaba enterada de que pensaba visitarme! No pasa nada, ella siempre es bienvenida en mi casa, pero ¿a las seis de la mañana? ¡Yo nunca he sido muy madrugadora! —Rio y Ruth, con la mente hecha un torbellino, respondió con una risita vacía.

¿Qué le pasaba a su madre? ¿Era posible que la depresión causara semejante estado de confusión? La semana siguiente, cuando volvieran a la consulta del doctor Huey, le plantearía esa pregunta. Tal vez si él le prescribiera antidepresivos a LuLing, ésta obedecería y los tomaría. Ruth sabía que debía visitar a su madre con mayor frecuencia. LuLing se quejaba continuamente de su soledad, y era obvio que con sus inoportunas visitas a GaoLing trataba de llenar un vacío.

Durante el paréntesis de calma que precedió a los postres, Ruth se levantó y pronunció un pequeño discurso:

—Conforme pasan los años, cada vez soy más consciente del valor de la familia. Nos recuerda qué es importante. La conexión con el pasado. Los mismos chistes sobre cómo envejecemos a pesar de ser Young[3]. Las tradiciones. La imposibilidad de librarnos unos de otros, por mucho que lo intentemos. Siempre hemos estado y estaremos unidos por los pegajosos lazos de la sémola de arroz y la tapioca. Gracias a todos por estar aquí. —Omitió los homenajes individuales, pues no tenía nada que decir de Miriam y su grupo.

Acto seguido, Ruth repartió entre los niños cajas envueltas en papel de regalo que contenían galletas con forma de luna y conejos de chocolate.

—¡Gracias! —exclamaron—. ¡Qué bonito!

Ruth se tranquilizó por fin. Parecía que había sido una buena idea organizar la comida. Pese a los momentos de tensión, las reuniones eran importantes, un rito que contribuía a preservar lo que quedaba de la familia. No quería distanciarse de sus primos, pero temía que el fin de la generación de los ancianos significara también la ruptura de los vínculos familiares. Debían hacer un esfuerzo para que eso no ocurriese.

—Más regalos —anunció Ruth y empezó a distribuir paquetes.

Había encontrado una bonita foto de LuLing y tía Gal adolescentes, posando a ambos lados de su madre. Había encargado un negativo del original y varias copias de 20 por 24 centímetros que luego había mandado enmarcar. Quería que fuese un significativo tributo a su familia, un regalo perdurable. En efecto, quienes lo recibieron reaccionaron con exclamaciones de admiración.

—Es increíble —dijo Billy—. Eh, niños, adivinad quiénes son estas dos jovencitas guapas.

—Mira qué jóvenes estábamos —observó tía Gal con un suspiro nostálgico.

—Eh, tía Lu, en esta foto pareces colocada —bromeó Sally.

—Eso porque mamá acaba de morir —respondió LuLing.

Ruth supuso que su madre había entendido mal a Sally. La palabra «colocada» no figuraba en el vocabulario de LuLing. La madre de GaoLing y de LuLing había muerto en 1972. Ruth señaló la foto.

—¿Ves? Tu madre está aquí. Y ésta eres tú.

LuLing negó con la cabeza.

—Ésa no es mi madre verdadera.

Ruth se hizo un lío tratando de descifrar lo que quería decir su madre. Tía Gal le dirigió una mirada extraña y apretó los dientes, como si se esforzase por no hablar. Los demás tenían cara de preocupación.

—Ésta es Waipo, ¿no? —preguntó Ruth a tía Gal, intentando parecer tranquila. Cuando GaoLing asintió, Ruth dijo alegremente a su madre—: Bueno, si ésta es la madre de tu hermana, también tiene que ser la tuya.

—GaoLing no es hermana mía —gruñó LuLing. Ruth sintió los latidos de la sangre en la cabeza. Billy carraspeó, con la obvia intención de cambiar de tema. Pero la anciana prosiguió—: ¡Ella mi cuñada!

Todos rieron a carcajadas. ¡LuLing había hecho un chiste! En efecto, puesto que estaban casadas con dos hermanos, eran cuñadas. ¡Qué alivio para Ruth! Su madre no sólo conservaba la coherencia, sino que también era inteligente.

Tía Gal se volvió hacia LuLing y protestó con fingido disgusto:

—Eh, ¿por qué me tratas tan mal?

LuLing buscaba algo en su cartera. Sacó una fotografía pequeña y se la entregó a Ruth.

—Aquí tienes —dijo en chino—. Ésta es mi madre.

Un escalofrío recorrió el cuero cabelludo de Ruth. En la foto aparecía la niñera de su madre, Bao Bomu, Tita Querida.

Vestía una chaqueta con cuello de tirilla y un extraño tocado que parecía de marfil. Su belleza era etérea. Tenía grandes ojos rasgados y una mirada directa y audaz. Sus curvas cejas reflejaban una mente inquisitiva y sus labios carnosos, una sensualidad indecente para la época. Era obvio que la fotografía era anterior al accidente en que se había quemado y desfigurado la cara, y tras el cual había quedado con una constante expresión de horror. Ruth observó la foto con detenimiento y el gesto de la mujer se le antojó aún más turbador, como si fuese capaz de ver su futuro y supiese que estaba maldito. Ésa era la loca que había cuidado de su madre desde que ésta había nacido, la que la había llenado de temores y supersticiones. Según le había contado LuLing, cuando ella tenía catorce años su niñera se había suicidado de una forma truculenta, «demasiado mala para decir». Con independencia de los medios que usase para conseguirlo, había hecho creer a LuLing que la culpa era suya. Tita Querida era la razón por la cual estaba convencida de que nunca podría ser feliz, de que siempre debía esperar lo peor y sufrir hasta que ocurriera.

Con delicadeza, Ruth hizo lo posible para que su madre volviera a razonar con coherencia.

—Esa era tu niñera —dijo con tono persuasivo—. Supongo que quieres decir que era como una madre para ti.

—No, ésta mi madre de verdad —insistió LuLing—. Esta la madre de GaoLing —añadió levantando la fotografía enmarcada.

En medio de su aturdimiento, Ruth oyó que Sally le preguntaba a Billy qué tal le había ido el mes pasado en Argentina, adonde había ido a esquiar. El tío Edmund incitaba a su nieto a probar un champiñón negro, y Ruth no hacía más que preguntarse ¿qué pasa?, ¿qué pasa?

Sintió que su madre le tocaba el brazo.

—Yo también tengo regalo para ti. Me adelanto a cumpleaños. —Metió la mano en el bolso y sacó una caja blanca atada con un lazo.

—¿Qué es?

—Abre, no preguntes.

La caja era ligera. Ruth le quitó la cinta, abrió la tapa y vio un resplandor gris. Era un collar de irregulares perlas negras, todas del tamaño de una bola de chicle. ¿Era una prueba? ¿O acaso su madre había olvidado que ella misma le había hecho ese regalo unos años antes? LuLing sonrió con expresión cómplice… ¡Oh, sí, mi hija no puede creer su suerte!

—Mejores cosas lleva ahora —prosiguió LuLing—. No necesitas esperar que yo muerta. —Se volvió antes de que Ruth pudiera rechazar o agradecerle el regalo—. Además, esto no vale mucho.

Se daba golpecitos en el moño, tratando de volver a meter el orgullo en su cabeza. Era un ademán que Ruth había visto muchas veces. «Si alguien demuestra que su regalo es muy grande, el regalo no es grande de verdad», solía decir LuLing. La mayor parte de sus consejos sugerían que era inapropiado demostrar los verdaderos sentimientos: esperanza, decepción y, muy especialmente, amor. Cuanto menos demostraba uno, más profundo era el sentimiento.

—Este collar estado en mi familia mucho tiempo —le oyó decir Ruth.

Miró las perlas y recordó la primera vez que las había visto en una tienda de Kauai.

«Perlas negras de Tahití», decía la etiqueta; una baratija de vidrio que costaba veinte dólares y estaba destinada a usarse sobre la piel sudorosa en un radiante día tropical. Ruth había ido a la isla con Art en la etapa de enamoramiento inicial. A su regreso a Estados Unidos se dio cuenta de que había olvidado el cumpleaños de su madre; ni siquiera había pensado en telefonearla mientras bebía mai-tais en la playa. Entonces había metido en una caja la baratija —que ya había usado dos veces—, con la esperanza de que al regalar a su madre algo que había cruzado el océano la mujer creyera que había estado pensando en ella. Su error había sido ser sincera e insistir en que el collar «no era gran cosa», porque LuLing interpretó esas palabras de modestia como indicio de que se trataba de un regalo fino y caro, una prueba del amor de su hija. Lo usaba para ir a todas partes, y Ruth sentía una punzada de culpa cada vez que la oía presumir ante sus amigas: «Mira qué me compra mi hija Lootie».

—¡Ay, qué bonito! —murmuró GaoLing mirando el collar que Ruth tenía en las manos—. Déjame ver. —Y antes de que Ruth se diese cuenta, GaoLing le arrebató la caja. Apretó los labios—. Mmm —dijo examinando las perlas.

¿Lo había visto antes? ¿Cuántas veces lo habría usado LuLing para ir a visitarla? ¿Cuántas veces habría alardeado de su valor? ¿Acaso GaoLing siempre había sabido que el collar era falso, y que Ruth, la buena hija, era una impostora?

—Déjame ver —dijo Sally.

—Cuidado —advirtió LuLing cuando el hijo de Sally alargó la mano para tocar las perlas—. No toca. Cuesta demasiado.

Muy pronto el collar circuló también por la otra mesa. La madre de Art lo miró con expresión particularmente crítica, sopesándolo.

—Muy bonito —le dijo a LuLing con más énfasis del necesario.

Miriam se limitó a señalar:

—Las perlas son muy grandes.

Art le echó una ojeada y carraspeó.

—Eh, ¿qué pasa?

Ruth se volvió y vio que su madre la miraba con fijeza.

—Nada —murmuró—. Sólo estoy un poco cansada.

—¡Tonterías! —exclamó su madre en chino—. Veo que escondes algo y no lo dejas salir.

—¡Cuidado! ¡Están usando el lenguaje de los espías! —dijo Dory desde la otra mesa.

—Algo va mal —insistió LuLing.

A Ruth le sorprendió la perspicacia de su madre. Quizá, a pesar de todo, no le ocurriese nada malo.

—Es la ex mujer de Art —murmuró por fin Ruth en un chino con fuerte acento inglés—. Ojalá Art no la hubiese dejado venir.

—¡Ah! ¿Lo ves? ¡Yo tenía razón! Sabía que algo iba mal. Las madres lo sabemos todo. —Ruth se mordió el interior de la mejilla—. Vamos, vamos, no te preocupes —la tranquilizó—. Mañana habla con Artie y convéncelo de que te compre un regalo. Tendrá que gastar mucho dinero para demostrar que te valora. Debería comprarte algo como esto. —Tocó el collar, que había regresado ya a las manos de Ruth.

Ruth sintió el escozor de las lágrimas en sus ojos.

—¿Gusta? —preguntó LuLing con orgullo en inglés, para que la entendieran los demás—. Esto verdadero, ¿saben?

Ruth levantó el collar y observó cómo brillaban las oscuras perlas de un regalo surgido del fondo del mar.