Ruth observó que en la sala de espera del hospital todos los pacientes eran asiáticos, con la única excepción de un hombre pálido y calvo. Leyó la lista de médicos en un tablero: Fong, Wong, Wang, Tang, Chin, Pon, Kwak, Koo. La recepcionista parecía china, igual que las enfermeras.
En los sesenta, pensó Ruth, la gente despotricaba contra los servicios asistenciales destinados a razas concretas, aduciendo que propiciaban la creación de guetos. Ahora algunos los reivindicaban como un signo de sensibilidad cultural. Claro que la tercera parte de la población de San Francisco era de origen asiático, de manera que un consultorio médico exclusivo para chinos podía ser también una buena estrategia comercial. El calvo miraba alrededor como preguntándose por dónde escapar. ¿Tendría un apellido parecido a Young, erróneamente identificado como chino por un ordenador ciego a las razas? ¿También él recibiría llamadas de televendedores empeñados en enrolarlo en planes de descuento para conferencias a Hong Kong y Taiwán? Ruth sabía lo que significaba sentirse una intrusa, porque lo había experimentado a menudo de niña. Cada una de las ocho veces que se había mudado de casa había tenido la sensación de que no encajaba en el nuevo lugar.
—¿Fia empieza sexto? —preguntó LuLing.
—Ésa es Dory —respondió Ruth. Dory había repetido curso a causa de un trastorno de déficit de atención. Ahora recibía clases especiales.
—¿Cómo puede ser Dory?
—Fia es mayor, va a décimo. Dory tiene trece años. Pasará a séptimo.
—¡Ya sé quién quien! —gruñó LuLing. Contó, doblando los dedos mientras enumeraba—: Dory, Fia, mayor de todos Fu-Fu, diecisiete. —Ruth solía bromear diciendo que Fu-Fu, su gata, nacida con un pésimo carácter, era la nieta que LuLing nunca había tenido—. ¿Cómo está Fu-Fu? —preguntó.
¿No le había dicho a su madre que Fu-Fu había muerto? Claro que sí. Si no se lo había contado ella, seguramente lo había hecho Art. Todo el mundo sabía que Ruth había estado deprimida durante semanas a raíz de la muerte de su mascota.
—Fu-Fu ha muerto —le recordó a su madre.
—¡Ai-ya! —LuLing frunció la cara en una mueca de angustia—. ¡Cómo puede ser! ¿Qué pasado?
—Te lo conté…
—¡No, nunca!
—Ah… Bueno, hace unos meses saltó la valla y un perro la persiguió. No logró volver a saltar a tiempo.
—¿Por qué tú tienes perro?
—Fue el perro de un vecino.
—Entonces ¿por qué dejas que perro del vecino entra en tu jardín? ¡Ai-ya, muerte sin razón!
Hablaba a gritos. Todos los presentes, incluido el calvo, alzaron la vista de sus labores de punto o de sus libros. Ruth se entristeció. Esa gata había sido como una hija. La había tenido en brazos el mismo día de su nacimiento, cuando era una pequeña bola de pelo alborotado, tras encontrarla en el garaje de Wendy. También la sostenía en brazos cuando el veterinario le puso una inyección letal para acabar con su sufrimiento. Le bastaba con recordarlo para deprimirse, y no quería echarse a llorar en una sala de espera llena de extraños.
Por suerte, en ese momento la recepcionista dijo:
—¡LuLing Young!
Mientras Ruth ayudaba a su madre a recoger el abrigo y el bolso vio que el calvo se ponía en pie de un salto y caminaba a paso vivo hacia una anciana china.
—¿Cómo ha ido la revisión, mamá? —le oyó decir—. ¿Está lista para volver a casa?
La mujer le entregó una receta con brusquedad. Ruth supuso que era su yerno. ¿Se prestaría Art a acompañar a LuLing al médico? Lo dudaba. ¿Y en una emergencia, como un ataque cardíaco o una apoplejía?
La enfermera habló con LuLing en cantonés y ésta respondió en mandarín. Finalmente se decidieron por un inglés con fuerte acento chino. LuLing se sometió en silencio a los preliminares. Suba a la báscula: cuarenta y dos kilos y medio. Tensión arterial: diez de máxima, siete de mínima. Remánguese la camisa y cierre la mano. LuLing no rechistó. Le había enseñado a Ruth a hacer lo mismo: mirar directamente la aguja y no protestar. En la sala de revisiones, Ruth se giró de espaldas mientras su madre se quitaba la combinación de algodón y se quedaba en bragas; unas bragas floreadas, altas hasta la cintura.
LuLing se puso una bata de papel, se sentó en la camilla y balanceó las piernas. Tenía un aspecto frágil e infantil. Ruth se sentó en una silla. Cuando llegó el médico, ambas irguieron la espalda. LuLing siempre había sentido un gran respeto por los médicos.
—¡Señora Young! —la saludó el médico con alegría—. Soy el doctor Huey. —Miró a Ruth.
—Soy su hija. He llamado hace un rato.
Él asintió con expresión cómplice. El doctor Huey era un hombre apuesto, más joven que Ruth. Empezó a interrogar a LuLing en cantonés, y ella fingió entenderle, hasta que Ruth explicó:
—Habla mandarín, no cantonés.
El médico miró a la anciana.
—¿Guoyu?
LuLing asintió y el doctor Huey se encogió de hombros, como disculpándose.
—Mi mandarían es pésimo. ¿Qué tal su inglés?
—Bueno. Ningún problema.
Al final de la revisión, el doctor Huey sonrió y anunció:
—Bueno, es usted una mujer muy fuerte. Su corazón y sus pulmones están estupendamente. La presión arterial es excelente, sobre todo para alguien de su edad. Veamos, ¿en qué año nació? —Echó un vistazo al historial y alzó la vista para fijarla en LuLing—. ¿Puede decírmelo?
—¿Año? —LuLing miró hacia arriba, como si la respuesta estuviese en el techo—. No es fácil.
—Quiero la verdad —bromeó el médico—. No lo que le cuenta a sus amigas.
—Verdad es 1916 —respondió LuLing.
Ruth interrumpió:
—En realidad fue en… —Iba a decir 1921, pero el médico la hizo callar con un ademán.
Volvió a mirar el historial y preguntó a LuLing:
—O sea que ahora tiene… ¿cuántos años?
—¡Ochenta y dos este mes! —respondió ella.
Ruth se mordió el labio y miró al médico.
—Ochenta y dos. —Lo apuntó en un papel—. Y dígame, ¿nació en China? ¿Sí? ¿En qué ciudad?
—Ah, eso tampoco fácil de decir —comenzó LuLing con timidez—. No es ciudad de verdad, más bien pequeño lugar que nosotros llamamos con muchos nombres diferentes. Cuarenta y seis kilómetros del puente de Pekín.
—Ah, Beijing —dijo el médico—. Hace un par de años viajé allí. Mi esposa y yo visitamos la Ciudad Prohibida.
LuLing se entusiasmó.
—En esos días muchas cosas prohibidas, nadie podía ver. Ahora todo el mundo paga dinero y ve cosas prohibidas. Dicen esto prohibido, aquello prohibido, y cobran más.
Ruth estaba a punto de estallar. El médico debía de pensar que su madre desvariaba. Hacía tiempo que estaba preocupada por ella, pero tenía la esperanza de que su preocupación no fuese fundada. De hecho, se suponía que la inquietud evitaba los problemas. Siempre había sido así.
—¿También fue a la escuela allí? —preguntó el doctor Huey.
LuLing asintió con la cabeza.
—Mi niñera también enseña muchas cosas. Pintar, leer, escribir…
—Estupendo. Me preguntaba si sería capaz de hacer unas cuentas. Quiero que cuente desde cien en orden descendente, sustrayendo siete números por vez. —LuLing parecía desconcertada—. Empiece con cien.
—¡Cien! —dijo LuLing con firmeza. Y nada más.
El doctor Huey aguardó unos segundos y luego dijo:
—Ahora cuente al revés, quitando siete.
LuLing vaciló.
—Noventa y dos, ay, noventa y tres. ¡Noventa y tres!
No es justo, quiso gritar Ruth. Tiene que traducir los números al chino para hacer los cálculos, luego recordarlos, y responder en inglés. Su mente empezó a trabajar a toda máquina. Habría deseado transmitir las respuestas a su madre telepáticamente. ¡Ochenta y seis! ¡Setenta y nueve!
—Ochenta… ochenta… —LuLing estaba atascada.
—Tómese su tiempo, señora Young.
—Ochenta —dijo por fin—. Y después ochenta y siete.
—Bien —repuso el médico sin cambiar de expresión—. Ahora quiero que me nombre los últimos cinco presidentes de Estados Unidos en orden inverso.
Ruth quería protestar: ¡ni yo soy capaz de hacer eso!
LuLing frunció las cejas en un gesto de concentración.
—Clinton —dijo tras una pausa—. Últimos cinco años también Clinton.
¡Ni siquiera había entendido la pregunta! Por supuesto que no, siempre había dependido de Ruth para que le tradujera lo que decía la gente, para que se lo explicara desde otra perspectiva. «En orden inverso» quiere decir «de adelante atrás», habría dicho Ruth si el doctor Huey pudiera hacerle la misma pregunta en mandarín, LuLing respondería sin dificultad. «Este presidente, aquel presidente —hubiera respondido su madre sin vacilar—, no diferencia, todos embusteros antes elecciones no impuestos, y después los suben. Antes no delitos, y luego sí más delitos. Y siempre dicen no retirarán paro. Yo llegué a este país, y no dieron el paro. ¿Es justo? ¡No, no es justo! ¡Solo vagos que no quieren trabajar!».
Siguieron más preguntas absurdas.
—¿Sabe la fecha de hoy?
—Lunes. —Fecha y día siempre habían sido lo mismo para su madre.
—¿Qué fecha era hace cinco meses?
—Todavía lunes. —Si uno se detenía a pensar, tenía razón.
—¿Cuántos nietos tiene?
—No sé. Ella todavía no casada.
¡El médico no se dio cuenta de que estaba bromeando! LuLing era como la perdedora en un concurso de televisión. Total de puntos para LuLing Young: menos quinientos. Y ahora, en nuestra última ronda de preguntas…
—¿Cuántos años tiene su hija?
LuLing titubeó.
—Cuarenta. Quizá cuarenta y uno. —Su madre siempre la creía más joven de lo que era.
—¿En qué año nació?
—Igual que yo. Año del Dragón. —Miró a Ruth para que lo confirmara. En realidad, su madre era Gallo.
—¿En qué mes? —preguntó el doctor Huey.
—¿Qué mes? —preguntó LuLing a Ruth, que se encogió de hombros con expresión de impotencia—. No sabe.
—¿En qué año estamos ahora?
—¡1998! —Miró al médico como si fuese un idiota por no saber eso. Fue un alivio para Ruth que acertara al menos esa respuesta.
—Señora Young, ¿puede esperar aquí mientras su hija y yo vamos fuera para concertar otra cita?
—Claro, claro. No voy a ninguna parte.
Cuando se volvía hacia la puerta, el doctor Huey se detuvo.
—Y gracias por responder a mis preguntas. Supongo que se habrá sentido como si estuviese en un tribunal.
—Igual que O.J.
El médico rio.
—Por lo visto, todo el mundo ha visto ese juicio por televisión.
LuLing negó con la cabeza.
—Oh, yo no sólo veo televisión, yo allí cuando ocurre él mata esposa y amigo, lleva gafas de ella. Yo veo todo.
El corazón de Ruth se aceleró.
—Viste un documental —dijo para justificarla ante el médico—, una reconstrucción de lo sucedido, y fue como ver el crimen. ¿Es eso lo que quieres decir?
LuLing agitó la mano, desechando esa explicación.
—Tal vez tú ves documental. Yo veo lo que pasa en realidad. —Representó la escena con movimientos—. Él la coge así, corta el cuello aquí… muy profundo, mucha sangre. Horrible.
—¿Así que ese día estuvo en Los Angeles? —preguntó el doctor Huey.
LuLing asintió.
Ruth buscaba desesperadamente una semblanza de lógica en sus palabras.
—No recuerdo que nunca hayas ido a Los Ángeles.
—Cómo ir, no sé. Pero yo allí. ¡Verdad! Sigo a ese hombre, ay, él muy listo. O.J. esconde detrás de arbusto. Más tarde, yo también voy a su casa. Veo cómo saca guantes, entierra en jardín, luego vuelve a casa y cambia ropa… —LuLing se detuvo, turbada—. Bueno, cuando él cambia ropa, yo miro otro lado. Después él corre a aeropuerto, casi tarde, sube avión. Yo veo todo.
—¿Vio todo eso y no se lo contó a nadie?
—¡Yo mucho miedo!
—Debe de haber sido horrible presenciar un asesinato —dijo el doctor Huey. LuLing asintió con entereza—. Gracias por contármelo. Ahora, si espera unos minutos, su hija y yo iremos al cuarto de al lado para concertar su próxima visita.
—No prisa.
Ruth siguió al médico a la estancia contigua.
—¿Cuánto hace que observa esta clase de confusiones? —preguntó el doctor Huey sin preámbulos.
Ruth suspiró.
—Ha empeorado en los últimos seis meses, quizá un poco más. Pero hoy parece estar peor. Nunca la había visto tan confundida y olvidadiza. En general se equivoca, pero sobre todo porque no habla bien inglés, como ya habrá notado. Puede que la historia de O.J. Simpson sea otro problema lingüístico. Nunca se ha expresado bien…
—A mí me pareció evidente que creía haber estado allí —señaló el doctor Huey con delicadeza. Ruth rehuyó su mirada—. Usted le mencionó a la enfermera que su madre tuvo un accidente de tráfico. ¿Sufrió heridas en la cabeza?
—Bueno, se golpeó la cabeza contra el volante. —Ruth tuvo la repentina esperanza de que aquélla fuera la pieza perdida del rompecabezas.
—¿Su personalidad parece estar cambiando? ¿Está más depresiva? ¿Discute más que antes?
Ruth trató de adivinar qué indicaría una respuesta afirmativa.
—Mi madre siempre se ha enzarzado en discusiones absurdas durante toda su vida. Tiene muy mal genio. Y está deprimida desde que la conozco. Su marido, mi padre, murió hace cuarenta y cuatro años. Lo atropello un coche y el conductor se dio a la fuga. Ella nunca lo superó. Puede que su depresión se haya intensificado, aunque yo estoy tan acostumbrada que sería la última en notarlo. En lo que respecta a su confusión, me preguntaba si podría ser consecuencia del accidente, o si quizá haya sufrido una miniembolia… —Ruth trató de recordar el término médico—. Ya sabe, un ictus…
—No he visto ningún signo de ello. Sus movimientos y sus reflejos son normales. La tensión arterial es excelente. Pero deberíamos algunos análisis para descartar una diabetes o una anemia, por ejemplo.
—¿Esas enfermedades pueden causar trastornos como éste?
—Sí, al igual que la enfermedad de Alzheimer y otras formas de demencia.
Para Ruth fue como si le hubiesen dado un puñetazo en el estómago. Su madre no estaba tan mal. El médico hablaba de horribles enfermedades terminales. Era una suerte que no le hubiese hablado de otras cosas: las peleas con Francine por el alquiler, el falso talón de diez millones de dólares, el hecho de que había olvidado la muerte de Fu-Fu…
—Entonces podría ser una depresión —dijo.
—De momento no podemos descartar nada.
—Bueno, si lo fuese, tendrá que decirle que los antidepresivos son píldoras de ginseng o po chai.
El doctor Huey rio.
—La resistencia a la medicina occidental es muy común entre los pacientes mayores. Y en cuanto se encuentran mejor, dejan de tomar la medicación para ahorrar dinero. —Le entregó un papel—. Déle esto a Lorraine, la señorita del ordenador. Enviaré a su madre a Psiquiatría y Neurología, y volveré a verla dentro de un mes.
—Aproximadamente para el Festival de la Luna Llena.
El doctor Huey alzó la vista.
—¿Sí? Nunca me acuerdo de esas fiestas.
—Yo lo sé porque este año me toca organizar la cena familiar.
Esa noche, mientras cocinaba la lubina al vapor, le contó a Art con naturalidad:
—He acompañado a mi madre al médico. Puede que tenga una depresión.
—Vaya novedad —repuso Art.
A la hora de la cena, LuLing se sentó junto a Ruth.
—Está demasiado salado —dijo en chino, pinchando su porción de pescado. Y añadió—: Dile a las niñas que se terminen la comida. No permitas que despilfarren el dinero.
—Fia, Dory, ¿por qué no coméis? —preguntó Ruth.
—Yo estoy llena —respondió Dory—. Antes de venir, pasamos por un Burger King y comimos una ración de patatas fritas.
—No deberías dejar que comieran esas cosas —dijo LuLing, siempre en mandarín—. Diles que no volverás a permitírselo.
—Niñas, me gustaría que no comierais comida basura, porque después no tenéis apetito.
—Y a mí me gustaría que dejarais de hablar en chino, como si fueseis espías —dijo Fia—. Es una grosería.
LuLing fulminó con la mirada a Ruth, y ésta miró a Art, pero él tenía la vista fija en el plato.
—Waipo habla chino porque es la lengua a la que está acostumbrada —explicó Ruth. Había pedido a las niñas que llamaran a su madre «Waipo», el nombre chino honorífico para «abuela», y al menos en eso le obedecían. Claro que pensaban que era un apodo.
—También sabe hablar inglés —dijo Dory.
—Uf —gruñó LuLing—. ¿Por qué su padre no las riñe? Debería enseñarles a escucharte. ¿Por qué no te demuestra más consideración? No me extraña que no se haya casado contigo. No te respeta. Dile algo. ¿Por qué no le dices que sea más bueno contigo?
Ruth deseó volver a quedarse muda. Habría querido gritar a su madre que dejara de quejarse por cosas que ella no podía cambiar. Pero al mismo tiempo deseaba defenderla de las niñas, sobre todo ahora que no se encontraba bien. LuLing siempre se había comportado como una mujer fuerte, pero también era frágil. ¿Por qué Fia y Dory no lo entendían y eran más amables?
Ruth recordó cómo se sentía a su edad. A ella también le molestaba que LuLing hablara chino delante de otros, sabiendo que no podían entender sus comentarios capciosos. «Mira qué gorda es esa mujer», decía. O «Luti, dile a ese hombre que nos haga un descuento». Cuando la obedecía, Ruth se sentía mortificada. Y si no lo hacía, recordó ahora, las consecuencias eran más graves.
Con palabras chinas, LuLing podía inculcar sabiduría a Ruth. Podía prevenirla contra los peligros, la enfermedad y la muerte.
—No juegues con ella, tiene demasiados gérmenes —había dicho en una ocasión a la Ruth de seis años, señalando a la niña de enfrente. Se llamaba Teresa, le faltaban los dos incisivos superiores, llevaba un vestido cubierto de marcas de dedos y tenía una costra en la rodilla—. La he visto recoger un caramelo de la acera y comérselo. Y mira esa nariz; está esparciendo su enfermedad por todas partes.
A Ruth le caía bien Teresa. Se reía mucho y siempre tenía los bolsillos llenos de cosas encontradas: bolas de papel de aluminio, canicas rotas, cabezas de flores. Ruth acababa de cambiarse de escuela y Teresa era la única niña que jugaba con ella. Ninguna de las dos era muy popular.
—¿Me has oído? —dijo LuLing.
—Sí —respondió Ruth.
Al día siguiente, Ruth estaba jugando en el patio de la escuela. Su madre estaba lejos, vigilando a otros niños. Ruth subió al tobogán, deseando deslizarse por la sinuosa rampa plateada y caer en la arena fresca y oscura. Lo había hecho una docena de veces con Teresa, sin que su madre las viera.
Pero entonces una voz familiar, potente y aguda, resonó en el patio:
—¡No, Luyi, para! ¿Qué haces? ¿Quieres romperte el cuerpo por la mitad?
Ruth se detuvo en lo alto de la escalera, paralizada de vergüenza. ¡Su madre era celadora de los niños de parvulario, y ella estaba en primero! Abajo, sus compañeros de clase reían.
—¿Ésa es tu madre? —gritaron—. ¿Y qué es esa jerigonza?
—¡No es mi madre! —exclamó Ruth—. ¡No sé quién es! —Los ojos de su madre se clavaron en los suyos. Aunque estaba en el otro extremo del patio, lo oía y lo veía todo. Tenía ojos mágicos en la nuca.
No puedes pararme, pensó Ruth con furia. Se lanzó por el tobogán, de cabeza y con los brazos abiertos —la postura que sólo adoptaban los niños más valientes y revoltosos—, y descendió como un relámpago hacia la arena. Aterrizó de cara, con tanta fuerza que se mordió el labio, se golpeó la nariz, se le rompieron las gafas y sé fracturó un brazo. Permaneció inmóvil en el suelo. El mundo ardía en medio de una lluvia de rayos rojos.
—¡Ruthie está muerta! —gritó un niño. Las niñas empezaron a chillar.
No estoy muerta, quiso gritar Ruth, pero era como hablar en un sueño. De su boca no salía ningún sonido. ¿Sería verdad que había muerto? ¿La muerte era eso: el goteo de la nariz, el dolor en la cabeza y el brazo, la forma en que se movía, lenta y torpemente como un elefante en el agua? Pronto sintió unas manos conocidas tocándole la cabeza y el cuello. Su madre la levantaba, murmurando con ternura:
—Ai-ya, ¿por qué eres tan tonta? Mírate.
La sangre manaba de su nariz y caía sobre la blusa blanca, manchando el ancho cuello ribeteado con puntilla. Tendida lánguidamente en el regazo de su madre, vio la cara de Teresa y de otros niños que la observaban desde arriba. Notó que estaban asustados, pero también fascinados. Si hubiera podido moverse, habría sonreído. Por fin le prestaban atención, por fin se fijaban en la niña nueva. Entonces miró la cara de su madre, las lágrimas resbalando por sus mejillas, cayendo sobre su propia cara como húmedos besos. No estaba enfadada sino preocupada, llena de amor. Ruth se sorprendió tanto que olvidó el dolor.
Más tarde la tendieron en la camilla de la enfermería. Detuvieron la hemorragia nasal con gasas y le limpiaron el labio partido. Un paño húmedo le cubría la frente y tenía el brazo apoyado en una bolsa de hielo.
—Es posible que se haya fracturado el brazo —dijo la enfermera a LuLing—. Está muy hinchado, aunque no se queja de dolor.
—Ella muy buena, no queja nunca.
—Tiene que llevarla al médico, ¿entiende? Vaya a ver al médico.
—Sí, sí, al médico.
Mientras LuLing la sacaba de allí, una maestra comentó:
—¡Mirad qué valiente es! Ni siquiera llora.
Dos niñas populares sonrieron a Ruth con admiración. La saludaron con la mano. Teresa también estaba allí, y Ruth le dedicó una rápida sonrisa cómplice.
En el coche, de camino al consultorio, Ruth notó que su madre estaba inusitadamente callada. No paraba de mirar a Ruth, que esperaba la inminente regañina: Te dije que el tobogán grande era peligroso. ¿Por qué no me escuchaste? ¡Podrías haberte partido la cabeza como una sandía! Ahora tendré que trabajar horas extra para pagar al médico. Ruth esperó, pero su madre se limitó a preguntarle varias veces si le dolía. En cada ocasión, Ruth negó con la cabeza.
Mientras el médico examinaba el brazo de Ruth, LuLing sorbió aire entre los dientes, angustiada, y susurró:
—Ai-ya! Cuidado, cuidado, cuidado. Duele mucho.
Después de que le escayolaran el brazo, LuLing dijo con orgullo:
—Maestras, niños, todos muy impresionados. Luti no llora, no queja, nada, sólo callada.
Cuando llegaron a casa, pasada la conmoción, Ruth empezó a sentir un dolor pulsátil en el brazo y en la cabeza. Se esforzó por contener las lágrimas. LuLing la dejó sobre el sofá de piel sintética y se aseguró de que estuviese lo más cómoda posible.
—¿Quieres que te prepare sémola de arroz? Comer te ayudará a recuperarte. ¿Qué tal unos nabos encurtidos? ¿Quieres unos pocos mientras preparo la comida?
Cuanto menos hablaba Ruth, más se esforzaba su madre por adivinar lo que quería. Tendida en el sofá, oyó a LuLing hablando por teléfono con la tía Gal.
—¡Casi se mata! Me ha dado un susto de muerte. ¡De veras! No exagero. Ha estado a punto de partir de esta vida hacia las fuentes amarillas… Casi se me rompen los dientes, de tanto apretarlos al ver cuánto sufría… No, nada de lágrimas, debe de haber heredado la fuerza de su abuela. Bueno, ha comido un poco. No puede hablar, y al principio creí que se había partido la lengua de un mordisco, pero creo que es sólo el susto. ¿Venir a visitarla? Bien, bien, pero dile a tus hijos que tengan cuidado. No quiero que se le caiga el brazo.
Acudieron con regalos. Tía Gal le dio un frasco de colonia. Tío Edmund, un cepillo de dientes y un vaso de plástico a juego. Sus primos le entregaron libros para colorear, lápices de cera y un perrito de peluche. LuLing había acercado el televisor al sofá, ya que Ruth no veía bien sin gafas.
—¿Te duele? —preguntó Sally, la menor de sus primas.
Ruth se encogió de hombros, aunque el brazo ya no le dolía.
—Ay, me encantaría llevar escayola —dijo Billy, que tenía la misma edad que Ruth—. ¿Me pondrán una a mí también, papá?
—¡No digas esas cosas, que traen mala suerte! —advirtió tía Gal.
Cuando Billy cambió el canal de la televisión, el tío Edmund le ordenó con severidad que volviera a poner el programa que estaba viendo Ruth. Ella nunca había visto a su tío ponerse firme con sus hijos. Billy era un mocoso malcriado.
—¿Por qué no hablas? —preguntó Sally—. ¿También te has roto la boca?
—Eso —dijo Billy—. ¿La caída te ha dejado tonta o qué?
—Billy, no molestes —ordenó tía Gal—. Está descansando. Le duele demasiado para hablar.
Ruth se preguntó si sería verdad. Consideró la posibilidad de emitir un pequeño sonido, tan leve que nadie lo oiría. Pero si lo hacía, era probable que todas las cosas buenas que estaban ocurriendo se esfumaran. Llegarían a la conclusión de que estaba bien y todo volvería a la normalidad. Su madre empezaría a reñirla por ser descuidada y desobediente.
Durante los dos días posteriores a la caída Ruth fue incapaz de valerse por sí misma. Su madre tenía que alimentarla, vestirla y bañarla. Le decía lo que debía hacer:
«Abre la boca. Come un poco más. Pon el brazo aquí. Mantén la cabeza quieta mientras te peino». Era reconfortante volver a ser una niña pequeña y amada a quien nadie le reprochaba nada.
Cuando volvió a la escuela, encontró un gran cartel de papel de estraza en la puerta del aula: «¡Bienvenida, Ruth!». La señorita Sondegard, la maestra, anunció que todos los niños de la clase habían ayudado a hacerlo. Pidió un aplauso en reconocimiento al valor de Ruth. Ésta sonrió con timidez. Su corazón parecía a punto de estallar. Nunca se había sentido tan orgullosa y feliz. Deseó haberse roto el brazo mucho tiempo antes.
A la hora de la comida, las niñas se disputaron el honor de obsequiarle alhajas imaginarias y hacerle de doncella. La invitaron a entrar en el «castillo secreto», una zona rodeada de piedras cerca de un árbol, en el borde del cajón de arena. Sólo las niñas más populares podían ser princesas. Y ahora las princesas se turnaban para dibujar en la escayola de Ruth. Una de ellas preguntó con curiosidad:
—¿Sigue roto?
Ruth asintió con un gesto y otra niña murmuró:
—Traigámosle pociones mágicas.
Y las princesas se dispersaron en busca de tapas de botella, trozos de vidrio y tréboles de cuatro hojas.
Al final de la jornada, su madre fue a buscarla al aula. La señorita Sondegard hizo un aparte con LuLing, y Ruth fingió que no las oía.
—Creo que está un poco cansada, y es natural teniendo en cuenta que es su primer día. Pero me preocupa su silencio. No ha dicho una sola palabra en todo el día, ni siquiera se ha quejado.
—Ella nunca queja —convino LuLing.
—Tal vez no sea nada, pero si continúa así deberíamos vigilarla.
—No pasa nada —aseguró LuLing—. No hay problema.
—Debe animarla a hablar, señora Young, si no quiere que esto se convierta en un problema.
—¡No hay problema! —repitió LuLing.
—Oblíguela a decir «hamburguesa» antes de darle una hamburguesa. Oblíguela a decir «galleta» antes de darle una galleta.
Esa noche, LuLing siguió al pie de la letra las instrucciones de la maestra: sirvió hamburguesas, cosa que nunca había hecho. Jamás cocinaba ni comía carne vacuna. Le disgustaba, pues le recordaba la carne humana lacerada. Sin embargo ahora, por el bien de su hija, puso una hamburguesa delante de Ruth, que estaba encantada de ver que por una vez su madre había preparado comida americana.
—¿Hamburguesa? Tú di hamburguesa, luego come.
Ruth sintió la tentación de hablar, pero temió romper el encantamiento. Una sola palabra y todas las cosas buenas de su vida se esfumarían. Negó con la cabeza. LuLing siguió insistiendo hasta que las gotas de grasa de la hamburguesa se convirtieron en desagradables grumos blancos. Puso la hamburguesa en el frigorífico y sirvió a Ruth un humeante bol de arroz hervido, que en su opinión era mejor para la salud de su hija.
Después de cenar, LuLing despejó la mesa del comedor y se preparó para trabajar. Sacó tinta, pinceles y un rollo de papel. Con trazos rápidos y perfectos, escribió en grandes ideogramas chinos: «Liquidación por cierre. ¡Últimos días! ¡No se rechazará ninguna oferta!». Puso el cartel a un lado, para que se secara, y cortó otra tira de papel.
Pasado un rato, Ruth, que estaba viendo la televisión, notó que su madre la miraba fijamente.
—¿Por qué tú no estudia? —preguntó. Desde el parvulario la obligaba a practicar lectura y escritura para que estuviera «un paso por delante de los demás». Ruth levantó el brazo escayolado—. Ven a sentarte aquí —dijo en chino.
Ruth se incorporó despacio. Su madre volvía a ser la de antes.
—Sujeta esto. —Le puso un pincel en la mano izquierda—. Ahora escribe tu nombre.
Las primeras intentonas fueron torpes: la erre era prácticamente irreconocible y la joroba de la hache se salía del papel, como una bicicleta fuera de control. Ruth rio.
—Sostén el pincel recto —indicó su madre—, no inclinado. Y escribe con suavidad, así.
Los siguientes resultados fueron mejores, aunque ocuparon una hoja de papel entera.
—Ahora procura hacerlo más pequeño.
Pero las letras parecían manchas hechas por las alas de una mosca empapada en tinta. Cuando llegó la hora de acostarse, Ruth había emborronado unas veinte hojas de papel, por delante y por detrás, en su sesión de práctica. Era una señal de éxito, además de un despilfarro. Porque LuLing jamás desperdiciaba nada. Recogió las hojas usadas, las apiló y las dejó en un rincón de la sala. Ruth sabía que las usaría como borradores para sus trabajos de caligrafía, secantes para salpicaduras o, dobladas, como salvamanteles para las ollas.
Al día siguiente, después de cenar, LuLing puso ante Ruth una bandeja llena de arena húmeda, recogida en el patio de la escuela.
—Ten —dijo—. Practica con esto.
Con un palillo chino en la mano izquierda, escribió «estudia» en aquella playa en miniatura. Cuando hubo acabado, alisó la arena con el extremo del palillo. Ruth la imitó y descubrió que escribir de esa manera no sólo era más rápido, sino también más divertido. El método del palillo no exigía la técnica fluida y delicada del pincel. Podía ejercer suficiente fuerza para mantener el pulso. Escribió su nombre. ¡Perfecto! Era como jugar con la plantilla de grabado que le habían regalado a su primo Billy por Navidad.
LuLing fue al frigorífico y sacó la hamburguesa fría.
—¿Qué quiere comer mañana?
Y Ruth escribió en la arena: a-m-b-u-g-e-s-a.
LuLing rio:
—¡Ja! ¡Ahora puedes hablar así!
Al día siguiente, LuLing llevó la bandeja a la escuela y la llenó con arena de la misma zona del patio donde Ruth se había roto el brazo. La señorita Sondegard aceptó que Ruth respondiera a sus preguntas de esa manera. Y cuando levantó la mano, durante la clase de aritmética, y garabateó un «7», todos los niños se levantaron de un salto para mirar. Instantes después, todos pedían permiso a gritos para escribir en la arena. En el recreo, Ruth fue el centro de atención. Todos la buscaban. «¡Déjame probar!». «¡Ahora yo, yo! ¡Ha dicho que podía hacerlo!». «Tienes que usar la mano izquierda, si no es trampa». Enséñale a Tommy. «Es un manazas».
Le devolvieron el palillo a Ruth, y ésta escribió con rapidez y habilidad las respuestas a sus preguntas: ¿Te duele el brazo? Un poco. ¿Puedo tocar tu escayola? Sí. ¿A Ricky le gusta Betsy? Sí. ¿Me regalarán una bicicleta para mi cumpleaños? Sí.
La trataban como si fuese Helen Keller, un genio que no permitía que una lesión le impidiera demostrar su inteligencia. Igual que Helen Keller, debía esforzarse más que otros, y quizá eso la hiciera más lista, digna de los elogios y la admiración de los demás. Incluso en casa, su madre le preguntaba «¿qué piensas?», como si Ruth lo supiera, sólo para que escribiera en la arena.
—¿Cómo está el tofu? —preguntó una noche LuLing.
Y Ruth escribió: «salado». Jamás se había quejado de la comida de su madre, pero eso era lo que decía ella cuando criticaba sus propios platos.
—Me lo parecía —repuso LuLing.
¡Era asombroso! Pronto su madre empezó a preguntarle su opinión sobre toda clase de asuntos.
—¿Vamos a compra para la cena ahora o más tarde?
Más tarde.
—¿Qué tal acciones? Yo invierto, ¿yo suerte?
Suerte.
—¿Gusta este vestido?
No, feo.
Ruth jamás había experimentado semejante poder con las palabras.
Su madre frunció el entrecejo y murmuró en mandarín:
—A tu padre le encantaba este viejo vestido, y ahora soy incapaz de tirarlo. —Se le humedecieron los ojos. Suspiró y añadió en inglés—. ¿Tú crees que papá echa de menos a mí?
En el acto, Ruth escribió Sí. LuLing sonrió, rebosante de alegría. Entonces Ruth tuvo una idea. Siempre había querido un perro. Era el momento ideal para pedirlo. Escribió en la arena: Cachorrillo.
Su madre se quedó boquiabierta. Miró las palabras y cabeceó con gesto de incredulidad. En fin, pensó Ruth, este deseo no se cumplirá. Pero entonces su madre empezó a balbucear en chino:
—Cachorrillo, cachorrillo. —Se puso en pie de un salto, jadeando—. ¡Tita Querida, has vuelto! —exclamó—. Aquí está tu Cachorrillo. ¿Me perdonas?
Ruth dejó el palillo. Ahora LuLing lloraba.
—¡Tita Querida, ay Tita Querida! ¡Ojalá no hubieras muerto! Fue culpa mía. Si pudiese cambiar el destino, preferiría matarme a sufrir sin ti…
Oh, no. Ruth sabía lo que significaba aquello. Su madre a veces hablaba del fantasma de Tita Querida, que vivía en el aire; era una señora que no se había portado bien y había acabado en el Fin del Mundo. Todas las personas malas iban allí, a un pozo sin fondo donde nadie las encontraría jamás y donde permanecerían para siempre, vagando sin rumbo, con el pelo largo hasta los pies mojados y ensangrentados.
—Por favor, dime que no estás enfadada conmigo —prosiguió su madre—. Dame una señal. He intentado decirte cuánto lo siento, pero no sé si me oyes. ¿Puedes oírme? ¿Cuándo viniste a Estados Unidos?
Ruth permaneció inmóvil, incapaz de moverse. Quería volver a hablar de comida y ropa. Su madre le puso el palillo en la mano.
—Ten, haz lo que te digo. Cierra los ojos, alza la cara hacia el cielo y habla con ella. Espera la respuesta y luego escríbela. Deprisa, cierra los ojos.
Ruth cerró los ojos con fuerza. Vio a la mujer con el pelo hasta los pies.
A continuación, su madre habló en chino y con cortesía:
—Tita Querida, lo que dije antes de tu muerte no iba en serio. Y después de tu muerte, traté de encontrar tu cuerpo.
Ruth abrió los ojos instintivamente. En su imaginación, el fantasma del pelo largo caminaba en círculos.
—Bajé al barranco. Busqué y busqué. Ay, estaba loca de dolor. Si te hubiera encontrado, habría llevado tus huesos a la cueva para darles sepultura.
Ruth sintió que algo le rozaba el hombro y dio un respingo.
—Pregúntale si ha entendido lo que acabo de decir —ordenó LuLing—. Pregúntale si mi suerte ha cambiado. ¿Ha terminado la maldición? ¿Estamos a salvo? Escribe la respuesta.
¿Qué maldición? Ruth miró fijamente la arena, casi convencida de que en cualquier momento aparecería la cara de la muerta en medio de un charco de sangre. ¿Qué respuesta deseaba su madre? ¿Un «sí» significaría que la maldición había terminado? ¿O qué seguía vigente? Puso el palillo en la arena y, sin saber qué escribir, trazó una línea y luego otra abajo. Dibujó otras dos más, formando un cuadrado.
—¡Boca! —exclamó su madre, siguiendo con los dedos el contorno del cuadrado—. ¡Es el ideograma que significa «boca»! —Miro fijamente a Ruth—. ¡Lo has dibujado a pesar de que no sabes escribir en chino! ¿Has sentido que la mano de Tita Querida guiaba la tuya? ¿Cómo es la sensación? Cuéntame.
Ruth negó con la cabeza. ¿Qué pasaba? Sentía deseos de llorar, pero no se atrevía. Era incapaz de emitir sonidos.
—Tita Querida, gracias por ayudar a mi hija. Perdóname porque sólo habla inglés. Debe de ser difícil para ti comunicarte a través de ella. Pero ahora sé que me oyes. Y tú sabes lo que digo, que habría deseado llevar tus huesos a la Boca de la Montaña, a las Fauces del no. No me he olvidado. En cuanto pueda ir a China cumpliré con mi deber. Gracias por recordármelo.
Ruth se preguntó qué había escrito. ¿Cómo era posible que un cuadrado significara esas cosas? ¿De verdad había un fantasma en la habitación? ¿Qué pasaba con su mano y con el palillo? ¿Por qué le temblaba la mano?
—Espero que me perdones, porque es posible que no pueda regresar a China en mucho tiempo —prosiguió LuLing—. Quiero que sepas que mi vida ha sido muy triste desde que me dejaste. Por eso, si no es posible cambiar la maldición, te ruego que te lleves mi vida pero no la de mi hija. Sé que su accidente fue una advertencia.
A Ruth se le cayó el palillo. ¡La mujer de pelo ensangrentado quería matarla! Así que era verdad que había estado a punto de morir en el patio del colegio. Sus sospechas eran fundadas.
LuLing recogió el palillo y trató de ponerlo en la mano de Ruth. Pero ésta cerró la mano en un puño y apartó la bandeja. Su madre la acercó otra vez y continuó diciendo incoherencias:
—Me alegro mucho de que por fin me hayas encontrado. Hace años que te espero. Ahora podremos hablar. Podrás guiarme todos los días. Podrás decirme día a día cuál ha de ser mi conducta. —Se dirigió a Ruth—: Dile que venga todos los días. —Ruth negó con la cabeza y trató de levantarse de la silla—. Díselo —insistió LuLing, dando un golpecito en la mesa, delante de la bandeja.
Fue entonces cuando Ruth recuperó la voz.
—¡No! —respondió en voz alta—. No puedo.
—¡Oh! ¡Ahora tú hablas otra vez! —dijo LuLing en inglés—. ¿Tita querida cura a ti? —Ruth asintió con un gesto—. ¿Eso significa no más maldición?
—Sí, pero ha dicho que ahora debía marcharse. Y que yo necesito descansar.
—¿Ella perdona a mí? Ella…
—Ha dicho que todo saldrá bien. Todo. ¿De acuerdo? Así que ya no tienes que preocuparte.
Su madre lloró de alivio.
Después de la cena, mientras acompañaba a su madre a casa, Ruth recordó con asombro las preocupaciones que había tenido a una edad tan temprana. Pero eso no era nada comparado con lo que la mayoría de los niños sufría en la actualidad. ¿Una madre desdichada? Eso era moco de pavo frente a las pandillas juveniles, las armas y las enfermedades de transmisión sexual, por no mencionar las cosas que inquietaban a los padres: pederastas en Internet, drogas de diseño como el éxtasis, matanzas en colegios, anorexia, bulimia, automutilaciones, la capa de ozono, las superbacterias. Ruth contó mecánicamente estas calamidades con una mano, y eso le recordó que aún le quedaba una tarea pendiente: llamar a Miriam para que permitiera a las niñas asistir a la reunión familiar.
Consultó su reloj de pulsera. Eran casi las nueve, una hora comprometida para llamar a cualquiera que no fuese un amigo íntimo. Claro que ella y Miriam estaban unidas por la más íntima de las razones, las niñas y su padre. Pero se trataban con la cortesía de dos extrañas. A menudo se encontraba con ella al recoger o dejar a las niñas en el campo deportivo de la escuela, y una vez la había visto en la enfermería, donde había llevado a Dory tras una fractura de tobillo. Miriam y ella charlaban de temas intrascendentes, como una enfermedad reciente, el mal tiempo o los atascos de tráfico. En otras circunstancias quizá hubiesen sido amigas. Miriam era una mujer inteligente, simpática y de ideas firmes, y a Ruth le gustaban esas cualidades. Sin embargo, le molestaba que hiciera comentarios casuales sobre intimidades que había compartido con Art cuando estaban: un episodio divertido durante un viaje a Italia, una verruga Art tenía en la espalda y habían tenido que analizar, lo mucho que le gustaban los masajes… En el último cumpleaños de Art, Miriam le había regalado unos vales para dos sesiones con su masajista favorito, un obsequio que Ruth consideraba inapropiadamente personal.
—¿Todavía te haces ver el lunar todos los años? —preguntó a Art en otra ocasión, y aunque Ruth fingió no oírla, se preguntó cómo era su vida cuando estaban juntos, enamorados y Miriam todavía lo quería lo suficiente para vigilar el más mínimo cambio en el tamaño del lunar. Los imaginó holgazaneando en una villa toscana, en un dormitorio con vistas a suaves colinas de huertos, riendo y poniendo motes a los lunares de la espalda del otro como si fuesen constelaciones. Podía ver cómo se masajeaban mutuamente los muslos con largos toques y las manos untadas con aceite de oliva. Art lo había intentado con ella en una ocasión, y Ruth daba por sentado que alguien le había enseñado la técnica. Cuando él se empeñaba en masajearle los muslos, ella se tensaba. Era incapaz de relajarse durante un masaje. Tenía cosquillas, perdía el control, y luego sentía una angustia lo bastante intensa para desear huir.
Nunca le habló a Art de ese temor; se limitaba a decir que, en su caso, el masaje era una pérdida de tiempo y de dinero. Y aunque sentía curiosidad por la vida sexual de Art con Miriam y otras mujeres, jamás le preguntaba qué había hecho en la cama con ellas. Él tampoco la interrogaba a ella. Ruth se había escandalizado al enterarse de que Wendy torturaba a Joe para que le contara con lujo de sus aventuras del pasado, en la cama y en la playa, además de pedirle que describiera con exactitud qué había sentido la primera vez que se había acostado con ella.
—¿Y él responde a todos tus interrogatorios? —preguntó Ruth.
—Declara su nombre, fecha de nacimiento y número de la seguridad social. Entonces le pego hasta que confiesa.
—¿Y después te sientes mejor?
—¡Me pongo histérica!
—¿Entonces por qué preguntas?
—Una parte de mí cree que todo en él es de mi propiedad; sus sentimientos, sus fantasías. Sé que no está bien, pero es lo que siento. Su pasado es mi pasado, y me pertenece. Mierda, si pudiese encontrar la caja de juguetes de su infancia, miraría en el interior y diría: «Mía». Me gustaría ver las revistas pornográficas que escondía bajo el colchón en la adolescencia y que usaba para masturbarse.
Ruth rio, pero se sintió violenta. ¿La mayoría de las mujeres hacía esa clase de preguntas? ¿Acaso Miriam le habría preguntado cosas semejantes a Art? ¿La porción del pasado de Art que pertenecía a Miriam era mayor que la que pertenecía a Ruth?
La voz de su madre la sobresaltó.
—¿Y cómo está Fu-Fu?
Otra vez no. Ruth respiró hondo.
—Fu-Fu está bien —dijo esta vez.
—¿De veras? —repuso LuLing—. Esa gata vieja. Tienes suerte que ella no muerta todavía.
Ruth se sorprendió tanto que prorrumpió en risas. Aquello era como la tortura de las cosquillas. No podía soportarla, pero tampoco podía contener las carcajadas. Sus ojos se llenaron de lágrimas y se alegró de que en el coche estuviese oscuro.
—¿Por qué tú ríe? —la riñó LuLing—. No es broma. Y no dejes perro en jardín. Conozco alguien que lo hace, ¡y ahora gato muerto!
—Tienes razón —respondió Ruth tratando de concentrarse en la carretera—. Tendré más cuidado.