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En la sección de verdulería Ruth se dirigió hacia una caja llena de preciosos nabos. Eran del tamaño de manzanas, simétricos y tersos, con vetas violáceas. Poca gente sabía apreciar la estética de los nabos, pensó mientras escogía los cinco mejores, pero a ella le encantaba su pulpa crujiente y la forma en que absorbían el sabor del líquido en el que estuviesen inmersos, ya fuese salsa de carne o una vinagreta. Le gustaban las verduras que cooperaban. Y los nabos le resultaban particularmente deliciosos cortados en rodajas y adobados con vinagre, chile, azúcar y sal.

Todos los años, antes de la cena familiar de septiembre, su madre ponía a fermentar dos botes de nabos picantes, uno de ellos para. De niña los llamaba la-la, pica-pica. Los chupaba y masticaba que sentía la lengua y los labios irritados e hinchados. Todavía se daba un atracón de nabos de vez en cuando. ¿Necesitaría sal? ¿O dolor? Cuando empezaban a escasear, Ruth añadía más nabos en rodajas y una pizca de sal y los dejaba fermentar durante unos días. Art opinaba que sabían bien en pequeñas dosis. Pero las niñas decían que apestaban «como si alguien se hubiese tirado un pedo en el frigorífico». En ocasiones Ruth comía en secreto nabos picantes por la mañana; era su manera de aprovechar el día. Hasta a su madre le parecía extraño.

Su madre… Ruth movió el anular para recordarse otra vez la cita con el médico. A las cuatro. Su jornada laboral quedaría reducida, de manera que tendría que aprovechar el tiempo al máximo. Se dio prisa, cogiendo manzanas verdes para Fia, rojas para Dory y amarillas para Art.

Ante el mostrador de la carne, sopesó sus opciones. Dory no comía nada que tuviese ojos y Fia, desde que había visto la película Babe, quería ser vegetariana. Las dos hacían una excepción con el pescado, porque «no era bonito». Cuando lo habían anunciado, Ruth había dicho:

—Si algo no es bonito, ¿su vida vale menos? ¿Una chica que gana un concurso de belleza es mejor que las que no lo ganan?

Fia frunció la cara y replicó:

—¿Qué dices? Los peces no participan en concursos de belleza.

Ruth empujó el carro hacia el mostrador del pescado. Le apetecían gambas enteras, que eran siempre su primera elección. Pero Art no las comía. Decía que el sabor predominante de todo crustáceo o marisco era el del tracto digestivo. Al final se decidió por una lubina chilena.

—Ésa —le indicó al pescadero. Pero enseguida cambió de opinión—. No, mejor deme la más grande.

Quizá invitara a comer a su madre, aprovechando que irían al médico juntas. LuLing siempre se quejaba de que no le gustaba cocinar para ella sola.

En la cola de la caja, Ruth vio a una mujer con un ramo de tulipanes color marfil y melocotón que debían de costar al menos cincuenta dólares. Le sorprendía que alguna gente comprara flores como si se tratara de un producto esencial, algo tan necesario como el papel higiénico. ¡Y nada menos que tulipanes! ¿Tendría una cena importante en un día laborable? Cuando Ruth compraba flores, estudiaba todos los factores para justificar su elección. Las margaritas eran alegres y baratas, pero tenían un aroma desagradable. Los jacintos eran aún más baratos, pero como decía Gideon, eran lo más bajo en estética floral, las flores que ponían las viejas reinonas encima de los tapetes de encaje heredados de sus abuelas. Los nardos tenían un olor maravilloso y daban un toque arquitectónico, pero en este supermercado eran caros, casi cuatro dólares por tallo. En el mercado de flores costaban sólo un dólar. Le gustaban las hortensias en maceta. Ahora volvía a ser la temporada, y aunque eran muy caras duraban un par de meses siempre que una se acordara de regarlas. El secreto era cortarlas antes de que murieran y luego dejarlas secar en un jarrón de cerámica para mantenerlas como un arreglo floral permanente, o al menos hasta que alguien como Art las tirara a la basura aduciendo que estaban marchitas.

En la casa de la infancia de Ruth no había flores. No recordaba que LuLing las comprara jamás. No fue consciente de que se estuviera privando de algo hasta el día que fue a hacer las compras con tía Gal y sus primas. En un supermercado de Saratoga, una Ruth de diez años había observado cómo metían en el carro todo lo que querían en ese momento, toda clase de delicias que a ella no le permitían comer: chocolate con leche, donuts, comidas preparadas para tomar frente a la tele, cortes de helado, Twinkies. Más tarde se detuvieron en un puesto donde tía Gal compró flores, rosas chinas rosadas, aunque no había muerto nadie ni celebraba ningún cumpleaños.

Al recordarlo, Ruth decidió darse un gusto y comprar una pequeña orquídea con flores nacaradas. Las orquídeas parecían delicadas pero crecían mejor cuando una las descuidaba. Sólo había que regarlas cada diez días. Y aunque a veces eran caras, las flores se mantenían durante más de seis meses, luego entraban en estado de hibernación hasta que la sorprendían a una con nuevos pimpollos. Nunca morían; podías contar con que se reencarnaran eternamente. Un valor perdurable.

Una vez en el piso, Ruth guardó los comestibles, puso la orquídea en la mesa del comedor y entró en su Cuchitril. Le gustaba pensar que el espacio limitado inspiraba una imaginación ilimitada. Las paredes estaban pintadas de rojo con salpicaduras de oro metalizado; idea de Wendy. Una lámpara de escritorio con pantalla de mica ambarina suavizaba la luz del techo. En los estantes laqueados en negro había libros de consulta, en lugar de frascos de mermelada. El teclado estaba sobre una tabla extensible para picar verduras y Ruth había hecho sitio para sus rodillas retirando un costal de harina.

Encendió el ordenador y se sintió agotada incluso antes de empezar. ¿Qué hacía diez años antes? Lo mismo. ¿Qué haría dentro de diez años? Lo mismo. Hasta los temas de los libros que ayudaba a escribir eran parecidos; sólo había cambiado la jerga coloquial. Respiró hondo y llamó a su nuevo cliente, Ted. Su libro Espiritualidad en Internet trataba de la ética creada por las conexiones cósmicas de los ordenadores, un tema que el autor consideraba apropiado para el momento, aunque estaba convencido de que perdería su atractivo si el editor no lo lanzaba al mercado lo antes posible. Lo había dejado dicho en varios mensajes telefónicos durante el fin de semana, cuando Ruth estaba en Tahoe.

—Yo no tengo nada que ver con las fechas de edición —trató de explicar ahora.

—Deje de pensar en las limitaciones —dijo él—. Si escribe este libro conmigo, debe creer en sus principios. Todo es posible siempre que sea bueno para el mundo. Conviértase en una excepción. Viva como una excepción. Y si no puede, tal vez debería preguntarse si es la persona adecuada para este proyecto. Piense en ello; hablaremos mañana.

Ruth colgó el auricular. Pensó en ello. El bien del mundo, musitó era trabajo de su agente. Advertiría a Gideon de que el cliente era un prepotente y que quizá intentara cambiar la fecha de publicación. Estaba vez se mantendría firme. Para hacer lo que quería el cliente y cumplir con el resto de sus compromisos tendría que trabajar veinticuatro horas al día. Seguramente lo habría hecho quince años antes, en la época en que fumaba y creía que estar muy ocupada era señal de que apreciaban su trabajo. Ahora no. Relaja los músculos, se recordó. Volvió a respirar hondo y exhaló mientras miraba los estantes de libros que había ayudado a corregir y escribir.

El culto a la libertad personal. El culto a la comprensión. El culto a la envidia. Biología de la atracción sexual. La física de la naturaleza humana. Geografía del alma. El yin y el yang de la soltería. El yin y el yang de la persona casada. El yin y el yang de los divorciados. Los libros más populares eran Cómo vencer la depresión con la ayuda de un perro, Posponga sus obligaciones en beneficio propio y Al demonio con la culpa. El último se había convertido en un polémico éxito de ventas. Lo habían traducido al alemán y al hebreo.

En el negocio de coautores, «Ruth Young» era el nombre en letra pequeña precedido por un «con la colaboración de…» si es que aparecía. Después de quince años de actividad, tenía casi treinta y cinco libros en su curriculum. La mayoría de los primeros encargos habían procedido de clientes del mundo de la comunicación empresarial. Poco a poco había adquirido experiencia en la comunicación en general, luego en problemas de comunicación, pautas de conducta, trastornos emocionales, relaciones entre mente y cuerpo y despertar espiritual Llevaba en ese campo lo suficiente para haber visto como los términos evolucionaban, pasando sucesivamente de «chakras» a «chi», «prana», «energía vital», «fuerza vital», «fuerza biomagnética», «campos bioenergéticos» y, finalmente, de vuelta a los «chakras». En las librerías, las palabras de sabiduría de sus clientes casi siempre acababan en las secciones populares o poco cultas Autoayuda, Bienestar, Motivación, New Age Habría deseado trabajar en libros dignos de catalogarse como Filosofía, Ciencia, Medicina.

En términos generales los libros que ayudaba a escribir eran interesantes, se recordaba a menudo, y si no lo eran tema el deber de hacerlos interesantes. Y aunque ella misma restaba importancia a su trabajo, lo hacía como una demostración de modestia y le molestaba que los demás no lo tomaran en seno. Ni siquiera Art reconocía la dificultad de su labor. Claro que en parte era culpa suya. Le gustaba aparentar que era sencillo. Quería que los demás descubrieran por si mismos su maravillosa capacidad para trocar la basura en oro. Nunca lo hacían, desde luego. No imaginaban cuanto costaba ser diplomática, extraer una prosa colorida de unas divagaciones incoherentes. Debía asegurar a los clientes que su reestructuración de la obra permitía que las palabras siguieran sonando expresivas, inteligentes y relevantes. Tenía que recordar que los autores veían sus libros como formas simbólicas de la inmortalidad, creyendo que las palabras en la página impresa durarían más que su cuerpo. Y cuando el libro se publicaba, Ruth permanecía a la sombra, sentada en silencio en fiestas donde los autores recibían halagos por su genialidad. A menudo decía que no necesitaba el reconocimiento del mundo para sentirse satisfecha, pero no era del todo cierto. Quería cierto reconocimiento, y no de la clase que había recibido dos semanas antes, durante la fiesta por los setenta y siete años de su madre. Tía Gal y tío Edmund habían llevado a una amiga de Portland, una mujer mayor con gafas gruesas, que pregunto a Ruth a que se dedicaba.

—Soy colaboradora literaria —respondió ella.

—¿Por qué dices eso? —la riño LuLing—. Suena mal, igual que traidor o espía.

Entonces tía Gal anuncio con autoridad.

—Es una «escritora fantasma», una de las mejores ¿Ha visto esos libros que dicen «como se lo contó a…» en la tapa? Eso es lo que hace Ruth. La gente le cuenta historias y ella las escribe palabra por palabra, tal como se las cuentan Ruth no tuvo tiempo de corregirla.

—Como las estenógrafas de los tribunales —dijo la mujer—. He oído que tienen que ser muy rápidas y meticulosas. ¿Ha recibido una formación especia?

Antes de que Ruth pudiera responder, tía Gal dijo con alegría:

—¡Ruthie, deberías escribir mi historia! Es muy emocionante, además de real. Aunque no sé si podrías seguirme, porque hablo muy rápido.

LuLing se apresuro a intervenir.

—Ella no solo escribe a máquina, ¡mucho trabajo! —Ruth agradeció la inesperada defensa de su madre, hasta que esta añadió—: ¡También corrige ortografía!

Ruth alzo la vista de las notas sobre su conversación telefónica con el autor de la espiritualidad en Internet y se recordó todas las cosas buenas de su vida. Trabajaba en casa, le pagaban bien, contaba con el aprecio de los editores y también de los agentes publicitarios, que la llamaban para discutir algunos puntos antes de concertar entrevistas para los autores. Siempre estaba ocupada, a diferencia de algunos escritores freelance que vivían preocupados porque el trabajo les caía con cuentagotas.

Muy ocupada, mucho éxito —había dicho su madre recientemente, después de que Ruth se disculpara porque no tenía tiempo para verla—. No tiempo —añadió LuLing—, porque cada minuto necesitas cobrar dinero. ¿Qué tengo que pagar, cinco dólares, diez dólares, y entonces vienes a verme?

La verdad era que Ruth no tenía muchos ratos de ocio, al menos según su concepto del ocio. El tiempo de ocio era el más precioso, el que uno debía usar para hacer lo que amaba, o como mínimo para relajarse y recordar qué cosas hacían que la vida fuese feliz y mereciera la pena. Pero el suyo casi siempre lo usurpaban actividades qué en su momento parecían urgentes y más tarde, innecesarias. Wendy decía otro tanto:

—El tiempo de ocio ya no existe. Hay que organizarlo atribuyéndole un valor en dólares. Vivimos bajo la constante presión de sacar el máximo provecho al descanso, la relajación y los restaurantes en los que cuesta encontrar sitio.

Después de oír eso, Ruth empezó a angustiarse menos por las limitaciones de tiempo. No era culpa suya si el día no tenía suficientes horas para hacer todo lo necesario. El problema era universal. Pero ¿cómo explicárselo a su madre?

Sacó las notas para el capítulo siete del último libro de Agapi Agnos, Cómo desagraviar al niño agraviado, y marcó el número de la autora. Era una de las pocas personas que sabía que el verdadero nombre de Agapi era Doris DeMatteo, y que había escogido su seudónimo porque agapi significaba «amor» y agnos «ignorancia», que ella redefinía como una clase de inocencia. Así firmaba sus libros: «Amor e inocencia, Agapi Agnos». A Ruth le gustaba trabajar con ella. Aunque Agapi era psiquiatra, no la intimidaba. Sabía que gran parte de su atractivo procedía de su aire a Zsa-Zsa Gabor, su acento, la actitud seductora e inteligente que adoptaba cuando respondía preguntas en las entrevistas de radio y televisión.

Durante la conversación telefónica, Ruth repasó el capítulo que presentaba los cinco «noes» y los diez «síes» para ser mejor padre.

—Querida —dijo Agapi—, ¿por qué siempre ha de ser una lista de cinco o de diez? No puedo limitarme a esos números en todos los casos.

—Para la gente es más sencillo memorizar series de cinco y de diez puntos —respondió Ruth—. Leí un estudio al respecto. —¿Lo había leído?—. Quizá tenga que ver con la costumbre de contar con los dedos.

—Eso es perfectamente lógico, querida. ¡Sabía que debía haber una razón!

Después de colgar, Ruth empezó a trabajar en un capítulo titulado «Ningún niño es una isla». Puso una cinta donde conversaban ella y Agapi.

—… El progenitor, ya sea de manera intencional o no, impone una cosmovisión al niño pequeño… —Agapi hizo una pausa—. ¿Quieres añadir algo?

¿Qué le había inducido a pensar que quería decir algo? Ruth rara vez interrumpía a la gente.

—Deberíamos definir «cosmovisión» —se oyó decir—, quizá entre guiones. No queremos que la gente piense que hablamos de cosmética o astrología.

—Sí, sí, excelente idea, querida. Cosmovisión, veamos… lo que creemos, de manera subconsciente, implícita, o ambas cosas, sobre cómo funciona el universo… ¿quieres añadir algo?

—Los lectores pensarán que hablamos de los planetas o de la teoría del BigBang.

—¡Eres tan escéptica! De acuerdo, escribe tú la definición, pero incluye algo sobre cómo cada uno de nosotros encaja en la familia, la sociedad, y las comunidades con las que entramos en contacto. Habla de estos roles, además de cómo creemos que se nos asignan, si por destino, suerte, casualidad, autodeterminación, etcétera, etcétera. Ah, y haz que suene atractivo y fácil de entender, cariño.

—Tranquila.

—De acuerdo, damos por sentado que todo el mundo entiende lo que es la cosmovisión. Continuamos diciendo que los padres transmiten su cosmovisión a los niños a través de sus conductas y reacciones en situaciones cotidianas, a menudo triviales… Pareces desconcertada.

—Dame ejemplos de situaciones cotidianas.

—La cena, por ejemplo. Puede que siempre cenen a la seis y que mamá sea una gran planificadora, que la cena sea un rito, aunque en ella no pase nada, no se hable, a menos que se discuta. O que para cenar cada uno coma por separado, arreglándoselas como puede. Con estos contrastes, el niño crecerá pensando o bien que el día y la noche son previsibles, aunque no siempre agradables, o bien que el mundo es caótico, un sitio sin reglas donde cada cual hace lo que quiere. Algunos niños maduran sin problemas con independencia de las influencias tempranas. Otros, sin embargo, se convierten en adultos que necesitan una psicoterapia muy, muy cara durante el resto de su vida.

Ruth oyó su propia risa en la grabación. A diferencia de Wendy, nunca había hecho terapia. Dado que trabajaba con muchos terapeutas, sabía que eran seres humanos llenos de debilidades y que también ellos necesitaban ayuda. Y mientras Wendy pensaba que merecía la pena saber que un profesional se dedicaba en exclusiva a ella durante dos horas semanales, Ruth jamás habría pagado ciento cincuenta dólares por sesión para escucharse hablar. Wendy a menudo le decía que debía consultar a un psicólogo sobre su compulsión con los números. Para Ruth, sin embargo, contar no era un acto compulsivo sino práctico; servía para recordar cosas y no para evitar una consecuencia absurda y supersticiosa.

—Ruth, querida —prosiguió la voz grabada de Agapi—. ¿Puedes mirar la carpeta rotulada «Casos fascinantes» y escoger ejemplos apropiados para este capítulo?

—De acuerdo. ¿Y qué te parece si incluimos una sesión sobre la cosmovisión transmitida por la televisión en su papel de niñera artificial? Es sólo una sugerencia, pero también podría ser una buena estrategia para atraer la atención de los programas de entrevistas de radio y televisión.

—Sí, sí, estupendo. ¿Qué programas te parecen más apropiados?

—Bueno, podríamos empezar por los años cincuenta, con Howdy Doody y El club de Mickey Mouse, y llegar a los más actuales, como Los Simpson y South Park.

—No, querida, me refiero a qué programas debería ir yo. Sixty minutes, Today, Charlie Rose… Ah, me encantaría salir en este último, ese hombre es tan atractivo…

Ruth tomó notas y comenzó a bosquejar el capítulo. Sin duda Agapi la llamaría esa noche para discutir lo que había escrito. Ruth sospechaba que era la única escritora en activo que creía que un plazo de entrega era una fecha real.

A las once sonó la alarma de su reloj de pulsera. Movió un dedo: ocho, llamar a Gideon. Cuando lo localizó, comenzó comunicándole las exigencias del autor de La espiritualidad en Internet.

—Ted pretende que posponga todo lo demás y dé prioridad absoluta a su proyecto con el fin de adelantar la fecha de edición. Me puse firme y le dije que no podía, pero él también se puso firme y sugirió que podía reemplazarme por otro escritor. Francamente, para mí sería un alivio que me despidiera —dijo Ruth. Se estaba preparando para el mal trago.

—No lo hará —respondió Gideon—. Tú cederás, como de costumbre. Antes de una semana llamarás a Harper San Francisco y los convencerás de que cambien la fecha.

—¿Por qué lo dices?

—Afróntalo, cielo, eres una mujer complaciente. Siempre estás dispuesta a dar el brazo a torcer. Y tienes la habilidad de conseguir que los más imbéciles se crean genios.

—Cuidado —dijo Ruth—, estás describiendo a una puta.

—Es verdad. Como colaboradora, eres el sueño de cualquiera —prosiguió Gideon—. Escuchas las memeces que dicen tus egocéntricos clientes. Te atropellan, y tú lo aceptas. Eres fácil de manipular.

¿Por qué no estaría Art allí para oír eso? Habría querido jactarse: ¿Lo ves? Los demás no me consideran complicada. Entonces cayó en la cuenta de que Gideon la estaba calificando de incauta. Y no lo era, pensó. Conocía sus limitaciones, pero no le gustaba crear conflictos por cosas que no eran verdaderamente importantes. No entendía a la gente que disfrutaba con las discusiones y que siempre pretendía tener razón. Su madre era así, ¿y qué había conseguido? Nada, salvo desdicha, insatisfacción y furia. De acuerdo con la cosmovisión de LuLing, el mundo estaba en contra de ella y nadie podía cambiar eso, porque era una maldición.

En opinión de Ruth, su madre se enzarzaba en peleas debido principalmente a su deficiente inglés. No entendía a los demás, o los demás no la entendían a ella. Ruth solía pensar que ella sufría las consecuencias. Lo más paradójico era que LuLing estaba orgulloso, de haber aprendido el idioma sola, del inglés macarrónico que había adquirido en China y Hong Kong. Y desde que se había trasladado a Estados Unidos, hacía ya cincuenta años, ni su vocabulario ni su pronunciación habían mejorado. Un caso muy distinto del de su hermana GaoLing, que había llegado al país aproximadamente en la misma época y hablaba un inglés casi perfecto. Era capaz de describir las diferencias entre la crinolina y el organdí y de llamar por su nombre a los árboles que le gustaban: roble, arce, ginkgo o pino. Para LuLing, las telas se clasificaban en «cuesta mucho», «demasiado resbalosa», «rasca piel», y «dura mucho». Y reconocía dos clases de árboles: «da sombra» y «pierde hojas todo el tiempo». Ni siquiera sabía, pronunciar bien el nombre de su hija. En su infancia, a Ruth le mortificaba que la llamara a gritos por la calle: «¡Luti! ¡Luti!». ¿Por qué le había puesto un nombre con sonidos que era incapaz de pronunciar?

Pero lo peor era lo siguiente: como hija única de una viuda, Ruth siempre había estado obligada a ser la portavoz de su madre. Cuando contaba apenas diez años, Ruth era la angloparlante «señora LuLing Young» por teléfono, la que concertaba citas con el médico, la que escribía cartas al banco. En una ocasión había tenido que redactar una humillante carta dirigida al sacerdote.

—Luti da mucho problema —dictó LuLing, como si su hija fuese invisible—, puede que la mande a Taiwán, escuela para niños malos. ¿Qué piensa?

Ruth corrigió la carta:

«Quizá Ruth debería asistir a la escuela superior en Taiwán, donde podría aprender los modales y costumbres de una señorita. ¿Cuál es su opinión?».

En cierto modo, pensó Ruth ahora, su madre le había enseñado a ser un médico de libros. Tenía que revisar la vida con el fin de mejorarla.

A las tres y diez Ruth pagó al fontanero. Art no había vuelto a casa ni llamado por teléfono. No necesitaban una pieza de recambio sino un calentador nuevo. Y debido a la filtración, el fontanero había tenido que cortar la electricidad de todo el piso mientras aspiraba con máquina el agua estancada y retiraba el depósito antiguo. Ruth había podido trabajar.

Se le hacía tarde. Envió un fax a Agapi con el bosquejo del capítulo y corrió por la casa, recogiendo notas, el teléfono móvil, la agenda. Una vez en el coche, se dirigió a Presidio Gate, cruzó el bosque de eucaliptos y salió a California Street. Su madre vivía a unas cincuenta manzanas hacia el oeste, en la parte de San Francisco conocida como Sunset, cerca de Land’s End.

Se trataba de una visita de rutina. Hacía varios años que su madre no se sometía al chequeo anual, a pesar de que estaba incluido en su póliza médica. LuLing nunca estaba enferma. Ruth no recordaba cuándo había sido la última vez que había tenido la gripe o un simple resfriado. A sus setenta y siete años, su madre no sufría ninguno de los trastornos geriátricos habituales: artritis, colesterol u osteoporosis. Su dolencia más grave —de la que se quejaba con frecuencia a Ruth, dándole un montón de desagradables detalles— era el estreñimiento.

Sin embargo, en los últimos tiempos Ruth había notado que su madre no parecía exactamente olvidadiza, sino más bien confundida. Decía «lazo» por «papel de regalo», o «sobre» por «sello». Ruth había hecho una lista de ejemplos para comentárselos al médico. También debía mencionarle el accidente ocurrido en marzo. LuLing había empotrado su coche en la parte trasera de un camión. Por suerte, sólo se había golpeado la cabeza contra el volante y no había herido a nadie. Su coche había quedado destrozado.

—Me dio susto de muerte —había contado LuLing—. Casi cayó la piel.

Culpaba a una paloma que había aparecido ante el parabrisas. A lo mejor, pensó ahora Ruth, el aleteo no se había producido en el exterior, sino en la cabeza de su madre, una apoplejía, y el golpe en la cabeza había sido más grave de lo que creían, una contusión, una fractura de cráneo. Con independencia de lo que hubiese ocurrido, el informe de la policía y la compañía de seguros culparon a LuLing, no a la paloma. LuLing se enfadó tanto que canceló el seguro y luego protestó cuando se negaron a hacerle otra póliza.

Ruth había comentado el incidente con Agapi Agnos, quien señaló que, en los ancianos, la falta de atención y la ira podían estar asociadas con una depresión.

—Mi madre ha estado deprimida y enfadada durante toda su vida —dijo Ruth. No mencionó sus amenazas de suicidio, tan frecuentes que trataba de no darles importancia.

—Conozco terapeutas excelentes que han trabajado con pacientes chinos —dijo Agapi—. Son muy buenos con las diferencias culturales. Pensamiento mágico, antiguas presiones sociales, el flujo del chi…

—Créeme, Agapi, mi madre no se parece en nada a otros chinos. —Con frecuencia deseaba que se asemejara más a tía Gal, que no hablaba de fantasmas, ni de la mala suerte ni de las múltiples formas en que podía morir.

—De todas maneras, querida, deberías llevarla al médico para que le hicieran una buena revisión. Y dale un gran abrazo de mi parte.

Era una idea conmovedora, pero Ruth y LuLing rara vez se abrazaban. Cuando Ruth lo intentaba, su madre ponía los hombros rígidos, como si estuviesen a punto de atacarla.

De camino al edificio de LuLing, Ruth se adentró en la típica niebla estival. Luego pasó una manzana tras otra de bungalós construidos en los años veinte, casas aparecidas en los treinta y anodinos bloques de apartamentos de los sesenta. Los cables eléctricos, tendidos desde las casas a los postes, y desde los postes a las casas, estropeaban la vista del mar. La bruma marina había manchado muchos ventanales. Los bajantes y canalones estaban herrumbrosos, al igual que los parachoques de los coches viejos. Torció por una de edificios altos, torpes intentos de imitar la elegancia arquitectónica de la Bauhaus, y pequeños jardines con arbustos podados de formas extrañas, como las algodonosas patas de los caniches de exhibición.

Aparcó enfrente de la casa de LuLing, un edificio con dos viviendas de estilo mediterráneo, fachada curva color melocotón y un falso mirador con una reja de hierro forjado. En un tiempo, LuLing se enorgullecía de su pequeño jardín. Solía regar y podar el seto personalmente y alinear las piedras blancas que flanqueaban el corto sendero. Cuando Ruth vivía en casa su obligación era cortar los nueve metros cuadrados de césped. LuLing protestaba si los bordes tocaban la acera. También se quejaba de las manchas de orina que dejaba el perro de enfrente. «Luti, di a hombre que no permita hacer eso a perro». A regañadientes, Ruth cruzaba la calle, llamaba a la puerta, preguntaba al vecino si había visto un gato negro y blanco, y regresaba para decirle a su madre que el hombre había dicho que lo intentaría. Cuando se marchó a la universidad y volvía a casa de visita, su madre seguía mandándola a quejarse al vecino en cuanto aparecía en el umbral. La treta del gato desaparecido estaba demasiado trillada y era difícil encontrar excusas nuevas para ir a la casa de enfrente. Ruth solía dejarlo para más tarde, y LuLing refunfuñaba porque cada vez había más manchas y porque Ruth era holgazana, olvidadiza, no se preocupaba por la familia, etcétera, etcétera. Ésta fingía no oírla y leía o miraba la televisión.

Un día Ruth se armó de valor y le dijo a su madre que debería contratar a un abogado para demandar al vecino o a un jardinero que arreglara el jardín. Se lo había sugerido su compañera de cuarto, según la cual Ruth estaba loca por permitir que su madre la mandoneara como si tuviese seis años.

—¿Acaso te paga para que des la cara por ella? —había dicho su compañera de cuarto mientras exponía sus razones—. Bueno, la verdad es que me da dinero para mis gastos —reconoció Ruth.

—Sí, todos los padres hacen lo mismo. Es lo más lógico. Pero eso no leda derecho a tratarte como a una esclava.

Respaldada por esa opinión, Ruth encaró a su madre:

—Si tanto te molesta, soluciónalo tú.

LuLing la miró fijamente y en silencio durante cinco minutos enteros. Después estalló como un géiser.

¿Tú deseas que yo muera? ¿No quieres madre que diga lo que tienes que hacer? Bueno, ¡quizá yo muero pronto!

Eso bastaba para que Ruth desfalleciera, para que se sintiese conmocionada, incapaz de mantener la serenidad. Las amenazas de LuLing eran como un terremoto. Ruth sabía que el potencial estaba allí, que por debajo de la superficie los temblores podían comenzar en cualquier momento. A pesar de saberlo, cuando se producían se asustaba y quería huir antes de que el mundo se derrumbara.

Curiosamente, después de aquel incidente LuLing no volvió a mencionar al perro que se meaba en su jardín. En cambio, siempre que Ruth iba a visitarla agarraba una pala, se ponía a cuatro patas, excavaba con esfuerzo en las zonas marchitas y volvía a sembrar césped, quince centímetros cuadrados por vez. Ruth sabía que era un chantaje emocional, pero no podía evitar que le doliera el estómago mientras fingía indiferencia. Al final LuLing contrató a alguien que se ocupara de las manchas amarillas: un albañil que construyó un armazón y un molde y cubrió el jardín con rombos de cemento rojos y blancos. El sendero particular también era rojo. Con los años, los rombos rojos se decoloraron y los blancos se ensuciaron. En algunas zonas parecía haber habido levantamientos de volcanes liliputienses. Hierbas espinosas y matas pajizas brotaban de las grietas. Debería llamar a alguien que renovara ese sitio, pensó Ruth mientras se aproximaba. Le entristecía que su madre hubiera dejado de preocuparse por las apariencias. También se sentía culpable por no ayudarla más con la casa. Quizá enviara al encargado de mantenimiento del edificio de Art para que se ocupara de la limpieza y las reparaciones.

Cuando Ruth se acercaba a la escalera que conducía a la vivienda de arriba, la vecina de abajo salió de su casa y le indicó que quería hablar con ella. Francine era una treintañera con pinta de anoréxica que parecía usar una piel de la talla treinta y seis sobre un cuerpo de la talla treinta. A menudo se quejaba a Ruth por el estado del edificio. Había cortocircuitos continuos en la instalación eléctrica. Los detectores de humo eran viejos y debían cambiarse. Los peldaños de la puerta trasera estaban desnivelados y podían causar un accidente… o una demanda judicial.

—¡Nunca contenta! —decía LuLing.

Ruth sabía que no debía aliarse con la inquilina. Pero le preocupaba que algún día se produjera un problema, como un incendio, y temía los titulares de los periódicos: «Detenida la propietaria de una casa ruinosa por no cumplir con las normas de seguridad». Por lo tanto, se ocupaba en secreto de los problemas más fáciles de resolver. Cuando le pagó a Francine un nuevo detector de humos, LuLing se enteró y se puso histérica.

—¿Crees que ella tiene razón y yo equivocada? —Igual que durante toda la infancia de Ruth, la ira de LuLing fue en aumento hasta que sólo le quedó voz para soltar la amenaza de costumbre—: ¡Quizá yo muero pronto!

—Deberías hablar con tu madre —decía ahora Francine con voz quejumbrosa—. Me ha estado acusando de no pagar el alquiler. Y yo siempre pago puntualmente, el primer día del mes. No sé qué le pasa, pero no para de darme la lata; parece un disco rayado. —A Ruth se le cayó el alma a los pies. No quería oír aquello—. Hasta le enseñé el recibo y me dijo: «¿Ve? Todavía tiene el talón». Fue extraño, como si desvariara.

—Yo lo aclararé —respondió Ruth.

—Me acosa constantemente. Me está volviendo loca.

—Lo solucionaré.

—Eso espero, porque estaba a punto de llamar a la policía y solicitar una orden de alejamiento.

¿Una orden de alejamiento? ¿Quién era la loca?

—Lamento lo ocurrido —dijo Ruth, y recordó un libro en el que había colaborado y que aconsejaba hacerse eco de los sentimientos de los niños—. Es lógico que esté molesta cuando es evidente que no ha hecho nada malo.

La táctica funcionó.

—De acuerdo —dijo Francine. Retrocedió y desapareció en su casa como el cuclillo de un reloj suizo.

Ruth usó su llave para entrar en la casa de su madre. Oyó que Luling decía:

—¿Por qué tan tarde?

Sentada en su sillón tapizado en piel sintética, LuLing parecía una niña enfurruñada en un trono. Ruth la miró con atención, buscando indicios de deterioro: un tic en un ojo, o quizá una ligera parálisis en un lado de la cara.

Nada, era la mamá de siempre. Llevaba la rebeca morada con botones dorados, su favorita, pantalones negros y zapatos sin tacón del número 35. Tenía el pelo peinado hacia atrás y cogido, igual que Fia y Dory, aunque en lugar de una coleta llevaba un moño al que había añadido volumen con un postizo y luego cubierto con una redecilla. Su cabello era negro azabache, salvo en las raíces de la coronilla, un punto que no veía lo bastante bien para aplicarse suficiente tinte. Desde lejos parecía una mujer mucho más joven; de unos sesenta años, en lugar de setenta y siete. Su piel era tersa y uniforme, de manera que no necesitaba maquillaje ni polvos compactos. Las finas arrugas que surcaban sus mejillas sólo se veían a treinta centímetros de distancia. Las más profundas estaban junto a las comisuras de su boca, que a menudo, como ahora, se inclinaban hacia la barbilla.

—Dijiste que visita al médico a la una.

—Dije que la cita era a las cuatro.

—¡No! Una en punto. Dijiste está preparada. Así que yo preparo y tú no vienes.

Ruth sintió que la sangre abandonaba su cabeza. Decidió usar otra táctica.

—Bueno, llamaré al médico para ver si puede atendernos a las cuatro.

Fue hacia la parte trasera de la casa, cruzando la estancia donde su madre pintaba y hacía caligrafía, hasta su antigua habitación. Sobre el tablero de dibujo de su madre había una hoja grande de papel para acuarelas. LuLing había empezado un cuadro-poema, pero lo había interrumpido en la mitad de un ideograma. El pincel estaba encima del papel, con la punta seca y dura. LuLing no era descuidada. Solía ser maniáticamente escrupulosa con sus pinceles, que lavaba con agua mineral, jamás del grifo, para que el cloro no los estropeara. Tal vez hubiera salido corriendo al oír el zumbido de la tetera. O el timbre del teléfono; una de las dos cosas. Pero entonces Ruth se fijó mejor en el dibujo. Su madre había tratado de escribir el ideograma una y otra vez, deteniéndose siempre en el mismo punto ¿Qué ideograma era aquél? ¿Y por qué lo dejaba a medias?

Cuando Ruth era pequeña, su madre complementaba su sueldo de ayudante de maestra con trabajos adicionales, uno de los cuales era la caligrafía bilingüe, china e inglesa. Hacía carteles para supermercados y joyerías de Oakland y San Francisco, rimas de la buena suerte para la inauguración de restaurantes, bandas para coronas mortuorias invitaciones para bodas y bautizos. Durante años, la gente le había dicho a Ruth que su madre era una artista de la caligrafía, con un estilo clásico y excelso. Ésa era la tarea que le había ayudado a forjarse una buena reputación, y Ruth había contribuido a su éxito corrigiendo la ortografía de las palabras inglesas.

—Es pomelo —dijo en una ocasión la Ruth de once años, irritada—, no poleo. Es una fruta; no una hierba.

Esa noche LuLing empezó a enseñarle los rudimentos de la caligrafía china, y Ruth supo que era un castigo por lo que le había dicho antes.

—Mira —ordenó LuLing en chino. Molió una varilla de pigmento en un mortero y añadió agua salada con un gotero, en dosis del tamaño de lágrimas—. Mira —repitió y escogió un pincel de entre las docenas que colgaban con las cerdas hacia abajo.

Los ojos soñolientos de Ruth trataron de seguir la mano de su madre mientras mojaba el pincel en la tinta y lo sujetaba casi perpendicular al papel, con el codo y la muñeca suspendidos en el aire. Por fin empezó, con ligeras oscilaciones de muñeca que hacían que la mano subiera y bajara sinuosamente, como una polilla, por la brillante superficie del papel. Pronto se formaron las estilizadas imágenes: «¡Todo a mitad de precio! ¡Descuentos increíbles por cierre del negocio!».

—Escribir ideogramas chinos —explicó su madre— no se parece en nada a escribir palabras inglesas. Piensas de manera diferente. Sientes de manera diferente.

Y era verdad: LuLing era otra persona cuando escribía y pintaba. Serena, organizada, decidida.

Bao Bomu me enseñó a escribir —contó una noche—. Me enseñó a pensar. Cuando escribes, dijo, debes fluir libremente, igual que tu corazón. —Para demostrarlo, escribió el ideograma correspondiente a «corazón»—. ¿Lo ves? Cada trazo tiene su propio ritmo, su equilibrio, su sitio preciso. Bao Bomu decía que en la vida todo debería ser igual.

—¿Quién era Bao Bomu? —preguntó Ruth.

—La mujer que me cuidaba cuando era una niña. Me quería mucho, igual que una madre. Bao significa «querida» y junto con bomu «tita querida». Ah, Bao Bomu, el fantasma loco.

LuLing empezó a dibujar una sencilla línea vertical. Pero los movimientos no eran sencillos. Apoyó en el papel la punta del pincel, que quedó como una bailarina sur les pointes. Los pelos se inclinaron ligeramente en una especie de reverencia, y luego, como si un viento caprichoso los empujara, se ondularon hacia la derecha, hicieron una pausa, dieron medio paso a la izquierda y se elevaron. Ruth suspiró. ¿Para qué intentarlo siquiera? Su madre se enfadaría porque no lo hacía bien.

Algunas noches LuLing le enseñaba trucos para memorizar los ideogramas.

—Cada radical procede de una imagen muy antigua. —Hizo un trazo vertical y le preguntó a Ruth si era capaz de reconocer el cuadro. Ruth aguzó la vista y negó con la cabeza. LuLing dibujó una línea idéntica a la primera. Luego otra y otra, interrogándola sin cesar. Finalmente soltó un gruñido, la síntesis de su desencanto y disgusto—. Esta línea es como un rayo de luz. ¿Lo ves o no?

A Ruth le parecía un hueso de costilla del que habían roído toda la carne.

—Cada ideograma es un pensamiento —prosiguió LuLing—, un sentimiento, significados, historia, todo combinado. —Dibujó más líneas: puntos y guiones, trazos ascendentes y descendentes, curvas y corchetes—. ¿Ves esto? —decía una y otra vez, tris, tris, tris—. Esta línea y ésta, y ésta… la forma de un templo celestial. —Cuando Ruth se encogió de hombros, a modo de respuesta, LuLing añadió—: Al estilo antiguo. —Como si la palabra «antiguo» fuese a poner en funcionamiento los mecanismos chinos en la mente de su hija. Pim, pam, pum. Ah, ahora entiendo.

Más tarde LuLing le pidió que intentara trazar el ideograma, empeñada en meter por la fuerza una lógica china en el renuente cerebro de Ruth.

—Pon la muñeca así, firme pero blanda, como la rama de un sauce joven, Ai-ya, no caída como un mendigo tendido en la calle… Dibuja el trazo con gracia, igual que un pájaro que se posa en una rama, y no un verdugo cortando la cabeza de un demonio. Lo has hecho… bueno, mira, está cayendo. Hazlo así… primero el rayo de luz, después el templo. ¿Lo ves? Juntos significan «noticias de los dioses». ¿Ves cómo el conocimiento siempre procede de arriba? ¿Ves como las palabras chinas tienen sentido?

Las cosas que decía su madre tenían sentido cuando hablaba en chino, pensó Ruth ahora. ¿O no?

Llamó a la consulta del médico y habló con la enfermera.

—Soy Ruth Young, la hija de LuLing Young. Iremos a ver al médico para una revisión a las cuatro, pero antes quería comentar algunas cosas… —Se sintió como una colaboracionista: una traidora y una espía.

Cuando regresó al salón, LuLing estaba buscando su monedero.

—No necesitamos dinero —dijo Ruth—; y si lo necesitamos, pagaré yo.

—¡No, tú no pagas! ¡Nadie paga! —exclamó LuLing—. Dentro de monedero puse mi tarjeta de seguro. Si no enseño tarjeta, doctor cobra más. Todo tiene que ser gratis.

—Estoy segura de que allí tendrán tu historia clínica. No necesitan ver la tarjeta.

LuLing siguió buscando. De repente irguió los hombros y dijo:

—Ya sé. Monedero en casa de GaoLing. Ella olvida decirme.

—¿Cuándo fuiste a verla?

—Tres días antes. El lunes.

—Hoy es lunes.

—¿Cómo va a ser lunes? ¡Hoy no, fui tres días antes!

—¿Tomaste el tren?

Desde el accidente de coche, LuLing usaba el transporte público cada vez que Ruth no podía hacerle de chófer.

—Sí, y GaoLing llega dos horas tarde. Yo espero dos horas. Por fin viene y me acusa, dice: ¿Por qué vienes temprano?, debes venir a las once. Le digo que no, yo no dicho venir a las once. ¿Por qué decir que vengo a las once si vengo a las nueve? Cree que estoy loca, y yo me enfado mucho.

—¿Piensas que podrías haberlo dejado en el tren?

—¿Dejar qué?

—El monedero.

—¿Por qué tú siempre de parte de ella?

—No estoy de parte de nadie…

—Quizá ella se queda mi monedero. Siempre quiere cosas mías. Tiene envidia. En tiempos de niña, ella quiere mi vestido chipao, mi melón, la atención de todos.

Los dramas que habían vivido su madre y su tía en el transcurso de los años se asemejaban a esas obras de teatro marginales en las que dos personajes interpretan todos los papeles: amigos íntimos enemigos, rivales a muerte y leales cómplices. Entre ellas había sólo un año de diferencia —tenían setenta y siete y setenta y seis— y esa proximidad cronológica parecía la causa de la eterna competencia entre las dos.

Las dos hermanas habían llegado a Estados Unidos por separado y se habían casado con hermanos, hijos de un tendero y su esposa. El marido de LuLing, Edwin Young, estudiaba medicina, y en su condición de hermano mayor estaba «destinado», según LuLing, a ser más listo y más próspero. Había gozado de mayores atenciones y privilegios por parte de su familia. El hermano menor y marido de GaoLing, Edmund, estaba en la facultad de odontología. Todos lo tenían por el más vago, el muchacho imprudente que siempre necesitaría un hermano mayor que lo vigilara. Pero una noche, cuando salía de la biblioteca de la universidad, Edwin murió atropellado por un coche que se dio a la fuga. Ruth tenía dos años. Su tío Edmund se convirtió en el jefe de la familia, un dentista respetado y un próspero inversor en inmuebles de renta baja.

Cuando el tendero y su mujer murieron, en los años sesenta, la mayor parte de su herencia —dinero, la casa, la tienda, las joyas de oro y jade y las fotografías familiares— fue a parar a Edmund, y LuLing recibió únicamente una pequeña suma de dinero en consideración a su breve matrimonio con Edwin.

—A mí sólo dan así de poco —decía a menudo LuLing juntando el pulgar y el índice como si sujetara una pulga—. Todo porque tú no eres varón.

Con el dinero de la herencia y los ahorros de muchos años LuLing compró una casa dividida en dos viviendas en Cabrillo y la Cuarenta y siete, donde ella y Ruth habían ocupado la planta alta. GaoLing y Edmund se mudaron a Saratoga, una pequeña ciudad donde abundaban las casas grandes, con amplios jardines y piscina.

De vez en cuando ofrecían a LuLing los muebles que iban a reemplazar por otros mejores.

—¿Por qué aceptarlos? —decía ella, indignada—. ¿Para que compadezcan a mí? ¿Sienten tan superiores que dan las cosas que no quieren?

Durante años y años, LuLing se lamentaba en chino:

Ai-ya, si tu padre viviera sería más rico que tu tío. ¡Pero aun así no despilfarraríamos el dinero como ellos!

También recordaba cuál debería haber sido el legado legítimo de Ruth: el anillo de jade de la abuela Young, dinero para la universidad. No importaba que Ruth fuera una mujer y que Edwin hubiera muerto. ¡Ésas eran viejas ideas chinas! LuLing decía estas cosas tan a menudo que Ruth no podía evitar fantasear con la vida que habría llevado si su padre hubiera vivido. Habría podido comprarse zapatos de charol, pasadores de estrás y rosas chinas. A veces miraba la fotografía de su padre y se enfadaba con él porque había muerto, Después se sentía culpable y asustada. Trataba de convencerse de que amaba profundamente a ese hombre a quien ni siquiera recordaba. Recogía las florecillas silvestres que brotaban en las grietas de las aceras y las ponía delante de su retrato enmarcado.

Ahora Ruth observó a LuLing buscando el monedero en el armario. Seguía enumerando las faltas de GaoLing.

—Después, en tiempo de adulta, también quiere mis cosas. Quiere que tu papá se casa con ella. Sí, tú no lo sabes. Edwin, no Edmond porque él mayor, más éxito. Todos los días sonríe a él, enseña los dientes, como mono. —LuLing dio media vuelta e ilustró sus palabras con un gesto—. Pero él no interesa ella, sólo yo. Ella muy enfadada. Más tarde casa con Edmund, y cuando tu padre muere, ella dice: Oooh, qué suerte yo no casa con Edwin. ¡En mi cara! No piensa en mí, sólo en ella. Yo no digo nada. Nunca quejo. ¿Alguna vez quejo?

Ruth la ayudó en la búsqueda, metiendo las manos bajo los almohadones del sofá.

LuLing se irguió hasta alcanzar su máxima estatura, un metro y cincuenta y dos centímetros de indignación.

—¡Y mira ahora! ¿Por qué GaoLing todavía quiere mi dinero? Ella loca, tú sabes. Siempre piensa que tengo más, escondido en alguna parte. Por eso creo tiene mi monedero.

Sobre la mesa del comedor, que LuLing no usaba jamás, había pilas de cartas y folletos publicitarios. Ruth apartó los periódicos y revistas en chino. Su madre siempre había sido limpia, pero nunca ordenada. Detestaba la grasa, pero no le molestaba el caos. Guardaba la propaganda que le dejaban en el buzón y los cupones de descuento como si fuesen tarjetas de felicitación personales.

—¡Aquí está! —exclamó Ruth.

Qué alivio. Sacó una cartera verde de debajo de una pila de revistas. Mientras LuLing comprobaba que el dinero y las tarjetas de crédito seguían dentro, Ruth se fijó por primera vez en las revistas que habían ocultado el monedero: números nuevos de Woodworking Today, Seventeen, Home Audio and Video, Runner’s World, Dog Fancy, Ski, Cosmopolitan, Country Living… publicaciones que su madre era incapaz de leer.

—¿Qué hacen estas revistas aquí?

LuLing sonrió con timidez.

—Yo pienso: primero gano dinero, después cuento a ti. Ahora tú preguntas, así que enseño. —Fue hasta el cajón de la cocina, donde guardaba montañas de cupones vencidos, y sacó un sobre grande—. Noticias de los dioses —murmuró LuLing—. ¡Yo gano diez millones de dólares! Abre y mira.

Naturalmente, en el interior había un cupón publicitario que se asemejaba a un talón y una hoja con pegatinas de portadas de revistas en miniatura. Faltaban la mitad de las portadas. LuLing debía de haber encargado tres docenas de revistas. Ruth imaginó al cartero arrastrando un saco lleno de revistas cada día y dejándolas en el sendero de entrada; las esperanzas y la lógica de su madre mezcladas en la misma pila.

—¿Tú sorprendida? —LuLing rebosaba alegría.

—Deberías contarle tu buena noticia al médico.

LuLing sonrió de oreja a oreja y añadió:

—Yo gano todo para ti.

Ruth sintió un vuelco en el corazón que pronto se convirtió en dolor. Habría querido abrazar a LuLing, protegerla, pero al mismo tiempo deseaba que su madre la acunara a ella, que le asegurara que estaba bien y que no había sufrido una apoplejía o algo peor. Así había sido siempre su madre: difícil, agobiante, extraña. Pero a pesar de todo, LuLing la había amado. Ruth lo sentía, lo sabía. Nadie la querría más. Mejor quizá, pero no más.

—Gracias, mamá. Es maravilloso. Más tarde hablaremos de lo que harás con el dinero. Pero ahora tenemos que marcharnos. El doctor ha dicho que podíamos ir a las cuatro, pero que no llegáramos tarde.

LuLing se enfurruñó otra vez.

—Tarde por tu culpa.

Ruth tuvo que recordarle que llevara el monedero que acababa de encontrar, luego el abrigo y finalmente las llaves. Volvió a sentirse como una niña de diez años, traduciéndole a su madre cómo funcionaba el mundo, explicándole las reglas, las restricciones, los límites de las garantías. Por aquel entonces sentía rencor. Ahora estaba aterrorizada.