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Durante los últimos ocho años, cada 12 de agosto Ruth Young perdía la voz.

Sucedió por primera vez cuando se mudó al piso de Art en San Francisco. Durante varios días Ruth sólo fue capaz de emitir silbidos, como un hervidor de agua desatendido. Supuso que se trataba de un virus, o acaso de una alergia a un hongo del edificio.

Volvió a quedarse afónica el día del primer aniversario de la convivencia con Art, y éste bromeó diciendo que sin duda era una laringitis psicosomática. Ruth se preguntó si sería cierto. De niña había perdido la voz tras fracturarse un brazo. ¿Por qué? En su segundo aniversario, Art y ella contemplaban las estrellas en el Grand Tetons. Según un folleto del parque, «Durante el punto culminante de la lluvia de perseidas, en torno al 12 de agosto, centenares de estrellas fugaces surcan el cielo cada hora. En realidad son fragmentos de meteoritos que penetran en la atmósfera terrestre, consumiéndose en el descenso».

Junto a Art, Ruth admiró en silencio el espectáculo de luces sobre la aterciopelada negrura del cielo. Ella no creía que su laringitis fuese obra de las estrellas, ni que la lluvia de meteoritos guardara relación con su incapacidad para hablar. En su infancia, sin embargo, su madre solía decirle que las estrellas fugaces eran en verdad «cuerpos de fantasmas derritiéndose», y que mirarlas traía mala suerte. Si lo hacías, eso significaba que un fantasma trataba de hablarte Para su madre, prácticamente cualquier cosa era una señal de los fantasmas: platos rotos, perros que ladraban, llamadas telefónicas en las que sólo se oía silencio o una respiración agitada al otro lado de la línea.

El agosto siguiente, en lugar de esperar el ataque de mudez, Ruth explicó a sus clientes y amigos que había planeado permanecer en silencio durante una semana.

—Es un rito anual —dijo— para aguzar mi conciencia sobre las palabras y su necesidad.

Uno de sus clientes escritores, un psicoterapeuta de la New Age, vio este mutismo voluntario como un «proceso maravilloso» y resolvió sumarse a él con el fin de volcar sus descubrimientos en algún libro acerca de la dinámica de las familias con conflictos o del silencio como terapia.

A partir de ese momento la dolencia de Ruth se convirtió en un acontecimiento anual, aprobado por todos. Dejaba de hablar dos días antes de que su voz se retirara por sí sola. Rechazó con cortesía la propuesta de Art de que se comunicaran con señas. Hizo de su mutismo forzado una decisión, un acto de voluntad, en lugar de tomar lo como una enfermedad o un misterio. De hecho, empezó a disfrutar de ese descanso de las palabras durante una semana no necesitaba consolar a los clientes, ni recordar a Art sus compromisos sociales, ni aconsejar a las hijas de este que tuviesen cuidado ni sentirse culpable por no llamar a su madre.

Éste era el noveno año. Ruth, Art y las niñas habían recorrido trescientos kilómetros para llegar al lago Tahoe, donde pasarían los «días mudos», como los llamaban ahora. Ruth había imaginado que los cuatro caminarían hasta el río, tomados de la mano, para contemplar la lluvia de meteoritos en medio de un silencio reverencial. Pero los mosquitos estaban haciendo horas extraordinarias, Dory se quejaba de que había visto un murciélago y Fia la provocó:

—¿Qué sentido tiene preocuparse por la rabia cuando estamos en un bosque lleno de asesinos con hachas?

Cuando regresaron a la cabaña, las niñas dijeron que se aburrían.

—¿No hay tele por cable? —protestaron.

De manera que Art las llevó a Tahoe City, donde alquilaron cintas de vídeo, casi todas de terror. Él y las niñas dormitaron durante casi toda la función, pero Ruth no podía dejar de mirar, aunque detestaba esas películas. Más tarde soñó con niñeras locas y extraterrestres de cuerpos viscosos.

El domingo, cuando volvieron a San Francisco, malhumorados y sudorosos, descubrieron que no tenían agua caliente. Él depósito perdía y, por lo visto, el dispositivo que calentaba el agua se había fundido. Tuvieron que calentar agua para bañarse, ya que Art no quería pagar la tarifa de urgencia de un fontanero. Sin voz, Ruth no podía discutir, y se alegró de ello. Discutir equivaldría a ofrecerse a pagar la factura, cosa que hacía tan a menudo desde que vivían juntos que estaba convencida de que era lo que él esperaba de ella. Pero precisamente porque no se ofreció a pagar, se sintió mezquina, y más tarde indignada porque Art no volvió a tocar el tema en la cama, él le besó el cuello y se restregó con suavidad contra sus nalgas. Cuando ella se tensó, Art dijo «como quieras» y le dio la espalda, dejándola con la sensación de que la había rechazado. Habría querido explicarle lo que le pasaba, pero se percató de que no lo sabía. Su mal humor no obedecía a nada en particular. Pronto oyó la sonora respiración de Art, fuera de sincronía con su frustración, y permaneció en la oscuridad con los ojos abiertos como platos.

Era casi medianoche y faltaban pocas horas para que recuperara la voz. Estaba en su Cuchitril, una antigua despensa convertida en estudio. Su subió a un taburete y abrió la pequeña ventana. Allí estaba, una vista de un millón de dólares: las torres rojas del puente Golden Gate, que bifurcaba las aguas separando la bahía del océano. El aire era húmedo y asépticamente frío contra su cara. Escrutó el cielo, pero estaba demasiado claro y brumoso para ver «fantasmas» en combustión. Las sirenas de niebla comenzaron a ulular. Un instante después Ruth vio las nubes, como un etéreo edredón de plumas, cubriendo el océano y acercándose poco a poco al puente. Su madre solía decir que la niebla era en realidad el vapor de dos dragones que luchaban; uno de agua, el otro de fuego.

—Agua y fuego juntos hacen vapor —decía LuLing en un curioso inglés con acento británico, aprendido en Hong Kong—. Tú sabes. Igual que tetera. Tocas y quemas dedo.

La niebla se alzaba sobre los parapetos del puente, difuminando las luces de los coches. A esas horas, nueve de cada diez conductores estaban borrachos; Ruth lo había leído en algún sitio. O quizá lo hubiese escrito para un cliente. Se bajó del taburete, pero dejó la ventana abierta.

Las sirenas continuaron sonando. Eran como tubas en una ópera de Shostakovich, cómicamente trágicas. Pero ¿acaso la tragedia era cómica alguna vez? ¿O el público era el único que reía cuando las víctimas caían por una trampilla o se topaban con falsos espejos?

Aún sin sueño, Ruth se volvió hacia su escritorio. En ese momento sintió una punzada de preocupación, un aviso de algo que no debía olvidar. ¿Tenía que ver con el dinero, un cliente, una promesa que le había hecho a las niñas? Se puso a ordenar el escritorio, a apilar los libros de consulta, clasificar faxes y borradores por colores, de acuerdo con el cliente o el libro al que pertenecían. Al día siguiente volvería a la rutina y los plazos de entrega, y un escritorio limpio siempre le daba la sensación de un nuevo comienzo y una mente clara. Todo tenía su sitio. Si la prioridad o el valor de un objeto eran cuestionables, lo guardaba en el último cajón de la derecha del escritorio. Pero ahora el cajón estaba lleno de cartas por responder, borradores abandonados, papeles con ideas potencialmente útiles en el futuro. Del fondo del cajón sacó una pila de folios sujetos con un clip, suponiendo que podía deshacerse de lo que fuese que llevara tanto tiempo allí.

Eran páginas escritas en chino, con la letra de su madre. LuLing se las había entregado cinco o seis años antes.

—Viejas cosas sobre mi familia —había dicho con una mezcla de vergüenza y despreocupación, lo que significaba que los papeles eran importantes—. Mi historia, empezando por tiempos de niña. Yo escribo para mí, pero tal vez tú lees, entonces ves cómo crezco y vengo a este país.

En el transcurso de los años, Ruth había oído muchos episodios de la vida de su madre, pero le conmovió la timidez con que le pedía que leyera algo que indudablemente le había costado un gran esfuerzo escribir. Las páginas contenían minuciosas columnas verticales, sin tachaduras, lo que indicaba que su madre las había pasado en limpio.

Ruth había tratado de descifrar el texto. En un tiempo, su madre había forzado nociones de caligrafía china en su reticente cerebro, y todavía reconocía algunos caracteres: «cosa», «yo», «verdad». Pero para entender el resto necesitaría hallar la equivalencia entre los temblorosos trazos de LuLing y los uniformes caracteres del diccionario chino-inglés. «Éstas son las cosas que sé que son verdad», decía la primera frase. Ruth había tardado una hora en traducirla. Se fijó el objetivo de descifrar una frase al día. Y siguiendo su plan, la noche siguiente tradujo otra oración: «Me llamo LuLing Liu Young». Fue sencillo; cinco minutos. A continuación estaban los nombres de los maridos de LuLing, uno de los cuales era el padre de Ruth. Se sorprendió al descubrir que había habido otro. ¿Y qué quería decir con «se llevaron consigo nuestros secretos»? Habría querido averiguarlo en el acto, pero no podía preguntárselo a su madre. Sabía por experiencia lo que pasaba cuando le pedía que tradujera ideogramas chinos. Primero LuLing la reñía por no haber estudiado lo suficiente cuando era pequeña. Después, para explicar cada símbolo, se iba por las ramas del pasado, describiendo con exasperante meticulosidad los infinitos significados de las palabras chinas: «Secreto no significa sólo no poder decir. Puede ser secreto que hace daño, o secreto-maldición, a veces perjudica para siempre, imposible cambiar después…». Seguirían digresiones sobre quién había contado el secreto, sin revelar cuál era dicho secreto, y más digresiones sobre la horrible muerte de la persona en cuestión, sus causas y cómo habría podido evitarse si mil años antes no hubiese sucedido tal o cual cosa. Si Ruth demostraba impaciencia mientras la escuchaba, LuLing se enfurecía y acababa diciendo que nada de aquello importaba porque pronto también ella moriría, de manera accidental —debido a las desgracias que le habían deseado— o voluntaria. Luego la castigaba con el silencio, un silencio que duraba días o semanas, hasta que Ruth se doblegaba y pedía perdón.

De manera que Ruth no interrogó a su madre. En cambio, decidió esperar hasta poder tomarse unos días libres para concentrarse en la traducción. Se lo comunicó a su madre, y ésta advirtió:

—No esperes demasiado.

Después, cada vez que su madre le preguntaba si había leído su historia, Ruth respondía: «Pensaba hacerlo, pero surgió un problema con un cliente». Se interpusieron otras crisis, relacionadas con Art, las niñas, la casa o las vacaciones.

—Demasiado ocupada para madre —protestaba LuLing—. Nunca demasiado ocupada para cine, viajes, amigas.

El año anterior LuLing había dejado de interrogarla al respecto, y Ruth se preguntaba si se habría dado por vencida. Imposible. Debía de tratarse de un olvido. Por ese entonces las páginas ya estaban en el último cajón del escritorio.

Ahora que las había reencontrado, Ruth se sintió culpable. A lo mejor contrataba a una persona más versada en chino que ella. Art conocería a alguien: un estudiante de lenguas, un profesor retirado lo bastante mayor para conocer los ideogramas tradicionales, y no sólo los simplificados. En cuanto tuviera tiempo, buscaría a alguien. Dejó las páginas encima de la pila y cerró el cajón, sintiéndose menos culpable.

Cuando despertó por la mañana, Art estaba levantado, haciendo sus estiramientos de yoga en la habitación contigua.

—Hola —dijo para sí—. ¿Hay alguien en casa? —Había recuperado la voz, aunque sonaba débil por falta de uso.

Mientras se cepillaba los dientes en el cuarto de baño oyó chillar a Dory:

—Quiero ver eso. ¡Ponlo otra vez! La tele también es mía.

Fia gritó:

—Ese programa es para críos pequeños, y eso es lo que eres tú, buuu, buuu, buuu.

Desde el divorcio de Art las niñas vivían entre Sausalito, donde estaba la casa de su madre y su padrastro, y el piso eduardiano de Art, en Vallejo Street. Semana por medio, los cuatro. —Art, Ruth, Sofía y Dory— se apretujaban en cinco habitaciones minúsculas, una de ellas apenas lo bastante grande para poner una litera. Había un solo cuarto de baño, una antigualla cuya falta de comodidades exasperaba a Ruth. La bañera con pies de hierro en forma de zarpas era tan reconfortante como un sarcófago, y de los grifos independientes de la pila con pedestal el agua salía o bien hirviendo, o bien helada. Mientras buscaba hilo dental, Ruth tiró otros objetos del alféizar de la ventana: potingues antiarrugas, cremas para las espinillas, cortadores para los pelos de la nariz y un vaso de plástico con nueve cepillos de dientes cuyos propietarios y fecha de aparición eran siempre un misterio. Mientras ponía orden en el caos, unos golpes apremiantes sacudieron la puerta.

—Tendrás que esperar —dijo con voz ronca.

Los golpes continuaron. Echó un vistazo al horario de agosto, que estaba pegado a ambos lados de la puerta. Allí decía con absoluta claridad a quién le tocaba ocupar el baño cada cuarto de hora. Ella se había reservado el último turno, y dado que todos los demás se retrasaban, sufría las consecuencias acumuladas. Debajo del horario las niñas habían añadido reglas, enmiendas y una lista de transgresiones y multas por infracciones relacionadas con el uso de la pila, el inodoro y la ducha, así como una proclama sobre el derecho a la intimidad versus una EMERGENCIA VERDADERA (subrayado tres veces).

Más golpes.

—¡Ruuuuth! ¡Teléfono!

Dory entornó la puerta y le pasó un teléfono inalámbrico. ¿Quién llamaría a las siete y veinte de la mañana? Su madre, sin duda. LuLing sufría una crisis cada vez que Ruth dejaba pasar unos días sin telefonearle.

—¿Has recuperado la voz, Ruthie?

Era Wendy, su mejor amiga. Hablaban prácticamente a diario. Oyó que se sonaba la nariz. ¿Estaba llorando?

—¿Qué ha pasado? —murmuró Ruth. No me lo digas, no me lo digas, pensó al ritmo de su desbocado corazón. Wendy iba a comunicarle que tenía cáncer, Ruth estaba segura. La intranquilidad de la noche anterior empezó a hormiguear en sus venas.

—Todavía estoy conmocionada —prosiguió Wendy—. Voy a… Espera un momento; tengo otra llamada.

No debía de ser cáncer, pensó Ruth. Probablemente la habían atracado en la calle, o habían entrado a robar en su casa y ahora la policía llamaba para tomarle declaración. Fuera lo que fuese, era serio; de lo contrario, Wendy no lloraría. ¿Qué le diría? Ruth sujetó el auricular entre la barbilla y el hombro y se mesó la melena corta. Notó que el azogue del espejo estaba cuarteado. ¿O acaso tenía las raíces del pelo blancas? Pronto cumpliría los cuarenta y seis. ¿Cuándo había empezado a perder la grasa infantil de la cara? Pensar que hasta hacía poco le molestaba tener la piel y el rostro de una eterna adolescente. Ahora las arrugas inclinaban hacia abajo las comisuras de su boca. Hacían que pareciese disgustada, igual que su madre. Gracias a Dios, no se asemejaba a ella en otros aspectos. LuLing estaba permanentemente descontenta con todo y con todos. Durante la infancia de Ruth, la había obligado a vivir en un clima de desesperación insoluble. Por eso ahora detestaba las discusiones con Art. Se esforzaba por no enfadarse. Pero a veces perdía la paciencia y estallaba, y después se preguntaba por qué no se había dominado.

Wendy reapareció en la línea.

—¿Sigues ahí? Lo siento. Estamos escogiendo víctimas para la película del terremoto y me llaman millones de personas a la vez. —Wendy era propietaria de una agencia que contrataba figurantes típicos de San Francisco: polis con bigote estilo Dalí, drag queens de un metro noventa de estatura, gente de sociedad que, sin saberlo, era una caricatura de sí misma—. Para colmo me siento fatal —añadió Wendy, una pausa para estornudar y sonarse la nariz. Así que no lloraba, advirtió Ruth antes de que el teléfono emitiera dos pitidos—. Mierda —dijo Wendy—. No cuelgues. Espera a que me deshaga de quien quiera que llame ahora.

A Ruth no le gustaba que la hicieran esperar. ¿Qué era tan importante para que Wendy la llamara a esa hora de la mañana? ¿Habría descubierto que su marido tenía una aventura? ¿Joe? No; el bueno de Joe, no. ¿Entonces, qué?

Art asomó la cabeza por la puerta y señaló su reloj de pulsera. Siete y veinticinco, esbozó con los labios. Ruth iba a decirle que Wendy tenía una emergencia, pero él ya se alejaba por el estrecho pasillo.

—¡Dory! ¡Fia! Daos prisa. Dentro de cinco minutos Ruth os llevará a la pista de patinaje. Preparaos. —Las niñas chillaron y Ruth se sintió como un caballo en la línea de salida de una carrera.

—¡Iré dentro de un segundo! —gritó—. Niñas, si no desayunáis quiero que toméis leche, un vaso entero, para que no caigáis muertas de un shock hipoglucémico.

—No menciones la muerte —replicó Dory—. Detesto que hagas eso.

—Dios, ¿qué pasa ahí? —preguntó Wendy, otra vez en la línea.

—El típico comienzo de semana —respondió Ruth—. El caos es el castigo por el ocio.

—¿Sí? ¿Quién lo dice?

—Yo. Bueno, ¿qué ibas a contarme?

—Primero prométeme que no se lo dirás a nadie. —Wendy volvió a estornudar.

—Claro.

—Ni siquiera a Art, y mucho menos a miss Giddy.

—¿A Gideon? Mmmm, no sé si puedo prometerte eso.

—Anoche mi madre llamó en estado de euforia —comenzó Wendy.

Mientras hablaba, Ruth corrió al dormitorio para terminar de vestirse. Cuando no tenía prisa disfrutaba con las historietas de su amiga. Wendy era una zahorí capaz de detectar curiosas turbulencias en la atmósfera terrestre. Era testigo de escenas estrafalarias: tres albinos sin techo que vivían cerca de Golden Gate Park, un BMW súbitamente devorado por un viejo foso séptico en Woodside, un bisonte paseándose solo por Taraval Street. Asistía a fiestas donde la gente montaba escenas, se embarcaba en aventuras amorosas o suscitaba otros escándalos para renovarse. Ruth pensaba que Wendy ponía chispa en su vida, pero hoy no era un buen día para chispas.

—¡Ruth! —dijo Art en tono apremiante—. Las niñas llegarán tarde.

—Lo siento mucho, Wendy, pero tengo que llevar a las niñas a clase de patinaje…

Wendy interrumpió:

—¡Mi madre se ha casado con su entrenador personal! Para eso me llamó. Él tiene treinta y ocho años y ella, sesenta y cuatro. ¿Puedes creerlo?

—Oh… caray. —Ruth estaba atónita. Imaginó a la señora Scott junto a un novio con pajarita y pantalones cortos de gimnasia, ambos pronunciando los votos matrimoniales sobre una máquina de andar. ¿Estaba disgustada Wendy? Quería decir algo apropiado, pero ¿qué? Unos cinco años antes su madre había tenido una especie de novio, pero el tipo tenía ochenta años. Ruth deseaba que Tin Chu se casara con LuLing y la mantuviera ocupada. Sin embargo, éste había muerto de un ataque de corazón.

—Escucha, Wendy, sé que esto es importante, así que ¿puedo llamarte después de dejar a las niñas?

Tras colgar el auricular, Ruth se recordó las tareas del día. Diez, pensó tocándose en primer lugar el pulgar. Uno, llevar a las niñas a la clase de patinaje. Dos, retirar los trajes de Art de la tintorería. Tres, comprar comida para la cena. Cuatro, recoger a las niñas y llevarlas a casa de una amiga, en Jackson Street. Cinco y seis, llamar a un cliente arrogante, Ted, y luego a Agapi Agnos, que le caía bien. Siete, terminar de bosquejar el capítulo del libro de Agapi Agnos. Ocho, telefonear a su agente, Gideon, a quien Wendy detestaba. Nueve… ¿qué demonios era nueve? Sabía que la décima era la última tarea del día. Debía llamar a Miriam, la ex mujer de Art, para preguntarle si les permitiría tener a las niñas el fin de semana de la cena del Festival de la Luna Llena, la reunión anual de los Young. Este año le tocaba ser la anfitriona.

¿Cuál era la tarea número nueve? Siempre organizaba la jornada de acuerdo con el número de dedos de las manos. Cada día era un cinco o un diez. No era inflexible: a los quehaceres adicionales les asignaba los dedos de los pies, espacio suficiente para diez recados imprevistos. Nueve, nueve… Podía poner llamar a Wendy en el primer puesto y correr todo un número. Pero sabía que esa llamada debía ser un dedo del pie, un extra, un once. ¿Qué era el nueve? Casi siempre se trataba de algo importante, porque el nueve era esencial, un número de plenitud, según su madre, y significaba «No lo olvides, o corres el riesgo de perderlo todo». ¿Tendría algo que ver con su madre? Siempre había un motivo para preocuparse por su madre. No era algo concreto que tuviera que recordar. Era un estado de ánimo.

LuLing le había enseñado el truco mnemotécnico de contar con los dedos. Con este método, su madre jamás olvidaba nada, y mucho menos las mentiras, las traiciones y todas las cosas malas que había hecho Ruth desde su nacimiento. Aún podía verla contando al estilo chino, señalando primero el meñique y doblando cada dedo sobre la palma, un movimiento que Ruth interpretaba como que todas las demás posibilidades y vías de escape quedaban cerradas. Ruth mantenía los dedos abiertos y extendidos, al estilo americano. ¿Qué era el nueve? Se puso unas sandalias. Art apareció en la puerta.

—¿Cariño? No olvides llamar al fontanero por lo del depósito de agua caliente.

El fontanero no sería el número nueve, se dijo Ruth, de ninguna manera.

—Lo siento, cielo, pero ¿no podrías llamar tú? Tengo muchas cosas que hacer.

—Yo tengo reuniones y tres apelaciones pendientes. —Art trabajaba como asesor lingüístico, este año en casos de reclusos sordos que habían sido juzgados y condenados sin intérprete.

Es tu casa, sintió la tentación de responder Ruth. Pero se obligó a parecer razonable, impasible, igual que Art.

—¿No puedes llamar desde la oficina, entre una reunión y otra?

—En ese caso también tendría que llamarte a ti para averiguar cuándo estarás en casa.

—No sé exactamente cuándo estaré en casa. Y ya conoces a esos tipos. Dicen que vendrán a la una y aparecen a las cinco. El hecho de que trabaje en casa no significa que no tenga un empleo de verdad. Me espera un día de locos. Para empezar, tengo que… —Comenzó a enumerar sus obligaciones.

Art encorvó los hombros y suspiró.

—¿Por qué tienes que complicarlo todo? Sólo había pensado que si era posible, si tenías tiempo… Bah, olvídalo. —Dio media vuelta.

—Está bien, lo haré. Pero si sales pronto de tus reuniones, ¿podrías venir a casa?

—Claro. —Art le dio un beso en la frente—. Y gracias. No te lo habría pedido si no estuviera hasta el cuello de trabajo. —La besó otra vez—. Te quiero.

Ruth no respondió. Cuando él se hubo marchado, recogió el abrigo y las llaves, y vio a las niñas al final del pasillo, mirándola con expresión crítica. Movió el dedo gordo del pie. Doce, agua caliente.

Puso el motor en marcha y pisó varias veces el freno para cerciorarse de que funcionaba. De camino a la pista de patinaje continuó preguntándose a qué recado correspondería el número nueve. Repasó el alfabeto, por si alguna letra le refrescaba la memoria. Nada. ¿Qué había soñado la noche anterior, cuando por fin se había quedado dormida? Una ventana del dormitorio, una figura oscura al otro lado. Las cortinas, recordó ahora, eran transparentes y ella estaba desnuda. Había mirado hacia arriba y había visto que los vecinos de los apartamentos cercanos sonreían. Habían estado mirando sus momentos más íntimos, sus partes más íntimas. Entonces una radio empezó a atronar. ¡Tuuu, tuu, tuu! «Ésta ha sido una prueba del Sistema Americano de Radiodifusión de la señal de alerta de una catástrofe». Entonces se oyó otra voz, la de su madre: «¡No, no, esto no prueba! ¡Esto real!». Y la figura oscura al otro lado de la ventana se elevó y se convirtió en un maremoto.

Quizá, después de todo, el número nueve estuviera relacionado con el fontanero: maremoto, avería en el depósito de agua caliente. Enigma resuelto. Pero ¿y las cortinas transparentes? ¿Qué significaban? Volvió a embargarla la preocupación.

—¿Sabes esa chica nueva que le gusta a Darien? —oyó a Fia decirle a su hermana—. Tiene un pelo increíble. La mataría.

—¡No hables de matar! —protestó Dory—. ¿Recuerdas lo que nos dijeron el año pasado en la reunión de principio de curso? Usa esa palabra y acabarás en la cárcel.

Las niñas viajaban en el asiento trasero. Ruth había sugerido que una se sentara delante para no sentirse como un chófer. Pero Dory había dicho:

—Es más sencillo abrir sólo una puerta.

Ruth no había respondido. A menudo sospechaba que las chicas la estaban poniendo a prueba para averiguar si podían dominarla. De pequeñas la adoraban, Ruth estaba convencida de ello. Lo había percibido con un agradable hormigueo en el corazón. Solían pelearse para darle la mano o sentarse a su lado. Cuando se asustaban, y fingían asustarse con frecuencia, se acurrucaban junto a ella y chillaban como gatitos indefensos. Ahora daba la impresión de que rivalizaban para ver quién la irritaba más, y a veces necesitaba recordarse que las adolescentes también tenían alma.

A sus trece años, Dory era rechoncha, más corpulenta que su hermana de quince. Se peinaban igual, con la larga melena castaña recogida en una alta coleta que caía como el agua de una fuente. Ruth había notado que sus amigas llevaban un peinado idéntico. A su edad, ella quería tener el pelo largo como las demás chicas pero su madre se lo cortaba. «Pelo largo para doncella suicida», decía LuLing. Y Ruth sabía que se refería a una niñera que se había suicidado cuando su madre era una niña. Ruth había tenido pesadillas con ella, el fantasma del pelo largo, chorreando sangre, pidiendo venganza.

Aparcó en la zona de descarga de la escuela de patinaje. Las niñas se apearon del coche y se colgaron la mochila a la espalda.

—¡Hasta luego! —saludaron.

De repente Ruth se fijó en la ropa de Fia: tejanos de talle bajo y una camiseta corta que dejaba al descubierto al menos quince centímetros de barriga. Seguramente llevaba la cazadora cerrada al salir de casa. Bajó la ventanilla y gritó:

—Fia, cariño, ven un segundo… ¿Me equivoco, o tu camiseta se ha encogido radicalmente en los últimos diez minutos?

Dory sonrió de oreja a oreja.

—Te lo dije.

Ruth miró el ombligo de Fia.

—¿Sabe tu madre que llevas eso?

Fia dejó caer la mandíbula en un gesto de falsa sorpresa, su reacción ante la mayoría de las situaciones.

—Me la compró ella, ¿okay?

—Bueno, pues no creo que a tu padre le guste. Quiero que te dejes la cazadora puesta, incluso mientras patinas. Y Dory, si no lo hace, tú me lo dirás.

—¡Yo no soy una soplona!

Fia dio media vuelta y echó a andar.

—¡Fia! ¡Fia! Vuelve aquí. Prométemelo o te llevo a casa a cambiarte de ropa.

Fia se detuvo, pero no se giró.

—De acuerdo —gruñó. Mientras se subía la cremallera de la cazadora, se dirigió a Dory en voz lo bastante alta para que la oyera Ruth—: Papá tiene razón. Le encanta complicar las cosas.

El comentario hirió y humilló a Ruth. ¿Por qué había tenido que decir eso Art, y encima delante de las niñas? Sabía cuánto le dolería. Un ex novio le había dicho en una ocasión que hacía la vida más difícil de lo que era; después de la ruptura, había tenido tanto miedo de que la acusación fuese fundada que se había impuesto la meta de ser razonable, de presentar hechos, nunca quejas. Art lo sabía y le había asegurado que su ex novio era un idiota. Sin embargo, a veces la provocaba diciendo que era como un perro que corre en círculos y se muerde la cola, sin reconocer que la única que salía perjudicada era ella misma.

Ruth recordó un libro que había ayudado a corregir unos años antes, La física de la naturaleza humana. El autor había transformado los conceptos básicos de la física en sermones elementales para que la gente tomara conciencia de sus pautas de conducta contraproducentes. «La ley de la gravedad relativa»: aligera. Un problema es tan pesado como tú permites que sea. «El efecto Doppler de la comunicación»: siempre hay una divergencia entre lo que el hablante dice y la intención que le atribuye el oyente. «La fuerza centrífuga de las discusiones»: cuanto más te alejas del núcleo del problema, más rápido escapa de control la situación.

En su momento, Ruth había pensado que las comparaciones y los consejos eran simplistas. Era imposible reducir la vida real a frases de una línea. La gente era más compleja. Al menos ella lo era, ¿no? ¿O sería demasiado complicada? Compleja, complicada, ¿qué diferencia había? Art, por el contrario, era la comprensión personificada. Sus amigas se lo decían a menudo: «Tienes tanta suerte». La primera vez que había oído ese comentario se había sentido orgullosa, pensando que había escogido bien en el amor. Pero últimamente se preguntaba si querrían decir que Art era admirable por aguantarla a ella. Sin embargo, un día Wendy le había recordado: «Fuiste tú quien dijo que era un maldito santo».

Ruth jamás lo habría expresado en esos términos, pero sabía que la idea era ésa. Antes de enamorarse de Art, lo había admirado por su serenidad y la estabilidad de sus emociones. ¿Seguía admirándolo? ¿Había cambiado él, o ella? Tomó rumbo a la tintorería, meditando sobre estas cuestiones.

Había conocido a Art casi diez años antes, en una clase nocturna de yoga a la que asistía con Wendy. La clase era su primera intentona de hacer ejercicio en muchos años. Ruth era delgada por naturaleza, de manera que no tenía un incentivo para ir al gimnasio.

—¿Mil pavos al año por saltar sobre una máquina que te hace correr como un hámster en una rueda? —se maravillaba.

Le dijo a Wendy que su ejercicio favorito era el estrés.

—Contrae los músculos, aguanta doce horas, afloja hasta contar cinco y vuelve a contraerlos.

Wendy, por el contrario, había engordado dieciséis kilos desde sus días de gimnasta en el instituto y quería volver a ponerse en forma.

—Al menos hagamos la prueba gratuita de estado físico —dijo—. No hay obligación de apuntarse.

Ruth se regodeó en secreto al superar a Wendy en los abdominales. Wendy gritó de alegría al vencer a Ruth en las flexiones de brazos. El índice de grasa corporal de Ruth era de un saludable 24 por ciento. El de Wendy, del 37 por ciento.

—Son los genes de mis antepasados campesinos —se disculpó Ruth con cortesía.

Pero en la prueba de flexibilidad obtuvo el resultado «muy deficiente».

—¡Guau! —exclamó Wendy—. Según esta tabla, estás apenas un punto por encima del rigor mortis.

Más tarde, mientras examinaban el horario de clases del gimnasio, dijo:

—Mira, hacen yoga. He oído que el yoga puede cambiarte la vida. Además, tienen clases nocturnas. —Le dio un codazo a Ruth—. A lo mejor te ayuda a superar lo de Paul.

Esa noche oyeron a dos mujeres hablando en el vestuario:

—El tipo que estaba a mi lado me preguntó si me gustaría acompañarlo a la clase de medianoche, Yoga sin Toga. Ya sabes, la clase nudista.

—¿Nudista? ¡Qué descarado! ¿Por lo menos era guapo?

—No estaba mal. Pero ¿te imaginas haciendo ejercicio frente al culo de veinte personas que practican la postura del perro?

Las dos mujeres salieron del vestuario y Ruth se volvió hacia Wendy.

—¿Quién demonios iría a una clase de yoga nudista?

—Yo —respondió Wendy—. Y no me mires así, doña Remilgada. Por lo menos no me aburriré.

—¿Desnuda? ¿Con un montón de desconocidos?

—No, con mi contable, mi dentista, mi jefe. ¿Tú qué crees?

En la abarrotada sala del gimnasio, treinta alumnos, en su mayoría mujeres, delimitaban su territorio y luego movían sus colchonetas cuando llegaban los rezagados. Un hombre desplegó su colchoneta junto a Ruth y ella evitó mirarlo, por si era un descarado. Echó un vistazo alrededor. La mayoría de las mujeres tenían las uñas de los pies limadas y perfectamente pintadas. Los pies de Ruth eran anchos y sus dedos desnudos parecían los cerditos de la rima infantil. Hasta el hombre que estaba a su lado tenía los pies más bonitos; la piel suave, los dedos estrechándose suavemente hacia la punta. Se riñó a sí misma: no debía tener sentimientos agradables hacia los pies de un presunto pervertido.

La clase comenzó con lo que parecía el ensalmo de una secta y continuó con aparentes saludos a un dios pagano. «Urdhva Muka Svanosana! Adho Muka Svanasana!». Todo el mundo, salvo Ruth y Wendy, conocía los ejercicios. Ruth siguió a los demás como si jugara a Simón dice. De vez en cuando la profesora, una mujer musculosa, pasaba junto a ella y se inclinaba para enderezar o levantar una parte de su cuerpo. Probablemente parezco una víctima de torturas, pensó Ruth, o uno de esos fenómenos que mi madre vio en China, niños mendigos sin huesos que se contorsionan para entretener a la gente. A esas alturas sudaba copiosamente y había observado al hombre de al lado con suficiente detenimiento para describírselo a la policía. «El violador yogui nudista medía aproximadamente un metro ochenta y dos y pesaba unos setenta y tres kilos. Tenía el pelo oscuro, grandes ojos castaños, cejas pobladas, una barba pulcramente recortada y bigote. Sus uñas estaban limpias y perfectamente limadas».

También era asombrosamente ágil. Podía enlazar los tobillos en la nuca y balancearse como Baryshnikov. Ella, en comparación, parecía una mujer durante un examen ginecológico. Una mujer pobre. Llevaba una camiseta vieja y unas mallas desteñidas con un agujero en la rodilla. Al menos era evidente que no buscaba ligarse a nadie, a diferencia de muchas otras, que lucían ropa deportiva exclusiva y un maquillaje perfecto.

Entonces reparó en el anillo del hombre, una gruesa alianza de oro en la mano derecha. En la izquierda no había ningún anillo. No todos los hombres casados usaban alianza, desde luego, pero un anillo de boda en la mano derecha era una señal inconfundible, al menos en San Francisco, de que era homosexual. Ahora que pensaba en ello, había otros signos obvios: la cuidada barba, el torso esbelto, la gracia de sus movimientos. Podía tranquilizarse. Observó que el tipo de la barba se inclinaba hacia adelante, se agarraba los talones y pegaba la frente a las rodillas. Ningún hombre heterosexual sería capaz de hacer eso. Ruth se dobló y balanceó las manos a la altura de las pantorrillas.

Al final de la clase practicaron la postura sobre la cabeza. Los novatos se dirigieron a la pared; los competitivos se elevaron de inmediato, como girasoles hacia el sol del mediodía. Como no quedaba sitio en la pared, Ruth se quedó sentada en la colchoneta. Un instante después oyó que el hombre de la barba le hablaba:

—¿Necesitas ayuda? Puedo sujetarte los tobillos hasta que consigas mantener el equilibrio.

—Gracias, pero paso. Tengo miedo de que me dé una hemorragia cerebral.

Él sonrió.

—¿Siempre vives en un mundo tan peligroso?

—Siempre. Así la vida es más emocionante.

—Bueno, la postura sobre la cabeza es una de las más importantes. Ponerte patas arriba puede transformar tu vida. Puede hacerte feliz.

—¿De veras?

—¿Lo ves? Ya estás riendo.

—Tú ganas —dijo ella, apoyando la coronilla sobre una manta doblada—. Levanta.

Al final de la primera semana Wendy cambió el yoga por un aparato que parecía una calesa oriental con remos. Ruth siguió asistiendo a clases de yoga tres veces a la semana. Había encontrado una actividad física que la distendía. Lo que más le gustaba era concentrarse en la respiración y borrar cualquier otra cosa de la mente. También le gustaba Art, el hombre de la barba. Era simpático y ocurrente. Empezaron a ir a una cafetería cercana después de clase.

Una noche, mientras tomaban un capuchino descafeinado, se enteró de que Art se había criado en Nueva York y era doctor en lingüística por la Universidad de Berkeley.

—¿Qué idiomas hablas? —preguntó Ruth.

—No soy políglota —respondió él—. Tampoco lo son la mayoría de los lingüistas que conozco. Mi especialidad en Berkeley fue el lenguaje Por señas. Ahora trabajo en el Centro para Sordos de la UCFS.

—¿Eres un experto en el silencio? —bromeó ella.

—No soy experto en nada. Pero me gusta el lenguaje en todas sus formas: sonidos y palabras, expresiones faciales, ademanes con las manos, la postura corporal y sus ritmos, lo que la gente piensa pero no dice necesariamente con palabras. Siempre he amado las palabras; su poder.

—¿Y cuál es tu palabra favorita?

—Vaya, excelente pregunta. —Guardó silencio y se acarició la barba con aire pensativo.

Ruth estaba intrigada. Probablemente buscaba una palabra arcaica y de muchas sílabas, una de esas que aparecían en los crucigramas y cuya existencia sólo podía confirmarse en el diccionario.

—Vapores —dijo él por fin.

—¿Vapores? —Ruth pensó en temblores y frío, en brumas y fantasmas de suicidas. Ella jamás habría escogido esa palabra.

—Involucra todos los sentidos —explicó Art—. El vapor puede ser opaco, pero nunca sólido. Lo percibes, pero no tiene forma permanente. Puede estar frío o caliente. A veces huele fatal; otras veces, de maravilla. Algunos vapores son peligrosos y otros inofensivos. Algunos son más brillantes que otros, por ejemplo el del mercurio comparado con el del sodio. Con una simple inspiración, el vapor entra por la nariz y llega a los pulmones. Y el sonido de la palabra, cómo se forma en los labios, los dientes, la lengua (vaporesssss) se eleva, luego se mantiene y por fin se desvanece. Es perfectamente apropiado para su significado.

—Es verdad —convino Ruth—. Vaporessss —repitió, disfrutando del hormigueo en la lengua.

—Y también está la presión del vapor —prosiguió Art—, el equilibrio entre dos estados que se alcanza a los cien grados centígrados. —Ruth asintió con la cabeza, deseando que su expresión reflejara concentración e inteligencia. Se sentía tonta y poco culta—. Tienes agua y un instante después, debido a la presión del calor —hizo un movimiento ondulante con las manos—, se convierte en vapor. —Elevó los dedos, agitándolos suavemente.

Ruth asintió con vehemencia. De agua a vapor; eso lo entendía bastante bien. Su madre solía decir que el fuego y el agua se combinaban para formar vapor, y que aunque éste parecía inofensivo podía ampollarte la piel.

—¿Igual que el yin y el yang? —aventuró.

—La dualidad de la naturaleza. Exactamente. —Ruth se encogió de hombros. Se sentía como una impostora—. ¿Y tú? —preguntó él—. ¿Cuál es tu palabra favorita?

Puso cara de tonta.

—Ay, caray, ¡tengo tantas! Veamos. «Vacaciones». «Lotería». Además de «gratis», «venta», «oferta». Ya sabes, lo normal.

Art rio y ella se sintió complacida.

—En serio —dijo—. ¿Cuál es?

—¿En serio? —Las primeras que le vinieron a la mente parecían trilladas: paz, amor, felicidad. ¿Y qué delatarían sobre ella? ¿Que carecía de esas cosas? ¿Que no tenía imaginación? Contempló la posibilidad de decir «onomatopeya», la palabra con la que había ganado un concurso de ortografía en quinto de primaria. Pero «onomatopeya» era un revoltillo de sílabas sin relación con los sonidos simples que supuestamente representaba: pim, pam, pum—. Aún no tengo ninguna favorita —respondió por fin—. Supongo que hace tanto tiempo que vivo de las palabras que me resulta difícil pensar en algo más que su utilidad.

—¿A qué te dedicas?

—Solía trabajar redactando comunicados de empresa. Luego empecé a hacer correcciones de estilo como freelance, y desde hace unos años colaboro más estrechamente en la creación de los textos, sobre todo libros de motivación y superación personal. Cómo mejorar la salud, la vida sexual, el alma; temas por el estilo.

—Eres un médico de libros.

A Ruth le gustó la definición. Médico de libros. Jamás se había catalogado así, ni lo había hecho ninguna otra persona. Casi todo el mundo la llamaba «escritora fantasma», una expresión que detestaba. Su madre estaba convencida de que significaba que podía comunicarse por escrito con fantasmas.

—Sí —respondió—, supongo que podría llamarse así. Pero yo me veo más bien como una traductora, alguien que ayuda a la gente a poner sobre el papel lo que está en su mente. Algunos libros requieren más ayuda que otros.

—¿Alguna vez has deseado escribir tu propio libro?

Ruth titubeó. Claro que sí. Quería escribir una novela al estilo de Jane Austen, un libro sobre las costumbres de las clases altas, una historia que no tuviera nada que ver con su vida. En un pasado lejano había soñado con escribir cuentos como medio de evasión. Podría repasar su vida y convertirse en otra persona. Podría estar en otra parte. En su imaginación, podía cambiarlo todo, su personalidad, su madre, su pasado. Pero la idea de rememorar su vida también la asustaba, como si al basarse exclusivamente en la fantasía fuese a condenar lo que no le gustaba de sí misma o de los demás. Escribir lo que uno deseaba era la forma más peligrosa de hacerse ilusiones vanas.

—Supongo que todo el mundo quiere escribir un libro —respondió—. Pero creo que se me da mejor traducir lo que quieren decir otros.

—¿Y te gusta? ¿Estás satisfecha con lo que haces?

—Sí, desde luego. A pesar de todo, tengo mucha libertad para hacer lo que quiero.

—Eres afortunada.

—Lo soy —convino—. Ya lo creo.

Era agradable discutir esas cuestiones con él. Con Wendy solía hablar más de frustraciones que de pasiones. Se lamentaban de la misoginia generalizada, los malos modales y las madres depresivas; en sus charlas con Art, en cambio, ambos descubrían cosas de sí mismos y del otro. Él quiso saber qué le entusiasmaba, cuál era la diferencia entre sus deseos y sus objetivos, sus creencias y sus motivaciones.

—¿Diferencia? —preguntó.

—Ciertas cosas las haces para ti —explicó él—. Otras, para los demás. Aunque quizá sean las mismas.

Durante conversaciones semejantes descubrió, por ejemplo, que tenía suerte de ser una escritora freelance, un médico de libros. Esos descubrimientos la reconfortaban.

Una noche, unas tres semanas después de conocer a Art, la charla adquirió un tono más personal.

—Francamente, me gusta vivir sola —se oyó decir. Se había convencido de que era verdad.

—¿Y si encontraras a tu pareja ideal?

—Él permanecería ideal en su casa, y yo permanecería ideal en la mía. Así nos evitaríamos broncas sobre quién ha tapado el desagüe del bidé con su vello pubiano.

Art rio.

—¡Caramba! ¿De veras viviste con alguien que se quejaba de eso?

Con la vista fija en la taza de café, Ruth forzó una risita. Era ella la que solía quejarse de eso.

—En lo referente a la limpieza, éramos polos opuestos —respondió—. Gracias a Dios no nos casamos. —Al decir estas palabras, notó que al menos eran sinceras y no una tapadera para el dolor.

—Así que estuviste a punto de casarte.

Nunca había sido capaz de confesarle a nadie, ni siquiera a Wendy, la verdad sobre lo ocurrido entre ella y Paul Shinn. Había comentado con su amiga que Paul la irritaba de muchas maneras y que a veces sentía la tentación de romper con él. Cuando anunció que se habían separado, Wendy exclamó: «¡Por fin te has decidido. Bien hecho!».

Parecía más fácil hablar del pasado con Art, porque no pertenecía a él. Era su compañero de yoga, un ser en la periferia de su vida. Ignoraba sus antiguos deseos y temores. Con él podía diseccionar el pasado con distanciamiento emocional, sinceridad e inteligencia.

—Pensamos en casarnos —dijo—. ¿Cómo no íbamos a hacerlo en cuatro años de convivencia? Pero ¿sabes una cosa? Con el tiempo la pasión se desvanece pero las diferencias no. Un buen día me dijo que había pedido el traslado a Nueva York y que se lo habían concedido.

Ruth recordó que se había quedado de piedra y que se había quejado porque Paul no le había contado sus planes. «Claro que yo puedo trabajar en cualquier sitio —le había dicho, molesta pero al mismo tiempo entusiasmada con la perspectiva de vivir en Manhattan—, pero cortar raíces es siempre una conmoción, por no mencionar que tendré que separarme de mi madre y adaptarme a una ciudad donde no tengo contactos. ¿Por qué me lo dices en el último minuto?». Era una pregunta retórica. Pero entonces notó que Paul estaba incómodo y callado.

—Yo no me ofrecí a acompañarlo, él no me pidió que lo hiciera —le contó a Art, rehuyendo sus ojos—. Fue una ruptura civilizada. Ambos convinimos en que era hora de seguir adelante, aunque por separado. Fue lo bastante decente para culparse a sí mismo. Dijo que era inmaduro, mientras que yo era responsable. —Sonrió con expresión tonta, como si esa fuese la cosa más irónica que alguien habría podido decir de ella—. Lo peor fue que se mostrase tan bonachón, como si se avergonzara de romper. Naturalmente, he pasado el último año tratando de analizar qué hicimos, o qué hice yo, para que la relación no funcionara. He repasado casi todas las discusiones que tuvimos. Yo decía que él era imprudente; él, que yo buscaba soluciones difíciles para los problemas sencillos. Yo decía que él nunca planificaba; él, que yo me obsesionaba hasta el punto de matar la espontaneidad. A mí me parecía que era un hombre egoísta, y él creía que yo me preocupaba demasiado, que lo asfixiaba y luego me compadecía de mí misma cuando no caía a mis pies para darme las gracias. A lo mejor los dos teníamos razón, y por eso no éramos el uno para el otro.

Art le tocó la mano.

—Bueno, a mí me parece que perdió una mujer maravillosa. —Ruth experimentó una mezcla de timidez y gratitud—. De veras. Eres maravillosa. Sincera y ocurrente. Inteligente y te interesas por los demás.

—No olvides que también soy responsable.

—¿Qué tiene de malo ser responsable? Ojalá hubiese más gente así. ¿Y sabes una cosa? Estás dispuesta a mostrar tus puntos débiles. Es encantador.

—Eh, vamos.

—Lo digo en serio.

—Bueno, es muy amable de tu parte. El próximo café lo pago yo. —Rio y puso una mano sobre la de Art—. ¿Y tú? Háblame de tu vida amorosa y de todos los desengaños del pasado. ¿Quién es tu pareja actual?

—Ahora mismo no tengo. Vivo solo la mitad del tiempo, y la otra mitad recojo juguetes y preparo emparedados de mermelada para mis dos hijas.

Fue una sorpresa.

—¿Son adoptadas?

Art pareció perplejo.

—No, son mías. Y de mí ex mujer, desde luego.

¿Ex mujer? Con él conocía a tres homosexuales que habían estado casados.

—¿Y cuánto tiempo estuviste casado antes de salir del armario?

—¿Salir del armario? —Puso cara de horror—. Un momento, ¿crees soy homosexual?

Entonces Ruth descubrió su error.

—¡No, claro que no! —se apresuró a decir—. Me refería a… a…

Art reía a mandíbula batiente.

—¿Desde el principio me has tomado por gay?

Ruth se ruborizó. ¡Qué había dicho!

—Fue por el anillo —admitió, señalando la alianza de oro—. La mayoría de las parejas homosexuales que conozco llevan una alianza en esa mano.

Él se quitó el anillo y lo giró a la luz.

—Mi mejor amigo lo hizo especialmente para mi boda —dijo con tono solemne—. Ernesto, un ser extraordinario. Era poeta y orfebre por vocación, pero se ganaba la vida como chófer de limusinas. ¿Ves estas hendiduras? Dijo que eran para recordarme que hay muchos baches en la vida y que debía apreciar lo que se encuentra entre uno y otro. Amor, amistad, esperanza. Dejé de usarlo cuando me separé de Miriam. Cuando Ernesto murió de un tumor cerebral, decidí volver a llevar el anillo para acordarme de él y de lo que me dijo. Era un buen amigo… pero no un amante.

Le tendió el anillo a Ruth para que observara los detalles. Ella lo levantó. Era más pesado de lo que parecía. Lo puso junto a su ojo y miró a Art por el agujero. Era tan tierno. No juzgaba a la gente. Sintió una dolorosa opresión en el corazón y a la vez deseos de reír y gritar. ¿Cómo no iba a enamorarse de él?

Mientras recogía la ropa de Art de la tintorería, Ruth flexionó el dedo gordo del pie y recordó que debía llamar a Wendy. La señora Scott y un jovencito, qué escándalo. Esperaría hasta llegar al aparcamiento del supermercado, pues no quería arriesgarse a sufrir un choque frontal durante una jugosa conversación por el móvil.

Ella y Wendy tenían la misma edad. Se conocían desde sexto de primaria, aunque habían pasado largas temporadas sin verse. Su amistad se había afianzado gracias a contactos casuales y a la perseverancia de Wendy. Aunque Ruth no habría escogido a Wendy como íntima amiga, se alegraba de que hubiese llegado a serlo. Necesitaba el carácter explosivo de Wendy para equilibrar su prudencia; la brutal franqueza de su amiga era un buen antídoto contra su reserva. «Deja de preocuparte por todo», le ordenaba a menudo. O «No tienes por qué ser tan asquerosamente amable todo el tiempo. Haces que yo parezca una grosera de mierda».

Wendy contestó al primer timbrazo.

—¿Puedes creerlo? —dijo, como si no hubiese dejado de repetir esta pregunta desde la última conversación—. Y yo que pensé que se había vuelto loca cuando se hizo un lifting en la cara. Anoche me dijo que ella y Patrick lo hacen dos veces por noche. Me lo dice a mí, a la hija que una vez mandó a confesarse por preguntar de dónde venían los niños.

Ruth imaginó a la señora Scott quitándose su traje de Chanel, sus trifocales, su crucifijo de diseño con diamantes, y luego abrazando a su fornido jovencito.

—¡Mi madre tiene una vida sexual más activa que la mía! —exclamó Wendy—. No recuerdo cuándo fue la última vez que tuve ganas de hacer algo en la cama con Joe, aparte de dormir.

Wendy bromeaba con frecuencia sobre la decadencia de su deseo sexual. Pero Ruth no había imaginado que hubiese desaparecido por completo. ¿También le ocurriría a ella? Art y ella ya no eran los amantes apasionados de los primeros tiempos. No programaban tantas veladas románticas y estaban más dispuestos a aceptar el cansando como excusa. Flexionó un dedo del pie: pedir que me hagan un análisis de estrógenos. Era probable que su inquietud estuviese relacionada con fluctuaciones hormonales. No tenía otra razón para sentirse ansiosa. Su vida no era perfecta, pero sus problemas eran insignificantes. Y debía encargarse de que siguieran siéndolo. Se prometió que sería más afectuosa con Art.

—Veo que estás disgustada —dijo Ruth con tono comprensivo.

—En realidad estoy más preocupada que disgustada —repuso Wendy—. Esto no es normal. Cuanto más envejece, más infantil es su comportamiento. Y una parte de mí dice: bien por ella, adelante. Pero la otra parte piensa: caray, ¿está loca o qué? ¿Tendría que invertir los papeles y vigilarla para que no se meta en líos? ¿Me entiendes?

—Yo he tenido la misma sensación con mi madre durante toda mi vida —dijo Ruth.

De repente recordó el origen de su inquietud. Su madre debía ir a ver al médico esa tarde a las cuatro. Durante el último año Ruth había estado algo preocupada por la salud de LuLing. No porque hubiese motivos graves; sencillamente, parecía atontada, ida. Al principio había pensado que estaba cansada, que quizá empezara a perder el oído, que su inglés se había deteriorado. Como medida de precaución, también había considerado las peores posibilidades —un tumor cerebral, el Alzheimer, una apoplejía—, creyendo que así se convencería de que no era nada semejante. La historia siempre le había demostrado que se preocupaba sin motivo. Pero una semanas antes, cuando su madre había comentado que tenía una cita para hacerse un chequeo, Ruth le había dicho que la acompañaría.

Finalizada la conversación con Wendy, Ruth se apeó del coche y echó a andar hacia el supermercado, todavía pensando. Nueve, chequeo de mamá. Y empezó a contar con los dedos las preguntas que le haría al médico. Gracias a Dios había recuperado la voz.