Descubrir un relato de Arthur C. Clarke, que anteriormente no haya aparecido en antologías ni editado en cualquier otro volumen de obras del autor es casi como buscar una aguja en un pajar. Pues Mr. Clarke nunca ha sido un escritor prolífico, de manera que cada nuevo relato que produce, encuentra lugar rápidamente en cualquier volumen. El secreto que hay tras este relato que aquí se publica por vez primera dentro de un volumen, es que fue publicado en una pequeña revista de ciencia ficción de mal agüero, llamada Fantasy, bajo el pseudónimo de Charles Willis. Como su contrapartida del otro lado del Atlántico, Isaac Asimov, Clarke tiene un profundo interés y no menos conocimientos respecto de la ciencia y algunos de sus relatos primerizos de antes de la Segunda Guerra Mundial, manejaron ya tópicos científicos, tales como las luchas espaciales y los planetas. En los últimos años, sin embargo, a causa del horizonte abierto en sus trabajos, ha encontrado revistas tan dispares como Playboy, Vogue y Reader’s Digest, que muestran más que profundo celo en publicarlos. En muchos aspectos ha desempeñado un papel mayor en conceder autoridad y dignidad a un género demasiado a menudo rechazado como mero aportador de «cohetes y monstruos de ojos saltones».
NÁUFRAGO
Castaway
La tormenta todavía permanecía en auge. Hacía tiempo que él había cesado de forcejear contra ella, aunque las corrientes de gas ascendente lo hubieran transportado hasta las regiones amargamente frías situadas a diez mil millas por encima de su nivel normal. A duras penas se daba cuenta de su error: nunca debería haber entrado en el área de alteraciones, pero todo se había desarrollado tan precipitadamente que no hubo la menor oportunidad de fuga. El viento de-millones-de-millas-por-hora se había apoderado de él mientras aquél ascendía de lo profundo y estaba lanzándolo hacia lo alto en el gran tornado formado en la fotosfera: un túnel ya lo bastante ancho como para inundar un centenar de mundos.
Hacía mucho frío. A su alrededor, el vapor de carbono se estaba condensando en nubes de polvo incandescente, girando salvajemente a embates de los feroces vientos. Era algo que nunca había visto con anterioridad, aunque las partículas de corta vida y sólida materia no comunicaban sensación alguna mientras resbalaban por su cuerpo. Ahora no eran más que burbujeantes corrientes allá abajo, que provocaban esplendorosas ondulaciones con su furioso movimiento.
Ahora se encontraba a una altura verdaderamente considerable, y su velocidad no manifestaba síntomas de decrecer. El horizonte estaba casi a cincuenta mil millas más allá y el conjunto de la gran mancha yacía abajo bien visible. Aunque no poseía ojos ni órganos de visión, los modelos de radiación que pasaban a través de su cuerpo construían un vivido retrato de la espantosa escena de abajo. Como una gran herida a través de la cual la vida del Sol estuviera desangrándose hacia el espacio, el vértice se situaba ahora a miles de millas de profundidad. Desde una orilla, una larga lengua de llamas estaba intentando formar un puente ya medio completado, desafiando los chorros de viento verticales que con ella se cruzaban. En pocas horas, si sobrevivía, uniría ambos bordes del abismo y dividiría la mancha en dos. Los fragmentos serían arrojados, los fuegos de la fotosfera los inundarían y pronto el gran globo despejaría su mancha de nuevo.
El Sol estaba todavía retrocediendo y, gradualmente, en su tardía y diminuta conciencia brotó la idea de que jamás regresaría. La erupción que lo había lanzado al espacio no le había proporcionado velocidad suficiente para escapar para siempre, pero una segunda fuerza gigantesca estaba comenzando a ejercer sus poderes. Durante toda su vida había permanecido sujeto al fiero bombardeo de la radiación solar, que caía sobre él desde todas direcciones. Pero no iba a durar mucho. El Sol estaba ahora muy abajo, y la fuerza de la radiación estaba internándolo en el espacio como un viento de envergadura. La inmensa nube de iones que era su cuerpo, más tenue que el aire, estaba precipitándose en las tinieblas de lo exterior.
Ahora, el Sol era un globo de fuego que quedaba muy atrás, y la gran mancha apenas algo más que una oscura mota ubicada en el centro del disco. Al frente estaban las tinieblas, ciertamente poco consoladoras, pues sus sentidos estaban muy lejos de poder detectar el débil titileo de las estrellas o el pálido reflejo de los planetas en órbita. La única fuente de luz que podía detectar irradiaba de sí mismo. En un desesperado esfuerzo por conservar su energía, condujo su cuerpo junto a una nube esférica. Ahora era casi tan denso como el aire, aunque la repulsión electrostática entre sus billones de iones constituyentes era demasiado grande para una mayor concentración. Cuando al cabo se debilitara su fortaleza, se dispersarían en el espacio y no quedaría la menor traza de su existencia.
Nunca experimentó el empuje gravitacional que se abría ante sí y permanecía inconsciente de su velocidad cambiante. Pero, ahora, su conciencia se percató de que se aproximaba a un campo magnético que agitaba la vida indolente. Adelantó sus sentidos, sumergiéndolos en las tinieblas, pero para una criatura cuyo hogar estaba enclavado en la fotosfera del Sol cualquier luz procedente de cualesquiera otros cuerpos era billones de veces más débil de lo necesario para ser adivinada, y la permanencia en el campo de fuerza a través del cual era deslizado se convirtió en un enigma más allá de la comprensión de su alma rudimentaria.
Las tenues franjas exteriores de la atmósfera amortiguaron su velocidad y cayó suavemente hacia el planeta invisible. Por dos veces experimentó una extraña y desgarrante sacudida mientras atravesaba la ionosfera; luego, a velocidad no mayor que un copo de nieve que desciende, se internó en el gas denso y frío del aire más bajo. El descenso duró muchas horas y su fuerza estaba declinando cuando por fin fue a reposar sobre una superficie mucho más dura de lo que jamás hubiera imaginado.
Las aguas del Atlántico eran bañadas por la brillante luz del Sol, pero las tinieblas eran para él absolutas salvo por el lejano resplandor del infinitamente distante Sol. Yació durante evos, incapaz de cualquier movimiento, mientras las llamas de la conciencia se consumían en su interior y los últimos restos de su energía se desintegraban en medio de frío tan inconcebible.
Pasó mucho tiempo antes de que notara la nueva y extraña radiación que se abría paso a través de las tinieblas: radiación de especie jamás experimentada antes: Perezosamente, condujo su mente hacia allí, considerando qué podía ser y de dónde procedía. Estaba más cerca de lo que él había creído, pues su movimiento era perfectamente visible y ahora ascendía hacia los cielos, aproximándose al Sol mismo. Pero no se trataba de un segundo sol, pues la extraña luminosidad era cerúlea y mortecina, y sólo por una fracción de ciclo su brillo caía sobre él de lleno.
El enigmático resplandor se aproximó más y más; y mientras el ritmo de su brillo crecía, advirtió una extraña y desgarrante resonancia que pareció alterar su ser entero. Ahora caía sobre él como un mayal, desgarrando su vitalidad y provocando la pérdida de su último asidero a la vida. Había perdido todo control sobre las regiones exteriores de su comprimido pero todavía enorme cuerpo.
El final vino rápidamente. La intolerable radiación estaba ahora directamente sobre él, no ya pulsando sino derritiéndose sobre él en un continuo diluvio. Luego ya no hubo dolor ni preguntas, ni siquiera la añoranza del gran mundo dorado que había perdido para siempre…
En el panorama perfilado bajo el gran aparato volador, el largo lápiz del rayo de radar recorría el Atlántico hasta el límite del horizonte. Rodando en sincronía sobre el Indicador de Posición en el Plano, la delgada línea del tiempo base trazaba una reproducción de cuanto yacía abajo. Por el momento, la pantalla estaba vacía, pues la costa de Irlanda tenía más de trescientas millas. Aparte de alguna ocasional y brillante mancha azul —la más grande superficie de buque llegaba a ser de cincuenta mil pies— nada sería visible hasta que en un tiempo de tres horas la costa oriental de América comenzara a penetrar en el plano.
El navegante, comprobando su posición continuamente por la red de radios del Atlántico Norte, raramente tenía necesidad del radar por esta parte. Pero para los pasajeros, el gran indicador sobre el puente de operaciones era una fuente de constante interés, especialmente cuando el tiempo era malo y nada había que ser visto debajo sino las ondulantes colinas y valles del cielo poblado de nubes. Había todavía algo mágico, incluso en ésta era, en torno al radar. No importaba cuán a menudo lo hubiera visto uno antes: era fascinante contemplar el diseño que de las costas se formaba sobre la pantalla, registrar los puertos y naves y, como ahora, las colinas, ríos y lagos de la tierra que abajo se abría.
Para Edward Lindsey, de regreso de una semana en Europa, el Indicador de Posición en el Plano poseía un doble interés. Quince años atrás, como observador de radio de un Comando Costero en la Guerra de Liberación, había pasado largas y aburridas horas sobre aquellas mismas aguas, contemplando lo que entonces era una forma de pantalla primitiva, de cinco pies. Sonrió mientras su mente retrocedía a aquellos días pasados. Lo que habría pensado entonces, pensó, si se hubiera visto como ahora era: un próspero contable, viajando confortablemente a diez millas sobre el Atlántico casi a la velocidad del sonido. Pensó también en el resto de sus compañeros y se preguntó qué habría sido de ellos durante los años de intervención.
Al límite de la observación, justo cruzando el círculo radial de trescientas millas, un brote de luz comenzaba a internarse en el gráfico de la pantalla. Aquello era extraño: no había tierra allí, pues las Azores estaban mucho más al sur. Aparte, esto parecía demasiado mal definido para ser una isla. Lo único que podía ser era una nube tormentosa cargada de lluvia.
Lindsey se acercó a la ventana más próxima y echó una ojeada al exterior. El tiempo era extraordinariamente apacible. Abajo de todo, las aguas del Atlántico alzaban sus olas en dirección al este, hacia Europa; incluso el horizonte del cielo era azul y ausente de nubes.
Volvió al I.P.P. El eco era ciertamente muy curioso, aproximadamente oval y, hasta donde podía juzgar, de unas diez millas de longitud, aunque estaba demasiado lejos para aventurar medidas con precisión. Lindsey hizo algunos rápidos cálculos mentales. En veinticinco minutos estaría bajo ellos, pues estaba claramente en bisectriz con la línea que representaba la trayectoria de la nave espacial. ¿Trayectoria? ¿Derrota? Señor, ¡cuán rápidamente se olvida uno de esas cosas! Pero no importaba que el viento pudiera lograr alguna pequeña diferencia en la velocidad a la que viajaban. Volvería y echaría una nueva ojeada a menos que los del bar le retuvieran.
Veinte minutos más tarde se encontraba incluso más intrigado. El notable óvalo de luz azul que brillaba sobre la cara oscura de la pantalla estaba ahora sólo a cincuenta millas. Si ciertamente era una nube, era la más extraña que nunca hubiera visto. Pero la escala del gráfico era aún demasiado pequeña para aclararle detalles.
Los controles del indicador estaban cerrados con llave de seguridad bajo el rótulo que indicaba: se ruega a los PASAJEROS NO DEPOSITEN VASOS VACÍOS SOBRE EL INDICADOR. Sin embargo, un control había sido dejado al servicio del personal. Un dial de tres posiciones masivas —material garantizadamente irrompible— era capaz de seleccionar para cualquiera los tres diferentes radios de extensión: trescientas, cincuenta y diez millas. Normalmente se usaba el radio de trescientas millas, pero el de cincuenta podía permitir una mayor cantidad de detalles y era excelente para observar el paisaje de tierra. El de diez millas era muy poco usado y nadie sabía por qué estaba allí.
Lindsey giró el dial a 50 y el gráfico pareció explotar. El eco misterioso, que se había estado aproximando al centro de la pantalla, yacía ahora en su costado una vez más, agrandado seis veces. Lindsey esperó a que los restos del antiguo gráfico se desvanecieran; luego se inclinó y examinó minuciosamente el nuevo.
El eco casi llenaba el tramo entre los círculos que indicaban las cuarenta y cincuenta millas, y ahora pudo ver claramente su extrañeza casi sin aliento. De su centro irradiaba una curiosa red de filamentos, mientras en su centro resplandecía una brillante área quizá de dos millas de longitud. Podía ser sólo fantasía… aunque podía jurar que la mancha central emitía pulsaciones muy lentamente.
Casi incapaz de creer lo que sus ojos veían, Lindsey miraba fijamente la pantalla. La contemplaba con hipnótica fascinación hasta que el nebuloso óvalo estuvo a menos de cuarenta millas; entonces corrió al teléfono más cercano y llamó a uno de los oficiales de radio de la nave. Mientras aguardaba, prosiguió la observación echando una ojeada al océano que se abría a sus pies. Podía ver al menos hasta cien millas… pero nada había allí sino el Atlántico azul y el cielo abierto.
Había un largo tramo desde la sala de control hasta el puente de operaciones y cuando el subteniente Armstrong llegó, ocultando su disgusto bajo una máscara de cortés aunque no obsequioso servicio, el objeto estaba a menos de veinte millas. Lindsey señaló el aparato.
—¡Mire! —dijo simplemente.
El subteniente Armstrong miró. Por un momento reinó el silencio. Luego hubo una curiosa y medio contenida exclamación y él saltó hacia atrás como si hubiera sido empujado. Se inclinó nuevamente hacia delante y pasó su manga por la pantalla como si intentara apartar algo que no debiera estar allí. Irguiéndose al instante, sonrió tontamente a Lindsey. Luego se acercó a la ventana de observación.
—No hay nada —dijo Lindsey—. Ya he mirado yo.
Después de la conmoción inicial, Armstrong se movió con eficiente velocidad. Volvió a la pantalla, abrió los controles con su llave maestra e hizo una serie de rápidos ajustes. Al instante, el tiempo base comenzó a girar a velocidad creciente, proporcionando una visibilidad mucho mayor que hasta entonces.
Ahora estaba todo mucho más claro. El núcleo brillante estaba palpitando y claros destellos de luz eran despedidos lentamente a lo largo de los radiantes filamentos. Mientras contemplaba, fascinado, Lindsey recordó repentinamente una ojeada que había echado en otro tiempo sobre una ameba en un microscopio. Al parecer, el subteniente había tenido el mismo pensamiento.
—¡Pa… parece vivo! —susurró incrédulamente.
—Sí —dijo Lindsey—. ¿Qué opina que puede ser?
El otro dudó durante un rato.
—Recuerdo haber leído en cierta ocasión que Appleton o algún otro habían detectado fragmentos de ionización descendiendo en la atmósfera. Es lo único que eso puede ser.
—¡Pero su estructura! ¿Cómo explica eso?
El otro se encogió de hombros.
—No puedo —dijo.
Estaba verticalmente bajo ellos ahora, desapareciendo en la ciega área del centro de la pantalla. Mientras esperaban que emergiera de nuevo, volvieron a mirar al océano. Era siniestro: nada podía verse. Pero el radar no podía mentir. Algo debía haber allí.
Se desvanecía rápidamente cuando volvió a aparecer un minuto después, para extinguirse como si el pleno poder del radar hubiera destruido su cohesión. Pues los filamentos se estaban seccionando, e incluso mientras observaban el óvalo de diez millas comenzó a desintegrarse. Hubo algo espantoso en ver aquello, y por alguna incomprensible razón Lindsey experimentó un brote de piedad, como si fuera testigo de la muerte de alguna bestia gigantesca. Sacudió la cabeza irritado, pero no pudo apartar el pensamiento de su cabeza.
Veinte millas más allá, los últimos restos de ionización fueron dispersados por el viento. Pronto, tanto el ojo como el radar vieron igualmente las ininterrumpidas aguas del Atlántico batiendo sin fin hacia el este como si ninguna fuerza pudiera molestarlas.
Y a través de la pantalla del gran indicador, dos hombres se miraban sin palabras, cada cual temeroso de lo que pudiera haber en la mente del otro.