LA MADRE TIENE diecinueve años, pero no se siente mayor. No se siente más madura, ni más capaz de bregar con esta situación de lo que se sentiría una niña pequeña. ¿Cuándo dejó ella de ser una niña?, se pregunta. La ley dice que eso ocurrió al cumplir los dieciocho, pero la ley no la conoce a ella personalmente.
Resentida aún por el parto, abraza a su recién nacida. Acaba de rayar el alba de una madrugada heladora. Deambula entre callejones. No hay ni un alma alrededor. Los contenedores de basura arrojan negras sombras afiladas. Hay botellas rotas por todas partes. Es el momento perfecto del día para hacer lo que se propone hacer. Hay menos probabilidad de que los coyotes u otras alimañas anden por ahí. No puede soportar la idea de que el bebé sufra innecesariamente.
Ante ella se cierne un gran contenedor verde de basura, escorado en el irregular pavimento del callejón. Abraza fuerte al bebé, como si se temiera que el contenedor saque unos brazos para meter con ellos al bebé en su repugnante estómago. Lo rodea, y sigue deambulando por el callejón.
Hubo un tiempo, poco después de que fuera aprobado el Tratado Vital, en que contenedores como aquel resultaban tentadores para chicas como ella, chicas tan desesperadas que eran capaces de tirar a un recién nacido a la basura. Eso se convirtió en algo tan frecuente que ya ni siquiera salía en las noticias. No era más que parte de la vida.
Se suponía que el Tratado Vital tenía que proteger la santidad de la vida. Pero solo la convirtió en algo más barato. Sin embargo, ahí estaba la Iniciativa de la Cigüeña, esa maravillosa ley que concedía a las chicas como ella una alternativa mucho mejor que el contenedor de basura.
Mientras el alba da paso al amanecer, la madre deja los callejones y entra en un vecindario que presenta mejor aspecto a cada calle que cruza. Las casas son grandes y apetecibles. Aquel es el vecindario más apto para «colar la cigüeña».
Elige sagazmente la casa. Y la que elige no es la más grande, pero tampoco la más pequeña. El paso de la calle a la puerta es muy corto, así que podrá escapar con rapidez. Y está muy cuajada de árboles, que impedirán que la vea nadie mientras deja al recién nacido.
Se acerca con cuidado a la puerta principal de la casa. Aún no han prendido ninguna luz, lo cual está bien. Hay un coche en la entrada: eso querrá decir que están en casa. Asciende los peldaños del porche con cuidado de no hacer ruido, y se arrodilla para posar al bebé dormido en el felpudo de la entrada. El bebé está envuelto en dos mantas, y un gorrito de lana le tapa la cabeza. Recoloca las mantitas bien apretadas: eso es lo único que ha aprendido a hacer como madre.
Piensa si llamar al timbre y echar a correr, pero comprende que no sería buena idea. Si la descubrieran, la obligarían a quedarse con el bebé, eso dice la Iniciativa de la Cigüeña. Pero si abren la puerta y no encuentran a nadie más que al bebé, a los ojos de la ley serán «tutores por descubrimiento». Quieran o no, el bebé será legalmente suyo.
Desde el momento en que supo que estaba embarazada, comprendió que terminaría colando la cigüeña. Había albergado la esperanza de que, cuando por fin tuviera en brazos a su bebé, mirándola tan indefenso, cambiaría de opinión. Pero no podía engañarse: a aquellas alturas de la vida, careciendo de la capacidad, e incluso del deseo, de ser madre, colar la cigüeña sería siempre la mejor opción.
Se da cuenta de que ha perdido más tiempo de lo que sería prudente. Acaban de encender una luz en el piso de arriba, así que se obliga a apartar la mirada del recién nacido que duerme, y se va a toda prisa. Ya sin aquella carga, de la que acaba de desembarazarse, la madre adquiere fuerzas repentinas. Ahora tiene una segunda oportunidad en la vida, y esta vez será más prudente, de eso no le cabe la menor duda.
Mientras camina a buen paso por la calle, piensa en lo maravilloso que es contar con una segunda oportunidad. Lo maravilloso que es poder renunciar a su responsabilidad tan fácilmente.