EXISTE EN EL OESTE de Texas un cierto rancho de amplias dimensiones. El dinero para hacerlo llegó del petróleo que ya hacía tiempo se ha agotado, si bien el dinero ha permanecido y se ha multiplicado. Ahora es todo un complejo, un oasis tan verde como un campo de golf en medio del llano agreste.
En él creció y vivió Harlan Dunfee hasta los dieciséis años de edad, encontrando dificultades durante todo ese tiempo. Fue arrestado dos veces en Odessa por alteración del orden público, pero su padre, un almirante de gran influencia, lo sacó del apuro las dos veces. A la tercera, sus padres dieron con una solución diferente. Hoy es el día en que Harlan Dunfee cumple veintiséis años. Y se le está dando una fiesta. Más o menos.
Hay cientos de invitados en la fiesta de Harlan. Uno de ellos es un chico que se llama Zachary, aunque sus amigos lo conocen por Papamoscas. Lleva ya algún tiempo viviendo ahí, en el rancho, esperando este día. Respira con el pulmón derecho de Harlan. Hoy se lo devuelve a Harlan.
Al mismo tiempo, a mil kilómetros al oeste de allí, aterriza en un cementerio de aviones un avión a reacción de fuselaje ancho. El avión está lleno de cajas, y cada caja contiene a cuatro desconectables. Cuando abren las cajas, un adolescente atisba desde el interior hacia fuera, sin saber lo que va a encontrar. Lo que se encuentra de cara es una linterna, y cuando la linterna baja un poco su haz de luz, puede distinguir que no es un adulto quien ha abierto la caja, sino otro adolescente que lleva ropa de color caqui y les sonríe, mostrando un aparato que aprisiona un grupo de dientes que no parecen necesitarlo.
—Hola, me llamo Hayden, y hoy seré tu rescatador —le anuncia—. ¿Habéis llegados todos sanos y salvos?
—Perfectamente —responde el joven desconectable—. ¿Dónde estamos?
—En el Purgatorio —dice Hayden—. También conocido como Arizona.
El joven sale de la caja, temiéndose lo que pueda estarle reservado. Forma parte del desfile de chicos a los que hacen salir de allí. Por no hacer caso de las advertencias de Hayden, al salir se pega con la cabeza contra la puerta de la bodega del avión. La dura luz del día y el sol abrasador se le echan encima al descender la rampa que llega hasta el suelo. Pese a que hay aviones por todas partes, se da cuenta de que aquello no es un aeropuerto.
A lo lejos, ven acercarse a ellos un coche de golf que levanta tras de sí un penacho de polvo rojo. La multitud guarda silencio cuando llega el coche. Se detiene, y el conductor sale del vehículo. Es un hombre que tiene unas cicatrices muy serias en la mitad del rostro, y que habla con Hayden un instante en voz baja antes de dirigirse a la multitud.
Solo entonces el joven desconectable se da cuenta de que no es tanto un hombre como otro adolescente más, no mucho mayor que él mismo. Tal vez sean las cicatrices del rostro lo que le hace parecer mayor. O tal vez el modo en que actúa al decirles:
—Quiero ser el primero en daros a todos la bienvenida al Cementerio. Mi nombre oficial es E. Robert Mullard… —dice sonriendo—, pero todo el mundo me llama Connor.
El Almirante no regresó al Cementerio. Su salud no se lo hubiera permitido. En vez de eso, reside en el rancho familiar de Texas, al cuidado de la esposa que le había dejado unos años antes. Aunque está débil y le cuesta andar bien, no ha cambiado tanto.
«Los médicos me dicen que solo tengo vivo el veinticinco por ciento del corazón», le explica al que le pregunta. «Pues tendrá que valer».
Lo que, más que ninguna otra cosa, lo ha mantenido con vida, es la perspectiva de la gran fiesta de Harlan. Uno podría pensar que son ciertas aquellas historias aterradoras sobre «Humphrey Dunfee». Al fin, han logrado encontrar todos sus órganos, y han reunido allí a todos los recipientes. Pero no va a haber cirugía. Pese a todos los rumores, el plan nunca consistió en reconstruir a Harlan pieza a pieza. Pero los Dunfee están reuniendo a su hijo del único modo que pueden hacerlo.
Él se encuentra allí incluso en aquel momento en que el Almirante y su esposa salen al jardín. Se encuentra en las voces de sus muchos invitados a la fiesta, que hablan y ríen. Hay hombres y mujeres de todas las edades. Cada uno de ellos lleva una tarjeta de identificación, solo que en esas tarjetas no figuran nombres. Hoy, los nombres no son importantes.
«MANO DERECHA», dice la etiqueta que lleva un joven en la solapa de la chaqueta. No puede tener más de veinticinco años.
—Déjame ver —le dice el Almirante.
El hombre le ofrece la mano. El Almirante la mira hasta que encuentra una cicatriz entre el pulgar y el índice.
—Llevé a Harlan a pescar cuando tenía nueve años. Se hizo la cicatriz intentando limpiar una trucha.
Y entonces suena una voz tras ellos. Se trata de otro hombre, un poco mayor que el primero:
—¡Yo me acuerdo de eso! —dice. El Almirante sonríe. Tal vez los recuerdos estén esparcidos, pero están allí, cada uno de ellos.
Busca a un muchacho que insiste en llamarse Papamoscas, y que anda solo por el borde del jardín, respirando con menos dificultad ahora que por fin han encontrado el medicamento que le va mejor.
—¿Qué haces por aquí? —le pregunta el Almirante—. Deberías estar con los demás.
—No conozco a nadie.
—Claro que los conoces —dice el Almirante—. Lo que pasa es que no te has dado cuenta todavía. —Y acompaña a Papamoscas hacia el resto de los invitados.
Mientras tanto, en el Cementerio de aviones, Connor se dirige a los recién llegados que se encuentran delante del avión que los ha llevado hasta allí. A Connor le sorprende que le escuchen. Le sorprende infundir respeto entre ellos. Nunca se acostumbrará a eso.
—¡Estáis aquí porque fuisteis destinados a la desconexión pero conseguisteis escapar! ¡Y, gracias al esfuerzo de muchas personas, habéis encontrado el camino hasta aquí! ¡Este será vuestro hogar hasta que cumpláis los diecisiete años y alcancéis, por tanto, la mayoría de edad! Estas son las buenas noticias. Las malas noticias son que ellos lo saben todo sobre nosotros. ¡Saben dónde estamos y lo que estamos haciendo! ¡Y nos permiten estar aquí porque no nos ven como una amenaza!
Y entonces Connor sonríe.
—¡Bueno, pues eso va a cambiar!
Mientras Connor habla, mira a los ojos a uno y después a otro, asegurándose de que se queda con cada uno de los rostros. Asegurándose de que cada uno de ellos se siente reconocido, único, importante…
—¡Algunos de vosotros ya habéis pasado bastante y lo único que queréis es llegar a cumplir los diecisiete! —les dice—. ¡No os culpo! ¡Pero sé que otros estáis dispuestos a arriesgarlo todo para ayudar a acabar de una vez y para siempre con la práctica de la desconexión!
—¡Sí! —chilla un chico desde atrás, agitando el puño en el aire mientras empieza a canturrear—: ¡Happy Jack, Happy Jack!
Otros unen su voz a la de él, hasta que todo el mundo comprende que no es eso lo que quiere Connor. La cantinela concluye rápidamente.
—¡No vamos a empezar a volar cosechadoras! —dice—. ¡No queremos alimentar la imagen que puedan tener de nosotros como chicos violentos a los que es mejor desconectar! Pensaremos antes de actuar, y eso es lo que les va a complicar las cosas. Nos infiltraremos en las Cosechadoras y uniremos a los desconectables de todo el país. Liberaremos a los chicos de los autobuses antes incluso de que lleguen a la Cosechadora. Tendremos voz, y la usaremos. ¡Nos haremos oír! —Ahora la multitud no puede contenerse y empieza a vitorear, y esta vez Connor lo permite.
Aquellos chicos y chicas han sido golpeados por la vida, pero hay ahora una energía en el Cementerio que empieza a embargarlos a todos. Connor recuerda esa sensación: es la que tuvo él al llegar allí.
—¡Yo no sé lo que le sucede a nuestra consciencia cuando se nos desconecta! —dice Connor—. Ni siquiera sé cuándo comienza esa consciencia. Pero lo que sé es esto —se queda callado para asegurarse de que todos le prestan atención—: ¡tenemos derecho a vivir!
Los chicos se emocionan.
—¡Y tenemos derecho a elegir lo que le sucede a nuestro cuerpo!
Los vítores alcanzan el paroxismo.
—Merecemos un mundo en el que ambas cosas sean posibles… ¡y nuestra misión es contribuir a hacer realidad ese mundo!
Al mismo tiempo, también la emoción aumenta en el rancho de los Dunfee. Según se va conociendo la gente, el murmullo de conversaciones que hay en el jardín crece hasta convertirse en un estruendo. Papamoscas comparte experiencias con una chica que posee el pulmón izquierdo que hace pareja con el suyo. Una mujer habla sobre una película que nunca ha visto, con un hombre que recuerda a los amigos con los que nunca la vio. Y mientras el Almirante y su esposa observan, sucede algo sorprendente: ¡las conversaciones empiezan a confluir!
Como el vapor de agua al cristalizar en la forma magnífica y singular de un copo de nieve, el murmullo de voces va fundiéndose en una sola conversación.
—¡Miren ahí! Se cayó de ese muro cuando tenía…
—… Seis años. Sí… ¡lo recuerdo!
—Tuvo que llevar una muñequera durante meses.
—La muñeca aún me duele cuando llueve.
—No tendría que haberse subido al muro.
—No tuve más remedio: me perseguía un toro.
—¡Menudo miedo pasé!
—Las flores de ese campo…, ¿no las oléis?
—Me recuerdan aquel verano…
—… cuando yo no estaba tan mal del asma…
—… y me sentía capaz de lo que fuera.
—¡De lo que fuera!
—¡Y el mundo estaba allí, esperándome!
El Almirante se agarra al brazo de su mujer. Ninguno de los dos puede contener las lágrimas. Y no son lágrimas de pena, sino de sobrecogimiento. Si lo poco que le queda en funcionamiento del corazón se parara en aquel momento, el Almirante moriría más feliz que unas Pascuas.
Mira a la multitud y dice débilmente:
—Ha… ¿Harlan?
Todos los ojos presentes en el jardín se vuelven hacia él. Un hombre se lleva la mano a la garganta, tocándosela suavemente, y dice con una voz que es con toda claridad la de Harlan Dunfee, solo que un poco más hecha, como de más edad:
—¿Papá…?
El Almirante está tan emocionado que no puede hablar, y su mujer mira al hombre que tiene delante, a la gente que está a su lado, a la multitud que la rodea, y dice:
—Bienvenido a casa.
A mil kilómetros de distancia, en el Cementerio de aviones, una chica toca un piano de cola cobijado bajo el ala de un maltrecho avión que en otro tiempo fue vehículo presidencial. Toca con una extraña clase de alegría, en desafío a su silla de ruedas, y su sonata eleva el espíritu de todos los recién llegados. Ella les sonríe cuando pasan a su lado y sigue tocando, dejando claro que aquel lugar que parece un horno, lleno de aviones que no vuelan, es algo más de lo que parece: es una especie de útero en el que encuentra la redención todo desconectable y todo aquel que perdió la Guerra Interna, que fueron todos cuantos participaron en ella.
Connor deja que la música de Risa lo embargue mientras observa a los recién llegados, que reciben el saludo de los miles de chicos y chicas que ya están allí. El sol ha empezado a ocultarse, llevándose con él las horas más abrasadoras del día, y en ese momento las filas de aviones crean agradables siluetas de sombra en la dura tierra. Connor tiene que sonreír. Incluso un lugar tan duro como aquel puede ser hermoso bajo una determinada luz.
Connor lo absorbe todo: la música, las voces, el desierto y el cielo. Tiene un trabajo a su medida, que consiste en cambiar el mundo y todo eso, pero las cosas ya se han puesto en marcha. Lo único que tiene que hacer es no perder el impulso. Y no está solo en esa empresa: tiene con él a Risa, a Hayden y a todos los desconectables que se encuentran allí. Connor respira hondo y, al mismo tiempo, suelta el aire y toda la tensión acumulada.
Al fin, se puede permitir el lujo maravilloso de la esperanza.