62. Lev

LOS DETONADORES están escondidos dentro de un calcetín en la parte de atrás de su celda. Si alguien los encuentra, pensará que son tiritas. Lev intenta no pensar en ello. Lo de pensar en ello, y lo de decir cuándo ha llegado el momento, es misión de Blaine.

Hoy la unidad de diezmos de Lev ha salido de excursión por el campo para entrar en íntima comunión con la Obra de la Creación. El sacerdote que los guía es uno de los más engreídos. Habla como si cada palabra que le sale de la boca fuera una perla de sabiduría, y hace una pausa al acabar cada frase, como esperando que alguien la anote.

Los lleva hasta un árbol raro al que el invierno ha despojado de sus hojas. Lev, que está habituado a los inviernos con nieve y escarcha, encuentra extraño que los árboles de Arizona todavía pierdan las hojas. Aquel árbol tiene una multitud de ramas que no casan del todo, cada una con un tipo de corteza diferente, y con una textura distinta.

—Quería que vierais esto —le dice el sacerdote al equipo—. Es verdad que ahora no hay gran cosa que admirar, pero tendríais que verlo en primavera. A lo largo de los años, muchos de nosotros le hemos injertado a este tronco ramas de nuestros árboles favoritos. —Señala las distintas ramas—. Esta rama da flores de cereza rosa, y esta otra se llena de hojas de sicomoro. Esta se cuaja de flores moradas de jacarandá, y esta otra de melocotones.

Los diezmos lo contemplan, tocando con cautela las ramas, como si de un momento a otro pudiera convertirse en la zarza ardiente.

—¿Qué clase de árbol era al principio? —pregunta uno de los diezmos.

El sacerdote no sabe responderle:

—No estoy seguro, pero eso es lo de menos. Lo que importa es lo que ha terminado siendo. Lo llamamos nuestro pequeño «árbol de la vida». ¿No es maravilloso?

—No tiene nada de maravilloso. —Las palabras salen de la boca de Lev antes de que él mismo se dé cuenta de que las ha pronunciado, como si fueran un eructo repentino al que no se ha visto llegar. Todos los ojos se vuelven hacia él. Lev intenta rápidamente arreglarlo—: Es el trabajo de un hombre, y no deberíamos sentir orgullo —dice—. Cuando llega el orgullo llega la desgracia; pero de la humildad nace la sabiduría.

—Sí —dice el sacerdote—. Libro de los Proverbios, capítulo once, ¿no es eso?

—Proverbios, capítulo once, versículo segundo.

—Muy bien. —Él se muestra adecuadamente humilde—: Bueno, está muy bonito en primavera…

El camino de regreso a la Casa del Diezmo los lleva por entre pistas deportivas en las que juegan los terribles para ser observados y para alcanzar la mejor condición física posible antes de ser desconectados. Como mártires que son, los diezmos soportan de los terribles ocasionales silbidos y burlas.

Cuando pasan por delante de uno de los dormitorios, Lev se encuentra cara a cara con alguien a quien no esperaba volver a ver: con Connor.

Cada uno iba en dirección distinta. Cada uno ve al otro en el mismo instante y se detiene en seco, anonadado, mirando al otro fijamente.

—¿Lev?

De repente, el pomposo sacerdote se presenta allí y agarra a Lev por los hombros:

—¡Apártate de él! —le suelta el sacerdote a Connor, como gruñéndole—. ¿Es que no has hecho ya bastante daño? —Entonces se lleva consigo a Lev, dejando a Connor allí plantado.

—No ha pasado nada —dice el sacerdote agarrando a Lev por los hombros, protector, mientras se alejan con paso decidido—. Todos sabemos quién es y lo que te hizo. Esperábamos que no te enteraras de que estaba en la misma Cosechadora que tú. Pero, te lo prometo, Lev, no volverá a hacerte daño. —Y entonces dice en voz baja—: Lo van a desconectar estar tarde.

—¿Qué…?

—¡Y nos alegraremos de no volver a verlo nunca!

Aunque normalmente van en grupo, o al menos por parejas, no es infrecuente ver a diezmos solos en los campos de Happy Jack. Pero ya es más raro ver a uno corriendo solo, casi atravesando el campo.

Lev no había perdido el tiempo tras llegar a la Casa del Diezmo. A la primera ocasión, se escapó. Ahora busca por todas partes a Blaine y Mai.

Connor va a ser desconectado esa misma tarde. ¿Cómo puede haber ocurrido tal cosa? ¿Cómo pudo llegar allí? Connor estaba a salvo en el Cementerio. ¿Es que lo expulsó el Almirante? ¿O se fue él por voluntad propia? En cualquier caso, deben de haberlo atrapado y traído aquí. El único consuelo que le cabía a Lev, la seguridad de sus amigos, ahora se ha volatilizado. Lev no puede consentir que desconecten a Connor… y está en su mano evitarlo.

Encuentra a Blaine en el prado común que se encuentra entre el comedor y los dormitorios. Hace ejercicios de calistenia con los de su unidad. Los ejecuta de un modo extraño, poniendo en ellos la menor fuerza posible, reduciendo la brusquedad de todos los movimientos.

—¡Tengo que hablar contigo!

Blaine lo mira, sorprendido y molesto:

—¿Qué, te has vuelto loco…? ¿Qué estás haciendo aquí?

Un miembro del personal lo ve y se va derechito hacia ellos. Al fin y al cabo, todo el mundo sabe que los diezmos y los terribles no se mezclan.

—No pasa nada —le dice Lev al que llega—, lo conozco porque es de mi ciudad. Solo quería despedirme de él.

El empleado asiente con la cabeza, a regañadientes.

—Vale, pero no os entretengáis.

Lev consigue que Blaine se separe de los otros, asegurándose de que están lo bastante lejos para que no puedan oírlos.

—Lo vamos a hacer hoy —le dice Lev—. No esperaremos más.

—Eh —dice Blaine—, soy yo el que decide cuándo, y no he dicho nada todavía.

—Cuanto más esperemos, más nos arriesgamos a que ocurra por accidente.

—¿Y…? El azar no tiene nada de malo…

Lev siente deseos de pegar a Blaine, pero sabe que, si lo hace, seguramente dejarán un cráter de cincuenta metros de diámetro en el campo, así que le dice a Blaine la única cosa que está seguro que le hará ceder.

—Se han enterado de lo nuestro —le susurra.

—¿Qué…?

—No saben quién es, pero saben que hay aplaudidores aquí. Ahora mismo estarán revisando los análisis de sangre, buscando algo sospechoso. No tardarán en encontrarnos.

Blaine hace rechinar los dientes y lanza una maldición. Piensa por un instante, y después empieza a negar con la cabeza:

—No. No, no estoy preparado.

—No importa si estás preparado o no. ¿Quieres caos? Bueno, va a ocurrir hoy, quieras o no. Porque si ellos nos encuentran, ¿qué crees que nos harán?

Blaine parece aún más espantado al imaginarlo:

—¿Que nos detonarán en el bosque?

—O en el desierto, y nadie se enterará de nada…

Blaine medita un instante más, y respira hondo, con un estremecimiento.

—Buscaré a Mai en el comedor y se lo diré. Lo haremos a las dos en punto.

—No: mejor a la una.

Lev rebusca en su celda, cada vez más nervioso. ¡Esos calcetines tenían que estar allí! Tenían que estar… pero no los encuentra. Los detonadores no son imprescindibles, pero es más limpio hacerlo con ellos. Y Lev quiere que la cosa resulte limpia. Limpia y rápida.

—¡Esa es la mía!

Lev se vuelve para ver tras él al rubio de los ojos esmeralda.

—Esa es mi celda. La tuya está ahí.

Lev mira a su alrededor y comprende que se ha equivocado con la cama de al lado. No hay nada en la unidad que sirva para distinguir una cama, ni una celda, de la de al lado.

—Pero si necesitas calcetines, te puedo dejar un par.

—No, tengo bastante con los míos, gracias.

Respira hondo, cierra los ojos para controlar su pánico, y se dirige a la celda de la derecha. El calcetín con los detonadores se encuentra allí. Se lo mete en el bolsillo.

—¿Estás bien, Lev? Te encuentro un poco raro…

—Estoy bien. Solo que he estado corriendo, nada más. Corriendo en la banda caminadora.

—No, eso no es verdad —responde el rubio—. Yo vengo ahora del gimnasio.

—Mira, métete en tus asuntos, ¿vale? Yo no soy tu colega ni soy amigo tuyo.

—Pues deberíamos ser amigos.

—No. Tú no me conoces. Yo no soy como tú, ¿vale? ¡Así que déjame en paz!

Entonces oye una voz profunda detrás de él:

—Ya es suficiente, Lev.

Al volverse, ve a un hombre trajeado. No es uno de los sacerdotes, sino el psicólogo que lo admitió hace una semana. La cosa no tiene buena pinta.

El psicólogo asiente con la cabeza en un gesto dirigido al muchacho rubio:

—Gracias, Sterling. —El muchacho baja los ojos y se apresura a salir—. Asignamos a Sterling para que no te perdiera de vista y se asegurara de que te adaptabas. No exagero nada si te digo que nos tienes preocupados…

Lev está sentado en una habitación con el psicólogo y dos sacerdotes. El calcetín le abulta en el bolsillo. Mueve las rodillas nervioso, y de pronto recuerda que no debe hacer ningún movimiento brusco o podría volar por los aires. Se obliga a quedarse quieto.

—Pareces preocupado, Lev —dice el psicólogo—. Nos gustaría saber por qué.

Lev consulta el reloj: son las doce y cuarenta y ocho minutos. Faltan doce minutos para la hora en que él, Mai y Blaine se tienen que encontrar y empezar a ocuparse del asunto.

—Voy a ser sacrificado —dice Lev—. ¿No es bastante motivo?

El más joven de los dos sacerdotes se inclina hacia delante:

—Aquí tratamos de asegurarnos de que cada diezmo llega al estado diviso en el estado mental adecuado.

—No estaríamos haciendo correctamente nuestro trabajo si no hiciéramos todo lo posible por ayudarte —dice el sacerdote mayor antes de ofrecer una sonrisa tan forzada que más parece una mueca.

Lev quiere gritarles, pero sabe que de ese modo no conseguirá salir antes de allí:

—Lo único que pasa es que no me gusta estar rodeado de gente precisamente ahora. Me gustaría prepararme en soledad, ¿vale?

—Pues no vale —replica el sacerdote mayor—. No es así como funcionan aquí las cosas. Todo el mundo tiene que apoyarse mutuamente.

El sacerdote más joven vuelve a inclinarse hacia delante:

—Tienes que darles una oportunidad a los demás. Todos son buenos chicos.

—Bueno, ¡tal vez yo no lo sea! —Lev no puede evitar consultar de nuevo el reloj: las doce y cincuenta minutos. Mai y Blaine estarán allí en diez minutos, y ¿qué pasará si para entonces él sigue allí, en aquel despacho apestoso? Nada bueno.

—¿Es que tienes que ir a alguna parte? —pregunta el psicólogo—. No paras de mirar el reloj.

Lev sabe que su respuesta tiene que tener sentido, o de lo contrario empezarán a sospechar de él más seriamente:

—Yo… he oído que el chico que me secuestró iba a ser desconectado hoy. Me estaba preguntando si ya habría sucedido.

Los sacerdotes se miran uno al otro y miran al psicólogo, que se recuesta en su silla, con toda la tranquilidad posible.

—Si no lo han desconectado aún, poco tardarán. Lev, pienso que te vendría bien hablar de lo que te ocurrió mientras estabas de rehén. Estoy seguro de que fue horrible, pero hablar sobre ello puede desactivar el trauma. Me gustaría tener una reunión extraordinaria esta noche con tu unidad. Ese será un buen momento para que compartas con los demás todo lo que estás guardando dentro. Te darás cuenta de que son muy comprensivos.

—Esta noche —dice Lev—. Vale. De acuerdo. Esta noche lo contaré todo. Puede que tenga razón y eso haga que me sienta mejor.

—Lo único que queremos es aligerar tu mente —dice uno de los sacerdotes.

—Entonces, ¿puedo irme ya?

El psicólogo lo examina un instante más:

—Pareces muy tenso. Me gustaría que hicieras unos ejercicios de relajación bajo asesoramiento…