VAN A BUSCAR a Roland esa misma mañana, justo después del desayuno. Un psicólogo y dos guardias lo acorralan en el pasillo del dormitorio, aislándolo de los demás.
—Se están confundiendo —les dice Roland, desesperado—. Yo no soy el ASP de Akron. Al que buscan es a Connor.
—Me temo que te equivocas —contesta el psicólogo.
—Pero… pero yo solo llevo unos días aquí… —Comprende por qué sucede aquello. Es por culpa de aquel tipo al que le dio con el balón en el partido, eso tiene que ser… O será a causa de la pelea con Connor. ¡Connor lo ha acusado! ¡Ya sabía que Connor lo haría!
—Es por tu grupo sanguíneo —le dice el consejero—. AB negativo… es difícil de encontrar y hay muchísima demanda. —Sonríe—. Míralo de este modo: vales más que cualquier otro chico de los que están en tu unidad.
—Eres un afortunado —le dice uno de los guardias mientras lo agarra del brazo.
—Por si te sirve de consuelo —dice el psicólogo—, tu amigo Connor está apuntado para esta tarde.
Roland siente las piernas flojas mientras ellos lo sacan a la luz del día. Ante él se extiende la alfombra roja, del color de la sangre seca. Cada vez que los chicos cruzan aquel camino terrible saltan sobre él, como si tocarlo diera mala suerte. Ahora no dejan que Roland se salga de él.
—Quiero un sacerdote —dice Roland—. La gente tiene derecho a un sacerdote, ¿no? ¡Yo quiero un sacerdote!
—El sacerdote da la extremaunción —dice el psicólogo, poniéndole con suavidad la mano en el hombro—. Eso es para los que van a morir. Tú no vas a morir: tú seguirás vivo, solo que de un modo diferente.
—Aun así, quiero un sacerdote.
—Vale, veré lo que se puede hacer.
La orquesta que toca sobre el terrado de la chatarrería ha comenzado a tocar la música matutina. Tocan una canción bailable muy conocida, como si pretendieran burlarse de la marcha fúnebre que suena dentro de la cabeza de Roland. Él sabe que Risa está ahora en la orquesta. La distingue allá arriba, ante el teclado. Sabe que ella lo odia, pero aun así le hace un gesto de despedida con la mano, tratando de llamar su atención. Una señal de que le reconoce alguien, aunque sea alguien que lo odia, es mejor que no tener alrededor de uno más que extraños que lo ven perecer.
Ella no vuelve los ojos hacia la alfombra roja. No llega a verlo. No se entera. Tal vez alguien le diga luego que él fue desconectado aquel día. Se pregunta qué sentirá ella al saberlo.
Han llegado al final de la alfombra roja. Hay cinco escalones de piedra que llevan a las puertas de la chatarrería. Roland se detiene al pie de los escalones. Los guardias tratan de tirar de él, pero él se los quita de encima.
—Necesito más tiempo. Un día más. Eso es todo: un día más. Mañana estaré preparado, ¡lo prometo!
Y todavía, sobre su cabeza, toca la orquesta. Roland quiere gritar, pero allí, tan cerca de la chatarrería, sus chillidos quedarán ahogados por la música. El psicólogo hace una seña a los guardias, que lo agarran con más firmeza por debajo de las axilas, obligándolo a salvar esos cinco escalones. En un instante traspasa el umbral de la puerta, que se cierra a su espalda, deslizándose para aislarlo del mundo. Ya ni siquiera oye la música. La chatarrería está insonorizada. Se imaginaba que sería así.