EN HAPPY JACK, los diezmos son como los pasajeros de primera clase del Titanic. En la Casa del Diezmo hay muebles de lujo, un teatro y una piscina, y la comida es deliciosa. Desde luego, su destino es el mismo que el de los «terribles», pero al menos lo aguardan a lo grande.
Es después de la cena. Lev está solo en el gimnasio de la Casa del Diezmo. Se ha colocado sobre una banda caminadora que no se desplaza porque no le ha dado al botón de encendido. En los pies lleva unas zapatillas de correr muy gruesas. Lleva un doble par de calcetines para amortiguar aún más sus pies. Sin embargo, por el momento lo que le preocupa no son los pies, sino las manos. Está allí inmóvil, y se las está mirando como si esas manos estuvieran muy lejos. Nunca le habían intrigado tanto las rayas que le cruzan la palma de las manos. ¿No se supone que una de ellas es la línea de la vida? ¿No debería la línea de la vida de un diezmo dividirse en muchas nada más empezar, como el tronco de un árbol? Busca en los remolinos de sus marcas dactilares. ¡Qué pesadilla de identificación debe representar, cuando otra persona posea las manos de un desconectado! ¿Qué pueden significar esas huellas dactilares cuando no son las propias?
Pero nadie poseerá sus marcas dactilares. De eso está completamente seguro.
Hay montones de actividades para los diezmos pero, a diferencia de lo que sucede con los terribles, nadie les obliga a practicarlas. Parte de la preparación para el diezmo es un régimen de un mes de evaluaciones mentales y físicas que se realizan antes de la fiesta del diezmo, así que todo el trabajo duro se hace en casa, antes de llegar allí. Es cierto que aquella no es la Cosechadora que habían elegido sus padres y él, pero él es un diezmo, y ese es un salvoconducto válido en cualquier parte.
La mayoría de los otros diezmos están en la sala recreativa a aquella hora de la noche, o bien rezando en grupo. Hay sacerdotes de todas las creencias en la Casa del Diezmo: pastores, curas, predicadores y rabinos, pues esa idea de devolver a Dios la mejor cabeza del rebaño es tan vieja como la religión misma.
Lev asiste con la frecuencia necesaria, y en las clases de Biblia da las respuestas correctas suficientes para no levantar sospechas. Guarda silencio cuando se sesgan y descuartizan pasajes de la Biblia para justificar la desconexión, y en los fragmentos resultantes los demás chicos empiezan a ver el rostro de Dios.
—Mi tío recibió el corazón de un diezmo, y ahora dice la gente que puede hacer milagros.
—Yo conocí a una mujer a la que le pusieron la oreja de un diezmo. Oyó a un bebé llorando a una manzana de distancia, ¡y pudo rescatarlo del fuego!
—Nosotros somos la Santa Comunión.
—Somos el maná caído del cielo.
—Somos un pedazo de Dios en el prójimo.
Amén.
Lev recita las oraciones, tratando de dejar que ellas lo transformen y lo eleven como lo elevaban en otro tiempo, pero el corazón se le ha endurecido. Le gustaría ser tan duro como un diamante, en lugar de un jade que se desmenuza en trozos. Tal vez de ese modo habría elegido un camino distinto. Pero teniendo en cuenta quién es ahora, teniendo en cuenta lo que siente y lo que no siente, el camino es correcto. Y si no lo es, bueno… no se va a molestar en cambiarlo.
Los otros diezmos saben que Lev es distinto. Nunca han visto un diezmo caído, mucho menos uno que, como el hijo pródigo, haya renunciado a sus pecados y regresado al redil. Pero el caso es que los diezmos no suelen conocer a otros diezmos. Y el verse rodeados de repente de tantos chicos que son como ellos mismos alimenta la sensación de pertenecer a un grupo selecto. Aun así, Lev está fuera de ese círculo.
Conecta la banda caminadora, asegurándose de que sus zancadas son firmes y sus pisadas lo más suaves posible. La banda caminadora es un último modelo. Dispone de pantalla con vistas programables: se puede hacer footing a través de los bosques, o correr en la maratón de Nueva York. Hasta se puede caminar sobre el agua. A Lev le prescribieron ejercicio extra cuando llegó hace una semana. Ese primer día, los análisis de sangre mostraron altos niveles de triglicéridos. Está seguro de que las analíticas de Mai y de Blaine mostrarían también el mismo problema… aunque los tres fueron capturados de modo independiente y llegaron allí con unos días de diferencia, para que no pudieran relacionarlos de ningún modo.
—O bien es un problema familiar, o bien has llevado una dieta muy rica en grasas —le había explicado el doctor antes de prescribirle una dieta baja en grasas durante su estancia en Happy Jack y recomendarle un poco de ejercicio extra.
Lev sabe que hay otro motivo para el alto nivel de triglicéridos. Realmente, no hay triglicéridos en su sangre, sino un componente similar. Un componente mucho más volátil.
Otro chico entra en el gimnasio. Tiene el pelo fino y tan rubio que es prácticamente blanco. Sus ojos son tan verdes que debe de haber algún tipo de manipulación genética de por medio. Por esos ojos pagarán un alto precio.
—Hola, Lev. —Se sube a la banda caminadora que está junto a la de Lev y empieza a correr—: ¿Qué pasa…?
—Nada. Caminando un poco…
Lev sabe que el chico no ha ido allí por su propia voluntad. A los diezmos no se les deja nunca solos. El muchacho ha ido allí para hacerle compañía.
—La vela se encenderá pronto, ¿vienes?
Cada noche se enciende una vela por el diezmo al que desconectarán al día siguiente. El honrado pronuncia un discurso. Todo el mundo aplaude. Lev lo encuentra vomitivo.
—No me lo perderé —le dice Lev al muchacho.
—¿Ya has empezado a preparar tu propio discurso? —le pregunta—. Yo el mío ya lo tengo casi terminado.
—Del mío no tengo más que cachitos sueltos —dice Lev, pero su interlocutor no capta el chiste. Lev apaga la máquina. Aquel muchacho no lo dejará solo mientras esté allí, y Lev no tiene ganas de ponerse a hablar con él de la gloria de ser un elegido. Preferiría pensar en los que no son elegidos y tienen la suerte de encontrarse lejos de la Cosechadora, como Risa y Connor que, según supone, continuarán en el santuario del Cementerio. Es un gran consuelo saber que la vida de ellos proseguirá cuando la de él ya se haya apagado.
Detrás del comedor hay un cobertizo para basura que ya no se utiliza. Lev lo encontró la semana pasada, y comprendió que aquel cobertizo era el lugar perfecto para mantener encuentros secretos. Cuando llega la noche, encuentra a Mai dando vueltas por el pequeño espacio. Mai se muestra cada día más y más nerviosa.
—¿Cuánto tiempo vamos a seguir esperando? —le pregunta.
—¿Por qué tienes tanta prisa? —le pregunta Lev a su vez—. Es mejor aguardar el momento adecuado.
Blaine se saca del calcetín seis paquetitos de papel, abre uno de ellos, y extrae una pequeña tirita redonda.
—¿Para qué es eso? —pregunta Mai.
—Para que yo lo sepa y para que tú lo averigües.
—¡Eres un inmaduro!
Mai siempre tiene malas pulgas, especialmente en lo que se refiere a Blaine, pero aquella noche su actitud parece encerrar algo más.
—¿Qué pasa, Mai? —pregunta Lev.
Mai se toma un instante antes de responder:
—Hoy he visto a esa chica tocando el piano sobre el terrado de la chatarrería. La conozco del Cementerio… Y ella me conoce a mí.
—Eso es imposible. Si fuera del Cementerio, ¿para qué iba a venir aquí? —pregunta Blaine.
—Sé bien lo que veo… Y me parece que aquí hay otros chicos a los que conozco del Cementerio. ¿Y si ellos nos reconocen a nosotros?
Blaine y Mai miran a Lev como si él pudiera responder. Y, en realidad, puede hacerlo:
—Tal vez sean chicos a los que enviaron a algún trabajo, y los pillaron, eso es todo.
Mai se relaja:
—Ya. Sí, eso debe de ser.
—Si nos reconocen —dice Blaine—, siempre podremos decir que a nosotros nos pasó lo mismo.
—Eso es —corrobora Lev—. Problema resuelto.
—Bien —dice Blaine—. Volvamos al asunto. He estado pensando que podríamos hacerlo pasado mañana, porque al día siguiente tengo un partido de fútbol, y no creo que se me dé muy bien…
Entonces le entrega dos pequeñas tiritas a Mai y otras dos a Lev.
—¿Para qué necesitamos las tiritas? —pregunta Mai.
—Me dijeron que os las diera cuando llegáramos. —Blaine deja una colgando de sus dedos, como una pequeña hojita de color carne, y añade—: No son tiritas: son detonadores.
Nunca hubo ningún trabajo en el oleoducto de Alaska. Al fin y al cabo, ¿qué desconectable se iba a ofrecer para un trabajo como aquel? Lo que pretendían era asegurarse de que nadie más que Lev, Mai y Blaine se presentaba voluntario. La furgoneta los había llevado del Cementerio a cierta casa abandonada, en un barrio venido a menos, donde algunos que habían sido desahuciados por la vida tramaban cosas impensables.
Lev sentía terror de esa gente, y sin embargo también se sentía próximo a ellos. Ellos comprendían la desgracia de ser traicionado por la vida. Comprendían lo que era tener menos que nada dentro de uno. Y cuando le decían a Lev lo fundamental que él era dentro de sus planes, Lev se sentía, por primera vez en mucho tiempo, realmente importante.
Aquella gente no empleaba nunca la palabra «mal», excepto para describir los males que el mundo les había hecho. Lo que ellos les pedían que hicieran a Lev, a Mai y a Blaine no era el mal, no, no, en absoluto. Era una expresión de todo lo que sentían en su interior. Era el espíritu, y la naturaleza, y la manifestación de todo lo que habían llegado a ser. No eran tan solo mensajeros, sino que eran el propio mensaje. Con aquello llenaban la mente de Lev, y no era muy distinto de la sustancia mortal de la que le habían llenado la sangre. Era algo retorcido, era erróneo. Y sin embargo, a Lev le encajaba perfectamente.
«Nosotros no tenemos más causa que el caos», le encantaba decir siempre a Cleaver, que era quien los había reclutado. Lo que Cleaver no comprendía, ni siquiera al final de su vida, era que el caos es una causa tan convincente como cualquier otra. Podía incluso constituir una religión para aquellos que tenían la mala suerte de ser bautizados en ella, aquellos que solo podían encontrar consuelo en sus fétidas aguas.
Lev no conoce el final de Cleaver. Ni sabe ni le importa que él mismo esté siendo utilizado. Lo único que Lev sabe es que algún día no muy lejano el mundo sufrirá una pequeña parte de la pérdida y el vacío y la profunda desilusión que siente él por dentro. Y lo sufrirá en el instante en que él levante las manos para aplaudir.