ESTÁ TOCANDO en el terrado de la chatarrería, y su música, atravesando los campos, llega a los oídos de más de mil almas que aguardan el instante de encontrarse bajo el cuchillo. La alegría de volver a poner los dedos sobre un teclado solo puede igualarse al horror de saber lo que sucede a sus pies.
Desde el terrado con su vista privilegiada, ella los ve bajar por el cárdeno camino enlosado que todos los chicos llaman «la alfombra roja». Los chicos que transitan por la alfombra roja tienen guardias que los flanquean a cada lado, agarrándolos firmemente del brazo: lo bastante firme para sujetarlos, pero sin dejarles marca.
A pesar de esto, Dalton y el resto de su orquesta tocan como si no pasara nada.
—¿Cómo podéis hacer esto? —pregunta ella durante una de las pausas—. ¿Cómo podéis verlos día tras día, que entran y no vuelven a salir?
—Te acostumbrarás —le responde el batería, tomando un trago de agua—. Ya lo verás.
—¡Yo no me acostumbraré! ¡No puedo! —Risa piensa en Connor. Él no disfruta del mismo aplazamiento. Él no tiene ninguna oportunidad—. ¡No puedo ser cómplice de lo que están haciendo!
—¡Eh! —exclama Dalton empezando a enfadarse—. ¡Aquí se trata de sobrevivir, y lo que hacemos lo hacemos para sobrevivir! A ti te han elegido porque sabes tocar, y se te da bien. No lo estropees. Una de dos, o te acostumbras a los chicos que pasan por la alfombra roja, o te encontrarás en ella tú misma, y nosotros tocaremos para ti.
Risa entiende el mensaje, pero eso no significa que le guste.
—¿Es eso lo que le ocurrió a vuestro último teclista? —pregunta Risa. Y se da cuenta de que ese es un tema del que prefieren no hablar. Se miran unos a otros. Ninguno quiere responder a la pregunta. Pero entonces le responde la cantante, acompañando sus palabras con un movimiento despreocupado de la cabeza para retirarse el pelo, como si le diera igual lo que va a decir—: Jack estaba a punto de cumplir los dieciocho, así que se lo llevaron una semana antes de su cumpleaños.
—Ese Jack no fue precisamente happy —añade el batería, y golpea el aro con la baqueta.
—¿Fue así? —pregunta Risa—. ¿Simplemente se lo llevaron?
—El negocio es el negocio —explica la cantante—. Pierden un montón de pasta si uno de nosotros cumple los dieciocho, porque tienen que soltarlo.
—Sin embargo, yo tengo un plan —dice Dalton, guiñándoles el ojo a los otros, que obviamente ya lo han oído anteriormente—. Cuando esté a punto de cumplir los dieciocho, y estén preparados para venir a por mí, saltaré de este terrado.
—¿Te quieres suicidar?
—Espero no matarme, porque solo son dos pisos, pero seguro que me hago bastante daño. Y el caso es que ellos no pueden desconectar a alguien que está herido, tienen que esperar a que sane. ¡Pero para entonces yo ya habré cumplido los dieciocho y tendrán que joderse! Choca los cinco con el batería, y los dos se echan a reír. Risa apenas puede creérselo.
—Personalmente —dice la cantante—, yo confío en que bajen la mayoría de edad a los diecisiete. Si lo hacen, yo me iré a ver a los empleados del centro, y a los psicólogos, y a los putos médicos. Les escupiré en la cara y no me podrán hacer nada, me tendrán que dejar salir por la puerta y yo me iré de rositas con mis dos piernas.
Entonces el guitarrista, que no ha dicho una palabra en toda la mañana, coge su instrumento:
—Esta va por Jack —dice, y comienza a tocar los primeros acordes de un tema clásico de antes de la guerra: Don’t Fear the Reaper[6].
Los demás se le unen, tocando con todo el sentimiento. Risa hace lo que puede por apartar los ojos de la alfombra roja.