LA FORTALEZA del Almirante es impenetrable, pero la temperatura del interior se eleva por encima de los cuarenta grados. Risa soporta el calor, pero el Almirante no lo lleva igual de bien. Y ella sigue sin poder abrir la puerta, pues la multitud no ceja un instante en sus deseos de entrar.
Fuera, los que no pululan por el avión del Almirante se esparcen por las inmediaciones. Y ya que no pueden atrapar al Almirante, parecen dispuestos a destrozarlo todo: los aviones de estudio, los aviones dormitorio, incluso el avión recreativo. Todo es arrancado, y cualquier cosa que pueda arder se echa al fuego. Están imbuidos de una furia insaciable; por debajo de la furia, se halla la extraña alegría de dar finalmente rienda suelta a la rabia; por debajo de la alegría, hay más rabia aún.
Desde un punto lejano del Cementerio, Cleaver, el piloto, ve el humo que, haciéndole señas, se eleva en la distancia. Se siente atraído por el tumulto. ¡Tiene que presenciar aquello! Entra en su helicóptero y se dirige volando hacia la airada multitud.
Aterriza lo más cerca que puede del tumulto. ¿Habrán influido de algún modo sus acciones en aquello? Quiere creer que sí. Apaga el motor y deja que las aspas vayan parándose, para oír el maravilloso sonido del motín… Entonces los airados desconectables se vuelven hacia él.
—¡Es Cleaver! ¡Él trabaja para el Almirante!
De repente, Cleaver se convierte en el centro de toda la atención. Y no puede dejar de sentir que eso le gusta.