LA ENFURECIDA MULTITUD alcanza el avión del Almirante.
—¡A por él! ¡A por él! ¡Afuera con él!
Suben por la escalerilla de metal. La puerta está abierta, pero tan solo una rendija. Risa observa aquella marea tumultuosa, aquel maremoto humano que se abalanza contra ella.
—¡Tiene a una chica con él!
El primero de todos llega a lo alto de la escalerilla y, al empujar la puerta y abrirla, se topa con Risa y con un tremendo puñetazo en plena mandíbula. Eso le hace caer de lado, y al suelo, pero detrás de él llegan otros.
—¡No le permitáis cerrar la puerta!
El segundo chico se encuentra una nube disparada directo a los ojos por un aerosol de antiséptico. El dolor que le produce es atroz. Se tambalea hacia atrás y cae sobre los que suben la escalerilla tras él. Y todos se desploman como piezas de dominó. Risa agarra la puerta y la cierra por dentro.
Ahora los chicos se suben a las alas del avión, agarran cualquier trozo de metal que parezca arrancable, y lo arrancan. Es sorprendente cuántos trozos de un avión pueden ser estropeados con las manos desnudas, sin otra herramienta que la rabia.
—¡Romped las ventanillas! ¡Vamos a sacarlos de ahí!
Los chicos del suelo arrojan piedras que golpean a sus compañeros con la misma frecuencia con la que consiguen dar en el avión. Desde dentro, suena como si cayera granizo. El Almirante palidece al ver lo que ocurre fuera. El corazón empieza a latirle a toda velocidad. Le duelen el brazo y el hombro.
—¿Cómo ha podido suceder esto? ¿Cómo he podido dejar que las cosas lleguen a este punto?
Un aluvión de piedras aporrea el fuselaje, pero ninguna consigue romper el acero blindado ni agrietar los cristales a prueba de balas del antiguo avión presidencial. Sin embargo, alguien arranca el cable que conecta el avión al generador eléctrico. Se van las luces, el aparato de aire acondicionado deja de funcionar, y el avión en su totalidad va adquiriendo rápidamente temperatura bajo aquel sol achicharrante.