EL DOLOR que siente Connor en el brazo es lacerante. Ese pequeño monstruo le ha mordido de verdad, ha faltado poco para que le arranque un mordisco de carne del antebrazo. Otro coche frena para evitar atropellarlo y termina con el culo por delante. Las balas aletargantes han dejado de pasar, pero él sabe que volverán a disparar. Los accidentes han distraído temporalmente a los de la brigada juvenil, pero esa distracción no durará mucho.
Justo entonces, la chica que acaba de salir del autobús y él se miran un instante. Supone que la chica va a unirse a la gente que está saliendo de los coches para ayudar, pero en vez de eso, la chica se vuelve y se mete corriendo entre los árboles. ¿Es que todo el mundo se ha vuelto loco?
Sujetándose aún el brazo que le escuece y sangra, Connor corre con la intención de internarse también él en el bosque, pero se detiene. Se vuelve para ver al niño vestido de blanco, que está llegando a su coche en aquel momento. Connor ignora dónde están los policías. Tienen que andar por allí, sin duda, escondidos en algún lugar entre la maraña de vehículos. Entonces, en menos de un segundo, Connor toma una decisión. Sabe que es una decisión absurda, y sin embargo no puede dejar de hacerlo. Lo único que sabe es que aquel día él ha provocado muerte. Por lo menos la del conductor del autobús, pero tal vez alguna más. Aunque al hacerlo lo esté poniendo todo en riesgo, siente que tiene que equilibrar aquello de algún modo. Siente que tiene que hacer algo decente, una buena obra que compense las espantosas consecuencias de su fuga. Y así, luchando contra su propio instinto de conservación, corre hacia el niño de blanco que tan felizmente se dirigía hacia su propia desconexión.
Cuando se acerca, Connor distingue al policía que, a veinte metros de distancia, levanta su arma y dispara. ¡No debería haber corrido aquel riesgo! Tendría que haber escapado cuando estaba a tiempo. Connor aguarda el revelador escozor de la bala aletargante, pero no llega a sentir ese escozor, pues en el momento preciso en que parte la bala, el niño de blanco ha dado un paso atrás y ha recibido la bala en el hombro. Dos segundos después, al niño se le doblan las rodillas y cae al suelo, desplomado, sin ser consciente de haber recibido la bala destinada a Connor.
Connor no pierde el tiempo. Levanta al niño del suelo y se lo echa al hombro. Pasan las balas, pero ya ninguna más impacta contra ellos. En unos segundos, Connor deja atrás el autobús, del que está saliendo un montón de niños aterrorizados. Pasa entre ellos y penetra en el bosque.
Es un bosque tupido, no solo de árboles sino también de matorral y enredaderas. Sin embargo, hay un camino de ramas rotas y matas separadas que ha sido abierto por la chica que salió del autobús. Por desgracia, eso es algo parecido a dejar flechas para indicarles a los policías la dirección que tomaban. Ve a la chica, que va delante de él, y la llama:
—¡Espera!
Ella se vuelve, pero solo por un instante, y reanuda los forcejeos contra la maraña vegetal que la rodea.
Connor posa en el suelo suavemente al niño de blanco, y echa a correr para alcanzarla. La coge por el brazo delicadamente, pero con la suficiente firmeza para que no pueda soltarse:
—No sé de qué escapas, pero no lo conseguiremos si no actuamos juntos —le explica Connor. Mira hacia atrás para asegurarse de que aún no se ve a ninguno de la brigada juvenil—. Por favor… no tenemos tiempo que perder…
La chica deja de forcejear con los arbustos, lo mira y le pregunta:
—¿Tienes alguna idea?