PAPAMOSCAS NO TIENE ni idea de todas las piezas que giran engranadas en el Cementerio… ni de que él sea una de ellas. Su mundo queda comprendido en las rectangulares viñetas de sus cómics y en los bordes bien definidos de una maquinita de bolas. Vivir en el espacio comprendido entre esos límites ha sido una buena defensa contra la injusticia y la crueldad de la vida que se halla al otro lado de esos bordes.
No se pregunta por lo extraño que resulta aquel trío que acaba de partir para Alaska: eso no es asunto suyo. Ni siente la tensión que embarga a Connor: Connor podrá cuidar de sí mismo. Tampoco pierde el tiempo haciéndose preguntas sobre Roland: se limita a apartarse de su camino.
Pero el hecho de vivir con la cabeza gacha no lo mantiene seguro. De hecho, Papamoscas es como ese obstáculo principal contra el que pega la bola de la maquinita, el que está en el centro. Cada bola que sale tiene, forzosamente, que rebotar en él.
El Almirante ha mandado llamarlo.
Papamoscas se encuentra, hecho un manojo de nervios, a la puerta de lo que un día fue el puesto de control móvil de un presidente de Estados Unidos. Hay otros dos hombres allí. Llevan camisa blanca y corbata oscura. El sedán negro que aguarda al pie de la escalerilla debe de ser de ellos. El Almirante está sentado ante su mesa. Papamoscas quisiera saber si debe entrar, o si sería más sensato darse la vuelta y echar a correr. Pero el Almirante lo ve, y su mirada tiene el efecto de paralizarle los pies.
—¿Quería verme, señor?
—Sí, Zachary. Toma asiento.
Él obliga a sus pies a moverse hacia la silla que está colocada enfrente del Almirante.
—Papamoscas —dice—. Todo el mundo me llama Papamoscas, nada más.
—¿Y ese nombre lo has elegido tú, o ellos? —pregunta el Almirante.
—Bueno… ellos más bien. Pero yo ya me he acostumbrado.
—No dejes que nadie decida cómo llamarte —dice el Almirante. Pasa las hojas de una carpeta que tiene una foto de Papamoscas sujeta a la parte de delante con un clip. Es una carpeta llena de papeles, y a Papamoscas no le entra en la cabeza que en su vida haya tantas cosas interesantes como para llenar una carpeta tan gorda.
—Tal vez no lo comprendas, pero tú eres un muchacho muy especial —dice el Almirante.
Papamoscas no puede hacer más que mirarse los cordones de los zapatos, cuyo lazo está, como siempre, a punto de deshacerse:
—¿Por eso estoy aquí, señor? ¿Porque soy especial?
—Sí, Zachary. Y por ese motivo, vas a dejarnos hoy.
Papamoscas levanta los ojos:
—¿Qué…?
—Hay una mujer que quiere conocerte. De hecho, es alguien que lleva mucho tiempo buscándote.
—¿De verdad?
—Esos señores te llevarán con ella.
—¿Quién es? —Papamoscas tiene desde hace mucho tiempo la fantasía de que uno de sus padres sigue con vida. Si no su madre, entonces su padre. Siempre ha soñado que su padre era en realidad un espía, y que su muerte, hace años, no fue más que la versión oficial, y que él ha escapado, y se encuentra por los salvajes confines del mundo luchando contra el mal, como un héroe de cómic pero en la vida real.
—No es nadie que conozcas —le responde el Almirante, acabando con todas sus esperanzas—. Sin embargo, es una buena mujer. En realidad, es mi ex mujer.
—No… no comprendo.
—No tardarás en comprenderlo. No te preocupes.
Pero esas palabras son, para Papamoscas, una invitación abierta a preocuparse desmesuradamente. Empieza a ahogarse, lo que hace que los bronquios se constriñan. Respira con dificultad. El Almirante lo mira preocupado:
—¿Te encuentras bien?
—Asma —acierta a decir Papamoscas casi sin aliento. Saca un inhalador del bolsillo y se rocía la boca.
—Sí —dice el Almirante—. Mi hijo también tenía asma… Respondía muy bien al Xolair. —Levanta la mirada hasta uno de los hombres que se encuentran detrás de Papamoscas—: Por favor, asegúrense de que llevan Xolair en el coche para esos pulmones.
—Sí, Almirante Dunfee.
El nombre rebota por toda la superficie de la maquinita mental de Papamoscas antes de pegar contra los mandos:
—¿Dunfee…? ¿Su apellido es Dunfee?
—No tenemos apellidos en el Cementerio —dice el Almirante, que a continuación se pone en pie y le coge la mano a Papamoscas para estrechársela—: Adiós, Zachary. Cuando veas a mi ex mujer, dale recuerdos de mi parte.
Papamoscas solo puede proferir una respuesta inarticulada mientras los hombres lo cogen de los brazos y lo sacan del avión para meterlo en el sedán que les aguarda.
En cuanto se va Papamoscas, el Almirante Dunfee se recuesta en la butaca. Pese a todos los peligros que amenazan su reino, hay algo de lo que puede estar satisfecho. Se concede un breve instante de satisfacción, mientras mira la foto sonriente de su hijo Harlan, que ha llegado a ser conocido como Humphrey en el folclore moderno, si bien aquellos que lo amaban conocen su verdadero nombre. Sí: el Almirante se está redimiendo y arreglando las cosas poco a poco a poco a poco…