RISA ES LA PRIMERA en darse cuenta de que algo no va bien con respecto a Connor. Y es la primera en preocuparse de que algo no vaya bien con respecto a Lev.
En un instante de egoísmo, se exaspera por ello, porque las cosas le están yendo personalmente muy bien. Por fin tiene un lugar. Le gustaría que aquella situación pudiera prolongarse más allá de su decimoctavo cumpleaños, pues en el mundo externo no podría nunca hacer las cosas que hace ahora. Eso sería practicar la medicina sin contar con titulación, algo que está bien en una situación de vida o muerte, pero no en el mundo civilizado. Quizá, una vez cumplidos los dieciocho años, pudiera ir a la Universidad a estudiar medicina…, pero para eso se necesita dinero, influencias, y allí tendría que afrontar una competitividad aún mayor que en las clases de música. Se pregunta si no podría ingresar en el ejército y convertirse en médica militar. No hay que ser un mastodonte para pertenecer a una unidad médica. Cualquiera que termine siendo su elección, lo importante es que pueda haber una posibilidad de elegir. Por primera vez en mucho tiempo, puede contemplar un futuro para sí. Con todos aquellos buenos pensamientos referentes a su vida, lo último que desea es que llegue algo que pueda echarlo todo por tierra.
Esto es lo que ocupa la mente de Risa mientras se dirige a uno de los aviones de estudio. El Almirante ha reservado como lugares de estudio tres de sus aviones más accesibles y mejor amueblados. Cuentan con bibliotecas, con ordenadores, y con los recursos para aprender cualquier cosa que uno quiera aprender. «Esto no es un colegio», les dijo el Almirante al poco de llegar ellos. «Aquí no hay profesores ni exámenes». Puede que sea precisamente esa carencia lo que mantiene los aviones de estudio llenos casi siempre.
Las obligaciones de Risa empiezan poco después del alba. Ha adquirido la costumbre de empezar el día en uno de esos aviones de estudio, ya que a esa hora de la mañana suele ser la única persona que se encuentra en ellos. Le gusta encontrarse allí sola, porque las cosas que quiere aprender incomodan a otros jóvenes. Y no es la materia lo que les molesta, sino el hecho de que sea Risa quien la estudia. Se trata principalmente de anatomía y de textos médicos. Los chicos suponen que solo porque ella trabaja en el avión-enfermería, ya sabe todo lo que tiene que saber. Y les molesta ver que en realidad todavía tiene que aprenderlo.
Hoy, sin embargo, cuando llega descubre que Connor ya se encuentra allí. Se detiene ante la escotilla, sorprendida. Connor está tan absorto en lo que lee que no la oye entrar. Risa lo observa un momento. Nunca lo ha visto tan cansado, ni siquiera cuando huían. Sin embargo, se emociona al verlo. Los dos han estado tan ocupados que no han tenido apenas tiempo para pasarlo juntos.
—Hola, Connor.
Sobresaltado, él levanta rápidamente la vista y cierra el libro de un golpe. Cuando se da cuenta de quién es, se calma.
—Hola, Risa.
Cuando ella se sienta a su lado, él le sonríe, y ya no parece tan cansado. Risa se alegra de provocar ese tipo de reacción en él.
—Te has levantado muy temprano.
—No: aún no me he acostado —corrige él—. No podía dormir, así que me he venido aquí. —Mira hacia afuera por una de las pequeñas ventanillas redondas—: ¿Ya se ha hecho de día?
—A punto está. ¿Qué es lo que lees?
Connor intenta esconder los libros, pero es demasiado tarde. Ha sacado dos libros. El de debajo es un libro de ingeniería. Eso no tiene nada de sorprendente, considerando el interés que se ha tomado en el funcionamiento de los chismes. Es el libro de encima, en el que tenía metidas las narices en el momento en que ella llegó, el que le sorprende a Risa y casi le hace reír.
—¿La criminología explicada a los tontos?
—Sí, bueno… todo el mundo necesita interesarse por algo.
Ella trata de escudriñar a Connor con una mirada más larga y penetrante, pero él aparta los ojos.
—Pasa algo, ¿verdad? —le pregunta—. No necesito leer Connor explicado a los tontos para adivinar que tienes un problema.
Él dirige la mirada a cualquier sitio menos a los ojos de ella:
—No se trata de ningún problema. Al menos no para mí. O tal vez lo sea en algún sentido, no lo sé.
—¿No quieres hablar de ello?
—Eso —dice Connor— es lo último que quisiera hacer. —Respira hondo y se revuelve un poco en la silla—: No te preocupes, todo irá bien.
—No pareces muy convencido.
Mira a Risa y después mira la escotilla, como para asegurarse de que siguen solos. Entonces se inclina hacia ella y dice:
—Ahora que los dorados ya no están por aquí, el Almirante tiene que buscar a gente que los sustituya. Quiero que me prometas que, si te pide tu ayuda, le dirás que no.
—El Almirante ni siquiera sabe que existo. ¿Por qué me iba a pedir semejante cosa?
—Porque me lo pidió a mí —le responde Connor en un potente susurro—. Y creo que también se lo ha pedido a Papamoscas.
—¿A Papamoscas…?
—Lo único que quiero es que no seas un blanco.
—¿Un blanco para qué? ¿Para que alguien me dispare?
—¡Shhh! ¡No levantes la voz!
Risa vuelve a mirar el libro que Connor estaba leyendo, intentando comprender algo, pero no saca nada en claro. Ella se acerca más a él, y le obliga a mirarla:
—Quiero ayudarte —dice ella—. Estoy preocupada por ti. Por favor, déjame que te ayude.
Él dirige los ojos hacia un lado y hacia otro, tratando de encontrar un refugio a la mirada de ella, pero no lo consigue. De repente, Connor salva la pequeña distancia que hay entre ellos y la besa. Risa no lo esperaba y, cuando Connor separa los labios ella comprende, por la expresión de su rostro, que tampoco lo esperaba él.
—¿Por qué has hecho eso…?
A él le cuesta un rato volver a poner en funcionamiento su cerebro.
—Lo he hecho —responde— por si acaso me ocurre algo y no vuelvo a verte.
—Bien —dice ella, y lo atrae para darle un nuevo beso. Y este es más largo que el primero. Cuando sus labios vuelven a separarse, ella le dice—: Pues este ha sido por si nos volvemos a ver.
Connor se va, tambaleándose con torpeza y casi cayendo al suelo por los peldaños metálicos. A pesar de todo lo que acaba de pasar entre ellos, Risa no puede evitar sonreírse. Es sorprendente que algo tan simple como un beso pueda dejar a un lado las peores preocupaciones.
Los problemas de Lev parecen de naturaleza distinta, y Risa siente miedo ante él. Lev se presenta esa mañana en el avión-enfermería con graves quemaduras del sol. Como corre muy rápido, lo han puesto de mensajero. Su labor consiste principalmente en correr de un lado para otro entre los aviones, llevando mensajes. Una de las normas del Almirante es que todos los mensajeros corran con pantallas protectoras, pero parece que a Lev las normas han dejado de importarle.
Durante un rato hablan de cosas intrascendentes, pero Risa se siente incómoda, así que pasa enseguida a ocuparse de las quemaduras.
—Bueno, como ahora te ha crecido el pelo, al menos la frente y el cuello se han librado de la insolación. Quítate la camisa.
—Corrí casi todo el tiempo con la camisa puesta —dice.
—Vamos a echar un vistazo de todos modos.
A regañadientes, Lev se quita la camisa. También tiene quemaduras allí, pero no tan severas como las de los brazos y las mejillas. Lo que a ella le llama la atención, sin embargo, es una roncha que tiene en la espalda, con la forma apenas visible de una mano. Pasa los dedos por ella antes de preguntarle:
—¿Quién te hizo esto?
—Nadie —responde él, quitándole la camisa y volviendo a ponérsela—. Uno…
—¿Te está dando problemas alguien de tu equipo?
—Ya te lo he dicho, no es nada. ¿Tú quién eres, mi madre?
—No —contesta Risa—. Si fuera tu madre, te enviaría a la primera Cosechadora que encontrara.
Es una broma, pero a Lev no le hace gracia:
—Tú dame algo que ponerme en las quemaduras.
En su voz hay una falta de vida que resulta inquietante. Risa se dirige al armario y coge un tubo de aloe, pero no se lo entrega todavía.
—Echo de menos al antiguo Lev —le dice.
Eso hace que él la mire:
—Sin ánimo de ofender, me parece que ni siquiera lo conocías.
—Tal vez, pero al menos a aquel me apetecía conocerlo.
—¿Y a este ya no?
—No lo sé —dice Risa—. El niño que veo ahora es demasiado espeluznante para mi gusto. —Eso parece impactar a Lev. Risa no entiende por qué, pero Lev parece orgulloso de resultar espeluznante.
—El antiguo Lev —dice él— os engañó haciendo que confiarais en él, y después os denunció a la policía a la primera oportunidad.
—¿Y el nuevo no haría lo mismo?
Él medita un instante, y después responde:
—El nuevo Lev tiene mejores cosas que hacer.
Risa le entrega la crema contra las quemaduras:
—Sí, bueno… si ves al antiguo, el que siempre estaba pensando en Dios y en su propósito en la vida y todo eso, le dices que nos gustaría verlo por aquí.
Hay un silencio incómodo. Lev observa el tubo que tiene en la mano. Por un momento Risa cree que dirá algo en lo que asomará el muchacho que fue, pero lo único que oye es:
—¿Cada cuánto tengo que ponérmelo?
Al día siguiente hay convocatoria para una oferta de trabajo.
Risa odia esas reuniones porque sabe que no habrá nada para ella, pero todo el mundo está obligado a asistir. Hoy la reunión no la preside ningún desconectable, sino Cleaver. Por lo visto, le han encomendado ese cometido de manera temporal, ya que no se ha encontrado a nadie que pueda reemplazar a Megafo. A Risa no le gusta Cleaver porque tiene una sonrisa desagradable, demasiado obsequiosa.
Hay muy pocas ofertas de trabajo. Alguien busca un ayudante de fontanero para una perdida ciudad llamada Apestancia; también hay cierto trabajo en una granja de California; y en cuanto al tercer trabajo, se trata de algo muy raro:
—¡Prudhoe Bay, en Alaska! —anuncia Cleaver—. ¡Es para trabajar en un oleoducto hasta que cumpláis los dieciocho! ¡Por lo que tengo entendido, se trata de uno de los lugares más fríos y duros de la Tierra! Pero, bueno, es una salida, ¿no? ¡Necesito tres voluntarios!
La primera mano que se alza pertenece a un chaval mayor que de los pies a la cabeza parece la dureza personificada, como si hubiera nacido para el más duro de los trabajos. La segunda mano que se alza sorprende a Risa. Se trata de Mai. ¿Qué hace Mai ofreciéndose voluntaria para trabajar en un oleoducto? ¿Por qué quiere dejar al chico al que tan unida se mostraba allá en el almacén? Pero después, al recapacitar sobre ello, Risa se da cuenta de que no ha visto a ese chico por el Cementerio. Mientras trata de comprender lo que eso significa, se levanta una tercera mano. Es de un chico más joven. Un niño. Un niño con quemaduras del sol. La mano de Lev se mantiene alzada, y también a él lo eligen para el trabajo en el oleoducto.
Risa se queda inmóvil, sin poder creerse lo que ha ocurrido. Después busca a Connor entre la multitud. Él también lo ha visto. Mira a Risa y se encoge de hombros. Bueno, el hecho tal vez no merezca para Connor más que un encogerse de hombros, pero para ella es distinto.
Cuando la reunión acaba, Risa se va derechita a Lev, pero él ya se ha perdido entre la multitud. Así que, en cuanto vuelve al avión-enfermería, pide un mensajero, y otro, y otro, tan solo para irlos despachando uno a uno con mensajes innecesarios que recuerdan a los chicos que tienen que tomar sus medicinas. Finalmente, a la cuarta petición de mensajero, el que se presenta es Lev.
Lev debe de haberle visto la expresión del rostro, pues se queda allí, en la escotilla, sin entrar. Uno de los otros médicos está allí, así que Risa mira a Lev, y le señala la parte de atrás:
—Allí. ¡Ahora!
—Yo no recibo órdenes —responde.
—¡Allí! —repite ella en un tono aún más autoritario—: ¡AHORA MISMO!
Por lo visto, a fin de cuentas sí que recibe órdenes, pues termina entrando en el avión y dirigiéndose hacia la parte trasera. En cuanto llegan al almacén de la parte de atrás, Risa cierra la puerta y arremete contra Lev.
—¿Qué demonios tienes en la cabeza?
Tiene la cara de pedernal. Es como la puerta de una caja fuerte de la que Risa ignorara la combinación.
—Nunca he estado en Alaska —explica él—. Me apetece ir.
—¡Apenas llevas aquí una semana! ¿Por qué tienes tanta prisa por irte? ¡Y a un trabajo como ese!
—No tengo que dar explicaciones de lo que hago, ni a ti ni a nadie. Levanté la mano, me eligieron, y no hay más que hablar.
Risa cruza los brazos respondiendo a su gesto desafiante:
—Tú no vas a ninguna parte si yo no te doy un certificado de salud impoluto. Podría decirle al Almirante que tienes… que tienes… hepatitis infecciosa.
—No serías capaz.
—¿No…?
Él se aleja de ella hecho una furia, dando patadas a la pared. Y hecho una furia se le vuelve a acercar:
—¡No te creerá! ¡Y aunque te crea, no podrás mantenerme eternamente enfermo!
—¿Por qué estás tan decidido a irte?
—Hay cosas que tengo que hacer —dice Lev—. No espero que lo comprendas. Siento mucho no ser quien querías que fuera, pero el caso es que he cambiado. Ya no soy el mismo niño ingenuo y estúpido al que raptasteis hace dos meses. No podrás hacer nada para retenerme aquí y evitar que haga lo que tengo que hacer.
Risa no dice nada, porque sabe que tiene razón. Como mucho podrá entretenerlo, pero no detenerlo.
—Así que —dice Lev, ya un poco más tranquilo—, ¿tengo hepatitis infecciosa, o no?
Risa lanza un suspiro:
—No, no la tienes.
Se vuelve para irse, y abre la puerta. Está tan decidido a marcharse, que ni siquiera se le ocurre despedirse.
—Te equivocas en una cosa —dice ella antes de que él salga por la puerta—: eres tan ingenuo como antes. Y puede que el doble de estúpido.
Entonces Lev se va. Esa misma tarde, una furgoneta blanca, sin letreros, llega para recogerlos a él, a Mai y al pelado, y llevárselos lejos de allí.
De nuevo, Risa piensa que no volverá a ver nunca a Lev. De nuevo, se equivoca.