34. Connor

COMO RISA, Connor también encuentra su sitio por mero accidente. Connor nunca se consideró muy capaz en lo relativo a cuestiones mecánicas, pero no hay nada que soporte peor que un montón de tarados que se colocan alrededor de algo que no funciona preguntándose quién lo arreglará. Durante esa primera semana, mientras Risa aprende a convertirse en una falsa doctora excepcionalmente buena, Connor decide averiguar cómo funciona cierto aparato de aire acondicionado que está hecho cisco, para después encontrar los recambios necesarios en uno de los montones de chatarra y hacer que vuelva a funcionar.

Enseguida comprende que el procedimiento es el mismo con cualquier cosa estropeada que se le ponga por delante. Por supuesto, el aprendizaje empieza a base de ensayos y errores, pero los errores se hacen menos frecuentes según pasan los días. Hay un montón de chicos que aseguran que son mecánicos, y a los que se les da realmente bien lo de explicar por qué no funcionan las cosas, pero Connor, sin embargo, las arregla.

Eso hace que no tarden en recolocarlo, sacándolo de su anterior puesto de basurero para meterlo en el grupo de reparaciones, y como allí son incontables las cosas que necesitan arreglo, Connor mantiene la cabeza alejada de otras cosas… tales como las dificultades que encuentra para verse con Risa dentro de aquel mundo tan precisamente organizado por el Almirante; o como la rapidez con la que Roland asciende en la jerarquía social.

Roland ha logrado para sí uno de los mejores puestos del Cementerio. Con grandes dosis de malicia y empleando la adulación con generosidad, ha conseguido convertirse en ayudante del piloto. Su principal cometido consiste simplemente en mantener el helicóptero limpio y con el depósito lleno, pero en la práctica el puesto es de aprendiz de piloto.

—Me está enseñando a manejarlo —le oye un día decir a Roland, que se encuentra entre un grupo de chicos. Connor se estremece al imaginarse a Roland tras los mandos del helicóptero, pero muchos chicos solamente sienten admiración por él. Su edad le otorga cierta superioridad, y sus tejemanejes le granjean o el temor o el respeto de muchos. Roland extrae su energía negativa de los que lo rodean, y allí hay mucha gente de la que extraerla.

La manipulación de los demás no es uno de los puntos fuertes de Connor. Incluso dentro de su propio equipo, él constituye un cierto misterio. Los chicos no saben cómo comportarse ante él, pues Connor es demasiado propenso a irritarse y hacer tonterías. Pero no hay nadie a quien prefieran tener de su parte antes que a Connor.

—Tú le gustas a la gente porque eres un tipo íntegro —le explica Hayden—. Incluso cuando te comportas como un gilipollas.

Connor tiene que reírse al oírlo. ¿Él íntegro? Se ha encontrado en la vida a un buen montón de gente que piensa de modo muy distinto. Pero, por otro lado, se da cuenta de que él está cambiando. Cada vez se mete en menos peleas. Tal vez sea porque allí hay más espacio para respirar que en el almacén. O tal vez porque está haciendo trabajar al cerebro lo suficiente para mantener sus impulsos a raya. Mucho de eso se lo debe a Risa, porque cada vez que se fuerza a sí mismo a pensar antes de actuar, es la voz de ella la que oye en su cabeza, diciéndole que se calme. Le gustaría contárselo, pero ella está siempre muy atareada en el avión-enfermería, y no es tan fácil acercarse a alguien para decirle como quien no quiere la cosa: «Me he vuelto mejor persona gracias a que te tengo metida en mi cabeza».

Ella también está metida en la cabeza de Roland, y eso preocupa a Connor. Al principio, Risa había sido solo un medio de provocar a Connor a la pelea, pero ahora Roland la ve como un premio. Ahora, en lugar de usar la fuerza bruta contra ella, intenta cautivarla a cada momento.

—Tú no estarás enamorándote de él, ¿verdad? —le pregunta Connor un día, en una de esas raras ocasiones en que consigue estar con ella a solas.

—Intentaré olvidar que me has preguntado eso —le responde Risa con disgusto.

Pero Connor tiene razones para preguntárselo:

—La primera noche que pasamos aquí, te ofreció su manta, y tú la aceptaste —observa.

—Pero solo porque quería que pasara frío.

—Y cuando te ofrece su comida, tú la coges.

—Para que pase algo de hambre.

Fría lógica. Connor se sorprende de que ella pueda hacer a un lado sus emociones y ser tan calculadora como Roland, utilizando su propio juego para hacerle daño. Otro motivo para que Connor la admire.

—¡Ofertas de trabajo!

Es un ritual que acontece una vez por semana, debajo de una cubierta, en el único lugar en todo el Cementerio que no forma parte de ningún avión, y que es lo bastante grande para que puedan reunirse los cuatrocientos veintitrés chicos y chicas. Ofertas de trabajo: una oportunidad de salir al mundo real. Una oportunidad de tener una vida. Más o menos.

El Almirante no acude nunca, pero hay cámaras en la cubierta, igual que las hay por todo el Cementerio, para que todo el mundo sepa que él está observando. Si hay alguien mirando constantemente lo que aparece en cada una de esas cámaras, eso no lo sabe nadie, pero la posibilidad de ser observado siempre está ahí. Connor no sintió mucho aprecio por el Almirante el primer día que lo vio, y después el descubrir todas aquellas cámaras de vídeo hizo que le gustara aún menos. Es como si cada nuevo día tuviera una nueva cosa que añadir a su sentimiento general de disgusto ante aquel hombre.

Megafo preside la reunión de la oferta de trabajo con su megáfono y su carpeta en la mano.

—¡Un señor de Oregon necesita un equipo de cinco personas para talar unas hectáreas de tierra! —anuncia Megafo—. ¡A los que vayan se les dará comida y alojamiento, y se les enseñará a manejar las herramientas del oficio! ¡El trabajo se alargará por espacio de unos meses, y al final se les concederá una identidad nueva! ¡Una identidad de persona de dieciocho años!

Megafo no les habla del salario, porque no lo hay. No obstante, el Almirante cobra un precio normal por el trabajo que hacen ellos.

—¿Algún interesado…?

Siempre hay algún interesado. Por supuesto, se levantan más de una docena de manos. La mayoría andan por los dieciséis años, pues los de diecisiete están demasiado cerca de los dieciocho para que les merezca la pena el trato, y a los más pequeños les asusta la idea.

—¡Voy a informar del resultado de la reunión al Almirante! ¡Él decidirá quiénes van!

La oferta de trabajo enfurece a Connor. Él nunca levanta la mano, aunque ofrezcan algo que realmente le apetezca.

—El Almirante se aprovecha de nosotros —les dice a los chicos de su alrededor—. ¿No os dais cuenta?

La mayoría de los chicos se limitan a encogerse de hombros, pero Hayden está allí, y nunca desperdicia la ocasión de añadir a la situación un poco de su peculiar sabiduría:

—Prefiero que me aprovechen entero que por partes —comenta.

Megafo mira la carpeta y vuelve a levantar el megáfono:

—¡Limpieza de domicilios! —dice—. ¡Se busca a tres personas, preferible chicas! ¡No se concede la falsa identidad, pero el lugar es seguro y remoto, lo que significa que las interesadas estarán a salvo de los policías de la brigada juvenil hasta que cumplan los dieciocho!

Connor ni siquiera mira:

—¡Por favor, decidme que nadie levanta la mano!

—La están levantando unas seis chicas, todas de diecisiete años, más o menos —le explica Hayden—. Parece que nadie quiere ser criada por más de un año.

—Este sitio no es un refugio, es un mercado de esclavos. ¿Cómo es que nadie se da cuenta?

—¿Quién dice que no se dan cuenta? Lo que pasa es que en comparación con la desconexión, la esclavitud no está tan mal. Es el menor de dos males.

—No veo por qué tiene que haber ningún mal.

Cuando la reunión acaba, Connor nota una mano en el hombro. Piensa que será un amigo, pero no lo es: es Roland. La sorpresa es tal que a Connor le cuesta un rato reaccionar. Le aparta la mano a Roland.

—¿Quieres algo?

—Solo hablar.

—¿No tienes un helicóptero al que sacarle brillo?

Roland sonríe al oír aquello:

—Ahora limpio menos y vuelo más: Cleaver me ha hecho su copiloto no oficial.

—Se ve que Cleaver tiene ganas de morir. —Connor no sabe quién le disgusta más, si Roland o el piloto, por dejarse embaucar.

Roland mira en torno a sí la multitud que se va dispersando.

—El Almirante tiene un tinglado bien montado, ¿no? —comenta—. A la mayoría de estos pringados no les importa, pero a ti sí te molesta, ¿verdad?

—¿Adónde quieres ir a parar?

—Solo que tú no eres el único que piensa que el Almirante necesita algo de… reciclaje.

A Connor no le gusta la índole de la conversación:

—Lo que yo piense del Almirante es asunto mío.

—Por supuesto. ¿Le has visto los dientes, por cierto?

—¿Qué les pasa?

—Resulta muy evidente que no son suyos. He oído que en su despacho tiene una foto del chico del que los obtuvo. Un desconectable como nosotros, que por culpa de él no llegó a cumplir los dieciocho. Eso le hace preguntarse a uno cuántas partes de él vendrán de nosotros. Y también si quedará algo del Almirante original.

Es demasiada información para procesarla en aquel preciso instante… y considerando la fuente de la que proviene, Connor no quiere procesarla en absoluto. Pero sabe que lo hará después.

—Roland, quiero dejarte esto lo más claro posible: yo no me fío de ti. No me gustas. Y no quiero tener nada que ver contigo.

—Yo tampoco te soporto a ti —responde Roland antes de señalar el avión del Almirante—. Pero ahora da la casualidad de que tenemos el mismo enemigo.

Antes de que nadie se percate de su conversación, Roland se aleja con aire despreocupado y deja a Connor con un peso en el estómago. La sola idea de que Roland y él puedan encontrarse en el mismo lado de algo le hace sentir como si acabara de tragar un bocado rancio.

A lo largo de una semana, germina la semilla que Roland ha sembrado en el cerebro de Connor. Es un campo fértil, pues Connor ya desconfiaba del Almirante. Ahora, cada vez que Connor lo ve, nota algo. Sus dientes son perfectos, no son los dientes de un veterano de guerra envejecido. El modo que tiene de mirar a la gente, directo a los ojos, es como si los estuviera evaluando, como si buscara el par de ojos que podrían irle bien. Y en cuanto a esos chicos que se van porque han aceptado alguna oferta de trabajo, dado que nunca regresan, ¿quién sabe adónde van en realidad? ¿Quién puede asegurar que no los envían a la desconexión? El Almirante dice que su objetivo es salvar desconectables, pero ¿y si tuviera entre manos un propósito completamente distinto? Estos pensamientos mantienen a Connor en vilo toda la noche, pero no los comparte con nadie, pues en cuanto lo haga se habrá aliado con Roland. Y esa es una alianza a la que no está dispuesto.

Durante su cuarta semana en el Cementerio, mientras Connor sigue armándose de razones contra el Almirante, llega un avión. Es el primero desde el viejo avión de mensajería que los había llevado a ellos, e igual que aquel, este llega con una carga humana. Mientras los cinco dorados hacen salir del avión a los recién llegados, Connor trabaja en un generador estropeado. Cuando pasan a su lado, los observa con cierto interés, preguntándose si alguno de ellos será mejor mecánico que él y lo rebajará a un puesto menos envidiable que el que ocupa ahora.

Entonces, hacia el final de la fila de niños, encuentra un rostro que cree reconocer. ¿Se trata de alguien de donde vivía? No, no es eso… De pronto se da cuenta de quién es: es el chico del que estaba seguro que habría sido desconectado hacía semanas, el chico al que secuestró para salvarlo: ¡es Lev!

Connor deja caer la llave inglesa y se dirige hacia él corriendo, pero consigue controlarse antes de llegar, y oculta en un tranquilo andar la marea de sentimientos que lo embarga. Aquel es el muchacho que lo traicionó. Aquel es el muchacho al que ha jurado no perdonar nunca. Y, sin embargo, la idea de que lo desconectaran le resultaba insoportable. Pero no lo han desconectado. Él está allí, marchando hacia el avión de suministro. Connor se alegra, y se enfurece.

Lev no lo ha visto aún. Y eso está bien, pues de ese modo Connor cuenta con algún tiempo para asimilar lo que ve. Aquel ya no es el diezmo pulcro que él arrancó del coche de sus padres hace más de dos meses. Aquel chico tiene el pelo largo y despeinado, y un aspecto endurecido. No va vestido con la ropa blanca del diezmo, sino con unos vaqueros desgastados y una camiseta roja y sucia. Connor quiere dejarlo pasar para tener tiempo de asimilar aquella nueva imagen, pero Lev lo ve y le sonríe enseguida. Esto también es algo nuevo pues, durante el corto periodo de tiempo en que estuvieron juntos, Lev no había mostrado que estuviera a gusto en su presencia.

Lev camina hacia él.

—¡Sin salirse de la fila! —ordena Megafo—. ¡El avión de suministro es hacia allá!

Pero Connor le hace un gesto a Megafo con la mano:

—No te preocupes… a este lo conozco.

Megafo consiente a regañadientes:

—Asegúrate de que no se pierde por el camino —le dice, y vuelve a dirigir a los demás.

—Bueno, ¿cómo van las cosas? —pregunta Lev. Así, simplemente. Cómo van las cosas. Como si fueran colegas que se reencuentran al terminar las vacaciones de verano.

Connor sabe lo que tiene que hacer. Es lo único que enderezará las cosas entre Lev y él. Nuevamente, se trata de una acción instintiva, en la que no se concede tiempo para pensar. Instintiva pero no irracional, vehemente pero no impulsiva. Connor ha llegado a comprender la diferencia.

Se arma de valor y le lanza un puñetazo a Lev en pleno ojo. No lo bastante fuerte para derribarlo, pero sí lo bastante para hacerle volver la cabeza y dejarle el ojo a la funerala. Antes de que Lev pueda reaccionar, Connor le dice:

—Esto por lo que nos hiciste.

Y entonces, antes de que Lev pueda responder, hace otra cosa repentina e inesperada: tira de Lev hacia él y le da un fuerte abrazo, el mismo tipo de abrazo que le dio a su hermano pequeño el año anterior, cuando llegó el primero en el pentatlón local:

—De verdad: me alegro mucho de verte con vida, Lev.

—Sí, yo también me alegro.

Suelta a Lev antes de empezar a sentirse incómodo. Al hacerlo, nota que el ojo ya se le empieza a hinchar. Entonces se le ocurre una idea:

—Vamos… te llevaré al avión-enfermería. Sé de alguien que te podrá curar ese ojo.

Hasta bastante después, esa misma noche, Connor no se da cuenta de lo mucho que ha cambiado Lev. Connor despierta cuando alguien lo sacude en plena noche. Abre los ojos para encontrarse con la luz de una linterna que le incide en la cara, tan cerca que le molesta.

—¡Eh! ¿Qué es lo que ocurre?

—¡Shhh! —hace una voz tras la linterna—. Soy yo, Lev…

Lev debería encontrarse en el avión de los recién llegados, que es donde permanecen todos hasta que son clasificados por grupos. Hay órdenes estrictas de que nadie salga de allí por la noche. Pero, por lo visto, Lev ha dejado de guiarse por las normas.

—¿Qué haces aquí? —le pregunta Connor—. ¿Sabes el lío en que te puedes estar metiendo? —Sigue sin ver el rostro de Lev, oscurecido tras la luz de la linterna.

—Esta tarde me has pegado —dice Lev.

—Te pegué porque te lo debía.

—Lo sé. Me lo tengo merecido, así que me parece bien —dice Lev—. Pero no me vuelvas a pegar o lo lamentarás.

Aunque Connor no tiene intención de volver a pegarle otro puñetazo a Lev, no responde bien a las advertencias.

—Volveré a pegarte —dice Connor—, si vuelves a merecértelo.

Se hace el silencio detrás de la linterna. Entonces Lev dice:

—Eso me parece justo. Pero más vale que te asegures bien de que me lo he merecido.

Se apaga la luz. Lev se va, pero Connor no consigue dormir. Cada desconectable tiene una historia que es mejor no conocer. Connor comprende que ahora también Lev tiene la suya.

Dos días más tarde, el Almirante hace llamar a Connor. Por lo visto, tiene algo que requiere reparación. La residencia del Almirante es un viejo 747 que fue usado como avión personal del Presidente de Estados Unidos antes de que naciera ninguno de los muchachos que se encuentran allí. Le han quitado los motores y han repintado por encima del escudo presidencial, aunque todavía puede distinguirse, a través de la pintura, un atisbo del emblema oficial.

Connor sube la escalera llevando una bolsa con herramientas y esperando que, se trate de lo que se trate, pueda tenerlo acabado enseguida. Como todos los demás, siente una enfermiza curiosidad por aquel hombre, y también se pregunta cómo será por dentro un viejo avión presidencial. Pero la idea de someterse al escrutinio del Almirante le produce pánico.

Pasa por la escotilla para encontrarse a un par de niños que están limpiando y ordenando. Son niños más pequeños, a los que Connor no conoce. Creía que podrían encontrarse allí los dorados, pero no se los ve por ninguna parte. En cuanto al avión, no resulta ni mucho menos tan lujoso como se esperaba Connor. Los asientos de cuero están llenos de rasguños, la alfombra está tan raída que casi no queda nada de ella… Más parece una caravana vieja que un avión presidencial.

—¿Dónde está el Almirante?

El Almirante sale en ese momento del rincón más alejado del avión. Aunque los ojos de Connor siguen tratando de adaptarse a la luz, puede ver que el Almirante lleva una pistola en la mano.

—¡Connor! ¡Me alegro de que hayas podido venir!

Connor se estremece al ver la pistola. Y al constatar que el Almirante sabe cómo se llama.

—¿Para qué necesita eso? —pregunta Connor, señalando el arma.

—Solo la estaba limpiando —explica el Almirante.

Connor se pregunta por qué tiene que tener el cargador puesto en una pistola que está limpiando, pero supone que será mejor no hacer preguntas. El Almirante deja la pistola en un cajón y lo cierra con llave. Después hace salir a los dos chicos y cierra la escotilla detrás de ellos. Aquel es el tipo de situación que puede aterrorizar a Connor, que nota la corriente de adrenalina que le cosquillea en los dedos de las manos y de los pies. La mente se le agudiza.

—¿Quiere que le arregle algo, señor?

—Sí, efectivamente: la cafetera.

—¿Por qué no coge una de alguno de los otros aviones?

—Pues porque… —responde con calma el Almirante—, prefiero que repares esta.

Conduce a Connor a través del avión, que parece aún más largo por dentro que por fuera, y está lleno de cabinas, de salas de conferencias y de despachos.

—¿Sabes?, oigo tu nombre muy a menudo —comenta el Almirante.

Esto es nuevo para él, y no le parecen buenas noticias.

—¿Por qué?

—En primer lugar, por los chismes que reparas. Y en segundo lugar por las peleas.

Connor se ve venir una buena bronca. Sí, es verdad que se ha estado peleando menos que de costumbre, pero el Almirante es hombre de tolerancia cero.

—Lo siento por lo de las peleas.

—No lo sientas. Bueno, no hay duda de que eres un elemento peligroso, pero la mayor parte de las veces apuntas en la dirección correcta.

—No entiendo lo que quiere decir, señor.

—Por lo que veo, cada pelea en la que te has metido ha resuelto algún problema. Incluso las que has perdido. Así que hasta cuando te peleas estás arreglando cosas.

Le ofrece a Connor aquella sonrisa suya de dientes blanquísimos. Connor siente un escalofrío. Intenta ocultarlo, pero está seguro de que el Almirante lo ha notado.

Llegan a un pequeño comedor con cocina:

—Aquí la tienes —dice el Almirante.

La vieja cafetera está colocada sobre la barra. Se trata de un aparato sencillo. Connor está a punto de sacar el destornillador para abrir la parte de atrás cuando nota que no está enchufada. Cuando la enchufa, la cafetera se enciende, y empieza a gorgotear café a la pequeña jarra de cristal.

—Bueno, qué te parece —dice el Almirante, ofreciendo otra de sus terribles sonrisas.

—No me ha hecho venir por la cafetera, ¿verdad?

—Toma asiento —invita el Almirante.

—Preferiría no hacerlo.

—¡Siéntate!

Es entonces cuando Connor ve la foto. Hay varias fotos en la pared, pero la que le llama la atención a Connor es de un chico sonriente que tendrá aproximadamente la misma edad que él. La sonrisa le resulta familiar. De hecho, es idéntica a la sonrisa del Almirante. ¡Roland tenía razón!

Connor siente tentaciones de salir corriendo, pero vuelve a oír en el interior de su cabeza la voz de Risa, que le recomienda que sopese bien sus opciones. Por supuesto, puede salir corriendo: tiene posibilidades de escapar, pues puede alcanzar la escotilla antes de que el Almirante consiga detenerlo, aunque abrir la escotilla no será fácil. También puede golpear al Almirante con una de sus herramientas: eso podría proporcionarle el tiempo que necesita para escapar. Pero ¿adónde iría? Más allá del Cementerio no hay más que desierto, desierto y más desierto. Al final, comprende que la mejor opción es hacer lo que le dice el Almirante: se sienta.

—Yo no te caigo bien, ¿verdad? —le pregunta el Almirante.

Connor evita su mirada:

—Usted me ha salvado la vida trayéndome aquí…

—No intentes evitar la pregunta. No te caigo bien, ¿verdad?

Connor vuelve a sentir un escalofrío, y esta vez ni siquiera trata de disimularlo:

—No, señor.

—Me gustaría conocer los motivos.

Connor suelta una atribulada risita a modo de respuesta.

—Crees que soy un tratante de esclavos —dice el Almirante—. Y que estoy usando a estos desconectables en provecho propio, ¿no?

—Si sabe la respuesta, ¿por qué me hace la pregunta?

—Quiero que me mires.

Pero Connor no quiere mirarlo a los ojos. O, para ser más precisos, no quiere que el Almirante le vea los suyos.

—¡He dicho que me mires!

A regañadientes, Connor eleva los ojos y los posa en los del Almirante:

—Ya le estoy mirando.

—Creo que eres un chico inteligente. Ahora me gustaría que pensaras. ¡Piensa! Soy un Almirante condecorado de la Armada de los Estados Unidos. ¿Crees que necesito vender chicos para ganar dinero?

—No lo sé.

—¡Piensa! ¿Me preocupo yo por el dinero y los lujos? No vivo en una mansión. No veraneo en una isla tropical. Me paso el tiempo en este apestoso desierto, viviendo los trescientos sesenta y cinco días del año en un avión que se cae de puro podrido. ¿Por qué te parece que lo hago?

—¡No lo sé!

—Sí que lo sabes.

Connor se levanta en aquel momento. A pesar del tono de la voz del Almirante, a cada momento se siente menos intimidado por él. Sea prudente o no, Connor decide darle al Almirante lo que pide:

—Lo hace por el poder. Lo hace porque eso le permite tener en la palma de la mano a cientos de muchachos indefensos. Y lo hace porque así puede elegir a quién desconecta, y con qué partes se queda de él.

Esto pilla desprevenido al Almirante. De repente, se pone a la defensiva:

—¿Qué has dicho…?

—¡Está claro! Todas las cicatrices… ¡y esos dientes! No son los dientes con los que nació, ¿verdad? Bien, ¿qué es lo que quiere de mí? ¿Son mis ojos o mis orejas? O tal vez sean mis manos, a las que se les da tan bien arreglar cosas… ¿Es para eso para lo que me ha hecho llamar? ¿Es para eso?

La voz del Almirante surge como el gruñido de una fiera depredadora:

—Estás yendo demasiado lejos…

—No, usted ha ido demasiado lejos. —La furia que aparece en los ojos del Almirante debiera aterrorizar a Connor, pero este se ha lanzado, y ya no hay quien lo pare—. ¡Hemos venido a usted desesperados! ¡Lo que usted hace es… es… obsceno!

—¡Así pues, soy un monstruo!

—¡Desde luego!

—Y la prueba son mis dientes.

—Desde luego.

—¡Siendo así, te los puedes quedar!

El Almirante hace entonces algo inimaginable: se mete la mano en la boca, se agarra la mandíbula, y se arranca los dientes de la boca. Sus ojos miran a Connor echando chispas. Arroja sobre la mesa el duro conjunto de piezas que tiene en la mano, y sobre la superficie quedan repiqueteando las dos horribles partes de la dentadura.

Connor chilla, despavorido. Está todo allí: ¡dos filas de dientes blancos, dos encías sonrosadas…! Pero no hay sangre. ¿Por qué no hay sangre? Tampoco hay sangre en la boca del Almirante. Su rostro parece hundirse para adentro, y su boca no es más que un agujero blando y fruncido. Connor no sabe qué es peor, si la cara del Almirante o los dientes sin sangre.

—A eso se le llama dentadura postiza —explica el Almirante—. Era de uso común antes de que se impusieran las desconexiones. Pero ¿quién quiere unos dientes falsos cuando, por la mitad de precio, se pueden conseguir unos auténticos, provenientes de un joven desconectado bien sano? Estos me los hicieron en Tailandia… porque aquí ya no los fabrica nadie.

—No… no comprendo… —Connor mira los dientes falsos, y, sin poder evitarlo, indica con un movimiento de la cabeza, la foto del muchacho sonriente.

El Almirante le sigue la mirada:

—Ese era mi hijo —explica—. Sus dientes se parecían mucho a los míos, cuando yo tenía su edad, así que diseñaron mi dentadura postiza empleando sus huellas dentales.

Es un alivio oír una explicación distinta a la ofrecida por Roland.

—Lo siento.

El Almirante ni acepta ni rechaza las disculpas que le ofrece Connor.

—El dinero que obtengo situando a los desconectables en puestos de trabajo se emplea para dar de comer a los que se quedan aquí, y para pagar los pisos francos y los almacenes en los que se recoge de la calle a los fugitivos. Y también para costear los aviones que los traen hasta aquí, y para sobornar a cualquiera al que haya que untar para que mire para otro lado. El dinero que queda después de eso va al bolsillo de cada desconectable el día en que cumple los dieciocho años y es abandonado en el implacable mundo. Así que, ya ves, tal vez pueda seguir siendo, según la definición que consideres del término, un tratante de esclavos, pero no soy exactamente el monstruo que te has pensado.

Connor mira la dentadura postiza que sigue allí, refulgente sobre la mesa. Le entran tentaciones de cogerla y entregársela al Almirante como ofrenda de paz, pero le produce repulsión la idea de tocarla con los dedos. Y deja que el Almirante lo haga por sí mismo.

—¿Te has convencido de lo que te he dicho hoy? —pregunta el Almirante.

Connor piensa en ello, pero es como si no le funcionara la brújula. Verdad y rumores, hechos y mentiras le dan vueltas en la cabeza de manera tan endiablada que ya no sabe qué pensar.

—Me parece que sí —dice Connor.

—Sabes que sí —dice el Almirante—. Porque hoy vas a ver cosas más espantosas que la dentadura postiza de un viejo. Quiero asegurarme de que no hago mal al confiar en ti.

A casi un kilómetro de distancia, en el pasillo catorce, espacio treinta y dos, reposa un avión de mensajería que no se ha movido desde que lo remolcaron hasta allí hace más de un mes.

El Almirante le pide a Connor que lo lleve hasta ese avión en su coche de golf. Pero no antes de recuperar la pistola del armario «por si las moscas».

Bajo el ala de estribor del avión de mensajería hay cinco montones de tierra con sendas lápidas muy rústicas. Son los cinco que murieron ahogados en el trayecto. En aquel punto, su presencia convierte el Cementerio en un cementerio de verdad.

La escotilla de la bodega está abierta. En cuanto se paran, el Almirante dice:

—Sube dentro y busca la caja número 2933. Después vuelve a salir, y hablaremos.

—¿Usted no viene?

—Yo ya he estado —responde el Almirante, entregándole una linterna—: Necesitarás esto.

Connor se pone de pie sobre el techo del coche, penetra por la escotilla de la bodega, y enciende la linterna. En el momento en que lo hace, el recuerdo le produce escalofríos. Está todo exactamente igual que cuando llegaron hace un mes: las cajas abiertas, el olor a orina… La placenta de su nacimiento en aquel lugar. Se adentra más en el avión, dejando atrás la caja que habían ocupado él, Hayden, Diego y Papamoscas. Por fin encuentra la 2933. Fue una de las primeras cajas en ser cargadas. El lado movible se encuentra abierto tan solo una rendija. Connor tira para abrirlo completamente, y alumbra el interior con la linterna.

Al ver lo que hay dentro, lanza un grito y recula de modo consciente, pero se pega en la cabeza contra la caja que tiene detrás. El Almirante podría haberle advertido, pero no lo ha hecho.

«Vale. Vale. Sé muy bien lo que he visto. No puedo hacer nada. Y nada de lo que hay dentro me puede hacer daño». Sin embargo, se toma su tiempo para prepararse antes de volver a mirar.

En la caja hay cinco chicos muertos.

Son todos de diecisiete años. Allí están Megafo y Bautista. Y a su lado Kevin, Melinda y Raúl, los tres chicos que repartían los puestos de trabajo el primer día de su estancia allí. Los cinco dorados. No presentan señales de sangre ni heridas. Podría pensarse que están dormidos si no fuera porque Megafo tiene los ojos abiertos, mirando a ninguna parte. A Connor la cabeza le da vueltas. ¿Es obra del Almirante? ¿Es un demente, después de todo? Pero ¿por qué iba a hacerlo? No, tiene que haber sido otro.

Cuando Connor emerge a la luz del día, el Almirante se encuentra presentando sus respetos a los cinco muchachos ya enterrados bajo el ala del avión. Endereza las lápidas y alisa los montones de tierra.

—Desaparecieron anoche. Esta mañana los he encontrado encerrados en la caja. Han muerto ahogados, exactamente igual que los cinco que murieron primero. Y en la misma caja.

—¿Quién habrá podido hacer tal cosa?

—Esa es la cuestión —responde el Almirante. Satisfecho con las leves mejoras que ha realizado en el estado de las tumbas, se vuelve hacia Connor—: Quienquiera que sea, ha quitado de en medio a los cinco chicos que tenían más poder aquí… lo cual significa que, sea quien sea, pretende desmantelar sistemáticamente la estructura jerárquica, para poder elevarse más rápidamente hasta la cumbre.

Solo hay un desconectable que conozca Connor que sea capaz de tal cosa. Aun así, le cuesta creer que Roland pueda hacer algo tan espantoso.

—Todo fue preparado para que yo los descubriera —dice el Almirante—. Dejaron aquí mi coche de golf esta mañana para asegurarse de que lo hacía. No nos engañemos al respecto, Connor: esto es un acto de guerra. Un ataque certero derecho al objetivo. De entre todos los chicos que hay aquí, estos cinco eran mis ojos y mis oídos. Ahora no tengo a nadie.

El Almirante se toma un momento para mirar el oscuro agujero de la bodega del avión.

—Esta noche, tú y yo volveremos aquí para enterrarlos.

Connor traga saliva ante aquella perspectiva. Se pregunta a cuál de los cinco que se han marchado para el cielo le acaba de quitar el puesto de lugarteniente del Almirante.

—Los enterraremos lejos —dice el Almirante—, y no le diremos a nadie que han muerto. Porque si se descubre, los asesinos habrán obtenido su primera victoria. Si alguien comienza a hablar… y hablarán… entonces podremos rastrear la dirección de los rumores hasta llegar a los culpables.

—¿Y entonces qué? —pregunta Connor.

—Entonces se hará justicia. Hasta ese momento, este tiene que ser nuestro secreto.

Mientras Connor lo conduce de vuelta a su avión, el Almirante aclara las cosas con Connor:

—Necesito nuevos ojos y nuevos oídos. Alguien que me mantenga al tanto de las cosas entre los desconectables. Y alguien que descubra al lobo entre el rebaño. Te pido que lo hagas tú.

—¿Quiere que sea un espía?

—¿De qué lado estás? ¿Estás de mi lado, o del lado del que hizo esto?

Connor comprende entonces por qué el Almirante le ha llevado allí y le ha obligado a ver aquello por sí mismo. Una cosa es que le cuenten a uno algo, y otra completamente distinta descubrir los cuerpos por uno mismo. El hecho de haberlos visto le deja a Connor brutalmente claro en qué lado tiene que estar.

—¿Por qué yo? —no puede por menos de preguntar Connor.

El Almirante le ofrece la blanquísima sonrisa de su dentadura postiza:

—Porque tú, amigo mío, eres el menor de los males.

A la mañana siguiente, el Almirante anuncia que los dorados han salido del Cementerio con la misión de organizar nuevos pisos francos. Connor observa a Roland para ver su reacción (tal vez una sonrisa, o una mirada dirigida a alguno de sus amigotes), pero no descubre nada. Roland no da ninguna muestra reveladora de estar al corriente de lo que les ha ocurrido en realidad. De hecho, durante todos los anuncios de la mañana parece desinteresado y distraído, como si quisiera a toda costa seguir con lo que estaba haciendo. Hay una buena razón para eso: el aprendizaje de Roland con Cleaver, el piloto del helicóptero, ha concluido. Durante las últimas semanas, Roland ha aprendido a manejar el helicóptero como un profesional, y cuando Cleaver no anda por allí, Roland ofrece viajes gratis a aquellos que piensa que se lo merecen. Les dice que a Cleaver no le importa, pero lo más probable es que no lo sepa.

Connor se imaginaba que Roland daría vueltas en helicóptero a sus amigos más próximos, pero no se trata solo de eso. Roland recompensa el trabajo bien hecho, incluso de chicos a los que no conoce. Recompensa la lealtad al equipo. Deja que otros chicos voten a quién debería concedérsele la oportunidad de un paseo por el Cementerio en helicóptero. Resumiendo: Roland actúa como si el helicóptero fuera suyo, y no del Almirante.

Cuando el Almirante se encuentra presente, Roland finge obediencia, pero cuando los demás se reúnen en torno a él (y siempre hay gente en torno a Roland), aprovecha cualquier oportunidad para menoscabarlo.

—El Almirante no se entera de nada —suele decir—. No sabe qué es ser uno de nosotros. Seguro que no comprende ni quiénes somos ni lo que necesitamos.

Y entre los chicos a los que ya se ha ganado, susurra sus teorías sobre los dientes y cicatrices del Almirante y sus diabólicos planes para con todos ellos. Esparce el miedo y la desconfianza, empleándolos para sumar todos los aliados que pueda.

Connor tiene que morderse el labio para no decir nada cuando oye fanfarronear a Roland, pues si habla en defensa del Almirante, entonces Roland sabrá de qué lado se encuentra.

En el Cementerio, cerca de la tienda de reuniones, hay un avión recreativo. Dentro de él hay televisiones y aparatos electrónicos. Bajo las alas hay mesas de billar, una máquina de bolas y algunos muebles bastante cómodos. Connor ha propuesto instalar un rociador de agua para que la zona de debajo de las alas esté un poco más fresca durante los calores diurnos. Pero, lo que es aún más importante, Connor piensa que el proyecto le permitirá pasar desapercibido para oír conversaciones, clasificar a las distintas camarillas y llevar a cabo labores de espionaje en general. El problema es que Connor nunca ha sabido pasar desapercibido. Por el contrario, su trabajo se convierte en centro de atención. Los chicos se ofrecen a ayudarle, como si fuera Tom Sawyer pintando la valla. Todos siguen viéndolo como un líder, cuando lo que él querría es ser ignorado. Se alegra de no haberle contado a nadie que él es el llamado «ASP de Akron». Según el nivel al que han llegado los rumores, el ASP de Akron había dejado fuera de combate a toda una legión de policías de la brigada juvenil, había burlado a la guardia nacional, y liberado media docena de Cosechadoras. Ya atrae la suficiente atención de los demás para que encima tenga que bregar con esa clase de reputación.

Cuando Connor trabaja en la instalación del rociador, Roland, desde la mesa de billar, no le quita ojo. Al final posa el taco y se le acerca.

—Más afanado que una abeja, ¿eh? —le dice Roland, lo bastante alto para que lo oigan todos los chicos que están a su alrededor. Connor está subido a lo alto de una escalera de tijera, anclando el tubo del rociador a la parte de abajo del ala. Eso le permite la satisfacción de conversar con Roland mirándolo de arriba abajo.

—Solo trato de hacer la vida un poco más agradable —se explica Connor—. Nos vendrá bien un rociador aquí: no quiero que nadie se ahogue con este calor.

Roland pone una fría cara de póquer:

—Da la impresión de que eres el nuevo dorado del Almirante, ahora que los otros se han ido. —Mira a su alrededor para asegurarse de que todo el mundo está pendiente de sus palabras—. Te he visto subir a su avión.

—El Almirante tiene cosas que arreglar, y yo se las arreglo —se justifica Connor—. Eso es todo.

Entonces, antes de que Roland pueda proseguir con el interrogatorio, Hayden comenta desde la mesa de billar:

—Connor no es el único que sube a ese avión —dice—. Hay chicos que entran y salen de allí todo el tiempo: los que llevan comida, o los que van a limpiar… Y he oído que ahora se interesa mucho por cierto tipo que respira por la boca, al que todos conocemos y apreciamos mucho…

Todos los ojos se vuelven hacia Papamoscas, que se ha adosado a la máquina de bolas desde el día que llegó:

—¿Qué…?

—Tú has subido al avión del Almirante, ¿no? —le dice Hayden—. ¡No lo niegues!

—¿Y…?

—Y… ¿qué es lo que quería? Estoy seguro de que a todos nos gustaría saberlo.

Papamoscas siente vergüenza. Le horroriza ser el centro de atención de todo el mundo.

—Solo quería saber cosas de mi familia y tal…

Eso le llega de nuevas a Connor. Tal vez el Almirante esté buscando más gente para que le ayude a descubrir al asesino. Desde luego, Papamoscas pasa tan desapercibido como una mosca en la pared. El problema con él es que realmente no es más que una mosca en la pared.

—Ya sé —dice Roland—. Quiere quedarse con tu pelo.

—¡Claro que no!

—Sí… Su propio pelo está cada vez más ralo, ¿no? Mientras que tú tienes una mata hermosísima. El viejo quiere cortarte la cabellera, y enviar el resto de ti a que lo desconecten.

—¡Cállate!

La mayoría de los chicos se ríen. Por supuesto, se trata de una burla, pero Connor se pregunta cuántos piensan que Roland podría tener razón. El propio Papamoscas tal vez sospeche algo así, puesto que se ha quedado pálido. Eso enfurece a Connor.

—Muy bonito, meterse con Papamoscas —dice Connor—. Demuéstrale a todo el mundo lo miserable que eres. —Desciende la escalera y mira a Roland a los ojos—. Eh, ¿no has visto que Megafo se ha dejado el megáfono aquí? ¿Por qué no ocupas su lugar? Eres tan bocazas que quedarías perfecto en el puesto.

Roland ofrece su respuesta sin esbozar la más leve sonrisa:

—No me lo han ofrecido.

Esa noche, Connor y el Almirante mantienen una reunión secreta en el avión de este último, tomando el café que ha hecho la máquina pretendidamente estropeada. Hablan de Roland y de las sospechas de Connor sobre él, pero el Almirante no se queda satisfecho:

—No quiero sospechas, quiero pruebas. No quiero tus impresiones, sino hechos concretos. —El Almirante añade a su taza de café un poco de güisqui de una petaca.

Cuando Connor termina de decirle todo lo que tiene que decir, se levanta para irse, pero el Almirante no le deja. Le sirve a Connor una segunda taza de café, que seguramente lo mantendrá toda la noche en vilo. Aunque Connor duda de que, incluso sin café, pudiera pegar ojo esa noche.

—Muy pocas personas saben lo que te voy a contar —le dice el Almirante.

—Entonces, ¿por qué me lo cuenta?

—Porque sirve a mis objetivos.

Es una respuesta sincera y honesta, pero que deja los motivos tan ocultos como estaban antes. Connor se imagina que tuvo que ser un excelente soldado en la guerra.

—Cuando yo era mucho más joven —comienza el Almirante—, luché en la Guerra Interna. Estas cicatrices que tan impertinentemente pensaste que serían de transplantes, me las produjo una bomba de mano.

—¿En cuál de los dos bandos luchó usted?

El Almirante le dirige a Connor esa mirada escudriñadora que tan bien se le da:

—¿Qué sabes de la Guerra Interna?

Connor se encoge de hombros:

—Era la última lección de nuestro libro de Historia, pero nunca llegábamos a la última lección.

El Almirante hace un gesto de disgusto con la mano:

—Los libros de texto lo edulcoran mucho. Nadie quiere recordar la guerra tal como fue. Me has preguntado en cuál de los dos bandos luché, pero la verdad es que no hubo dos bandos en la guerra, sino tres. Estaba el ejército pro vida, la brigada pro libre elección, y los restos del ejército de Estados Unidos, cuyo trabajo era evitar que los dos bandos se mataran entre sí. En ese tercer lado estuve yo. Por desgracia, nuestro fracaso fue absoluto. Ya ves, un conflicto siempre empieza con un tema de disputa, una diferencia de opinión, una controversia. Pero una vez que empieza la guerra, el tema de disputa deja de importar, porque de lo que se trata ya es de una única cosa: de cuánto se odian unos a otros.

El Almirante vierte un poco más de güisqui en su taza antes de continuar:

—Fueron días tenebrosos los que condujeron a la guerra. Toda nuestra capacidad de distinguir entre lo que es correcto y lo que es incorrecto se dio la vuelta y quedó patas arriba. Por un lado, la gente mataba a los médicos abortistas para proteger el derecho a la vida, mientras que por otro lado había mujeres que se quedaban embarazadas solo para vender el tejido fetal. Y todo el mundo elegía a sus líderes políticos no por su capacidad, sino por la postura que adoptaran ante ese tema en concreto. ¡Era una locura! Entonces el ejército se deshizo y ambos bandos tuvieron armamento en su poder. Así que las dos opiniones se convirtieron en dos ejércitos decididos a destruirse mutuamente. Y luego llegó el Tratado Vital.

La mención del tratado se convierte en un escalofrío que le recorre a Connor la columna vertebral. Antes no le producía ningún efecto, pero las cosas cambian cuando uno mismo se convierte en un desconectable.

—Yo estaba precisamente en la sala en el instante en que se planteó la idea de que el embarazo podía ser interrumpido retroactivamente cuando el niño alcanzara la madurez —dice el Almirante—. Al principio no fue más que una broma, y el que lo dijo no pretendía que nadie se lo tomara en serio. Pero aquel mismo año le dieron el premio Nobel a un científico que había perfeccionado el neuroinjerto, la técnica que permite emplear en transplantes cada una de las partes de un donante…

El Almirante sorbe un abundante trago de su taza de café. Connor ni siquiera ha probado la segunda taza. Y la idea de hacerlo ahora ni siquiera se le pasa por la cabeza. Dejar intacta la segunda taza es lo menos que puede hacer para no vomitar la primera.

—Mientras la guerra empeoraba —explica el Almirante—, conseguimos arrancar un acuerdo de paz sentando a ambos bandos ante la mesa. Entonces se propuso la idea de la desconexión, que terminaría con los chicos no deseados sin poner realmente fin a su vida. Creímos que aquella idea impresionaría a ambos bandos y les haría entrar en razón, que se mirarían unos a otros por encima de la mesa y alguno terminaría pestañeando. Pero no pestañeó ninguno. La posibilidad de terminar con una vida sin terminar con ella satisfacía las necesidades de ambos lados. Se firmó el Tratado Vital, se hizo efectivo el Acuerdo de Desconexión, y la guerra se acabó. Todo el mundo estaba tan contento del fin de la guerra que a nadie parecían importarle las consecuencias.

El Almirante se pierde en sus pensamientos por un momento, pero después hace un gesto con la mano, como apartándolos, y añade:

—Seguro que ya conoces el resto.

Connor tal vez no conozca todos los pormenores, pero sí lo fundamental:

—Le gente quería órganos.

—Los exigía, más bien. Un colon canceroso podía reemplazarse con uno completamente nuevo y sano. La víctima de un accidente que se encontraba en riesgo de muerte a causa de las lesiones internas, podía conseguir unos órganos nuevos. Una mano artrítica y arrugada podía reemplazarse con otra que contara con cincuenta años menos. Y todos aquellos órganos tenían que salir de alguna parte.

El Almirante se detiene un momento, como meditando:

—Claro está que si hubiera más donantes de órganos las desconexiones no serían precisas… pero a la gente le gusta conservarse intacta, incluso después de muerta. Y a la avaricia no le cuesta mucho aplastar la moral, así que las desconexiones se convirtieron en un gran negocio, y la gente lo aceptó.

El Almirante contempla la foto de su hijo. Aun antes de que se lo explique el Almirante, Connor comprende por qué lo hace. Pero no quiere robarle al Almirante la dignidad de su confesión:

—Mi hijo, Harlan, era un gran muchacho. Era listo. Pero fue un muchacho problemático… ya conoces a esa clase de chicos.

—Yo soy de esa clase de chicos —dice Connor con una levísima sonrisa.

El Almirante asiente con la cabeza.

—Fue hace justamente diez años. Harlan se metió en el grupo de amigos equivocado, y lo pillaron robando. Qué demonios, yo hice lo mismo a su edad…, por eso me enviaron mis padres a la escuela militar, para que me enderezaran. Lo que pasa es que en el caso de Harlan había una nueva opción. Una opción más… efectiva.

—Lo hizo desconectar.

—Siendo uno de los padres del Acuerdo de Desconexión, se esperaba que diera ejemplo. —Se presiona los lacrimales con el índice y el pulgar, conteniendo las lágrimas antes de que puedan brotarle—. Firmamos la orden, y a continuación nos arrepentimos. Pero ya era demasiado tarde. Se habían llevado a Harlan del colegio a la Cosechadora, y se dieron mucha prisa. Ya había ocurrido.

Nunca se le había ocurrido a Connor pensar en el precio que la desconexión les cobraba a aquellos que firmaban la orden. Nunca se le ocurrió que pudiera sentir pena por un padre que hiciera eso. Ni pena por uno de los hombres que habían hecho posible la desconexión.

—Lo lamento —le dice Connor, y es sincero.

Al instante el Almirante se yergue en el asiento, y parece recobrarse:

—No lo lamentes. Si no lo hubieran desconectado, tú no estarías aquí. Después de aquello, mi esposa me dejó y fundó una organización en memoria de Harlan. Yo me salí del ejército y me pasé varios años más borracho de lo que estoy ahora hasta el día en que, hace tres años, se me ocurrió la gran idea. Este lugar, estos muchachos son el resultado. Hasta el momento, he salvado de la desconexión a más de mil chicos y chicas.

Connor comprende ahora por qué el Almirante le cuenta todo aquello. No era solo una confesión. Era un modo de asegurarse la lealtad de Connor. Y funciona. El Almirante estaba preso de una oscura obsesión, pero aquella obsesión salvaba vidas. Hayden había dicho una vez que Connor era un tipo íntegro. Aquella misma integridad le ata entonces del lado del Almirante. Connor levanta su taza:

—¡Por Harlan! —propone.

—¡Por Harlan! —repite el Almirante, y beben a la vez en su recuerdo—. Poco a poco estoy arreglando las cosas, Connor —añade el Almirante—. Poco a poco, y en más de un sentido.