33. Risa

A RISA LOS PRIMEROS DÍAS en el Cementerio le resultan duros y se le hacen larguísimos. Su estancia comienza con un ejercicio de humildad.

Cada uno de los recién llegados es llamado a comparecer ante un tribunal constituido por tres jóvenes de diecisiete años que están sentados tras una mesa, en el interior del deshecho caparazón de un avión de amplio fuselaje. Son dos chicos y una chica. Esos tres, junto con Megafo y Bautista, a quienes Risa conoció nada más salir del avión que la había llevado hasta allí, constituyen el selecto grupo de cinco miembros a los que todo el mundo llama «los dorados». Son los cinco muchachos de más confianza del Almirante, y, por tanto, los cinco que más mandan.

Cuando llegan a Risa, ya se han ocupado de cuarenta chicos.

—Háblanos de ti —dice el chico de la derecha, «el de estribor», tal como lo llama Risa para sus adentros, ya que, al fin y al cabo, se encuentran todos a bordo de una nave—. ¿Qué es lo que sabes, y qué puedes hacer?

La última vez que Risa se enfrentó a un tribunal fue allá en la CAES, cuando la sentenciaron a ser desconectada. Se da cuenta de que estos tres están aburridos y no les preocupa lo que ella les diga, lo único que quieren es acabar y pasar al siguiente. Siente hacia ellos un odio del que tan solo de repente se hace consciente. El mismo odio que sintió por el director mientras este le explicaba por qué habían decidido revocar su pertenencia a la raza humana.

La chica, que está sentada en el medio, debe de comprender lo que Risa siente, pues le sonríe y le dice:

—No te preocupes, esto no es un examen. Solo queremos ayudarte a averiguar dónde puedes encajar mejor.

Es curioso lo que dice, ya que el problema de todos los desconectables es justamente el no encajar. Risa respira hondo y responde:

—Yo era estudiante de música en la CAES —dice, y de inmediato se arrepiente de haberles revelado que proviene de una Casa Estatal. Incluso entre los desconectables hay prejuicios y jerarquías. Y, efectivamente, el chico de estribor se echa hacia atrás, cruzando los brazos en un gesto de evidente desprecio, pero el de babor dice:

—Yo también soy un expósito: de la CAES de Florida número 18.

—Yo de la de Ohio número 23.

—¿Qué instrumento tocas? —pregunta la chica.

—El piano clásico.

—Lo siento —dice el de estribor—. Ya tenemos bastantes músicos, y ninguno de los aviones ha llegado con piano.

—«El hecho de sobrevivir te ha granjeado el derecho a ser respetado» —responde Risa—. ¿No es eso lo que dicen las normas del Almirante? No creo que a él le gustara tu actitud.

El de estribor se siente entonces avergonzado y pregunta:

—¿Podemos seguir…?

La chica ofrece una sonrisa a modo de disculpa:

—Lamento mucho tener que admitirlo, pero en la práctica diaria, me temo que no necesitamos un virtuoso del piano. ¿Qué más sabes hacer?

—Mandadme lo que sea y lo haré —responde Risa, que lo que quiere es acabar lo antes posible—. Eso es lo que vais a hacer en cualquier caso, ¿no?

—Bueno, en la cocina siempre hace falta alguien que eche una mano —comenta el de estribor—. Sobre todo después de las comidas.

La chica le dirige a Risa una sonrisa larga y suplicante, tal vez esperando que a ella se le ocurra algo mejor para sí misma, pero lo único que responde Risa es:

—Vale: a fregar platos. ¿Ya he terminado aquí?

Se vuelve para irse, haciendo cuanto puede por disimular su disgusto. El siguiente chico entra cuando ella se dispone a salir. Tiene muy mal aspecto: su nariz está hinchada y amoratada, y tiene la camisa llena de sangre seca. Y para colmo ha empezado a sangrar por los dos orificios de la nariz.

—¿Qué te ha pasado…?

Él la mira, ve quién es, y le responde:

—Tu novio… eso es lo que me ha pasado. Pero me las va a pagar.

Risa podría hacerle una docena de preguntas al respecto, pero el chico está sangrando y empapando toda la camisa, y lo más urgente es cortar la hemorragia. Él echa hacia atrás la cabeza.

—No —le dice Risa—: inclínate hacia delante, porque si no te puedes ahogar con tu propia sangre.

El muchacho escucha. Los tres del tribunal salen de detrás de la mesa para ver lo que pueden hacer, pero Risa se ha hecho cargo de la situación.

—Apriétate así —le dice—. Hay que tener un poco de paciencia con estas cosas.

Risa enseña al chico cómo pellizcarse la nariz para contener la sangre. Entonces, en cuanto para de sangrar, el chico de babor se acerca a ella y le dice:

—Buen trabajo.

En un santiamén, Risa asciende de friegaplatos a médico. Lo gracioso de aquello es que indirectamente se lo debe a Connor, puesto que fue él quien le partió la nariz al muchacho.

Al muchacho de la nariz sangrante le adjudican el puesto de friegaplatos.

Los primeros días, resulta aterrador tratar de actuar como un médico sin tener ninguna preparación para ello. Hay otros chicos en el avión-enfermería que parecen saber mucho más que ella, pero Risa no tarda en comprender que empezaron igual que ella, cuando los destinaron allí nada más llegar.

—Lo harás bien, porque eres una médica nata —le dice el médico mayor, que tiene que tener los diecisiete bien cumplidos. Y tiene razón: en cuanto se pone a ello, comprueba que hacerse cargo de los primeros auxilios, de las enfermedades más sencillas, e incluso suturar pequeñas heridas se convierte en algo tan familiar para ella como tocar el piano. Los días empiezan a transcurrir más aprisa, y antes de que se dé cuenta, ya lleva un mes allí. Cada día que pasa se siente más segura. El Almirante sería un bicho raro, pero había hecho algo que nadie había podido hacer por ella desde que dejara la CAES: le había devuelto el derecho a existir.