30. Cyrus-Tyler

NO HAY PAZ en la cabeza de CyFi. Ese Peque no se imagina lo mala que es la cosa. Ese Peque no se imagina cómo impactan en CyFi los sentimientos como olas que, empujadas por la tormenta, golpean el mordido malecón. El muro puede desmoronarse en cualquier momento, y cuando lo haga, CyFi habrá perdido. Lo habrá perdido todo. El cerebro se le saldrá por las orejas y se le escurrirá por las alcantarillas de las calles de Joplin. Lo sabe.

Entonces ve el letrero: «HAS LLEGADO A JOPLIN». El corazón es el suyo, pero le palpita con una intensidad ajena, amenazando con estallarle. ¿Y no estaría bien que estallara? De ese modo le llevarían a un hospital, le pondrían el corazoncito de otro, y tendría otro amigo con el que hablar.

El chico que vive en ese rincón de su cabeza no le habla con palabras, sino con sentimientos, ofreciéndole emociones. No comprende que ahora no es más que una parte de otro chico. Es como cuando en un sueño hay cosas que sabes y otras que deberías saber pero no sabes. Ese chico sabe dónde está, pero no sabe que no está allí entero. No sabe que ahora forma parte de otro. Sigue buscando en la cabeza de Cyrus cosas que sencillamente no están allí. Recuerdos. Conexiones. Sigue buscando palabras, pero el cerebro de Cyrus se expresa de otro modo. Y por eso el muchacho monta en cólera. Terror. Pena. Las olas rompen contra el muro, y por debajo de todo hay una corriente que tira de CyFi hacia delante. Hay que hacer algo aquí. Y solo ese otro chico sabe lo que es.

—¿Serviría para algo si tuviéramos un mapa? —pregunta Peque.

La pregunta enfurece a CyFi:

—¡Un mapa no me va a serví de na! —exclama—. Yo necesito ve la cosa. Necesito ejtá en lo sitio. Un mapa no e má que un mapa. No e como ejtá en el lugá.

Se paran en una esquina a las afueras de Joplin. Es como descubrir agua con una varita. Nada resulta familiar:

—Él no conoce ejte lugar —dice CyFi—. Probemos con otra calle.

Manzana tras manzana, intersección tras intersección, todo es igual. Nada. Joplin es una ciudad pequeña, pero no tan pequeña como para que una persona pueda conocerla entera. Entonces llegan por fin a una arteria de la ciudad. Hay tiendas y restaurantes a ambos lados de la calle. Es exactamente igual que cualquier otra ciudad de su tamaño, pero…

—¡Ejpera!

—¿Qué sucede?

—Ejta calle sí la conoce —dice CyFi—. ¡Ahí! ¡Esa heladería! Me parece que tengo en la boca el sabó del helado de calabaza… ¡Odio el helado de calabaza!

—Me apuesto algo a que él no.

Cyrus asiente con la cabeza:

—Era su favorito, ¡menudo pringado! —Señala con un dedo hacia la heladería, y rápidamente desplaza el brazo hacia la izquierda—. Venía caminando de ese lado… —Entonces pasa el brazo hacia la derecha—: Y cuando salía, seguía caminando hacia allá.

—Entonces ¿qué hacemos? ¿Vamos hacia donde va él, o hacia el lugar del que viene?

CyFi elige ir a la izquierda, pero se encuentra en Joplin High, sede de las Eagles. Le viene la imagen de una espada, y al instante comprende:

—Ejgrima: el chico pertenecía al equipo de ejgrima.

—Las espadas son brillantes —dice Peque.

CyFi le lanzaría una mirada asesina si no fuera porque ha dado justamente en el clavo, pues resulta que las espadas son, justamente, brillantes. Se pregunta si el chico robaría espadas, y comprende que sí, que seguramente sí. Robar espadas del equipo contrario es una ancestral tradición de los practicantes de esgrima.

—Por aquí —dice Peque, pasando delante—. Seguramente iba del colegio a la heladería, y de la heladería a su casa. Es a su casa adonde vamos, ¿no?

La respuesta se le ofrece a CyFi en forma de un impulso que surge en lo más profundo del cerebro y que desde él se dirige a sus entrañas. ¿Un salmón? Es más bien como un pez espada que se retuerce ante el sedal, y ese sedal lo arrastra inclemente hacia…

—Hacia casa —corrobora CyFi—. De acuerdo.

Es la hora del crepúsculo. Los niños están en la calle, la mitad de los coches llevan ya los faros encendidos. Para todo el mundo, ellos son dos chicos del barrio como cualesquiera otros, que se dirigen a donde quiera que vayan los chicos del barrio. Nadie parece fijarse en ellos. Pero a una manzana de distancia se encuentra un coche de policía. Está aparcado, pero en este momento empieza a moverse.

Dejan atrás la heladería. Y al hacerlo Cyrus puede sentir un cambio en su interior. Es algo que está en su manera de andar, en su porte y en los músculos de su cara, algunos de los cuales se tensan y otros se relajan. Se le bajan las cejas, se le abre levemente la mandíbula.

«No soy yo mijmo. Ese otro chico se ejtá adueñando de mí». ¿Debería dejar que ocurra tal cosa, o debería resistirse? Pero sabe que el momento del conflicto ya ha pasado. El único modo de acabar con aquello es permitir que suceda.

—CyFi —dice el chico que va a su lado.

CyFi lo mira, y aunque una parte de él sabe que es Lev, otra parte de él entra en pánico. Al instante comprende por qué. Cierra los ojos por un instante y trata de convencer al chico que tiene en la cabeza de que Peque es un amigo, no una amenaza. El chico parece comprenderlo, y su pánico cede ligeramente.

CyFi llega a una esquina y se vuelve hacia la izquierda como quien ha hecho tal cosa cientos de veces. El resto de él se estremece mientras él intenta conservar la relación con aquel lóbulo temporal tan resuelto. Ahora lo invade un sentimiento de enojo, de nervios… Sabe que debe encontrar el modo de traducirlo en palabras.

—Voy a llegar tarde. Van a estar furiosos. Siempre se ponen hechos unas fieras…

—¿Tarde para qué?

—Para la cena. Tenemos que empezar a cenar a la hora en punto, o si no montan en cólera. Podrían cenar sin mí, pero no lo hacen. De eso nada. Se ponen furiosos cuando se les enfría la comida. Y es culpa mía, culpa mía, siempre culpa mía. Así que tengo que sentarme allí, y me preguntan qué tal me ha ido. Bien. ¿Qué he aprendido? Nada. ¿Qué he hecho mal esta vez? Todo.

No es su voz: son sus cuerdas vocales, pero no es su voz lo que sale de ellas. Es el mismo tono, pero con inflexiones distintas. Con un acento distinto. Como la manera en la que podría haber hablado si viniera de Joplin, la ciudad de las Eagles.

Al doblar otra esquina, CyFi vuelve a ver el mismo coche de la policía. Va detrás de ellos, lo sigue despacio. Y eso no es todo. Delante hay otro coche de la policía, pero aquel está esperando justo delante de una casa. Su casa. Mi casa. CyFi es el salmón al fin y al cabo, y ese coche de la policía es el oso. Pero, aun así, no es capaz de parar. Tiene que llegar a la casa o morir en el intento.

Cuando se acerca al sendero que va a la puerta, dos hombres salen de un Toyota familiar aparcado al otro lado de la calle. Son «su papá y su papá». Lo miran, con una expresión de alivio en el rostro, pero también de dolor. O sea que ellos sabían adónde se dirigía. Deben de haberlo sabido todo durante todo el tiempo.

—¡Cyrus! —exclama uno de ellos. Y él quiere correr hacia allí. Quiere que le lleven a casa, pero se detiene. No puede ir a casa. Aún no. Los dos se acercan a él con paso decidido, poniéndose en su camino, pero lo bastante prudentes para no plantársele delante.

—Tengo que hacerlo —dice con una voz que sabe que no es suya en absoluto.

Es entonces cuando los policías salen de los coches y lo agarran. Son demasiado fuertes para que él pueda resistirse, así que mira a sus padres.

—¡Tengo que hacerlo! —repite—. Así que no seáis el oso.

Se miran el uno al otro sin comprender lo que quiere decir. Pero de pronto parece que lo hayan comprendido, pues se hacen a un lado y les dicen a los policías:

—Suéltenlo.

—Este es Lev —dice Cyrus, sorprendido de que Peque esté dispuesto a arriesgar su propia seguridad para seguir a su lado—. ¡Que nadie lo moleste tampoco a él!

Los padres se toman un instante para saludar a Peque, pero enseguida vuelven a dirigir su atención a Cyrus.

Los policías cachean a CyFi para asegurarse de que no lleva armas y, satisfechos, lo dejan ir hacia la casa. Pero hay un arma. Es algo afilado y pesado. En ese momento lo tiene en un rincón del cerebro, pero en un instante ya no estará allí. Y ahora CyFi está asustado, pero no puede parar.

Hay un agente de policía en la puerta de la casa, hablando en voz muy baja con un hombre y una mujer que se encuentran en el umbral. Miran a CyFi nerviosos.

La parte de CyFi que no es CyFi conoce muy bien a aquella pareja de edad mediana. Sufre el impacto de un rayo de emociones sumadas, algo tan violento que siente que podría prenderse fuego.

Cuando camina hacia la puerta, el camino de losas parece ondear bajo sus pies como el suelo de una casa mágica. Después, por fin, él se presenta ante ellos. La pareja lo mira asustada, horrorizada. Una parte de él está contento por ello, otra parte está triste, y otra preferiría hallarse en cualquier otro lugar del mundo. Pero ya no sabe a qué corresponde cada parte.

Abre la boca para hablar, tratando de traducir sus sentimientos en palabras.

—¡Dámelo! —pide—. Dámelo a mí, mamá. Dámelo, papá.

La mujer se tapa la boca y se da la vuelta. Le brotan las lágrimas como gotas de una esponja al ser apretujada.

—¿Tyler? —dice el hombre—. Tyler, ¿eres tú?

Es la primera vez que Cyrus tiene un nombre que dar a aquella parte de él. «Sí: soy Cyrus, pero también soy Tyler: soy Cyrus-Tyler».

—¡Aprisa! —dice Cyrus-Tyler—. ¡Dádmelo, lo necesito ahora!

—¿Qué? —pregunta la mujer bebiéndose las lágrimas—: ¿Qué quieres de nosotros?

Cyrus-Tyler intenta decirlo, pero no encuentra la palabra. Ni siquiera puede fijar la imagen. Es una cosa. Un arma. Y sin embargo la imagen no viene, aunque la acción sí lo hace. Está expresando algo con gestos. Se inclina hacia delante, y coloca un brazo delante del otro. Está sosteniendo algo largo, dirigiéndolo hacia abajo. Empuja ambos brazos hacia abajo. Y ahora sabe que no es un arma lo que busca, sino una herramienta. Porque comprende cuál es la acción que está mimando: la de cavar.

—¡La pala! —dice con un suspiro de alivio—. Necesito la pala.

El hombre y la mujer se miran. El policía que está a su lado asiente con la cabeza, y el hombre dice:

—Está fuera, en el cobertizo.

Cyrus-Tyler atraviesa derechito la casa y sale por la puerta de atrás. Todo el mundo va detrás de él: la pareja, los policías, sus dos padres y Peque. Se va derecho al cobertizo, agarra la pala (sabía exactamente dónde estaba) y se dirige hacia una esquina del patio, donde sobresalen del suelo unas ramitas.

Las ramitas han sido atadas para formar cruces desiguales.

Cyrus-Tyler conoce aquella esquina del patio, siente ese lugar en las tripas. Allí es donde él enterraba a sus mascotas. No conoce sus nombres, ni siquiera sabe qué tipo de animales son, pero sospecha que uno de ellos es un setter irlandés. Tiene imágenes de lo que les sucedió a cada uno de ellos. Uno se topó con una manada de perros cimarrones. Otro con un autobús. El tercero murió de viejo. Toma la pala y la hunde en el suelo, pero no cerca de ninguna de las tumbas. No quiere revolver sus huesos. Jamás. En su lugar, presiona con la pala en la tierra blanda que hay dos metros por detrás de las tumbas.

Gruñe con cada palada que da, y arroja la tierra a un lado, sin cuidado alguno. Entonces, al golpear contra algo a medio metro de profundidad, la pala hace un ruido sordo. Se deja caer a cuatro patas y empieza a apartar la tierra con las manos.

Cuando ha quitado la tierra, mete las manos, agarra un asa, y tira, tira, tira hasta que sale. Tiene en las manos un maletín sucio, mojado, cubierto de barro. Lo posa en el suelo, despega los cierres, y lo abre.

En el instante en que ve lo que hay dentro, el cerebro entero de Cyrus-Tyler parece dejar de funcionar. Sufre una especie de parálisis. No puede moverse, no puede pensar. Porque todo es sumamente brillante y resplandece de modo tremendo ante los oblicuos rayos del sol. Hay tantas cosas hermosas que mirar que no puede moverse. Pero tiene que moverse. Tiene que terminar aquello.

Mete ambas manos en el maletín lleno de joyas, sintiendo cómo se deslizan entre sus dedos las finas cadenas de oro, y oyendo el sonido del metal al rozar contra el metal. Hay diamantes y rubíes, circones y plásticos. Cosas de valor enorme y cosas de valor nulo, todo mezclado. No recuerda dónde ni cuándo robó nada de ello, solo sabe que lo robó. Lo robó, lo atesoró, y lo escondió. Lo metió todo en su propia y pequeña tumba, para sacarlo cuando lo necesitara. Pero si puede devolverlo, entonces tal vez…

Con las manos metidas entre cadenas de oro que apresan más que las esposas que llevan los policías al cinto, tropieza al intentar dirigirse al hombre y la mujer. Trozos y piezas, anillos y alfileres caen de aquella maraña entre la hierba del patio. Se le deslizan entre los dedos, pero sigue agarrando todo lo que puede hasta que se encuentra delante del hombre y la mujer, que ahora se sostienen el uno al otro, como si se protegieran al ver acercarse un tornado. Entonces él se pone de rodillas, deja caer a los pies de ellos aquella maraña de objetos brillantes y, balanceándose a un lado y otro, eleva un ruego desesperado:

—Por favor —dice—. Lo siento, lo siento. Yo no quería hacerlo…

—Por favor —dice—. Cogedlo, yo no lo necesito. No lo quiero.

—Por favor —dice—. Haced lo que sea, pero no dejéis que me desconecten.

Y de repente CyFi comprende que Tyler no lo sabe. La parte de su cerebro capaz de asimilar el tiempo y el espacio no está allí, y no lo estará nunca. Tyler no puede comprender que él ya se ha ido, y nada que pueda hacer CyFi le hará comprender nunca. Así que sigue lamentándose.

—¡Por favor, no dejéis que me desconecten! ¡Haré lo que sea! Por favor, no dejéis que me desconecten. ¡Por favooooooooooor…!

Entonces oye tras él una voz.