28. Risa

RISA NO SABE lo que pasa en la caja de Connor. Da por hecho que los tíos hablan de cosas de tíos, sean lo que sean esas cosas. No puede imaginarse que lo que ocurría en aquella caja era casi lo mismo que lo que sucedía en la suya, y en casi todas las demás del avión: miedo, recelos, preguntas que raramente se formulaban, e historias que raramente se contaban. Los detalles son diferentes, por supuesto, como lo son los actores, pero en esencial es lo mismo. Nadie volverá a hablar de esas cosas, y ni siquiera reconocerá haberlo hecho alguna vez, pero a causa de esas conversaciones se establecen lazos invisibles. Risa ha conocido a una chica obesa y muy propensa a las lágrimas, a otra que está hecha un manojo de nervios porque lleva una semana sin nicotina, y a otra más que ha sido, como ella, una niña al cuidado del estado, y por eso, como ella, una víctima involuntaria de los recortes de presupuesto. Se llama Tina. Las otras le dijeron sus nombres, pero el de Tina es el único que recuerda.

—Somos exactamente iguales —le había dicho Tina durante el vuelo—. Podríamos ser hermanas gemelas. —Pese a que Tina es una tierra, Risa tiene que admitir que tiene razón. Es reconfortante que haya otras personas en su misma situación, pero al mismo tiempo también resulta perturbador saber que la propia vida no es más que una de entre mil copias pirata. Por supuesto, los desconectables de las Casas Estatales tienen rostros diferentes, pero su historia es la misma. Hasta tienen todos el mismo apellido, y ella maldice para sus adentros al que decidió que todos ellos se apellidaran Expósito, como si ser un niño al cuidado del estado no fuera ya de por sí un estigma suficiente, sin necesidad de llevarlo además en el apellido.

El avión toca suelo, y ellas aguardan.

—¿Por qué tardan tanto? —pregunta la chica de la nicotina, impaciente—. ¡No lo puedo soportar!

—Tal vez nos estén cargando en un camión, o en otro avión —sugiere la chica regordeta.

—Espero que no —comenta Risa—. Aquí no hay aire suficiente para otro viaje.

Hay ruidos que provienen de alguien que se encuentra fuera de la caja.

—¡Shhh! —hace Risa—. Escuchad.

Pasos. Golpes. Risa oye voces, aunque no puede entender qué dicen. Entonces alguien descorre el cierre de un lateral de la caja y tira hasta abrir una rendija. Entra en la caja un aire seco y caliente. Tras aquellas horas de oscuridad, la rendija de luz de la bodega del avión parece tan brillante como la luz solar.

—¿Va todo bien ahí dentro? —No es un guerrillero, de eso se da cuenta Risa de inmediato. La voz es más joven.

—Estamos bien —responde Risa—. ¿Podemos salir de aquí?

—Todavía no. Primero tenemos que abrir todas las cajas para que le entre aire fresco a todo el mundo. —Por lo que puede ver Risa, se trata de un chico de su edad, tal vez incluso un poco menor. Lleva una camiseta beis sin mangas y pantalones de color caqui. Está empapado en sudor, y tiene las mejillas bronceadas. No, no simplemente bronceadas, sino más bien quemadas por el sol.

—¿Dónde estamos? —pregunta Tina.

—En el Cementerio —responde el chico, y se dirige hacia la siguiente caja.

Unos minutos después, abren completamente la caja y las dejan salir. Risa se toma un momento para observar a sus compañeras de viaje. Las tres chicas le parecen diferentes a cuando entraron. Llegar a conocer a alguien en la completa oscuridad cambia la idea que uno tiene de esa persona. La chica grande no es tan gorda como Risa había pensado. Ni Tina tan alta. La de la nicotina no es ni mucho menos tan fea.

Bajan de la bodega del avión por una rampa, y Risa debe esperar su turno en una larga fila de chicos y chicas que van saliendo de las cajas. Empiezan a correr rumores. Risa intenta escuchar y separar la realidad de la invención:

—Han muerto un montón de chicos.

—No es posible.

—He oído que solo hemos llegado vivos la mitad.

—¡No es posible!

—¡Mira a tu alrededor, capullo! ¿Te da la impresión de que ha muerto la mitad?

—Bueno, eso es lo que dicen.

—Solo han muerto los ocupantes de una caja.

—¡Sí! Cuentan por ahí que les dio algo a la cabeza y se han devorado unos a otros. Ya sabéis, como en la expedición Donner.

—No, simplemente se ahogaron.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque los he visto, tío. Justo en la caja que estaba al lado de la mía. Había cinco tíos en vez de cuatro, y se ahogaron todos.

Risa se vuelve hacia el chico que ha dicho eso:

—¿Es en serio, o te lo estás inventando?

Por la expresión nerviosa de su rostro, Risa piensa que es verdad.

—No bromearía con una cosa así.

Risa busca a Connor, pero su campo de visión se limita a los pocos chicos que se encuentran cerca de ella en la fila. Hace cuentas a toda prisa: Había unos sesenta chicos; cinco se han ahogado: hay una posibilidad entre doce de que Connor sea uno de ellos. No, porque el chico que miró en la caja de los muertos dijo que eran tíos; y solo había treinta tíos en total, así que existe una posibilidad entre seis de que uno de los muertos sea Connor. ¿Connor había estado entre los últimos en entrar? ¿Lo habrían metido en una caja demasiado llena de gente? No lo sabía. Estaba tan aturullada aquella mañana, cuando los levantaron de malos modos, que era ya bastante duro saber dónde estaba una misma, no digamos ya llevar cuenta de algún otro.

«¡Por favor, Dios, que no sea Connor, que no sea Connor!». Las últimas palabras que le había dicho habían sido de enfado, pues aunque Connor la había salvado de Roland, Risa estaba furiosa con él. «¡Sal de aquí!», le había gritado. No puede soportar la idea de que haya muerto y que aquellas hayan sido las últimas palabras que Connor haya oído de ella. Pero, sobre todo, no puede soportar la idea de que haya podido morir, eso está claro.

Al salir, Risa se pega con la cabeza contra el quicio de la puerta del avión.

—¡Cuidado con la cabeza! —exclama uno de los chicos que están al cargo.

—Sí, gracias —responde Risa. Él le dirige una sonrisa. Ese chico también va vestido con ropa militar, pero es demasiado canijo para ser un mastodonte del ejército—. ¿Y esa ropa…?

—Excedentes del ejército —explica—. Ropa robada para almas robadas.

Fuera de la bodega, la luz del día resulta cegadora, y el calor embiste contra Risa como el de una caldera. Debajo de ella, la rampa desciende hasta el suelo, y ella tiene que mirar a los pies entornando los ojos, para no caer. Cuando alcanza el suelo, sus ojos se han adaptado lo suficiente para percibir el entorno inmediato. A su alrededor todo son aviones, pero aquello no se parece a un aeropuerto. Tan solo están los aviones, dispuestos en una fila tras otra, hasta donde alcanza la vista. Muchos pertenecen a compañías aéreas que ya no existen. Risa se vuelve a mirar el avión en el que acaban de llegar. Lleva el logotipo de una compañía de mensajería, pero la nave es un espécimen lamentable. Parece digna del chatarrero. O, piensa Risa, del cementerio…

—Esto es una locura —rezonga un chico al lado de Risa—. Este avión no tiene nada de invisible. Sabrán exactamente dónde ha ido. ¡Nos seguirán hasta aquí!

—¿No te das cuenta? —dice Risa—. El avión acaba de ser retirado del servicio. Así lo hacen. Esperan a que un avión sea lo bastante viejo para ser retirado del servicio, y nos montan en él de carga. El avión estaba destinado a venir aquí de todos modos, así que nadie lo va a echar en falta.

Los aviones descansan sobre un suelo duro y estéril de tierra cárdena. Distantes montañas rojas asoman del llano. Están en algún lugar del sudoeste.

Hay una hilera de aseos portátiles ante los cuales ya se han formado colas de chicos y chicas impacientes. Los chicos que los guían cuentan las cabezas, intentando mantener el orden en el desorientado grupo. Uno de ellos lleva un megáfono en la mano.

—Por favor, permaneced bajo el ala del avión los que no necesitéis utilizar las letrinas —anuncia—. Ya que habéis llegado hasta aquí, no queremos que muráis de una insolación.

Ahora que todo el mundo ha salido del avión, Risa busca desesperadamente entre la multitud hasta que por fin localiza a Connor. ¡Gracias a Dios!

Quiere ir hacia él, pero recuerda que oficialmente han dado por terminada su falsa relación amorosa. Con dos docenas de chicos por medio, establecen un breve contacto visual, y cambian un secreto gesto hecho con la cabeza. Ese gesto lo dice todo. Dice que lo que sucedió ayer entre ellos es pasado, y que hoy todo empieza de nuevo.

Entonces ve que también está Roland allí. Él capta su mirada y le sonríe. Esa sonrisa resulta también muy expresiva. Risa aparta la mirada, lamentando que Roland no fuera en la caja de los que se han ahogado. Piensa que tal vez debería sentirse culpable por albergar un deseo tan feo, pero no es capaz.

Por entre las hileras de aviones, levantando un penacho de polvo rojo, se acerca un coche de golf. El conductor es poco más que un niño. El pasajero de al lado es obviamente un militar. No alguien vestido de militar, sino militar auténtico. En lugar de verde o caqui, viste de azul marino. Parece habituado al calor, no parece que sude ni siquiera dentro de su grueso uniforme. El coche se detiene ante la pequeña multitud de refugiados juveniles. El conductor sale primero, y se reúne con los cuatro muchachos que los han conducido hasta allí. El chico del megáfono lo levanta para hablar:

—¡Por favor, escuchad! ¡El Almirante va a dirigirse a vosotros! ¡Por vuestro bien, escuchad atentamente!

El hombre sale del coche de golf. El muchacho le ofrece el megáfono, pero él lo rechaza con un gesto de la mano. Su voz no precisa amplificación:

—¡Quiero ser el primero en daros la bienvenida al Cementerio!

El Almirante tendrá sus sesenta y tantos años. Tiene la cara llena de cicatrices. Solo ahora Risa se da cuenta de que su uniforme es de los tiempos de la guerra. No recuerda si aquellos eran los colores de las fuerzas pro vida o pro libre elección, pero eso no importa, pues ambos lados perdieron.

—¡Este será vuestro hogar hasta que cumpláis los dieciocho años o hasta que encontremos un protector permanente que esté dispuesto a proporcionaros una identidad falsa! No quiero que os equivoquéis al respecto: lo que hacemos aquí es completamente ilegal, ¡pero eso no significa que no sigamos la ley! ¡Mi ley!

Se detiene, mirando a los ojos a todos los chicos y chicas que puede. Tal vez pretenda memorizar cada una de las caras antes de acabar su discurso. Sus ojos son penetrantes, su mirada intensa. Risa está convencida de que él es capaz de quedarse con cada una de las caras solo con una mirada sostenida. Eso resulta tranquilizador e intimidatorio al mismo tiempo. En el mundo del Almirante, nadie pasará desapercibido.

—¡Todos vosotros fuisteis destinados a la desconexión, y sin embargo habéis conseguido escapar! ¡Gracias a la ayuda de mis numerosos colaboradores, habéis encontrado el camino hasta aquí! ¡A mí no me importa quiénes erais, ni quiénes seáis cuando salgáis de aquí! ¡Lo único que me importa es quiénes sois mientras estáis aquí! ¡Mientras estéis aquí, haréis lo que se espera de vosotros!

Una mano se levanta en la multitud. Es Connor. Risa quisiera que no fuera él. El Almirante se toma su tiempo para examinar la cara de Connor antes de decir:

—¿Sí…?

—Entonces… ¿quién en usted, exactamente?

—¡Mi nombre es asunto mío! Basta con decir que soy un antiguo almirante de la Marina de Estados Unidos. —Y entonces sonríe—. Pero ahora podéis decir que soy un pez fuera del agua. El actual clima político me empujó a presentar mi dimisión. La ley decía que era mi obligación mirar para otro lado, pero no lo hice. Ni lo haré. —Entonces se vuelve a la multitud y dice en voz alta—: ¡No me quedaré de brazos cruzados mientras desconectan a nadie!

Se oyen vítores procedentes de todos los reunidos, incluyendo los chicos de caqui que ya eran parte de su pequeño ejército. El Almirante esboza una amplia sonrisa, que revela una fila de dientes perfectamente rectos y perfectamente blancos. Aquella dentadura resulta extrañamente incoherente, pues, mientras los dientes le brillan, el resto de él parece completamente raído y deslucido.

—¡Aquí somos una comunidad! ¡Aprenderéis las normas y las cumpliréis, o de lo contrario tendréis que afrontar las consecuencias, como en cualquier sociedad! ¡Esto no es una democracia, es una dictadura, y yo soy vuestro dictador! ¡Es cuestión de necesidad, pues este es el modo más práctico de manteneros ocultos, sanos y enteros! —Entonces vuelve a esbozar la misma sonrisa—. ¡Quiero creer que soy un dictador benevolente, pero cada uno podrá juzgar por sí mismo!

Para entonces su mirada ha recorrido a la entera multitud. Todos ellos se sienten como si hubieran pasado por el escáner, como los comestibles en la caja registradora. Escaneados y procesados.

—Esta noche dormiréis en los cuartos de los recién llegados. Mañana se valorarán vuestras habilidades, y se os asignará a vuestro equipo permanente. ¡Mi enhorabuena por haber conseguido llegar aquí!

Espera un momento para que sus últimas palabras calen en la multitud, y entonces se vuelve hacia su coche de golf y se aleja de allí, levantando tras él el mismo penacho de polvo rojo que cuando llegó.

—¿Estamos a tiempo de volver a la caja? —pregunta algún gracioso. Unos cuantos se ríen.

—¡Está bien, escuchad! —grita el chico del megáfono—. ¡Vamos a llevaros al avión de suministro, donde os entregarán ropa, raciones de comida, y todo cuanto vais a necesitar! —No tardan en averiguar que el chico del megáfono recibe el apodo de «Megafo», y el conductor del coche del Almirante se ha quedado con el de «Bautista».

—¡Es un largo camino! —dice Megafo—. ¡Si alguien no puede hacerlo, que nos lo diga! ¡Los que necesiten beber ahora, que levanten la mano!

Se levantan casi todas las manos.

—De acuerdo, poneos en fila.

Risa se pone en la fila con todos los demás. Los susurros y rumores recorren esa fila, pero ni por asomo llevan la carga de desesperación que en las semanas precedentes. Lo de ahora se parece al murmullo de los niños en el colegio cuando hacen fila a la hora de comer.

Mientras van a recoger la ropa y la comida, el avión que los ha llevado hasta allí es remolcado a su lugar de último descanso en aquella enorme chatarrería. Solo ahora Risa respira hondo y deja salir el aire junto con toda la tensión de un mes entero. Solo ahora se permite el maravilloso lujo de la esperanza.