LA MAÑANA QUE SIGUE al incidente del cuarto de baño, los guerrilleros los levantan de la cama antes del alba, sin contemplaciones:
—¡Arriba todo el mundo! ¡Ya! ¡Ánimo, ánimo! —Gritan mucho, están nerviosos, y lo primero que nota Connor es que llevan quitado el seguro del arma. Todavía adormilado, Connor se levanta y busca a Risa. La ve: dos guerrilleros la empujan hacia una enorme puerta doble que siempre ha estado cerrada con candado. Ahora han quitado el candado.
—¡Dejad vuestras cosas! ¡Aprisa, aprisa!
A su derecha, un chico malhumorado empuja a un guerrillero por haberle quitado la manta. El guerrillero le golpea en el hombro con la culata del rifle, no lo bastante fuerte para herirle, pero sí para hacerle comprender al muchacho, y de paso a todos los demás, que la cosa va en serio. El chico cae de rodillas, agarrándose el hombro y echando maldiciones. El guerrillero sigue levantando a los demás. Con todo lo que le duele, el chico parece dispuesto a pelear. Al pasar a su lado, Connor lo coge del brazo y le ayuda a levantarse.
—Tranquilízate —le dice Connor—. No estropees más las cosas.
El chico se zafa de Connor:
—¡Déjame! ¡No necesito tu apestosa ayuda!
Y se aleja, hecho una furia. Connor mueve la cabeza hacia los lados en señal de negación. ¿Alguna vez fue él así de agresivo?
Allá delante, la enorme puerta doble se abre hacia un lado para revelar otra sala del almacén que los desconectables no han conocido hasta entonces. Está llena de cajas, viejas cajas de empaquetado diseñadas, tanto por su forma como por su resistencia, para el transporte aéreo. Connor no tarda en comprender para qué están ellos allí, y por qué él y los otros han permanecido almacenados tan cerca de un aeropuerto. Adondequiera que los lleven, van a ir en forma de cargamento de un avión.
—Las chicas a la izquierda, los chicos a la derecha. ¡Aprisa, aprisa!
Ahora todo el mundo se mueve tratando de encontrar a aquella gente a la que preferiría tener como compañeros de viaje, pero los guerrilleros no tienen la paciencia ni tienen el tiempo para permitirlo. Crean grupos aleatorios de cuatro personas, y los empujan hacia las cajas.
Es entonces cuando Connor se da cuenta de lo peligrosamente cerca que se encuentra de Roland. Y no es casualidad: Roland se le ha acercado a propósito. Connor no quiere ni imaginárselo: completamente a oscuras y pegados unos a otros. Si se mete en una caja de esas con Roland, morirá antes de que despeguen.
Connor intenta escapar, pero un guerrillero agarra a Roland, a Connor, y a dos de los conocidos colaboradores de Roland:
—Vosotros cuatro: ¡a esa caja de ahí!
Connor intenta no dar muestras de pánico. No quiere que Roland lo vea asustado. Debería haber preparado su propia arma, como la que Roland lleva oculta en aquel momento. Debería haberse preparado para la inevitabilidad de una confrontación a vida o muerte, pero no lo ha hecho, y ahora sus opciones son muy limitadas.
No hay tiempo para planear nada, así que cede al instinto de lucha. Se vuelve hacia uno de los esbirros de Roland y le da un puñetazo en la cara, lo bastante fuerte como para hacerle sangre, tal vez incluso para romperle la nariz. La fuerza del puñetazo hace girar al muchacho, pero antes de que pueda responder, un guerrillero agarra a Connor y lo aplasta contra la pared de hormigón. El guerrillero no se imagina que está haciendo exactamente lo que quería Connor.
—¡Has elegido el día equivocado para hacer eso, chaval! —dice el guerrillero, inmovilizándolo contra el muro con su rifle.
—¿Qué va a hacer, matarme? Creía que estaban intentando salvarnos…
Eso le deja al guerrillero un instante pensativo.
—¡Eh! —le grita otro guerrillero—. ¡Deja a ese! ¡Tenemos mucho que cargar!
Entonces coge a otro chico para completar la cuadrilla con Roland y sus dos esbirros, y los mete en una caja. Ni siquiera se preocupan por el de la hemorragia nasal.
El guerrillero que sujeta a Connor contra la pared le hace un gesto de desprecio:
—Cuanto antes entres en una caja, antes dejarás de ser problema mío y lo serás de otro.
—Bonitos calcetines —le dice Connor.
Meten a Connor en una caja de poco más de un metro por poco más de dos en la que ya hay tres chicos esperando que el cuarteto se complete. Cierran la caja antes de que pueda ver quiénes son sus compañeros, pero mientras no esté Roland, todo va bien.
—Vamos a morir todos aquí dentro —dice una voz nasal seguida de una aspiración fuerte que no parece lograr despejarle la nariz. Connor conoce a ese chico por sus mocos. No está seguro de su nombre, pues, dado que tiene la nariz perpetuamente congestionada, todo el mundo lo llama «El que se come las moscas», «Papamoscas» para abreviar. Es el que se pasa todo el tiempo leyendo su cómic, solo que allí no puede hacerlo.
—No hables así —le dice Connor—. Si los guerrilleros quisieran matarnos, lo habrían hecho hace mucho.
El que respira por la boca tiene un aliento nauseabundo que inunda toda la caja.
—Tal vez nos hayan descubierto. ¡Tal vez los de la brigada juvenil vengan de camino, y la única manera que tengan de salvarse sea destruir las pruebas!
Connor tiene poca paciencia para los que se están todo el tiempo lamentando, porque le recuerdan a su hermano pequeño. Aquel al que sus padres decidieron conservar.
—¡Cállate o te juro que me quito el calcetín y te lo meto en esa boca apestosa para que tengas que abrirte un respiradero en las narices!
—Si necesitas un calcetín extra para cerrársela bien, no dudes en pedírmelo —añade otra voz justo enfrente de él—. Hola, Connor. Soy Hayden.
—Hola, Hayden. —Connor alarga la mano, encuentra el zapato de Hayden, y lo aprieta. Es lo más cercano a un saludo en aquella oscuridad claustrofóbica—. Bueno, ¿y quién es el afortunado número cuatro? —No hay respuesta—. ¡Parece que viajamos con un mudo!
Tras otro largo silencio, Connor oye una voz profunda y acentuada:
—Diego.
—Diego es hombre de pocas palabras —explica Hayden.
—Eso me parece.
Aguardan en un silencio salpicado con los resoplidos de Papamoscas.
—Tengo que ir al baño —dice él.
—Deberías haber pensado en eso antes de salir —observa Hayden remedando una voz maternal—. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir? ¡Haz siempre pipí antes de entrar en las cajas de transporte aéreo!
Fuera, se presiente cierta actividad de tipo mecánico. Después, notan que la caja se mueve.
—No me gusta esto —se lamenta Papamoscas.
—Nos están transportando —dice Hayden.
—Seguramente, por medio de una carretilla elevadora —añade Connor.
Es probable que los guerrilleros se hayan ido ya. ¿Qué había dicho aquel? «Cuanto antes entres en una caja, antes dejarás de ser problema mío y lo serás de otro». Posiblemente, el tipo que esté contratado para hacerse cargo de la travesía no tendrá ni idea de lo que lleva en las cajas. No tardarán en encontrarse a bordo de algún avión, de camino hacia un destino secreto. La sola idea le hace pensar en el resto de su familia de viaje en las Bahamas, tal como habían planeado hacer en cuanto Connor fuera desconectado. Se pregunta si se habrán ido, si se habrán tomado sus vacaciones pese a que Connor se haya hecho el ASP. Seguramente sí. Pensaban irse una vez él fuera desconectado, así que ¿por qué iba a detenerlos su fuga? Eh, ¿no tendría gracia que a ellos también los estuvieran embarcando para las Bahamas?
—¡Nos vamos a ahogar, lo sé! —anuncia Papamoscas.
—¿Vas a hacer el favor de callarte? —le dice Connor—. Estoy seguro de que aquí hay aire más que suficiente para los cuatro.
—¿Cómo lo sabes? Ya me está empezando a costar trabajo respirar… y tengo asma, además. ¡Podría sufrir un ataque de asma aquí dentro y morirme!
—Bueno —comenta Connor—, más aire a repartir para el resto.
Este comentario consigue callar a Papamoscas, pero Connor lamenta haberlo dicho.
—No va a morir nadie —rectifica—. Solo tienes que calmarte.
Y entonces dice Hayden:
—Es mejor morir que ser desconectado, ¿o no? Podríamos hacer una encuesta: ¿quién prefiere morir? ¿quién prefiere ser desconectado?
—¡No preguntes esas cosas! —espeta Connor—. Yo no quiero pensar en ninguna de las dos. —En algún lugar, fuera de la caja que ahora constituye su pequeño universo, Connor oye una puerta de metal que se cierra, y nota una vibración en los pies cuando empiezan a rodar por la pista de despegue. Connor aguarda. Los motores aceleran, lo nota en los pies. Siente un impulso hacia la pared de atrás según toman velocidad. Hayden se cae encima de él, y él se corre un poco, dejando sitio a Hayden para que pueda volver a ponerse cómodo.
—¿Qué pasa, qué pasa? —grita Papamoscas.
—Nada: que estamos despegando.
—¿Qué…? ¿Estamos en un avión?
Connor pone los ojos en blanco, pero en la oscuridad nadie aprecia ese gesto.
La caja es como un ataúd, o como un útero materno. Las medidas usuales del tiempo no pueden aplicarse aquí, y las impredecibles turbulencias del vuelo llenan la oscuridad con una tensión que no cede.
Una vez en el aire, los cuatro chicos se quedan callados durante mucho tiempo. Media hora, una hora tal vez: es difícil saberlo. La mente de cada uno parece atrapada en el diseño de sus propios e incómodos pensamientos. El avión atraviesa turbulencias. A su alrededor, todo vibra. Connor se pregunta si habrá chicos en otras cajas encima de ellos, debajo de ellos, a cada lado… Si están allí, no se les oye la voz. Donde está sentado, es como si los cuatro formaran la totalidad del universo. Papamoscas se alivia en silencio. Connor se da cuenta porque huele. Todo el mundo lo huele, pero nadie dice nada. Podría haberle sucedido a cualquiera de ellos. Y si este viaje resulta mucho más largo, aún podrá ocurrirles.
Finalmente, después de lo que parece una eternidad, habla el más silencioso de todos:
—Que me desconectaran —dice Diego—. Preferiría que me desconectaran.
Aunque hace mucho tiempo que Hayden planteó la pregunta, Connor comprende de inmediato a qué se refiere. ¿Preferirías morir o ser desconectado? Es como si la pregunta hubiera quedado colgando todo el tiempo en la densa oscuridad, esperando que alguien la responda.
—Yo no —dice Papamoscas—. Porque, si uno muere, por lo menos va al cielo.
«¿Al cielo?», piensa Connor. Sería más fácil que les tocara el otro sitio. Porque si sus propios padres no los quieren lo bastante como para quedarse con ellos, ¿quién va a querer tenerlos en el cielo?
—¿Qué te hace pensar que los desconectados no van al cielo? —le pregunta Diego a Papamoscas.
—Es que los desconectados no mueren realmente. Siguen vivos… Más o menos. Se supone que tienen que emplear en otro cuerpo hasta el último cacho de nosotros, ¿no? Eso dice la ley.
Entonces Hayden plantea la cuestión. No una cuestión, sino la cuestión. Esa pregunta es el gran tabú entre los que son designados para la desconexión. Todo el mundo piensa en ello, pero nadie se atreve nunca a plantearlo en voz alta:
—Entonces —dice Hayden—, si cada trozo de ti está vivo pero dentro de otra persona distinta… ¿estás vivo o estás muerto?
Quien dice esto, según sabe Connor, es el propio Hayden, que está volviendo a pasar la mano de un lado a otro, por encima de la llama. Lo bastante cerca para sentirla, pero lo bastante lejos para no quemarse. Solo que ahora no se trata solo de su propia mano, sino de la de todo el mundo, y eso le fastidia a Connor.
—Hablando se gasta oxígeno —dice Connor—. Yo creo que podemos ponernos de acuerdo en que ser desconectado es una mierda, y dejarlo así.
Eso le cierra la boca a todo el mundo, pero solo un minuto. Es Papamoscas el que habla a continuación.
—Yo no creo que la desconexión sea mala —dice—. Lo único que pasa es que no quiero que me ocurra a mí.
Connor quiere ignorarlo, pero no puede. Si hay algo que Connor no puede soportar, es un desconectable que defiende la desconexión:
—¿O sea que está bien si nos ocurre a nosotros, pero no si te ocurre a ti?
—Yo no he dicho eso.
—Sí que lo has dicho.
—Vaya —dice Hayden—, esto se pone interesante.
—Dicen que no duele —comenta Papamoscas. Como si eso fuera un consuelo.
—¿No duele…? —dice Connor—. Bueno, ¿por qué no vas a preguntar a todos los trozos de Humphrey Dunfee si les dolió o no?
El nombre se adhiere a ellos como una capa de escarcha. Las sacudidas y las vibraciones provocadas por las turbulencias se hacen más fuertes.
—Así que… ¿vosotros también habéis oído esa historia? —dice Diego.
—El que haya historias como esa no demuestra que la desconexión sea mala —dice Papamoscas—. Para mucha gente es una ayuda.
—Hablas como un diezmo —dice Diego.
Connor siente como si lo insultaran a él:
—No digas eso. Yo conozco a un tipo destinado al diezmo. Sus ideas podían ser un poco marcianas, pero no era un imbécil. —El recuerdo de Lev acarrea consigo un acceso de desesperación. Connor no se resiste a ese acceso, sino que deja que le pase por encima como una ola, y que se vaya a continuación. No conoce a un diezmo, sino que conoció a uno. Uno que sin duda a estas alturas habrá encontrado su destino.
—¿Me estás llamando imbécil a mí? —pregunta Papamoscas.
—Me parece que sí.
Hayden se ríe:
—Eh, el que respira por la boca tiene razón… La desconexión ayuda a mucha gente. Si no fuera por los desconectados, volvería a haber calvos… ¿No sería horrible?
Diego se ríe, pero Connor no se muestra nada regocijado.
—Papamoscas, ¿por qué no nos haces un favor a todos, y usas la boca para respirar en vez de hablar hasta que aterricemos, o nos estrellemos, o lo que suceda?
—Tú puedes pensar que soy imbécil, pero tengo un buen motivo para pensar como pienso —dice Papamoscas—. Cuando yo era pequeño, me diagnosticaron fibrosis pulmonar. Mis dos pulmones se estaban cerrando. Iba a morir. Así que me sacaron mis dos pulmones moribundos y me pusieron uno procedente de un desconectado. Si estoy vivo, es solo porque desconectaron a ese chico.
—O sea —dice Connor—, ¿que tu vida es más importante que la de él?
—Él ya estaba desconectado. No es como si lo hubiera hecho yo. Y si ese pulmón no hubiera sido para mí, habría sido para otro.
En su rabia, Connor empieza a elevar la voz, pese a que Papamoscas se encuentra a menos de un metro de distancia de él:
—Si no hubiera desconexiones, habría menos cirujanos y más médicos. Si no hubiera desconexiones, volverían a curar las enfermedades en vez de reemplazar los cachos de una persona con los de otra.
Y de repente, la voz del que respira por la boca suena con una ferocidad que pilla a Connor por sorpresa:
—¡Espera a ser tú el que se está muriendo y a ver qué piensas al respecto!
—¡Yo preferiría morir que recibir un órgano de un desconectado! —responde Connor, también gritando.
El que respira por la boca intenta gritar algo más, pero sufre un ataque de tos que le dura un minuto entero. Es un ataque tan exagerado que se asusta hasta Connor. Da la impresión de que va a echar por la boca su pulmón trasplantado.
—¿Estás bien? —le pregunta Diego.
—Sí —responde Papamoscas, tratando de controlar su tos—. Como dije, mi pulmón tenía asma. Era lo mejor que mi familia podía permitirse.
Para cuando termina el ataque de tos, parece que no queda nada por decir. Salvo esto:
—Si tus padres se tomaron tantas molestias —pregunta Hayden—, ¿por qué ahora querían desconectarte?
Hayden y sus preguntas. Esta deja mudo a Papamoscas durante un rato. Es evidente que se trata de un tema desagradable para él, quizá más desagradable incluso que para la mayor parte de los desconectables.
—Mis padres no firmaron la orden —dice Papamoscas al final—. Mi padre murió cuando yo era pequeño, y mi madre, hace dos meses. Entonces mi tía se hizo cargo de mí. El caso es que mi madre me dejó algo de dinero, pero mi tía tiene tres hijos a los que quiere mandar a la universidad, así que…
No necesita terminar de explicarlo: los demás son capaces de unir los puntos del dibujo.
—Tío, qué guarrada —dice Diego.
—Sí —reconoce Connor, cuya rabia se dirige ahora hacia la tía del muchacho.
—Siempre el maldito dinero —dice Hayden—. Cuando mis padres rompieron, pelearon por el dinero hasta que no quedó nada. Entonces pelearon por mí, así que me fui antes de que tampoco quedara nada de mí.
Vuelve a hacerse el silencio. No hay nada que oír más que el zumbido del motor, y el traqueteo de las cajas. El aire es húmedo y resulta difícil respirar. Connor se pregunta si no habrán calculado mal los guerrilleros el aire del que disponían. «Vamos a morir todos aquí», eso es lo que había dicho Papamoscas. Connor se pega con la cabeza contra la pared de la caja, esperando que de ese modo se le salgan todos los malos pensamientos que pululan por su cerebro. Aquel no es un buen sitio para quedarse a solas con los propios pensamientos. Quizá por eso Hayden se ve empujado a hablar:
—Nadie ha respondido a mi pregunta —dice Hayden—. Parece que nadie se atreve.
—¿Qué pregunta? —dice Connor—. A ti te salen las preguntas como a otros los pedos en la comida de Navidad.
—He preguntado si la desconexión mata a uno, o lo deja vivo de algún modo. Vamos… la gran pregunta.
Papamoscas no dice nada. Es evidente que las toses y la conversación lo han debilitado. Connor tampoco tiene interés en ofrecerse como voluntario para responder.
—Depende —dice Diego—. Depende de dónde quede el alma de uno después de la desconexión.
Normalmente, Connor habría reaccionado a una conversación como aquella yéndose. Su vida son las cosas que se pueden tocar, oír y ver. Dios, el alma y todo eso ha sido siempre como un secreto guardado en una caja negra a la que no podía acceder, así que era más sensato encogerse de hombros y dejarlo estar. Solo que ahora él está dentro de la caja negra.
—¿Qué piensas tú, Connor? —le pregunta Hayden—. ¿Qué crees tú que le sucederá a tu alma si te desconectan?
—¿Quién dice que yo tenga alma?
—Solo por continuar con el planteamiento, digamos que sí que tienes.
—¿Quién dice que yo quiera continuar con el planteamiento?
—¡La leche! ¡Dale una respuesta, tío, o de lo contrario no te dejará en paz!
Connor se retuerce. Y le gustaría salirse de la caja retorciéndose como una serpiente.
—¿Cómo voy a saber lo que le ocurre al alma? Tal vez se rompa como todo lo demás en un montón de trocitos pequeños.
—Pero el alma no se puede romper —objeta Diego—: es indivisible.
—Si es indivisible —dice Hayden—, puede que el espíritu de un desconectado se infle para cubrir todas esas partes nuestras, más o menos como un globo gigante. Muy poético.
Hayden podría encontrar poesía en ello, pero para Connor la idea es aterradora. Intenta imaginarse a sí mismo inflándose hasta convertirse en algo tan amplio que pueda abarcar el mundo. Se imagina su espíritu como una red extendida entre los mil recipientes de sus manos, sus ojos, los fragmentos de su cerebro… Nada de ello sigue estando bajo su control, todo queda absorbido por los cuerpos y voluntades de otros. ¿Puede existir de ese modo la conciencia? Piensa en el camionero que hizo un truco de cartas para él con la mano de un desconectado. El chico que una vez poseyó esa mano, ¿sigue sintiendo la satisfacción de llevar a cabo ese truco? ¿Estaba su espíritu inexplicablemente entero todavía, aunque su carne hubiera sido barajada como aquel mazo de cartas, o estaba triturado más allá de las posibilidades de la conciencia, más allá del cielo, del infierno o de cualquier cosa eterna? Si el alma existe o no, Connor no lo sabe. Pero la conciencia sí que existe, de eso está seguro. Si cada parte de un desconectado sigue con vida, entonces esa conciencia tiene que ir a algún lado, ¿no? Para sus adentros echa pestes de Hayden por hacerle pensar en ello… pero Hayden no ha acabado todavía:
—Aquí tenéis un poco más en que pensar —añade—. Yo conocí a una chica allá en mi ciudad. Había algo en ella que le hacía a uno querer escuchar las cosas que decía. No sé si estaba realmente bien de la cabeza o era una pirada. Creía que si alguien va a ser desconectado, no puede tener alma, no puede tenerla ni siquiera antes. Decía que Dios tenía que saber quién va a ser desconectado, para no darle alma.
Diego gruñe su desaprobación:
—No me gusta cómo suena eso.
—Esa chica lo había elaborado todo en su cabeza —prosiguió Hayden—. Pensaba que los desconectables son como los no nacidos.
—Espera un segundo —dice Papamoscas, rompiendo por fin su silencio—. Los no nacidos tienen alma. Tienen alma desde el mismo momento de la gestación. Lo dice la ley.
Connor no desea discutir otra vez con Papamoscas, pero no puede evitarlo:
—Eso no va a ser cierto solo porque lo diga la ley.
—Ya, bueno, solo porque lo diga la ley no quiere decir que sea falso, tampoco. Es la ley porque mucha gente lo ha pensado, y ha decidido que así tiene que ser.
—Umm —dice Diego—. Papamoscas tiene razón.
Tal vez sí, pero en opinión de Connor, la razón debería ser más sutil.
—¿Cómo se pueden hacer leyes sobre cosas que no sabe nadie?
—Las están haciendo todo el tiempo —responde Hayden—. Así es la ley: conjeturas acerca de lo correcto y lo incorrecto hechas con cierta base.
—Y lo que dice la ley para mí está bien —añade Papamoscas.
—Pero si no fuera por la ley, ¿seguirías creyéndolo? —pregunta Hayden—. Comparte con nosotros tu opinión personal, Papamoscas. Demuéstranos que hay algo más que mocos dentro de ese cráneo tuyo.
—Pierdes el tiempo —dice Connor—, porque no lo hay.
—Vamos, dale un voto de confianza a nuestro congestionado amigo —aboga Hayden.
Esperan. El sonido de los motores cambia. Connor nota que están empezando a descender despacio, y se pregunta si los demás se habrán dado cuenta también. Entonces dice Papamoscas:
—Los niños no nacidos… a veces se chupan el pulgar, ¿no? Y dan patadas. Puede que antes no sean más que un montón de células o algo así, pero cuando dan patadas y se chupan el pulgar… entonces ya tienen alma.
—¡Un punto para ti! —dice Hayden—. ¡Eso ha sido una opinión! ¡Sabía que podrías!
A Connor empieza a darle vueltas la cabeza. ¿Sería por los movimientos del avión o por la falta de oxígeno?
—Connor, lo que es justo es justo: Papamoscas ha encontrado en algún rincón de su cerebro una opinión sobre este oscuro tema. Ahora tienes que dar tú la tuya.
Connor lanza un suspiro, sin fuerzas para seguir negándose. Piensa en el bebé que Risa y él compartieron tan brevemente.
—Si hay tal cosa como el alma (y no estoy diciendo que la haya), entonces tiene que llegar cuando un niño llega al mundo. Antes de eso, solo es una parte de la madre.
—¡No, no lo es! —exclama Papamoscas.
—Bueno, este quería mi opinión, y yo se la he dado.
—¡Pero está equivocada!
—¿Ves, Hayden? ¿Te das cuenta de lo que has conseguido?
—¡Sí! —dice Hayden emocionado—. Parece que estamos a punto de tener nuestra propia Guerra Interna. Es una pena que esté demasiado oscuro para verlo.
—Si queréis mi opinión, creo que los dos estáis equivocados —dice Diego—. Según lo veo yo, no tiene nada que ver con todo eso. Tiene que ver con el amor.
—¡Oh, oh, oh…! ¡Diego se pone romántico! Por favor, hacedme sitio en la otra punta de la caja.
—No, hablo en serio. Una persona no tiene alma hasta que alguien la ama. Si una madre ama a su bebé, si lo quiere, el bebé tiene alma desde el momento en que ella sabe que él está allí. En el momento en que te aman, entonces es cuando adquieres el alma. ¡Y punto!
—¿Sí…? —dice Connor—. ¿Y qué pasa con todos esos niños que son colados por la cigüeña, o esos otros a los que dejan en las Casas Estatales?
—Tienen que esperar a que alguien los quiera algún día.
Connor lanza un resoplido despectivo, pero, pese a todo, no puede descartar enteramente aquella posibilidad. No más de lo que pueda descartar cualquier otra cosa que haya oído aquel día. Piensa en sus padres. ¿Lo quisieron alguna vez? Desde luego, sí lo quisieron cuando era pequeño. Y que dejaran de hacerlo no implica que le hayan robado el alma…, aunque a veces daba esa impresión. Al menos, algo pareció morir cuando sus padres firmaron la orden.
—Diego, eso es realmente dulce —dice Hayden con su voz más burlona—. A lo mejor tenías que dedicarte a escribir tarjetas de felicitación.
—A lo mejor podía aprovechar tu cara para escribirlas.
Hayden se ríe.
—Tú siempre te ríes de las opiniones de los demás —dice Connor—. ¿Por qué no das nunca la tuya?
—¡Eso! —dice Papamoscas.
—Siempre utilizas a la gente para divertirte. Ahora te toca a ti: ¡diviértenos!
—¡Eso! —repite Papamoscas.
—Vamos a ver, dinos —añade Connor—, en el Mundo Según Hayden, ¿cuándo empezamos a vivir?
Un largo silencio, y después, en voz baja, con incomodidad, Hayden dice:
—No lo sé.
Papamoscas se ríe:
—Eso no es una respuesta.
Pero Connor estira la mano y coge a Papamoscas por el brazo, para que se calle, porque Papamoscas no tiene razón. Aunque Connor no pueda verle la cara a Hayden, sí que puede sentir la sinceridad de su voz. No había ninguna intención de evadir la pregunta en las palabras de Hayden. Aquello era absoluta honestidad, libre de la acostumbrada actitud burlona de Hayden. Tal vez fuera la primera cosa sincera que Connor le había oído decir.
—Sí, es una respuesta —dice Connor—. Tal vez sea la mejor respuesta de todas. Si más gente fuera capaz de admitir que realmente no lo saben, quizá no habría habido nunca una Guerra Interna.
Algo sucede debajo de ellos. Papamoscas ahoga un grito:
—El tren de aterrizaje —dice Connor.
—Ah, vale.
Unos minutos después, han llegado a su destino, dondequiera que sea. Connor intenta calcular cuánto tiempo han estado volando. ¿Noventa minutos? ¿Dos horas? No se puede saber en qué dirección han ido, así que podrían haber aterrizado en cualquier parte. O tal vez Papamoscas tenga razón. El avión podría estar pilotado por control remoto, y podrían estar abandonando el avión entero en el océano para deshacerse de las pruebas. ¿Y si aún se tratara de algo peor? ¿Y si…? ¿Y si…?
—¿Y si después de todo nos hubieran traído a una Cosechadora? —pregunta Papamoscas. Connor no lo manda callar esta vez, porque estaba pensando lo mismo.
Es Diego quien le responde:
—Si es así, yo quisiera que por lo menos mis dedos fueran a un escultor. Y que los usara para hacer algo que dure eternamente.
Piensan todos en eso. Hayden es el siguiente en hablar:
—Si me desconectan —dice—, yo quisiera que mis ojos fueran a un fotógrafo. Uno que haga fotos de top models. Eso es lo que me gustaría que vieran mis ojos.
—Pues yo que mis labios fueran para un cantante de rock —dice Connor.
—Yo querría ver mis piernas en las olimpiadas.
—Mis oídos en un director de orquesta.
—Y mi estómago en un crítico gastronómico.
—Mis bíceps en un culturista.
—Pues yo mis fosas nasales no se las deseo a nadie.
Y los cuatro se ríen mientras el avión toca tierra.