EL PRESTAMISTA había heredado la casa de empeños de su hermano tras morir este de un ataque al corazón. Por las ganas hubiera cerrado el negocio, pero lo heredó en un momento en que estaba desempleado, y pensó que podría conservarlo y hacerse cargo de él hasta que pudiera encontrar un trabajo mejor. Eso ocurrió hace veinte años. Ahora sabe que el negocio es una condena a cadena perpetua.
Un chico entra en la tienda una tarde antes del cierre. No es el tipo de cliente habitual. La mayoría de la gente entra en una casa de empeños tras haber tocado fondo, y están dispuestos a entregar cualquier cosa que posean, desde un aparato de televisión a una reliquia familiar, a cambio de un poco de dinero contante y sonante. Algunos entran por problemas de drogas. Otros tienen razones más legítimas. En cualquier caso, el éxito del prestamista se basa en la desgracia de los demás. Es algo que ha dejado de molestarle: ya se ha acostumbrado.
Sin embargo, este chico es distinto. Claro que entran un montón de jóvenes esperando comprar a precio de ganga cosas que no han sido reclamadas. Pero hay algo marcadamente distinto en este muchacho. Parece más pulcro que los que suelen entrar en su tienda. El modo en que se mueve, incluso el modo en que se contiene, es refinado y digno, decidido y delicado al mismo tiempo, como si hubiera sido un príncipe toda la vida y ahora quisiera hacerse pasar por un mendigo. Lleva una chaqueta blanca guateada, que está un poco sucia. Después de todo, puede que realmente sea un mendigo.
La televisión que está colocada sobre el mostrador retransmite un partido de fútbol, pero el prestamista ya no presta atención al juego. Aún tiene los ojos en la tele, pero la mente está pendiente de los meandros que traza el muchacho por la tienda, observando las cosas como si quisiera comprar algo.
Al cabo de unos minutos, el muchacho se acerca al mostrador:
—¿En qué puedo ayudarte? —le pregunta el prestamista, con auténtica curiosidad.
—Esto es una casa de empeños, ¿verdad?
—¿No lo dice en la puerta?
—Eso quiere decir que usted da dinero a cambio de cosas, ¿no?
El prestamista lanza un suspiro. Parece que, después de todo, el chico es igual de ordinario que todos, pero algo más ingenuo que los otros muchachos que aparecen por allí para empeñar su colección de cromos de béisbol o lo que sea. Normalmente quieren dinero para cigarrillos o alcohol, o alguna otra cosa de la que sus padres no deben enterarse. Sin embargo, este chico sigue sin parecer de esos.
—Prestamos dinero, y tomamos objetos de valor como garantía —le dice al chico—. Y no tratamos con menores de edad. Si quieres comprar algo, vale, pero no puedes empeñar nada aquí, así que llévate a otra parte tu colección de cromos.
—¿Quién ha dicho que tenga una colección de cromos?
Entonces el chico mete la mano en el bolsillo y saca una pulsera de oro con diamantes.
Los ojos están a punto de salírsele de las órbitas al prestamista cuando el muchacho le muestra la pulsera, dejándola pender de sus dedos. A continuación, el prestamista se ríe.
—¿Qué has hecho, chaval? ¿Se la has robado a tu mamá?
El muchacho conserva una expresión dura como el diamante:
—¿Cuánto me da por ella?
—¿Qué te parecería una patada en el culo?
Aun así, el muchacho no da señales de temor ni desilusión. Se limita a posar la pulsera en el mostrador de madera desgastada, y a conservar su porte principesco.
—¿Por qué no coges esa cosa y te vas a casa?
—Porque soy un desconectable.
—¿Qué…?
—Me ha entendido perfectamente.
Esto deja helado al prestamista por varios motivos. En primer lugar, los desconectables huidos que aparecen por su tienda no lo admiten nunca. En segundo lugar, parecen siempre desesperados y enojados, y lo que le traen suelen ser insignificantes porquerías. Nunca muestran la calma que muestra aquel chico, y nunca tienen un aspecto tan… angelical.
—¿Tú eres un desconectable?
El muchacho asiente con la cabeza:
—La pulsera es robada, pero no cerca de aquí.
Los desconectables tampoco admiten nunca que las cosas que traen sean robadas. Siempre le ofrecen las más elaboradas historias para explicar quiénes son y por qué tratan de venderle algo. El prestamista suele escuchar esas historias por su mérito narrativo. Si la historia es buena, se limita a echar de la tienda al chico. Si la historia es mala, llama a la policía y hace que los detengan. Este chico, sin embargo, no le ofrece ninguna historia, se presenta tan solo con la verdad. Y el prestamista no acaba de saber cómo tratar con la verdad.
—Entonces —dice el muchacho—, ¿está usted interesado?
El prestamista se encoge de hombros:
—Tengo que velar por mi negocio. Y, como te he dicho, no hago tratos con menores.
—Tal vez pueda hacer una excepción.
El prestamista observa al muchacho, observa la pulsera, y después mira la puerta para asegurarse de que no hay nadie a punto de entrar.
—Soy todo oídos.
—Esto es lo que quiero: quinientos dólares en efectivo. Ahora. Después me voy y como si no nos hubiéramos visto nunca. Podrá quedarse la pulsera.
El prestamista ofrece su muy practicada cara de póquer.
—¿Me estás tomando el pelo? ¿Por esta porquería? Plata con un baño de oro, circonitas en vez de diamantes, pobre orfebrería… Te daré cien pavos, ni un penique más.
El muchacho no aparta la mirada un instante:
—Está mintiendo.
Por supuesto, el prestamista está mintiendo, pero le ofende la acusación:
—¿Qué te parece si te entrego a la brigada juvenil ahora mismo?
El muchacho alarga la mano y recoge la pulsera del mostrador:
—Podría hacerlo —dice—. Pero entonces la pulsera no se la quedará usted, sino la policía.
El prestamista se mesa la barba. Puede que el muchacho no sea tan ingenuo como parece.
—Si fuera una porquería —dice el muchacho—, usted no me habría ofrecido cien. Apuesto a que no me habría ofrecido nada. —Mira la pulsera que mantiene colgada de los dedos—. Realmente no sé cuánto vale una cosa como esta, pero apostaría a que miles de dólares. Lo único que pido son quinientos, lo que quiere decir que, valga lo que valga, va a hacer usted un gran negocio.
Al prestamista le desaparece su cara de póquer. No puede dejar de mirar la pulsera, y ya tiene bastante con no dejar que se le caiga la baba. Sabe lo que vale realmente, o al menos se lo imagina. Sabe dónde conseguir por aquello cinco veces lo que pide el chico. Eso sería una bonita transacción. Suficiente para llevarse a su mujer a ese largo viaje que siempre ha querido hacer.
—Doscientos cincuenta. Es mi última oferta.
—Quinientos. Tiene tres segundos, y después me iré: uno… dos…
—Trato hecho. —El prestamista lanza un suspiro como si se diera por vencido—. Sabes regatear duro, muchacho. —Así es como se hacen estas cosas: se le hace creer al muchacho que ha ganado él, cuando en realidad es él el robado. El prestamista tiende la mano para recoger la pulsera, pero el muchacho la mantiene fuera de su alcance.
—Primero el dinero.
—La caja fuerte está en la trastienda. En un momento regreso.
—Le acompaño.
El prestamista no discute. Es comprensible que el muchacho no confíe en él. Si confiara en la gente, ya estaría desconectado. En la trastienda, el prestamista se coloca delante del muchacho, para que este no pueda ver la combinación de la caja. Abre la puerta, y en el instante en que lo hace siente algo duro y pesado en la cabeza. Se le nubla la mente, y pierde la conciencia antes de caer al suelo.
El prestamista recobra el conocimiento poco después, entre un dolor de cabeza y el leve recuerdo de que algo fue mal. Necesita unos segundos para recordar y comprender qué ocurrió exactamente. ¡Ese pequeño monstruo lo engañó! Le dejó que abriera la caja fuerte, y en el momento en que lo hizo, le dejó sin conocimiento para vaciársela.
Cuando se vuelve hacia la caja para comprobar sus sospechas, la ve, por supuesto, abierta de par en par, pero no completamente vacía. Dentro está la pulsera, cuyo oro y cuyos diamantes parecen aún más brillantes frente al feo acero gris de la caja. ¿Cuánto dinero había allí? Mil quinientos como mucho. Aquella pulsera valdrá al menos tres veces eso. Sigue ganando el prestamista: seguro que el muchacho lo sabía.
El prestamista se frota el chichón de la cabeza, enfurecido contra el muchacho por lo que ha hecho, y aun así admirándolo por la naturaleza extrañamente honorable de su delito. Si cuando era un muchacho él mismo hubiera sido tan inteligente y tan honrado, y hubiera tenido ese aplomo, tal vez habría llegado a ser algo más que un prestamista.