CONTENER SU RABIA en el cuarto de baño es quizá lo más difícil que ha hecho Connor en toda su vida. Incluso ahora, mientras se aleja de Risa, enfadado, siente impulsos de arremeter contra Roland. Pero aquella situación no requiere precisamente una ira ciega, y Connor lo sabe. Pues Risa tiene razón: lo que anda buscando Roland es una pelea brutal, a muerte. Y ha llegado a oídos de Connor que Roland se ha preparado un cuchilloz con un trozo de metal que encontró tirado por algún rincón del almacén. Si Connor se lanza contra él blandiendo los puños como un loco, Roland encontrará el modo de terminar la pelea con un simple golpe mortal, y no le pasará nada, pues podrá alegar defensa propia.
La cuestión no es si Connor puede vencerlo en una pelea, aunque Roland tenga un cuchillo, pues Connor piensa que podría volverlo contra él o bien reducir a su adversario de alguna manera antes de que tenga ocasión de usarlo. La cuestión esencial es esta: ¿quiere Connor enzarzarse en una batalla que probablemente termine con uno de ellos muerto? Connor puede ser un montón de cosas, pero no es un asesino. Por eso se aguanta la rabia y actúa con frialdad.
Este es un nuevo escenario para él. El camorrista que lleva dentro grita como loco, pero otra parte de él, una parte que se va afirmando en su personalidad, disfruta el ejercicio del poder blando. Que es poder, pues ahora Roland se está comportando exactamente tal cual Risa y él quieren que se comporte. Connor ve a Roland ofrecerle su postre a Risa esa noche, a modo de disculpa. Ella no lo acepta, por supuesto, pero el caso es que se lo ha ofrecido. Es como si Roland pensara que puede borrar lo que ha hecho fingiendo arrepentimiento. No porque de verdad lamente lo que ha hecho, sino porque eso sirve a su nueva estrategia, consistente en tratarla bien. Ni se le pasa por la cabeza que Risa y Connor le han puesto al cuello una correa invisible. Sin embargo, Connor sabe que tan solo es cuestión de tiempo que Roland roa completamente esa correa.