CUANDO SONIA vuelve a abrir la trampilla, Risa comprende que algo va a cambiar: ha llegado el momento de abandonar la seguridad del sótano.
Risa es la primera de la fila cuando Sonia los llama para que suban. Habría sido Roland, pero Connor sacó un brazo a modo de torniquete para permitir que Risa subiera la primera.
Con el bebé dormido acurrucado en el brazo derecho, y la mano izquierda en el pasamanos de hierro oxidado, Risa asciende los irregulares escalones de piedra. Se imagina que saldrá a la luz del día, pero no: es de noche. La tienda tiene las luces apagadas, y tan solo están encendidas algunas lamparillas, cuidadosamente colocadas para que los chicos puedan evitar las antigüedades que, como un campo de minas, se encuentran por todas partes.
Sonia los guía hasta la puerta trasera, que da a un callejón. Allí hay un camión esperándolos. Es un pequeño camión de reparto. En el lateral hay una imagen de un cucurucho de helado.
Sonia no les engañó: es el heladero.
El camionero está de pie junto a la puerta trasera del camión, que permanece abierta. Es un tipo desaliñado al que uno se imaginaría antes repartiendo drogas ilegales que niños. Roland, Hayden y Mai se dirigen hacia el camión, pero Sonia echa el alto a Risa y Connor.
—Esperad vosotros dos.
Entonces Risa ve una figura que está de pie en la penumbra. El pelo de la nuca se le eriza por mero instinto defensivo, pero cuando la figura avanza, Risa la reconoce. Es Hannah, la profesora que los salvó en el instituto.
—Cielo, el bebé no puede ir adonde vais vosotros —dice Hannah.
Conscientemente, Risa aprieta la niña contra ella. Ni siquiera sabe por qué lo hace, pues lo único que ha querido desde que se encontró con el bebé ha sido librarse de él.
—No temas —dice Hannah—. Ya lo he hablado con mi marido. Diremos que nos han colado la cigüeña. Estará bien.
Risa mira a Hannah a los ojos. En aquella penumbra no llega a distinguir gran cosa, pero sabe que la mujer quiere decir lo que dice. Connor, sin embargo, se interpone entre las dos:
—¿Quiere al bebé?
—Está dispuesta a quedárselo —dice Risa—. Con eso basta.
—Pero ¿lo quiere?
—¿Lo querías tú?
Eso deja a Connor pensativo. Risa sabe que Connor no lo quería pero estaba dispuesto a quedárselo si la alternativa era una vida miserable con una familia miserable. Igual que Hannah está ahora dispuesta a librarla de un futuro incierto. Al final, Connor dice:
—No es lo: es la. Es una niña.
Y se dirige hacia el camión.
—Le proporcionaremos un buen hogar —dice Hannah. Se aproxima un paso, y Risa le entrega el bebé.
En cuanto el bebé deja de encontrarse en sus brazos, Risa siente una enorme sensación de alivio, pero también de vacío. No se trata de un sentimiento lo suficientemente intenso para provocarle las lágrimas, pero sí lo bastante fuerte para dejarla con una especie de dolor fantasma, el tipo de sensación que debe de sentir alguien a quien le han amputado un miembro. Es decir, antes de que le implanten el nuevo.
—Ten cuidado ahora —dice Sonia, dándole a Risa un incómodo abrazo—. Es un viaje largo, pero sé que puedes.
—¿Un viaje adónde?
Sonia no responde.
—¡Eh! —dice el conductor—, ¡que no tengo toda la noche!
Risa dice adiós a Sonia, se despide de Hannah con un gesto de la cabeza, y sigue a Connor, que espera por ella en la parte de atrás del camión. Cuando Risa se va, el bebé empieza a llorar, pero ella no se vuelve.
Risa se sorprende al ver en el camión a una docena aproximada de chicos nuevos, todos los cuales parecen desconfiados y asustados. Roland sigue siendo el mayor de todos, y afirma su posición obligando a otro chico a dejarle el sitio, pese a que hay un montón de espacios donde sentarse.
El camión es una caja de metal dura y fría. En otro tiempo contó con una cámara refrigeradora para mantener los helados a la temperatura adecuada, pero la cámara ha desaparecido junto con los helados. Aun así, hace un frío que pela, y huele a leche rancia. El conductor cierra las puertas de atrás, con lo que el llanto del bebé deja de oírse, aunque a Risa le parece lo contrario. Lo oye aun después de que la puerta se cierre, aunque seguramente es solo su imaginación.
El camión de helados brinca por el suelo irregular de las calles. Debido al modo en que se balancea el camión, todas las espaldas van golpeando contra la pared.
Risa cierra los ojos. Le enfurece perder a la niña. Le fue confiada en el que seguramente fue el peor momento de su vida, así que ¿por qué tiene que lamentar el deshacerse de ella? Piensa en los días que precedieron a la Guerra Interna, cuando los bebés no deseados podían quedarse en simples embarazos no deseados de los que uno podía desembarazarse fácilmente. Las mujeres que tomaban aquella decisión, ¿se sentirían como se sentía ella ahora? ¿Se sentirían aliviadas y liberadas de una responsabilidad no grata y a menudo injusta… y sin embargo, a pesar de todo, vagamente culpables?
Durante los días vividos en la Casa Estatal, cuando le encargaban el cuidado de niños pequeños, solía reflexionar sobre estas cosas. La parte del edificio destinada a los bebés era enorme y estaba repleta de cunas, todas idénticas, cada una de las cuales contenía un bebé al que nadie había querido. Todos ellos estaban al cuidado de un estado que apenas los podía alimentar, mucho menos educarlos.
«No se pueden cambiar las leyes sin cambiar primero la naturaleza humana», solía decir una de las enfermeras al contemplar la multitud de bebés lloriqueantes. Se llamaba Greta. Cada vez que decía algo así, había siempre otra enfermera que alcanzaba a oírla y que estaba mucho más dispuesta a aceptar el sistema y a contar con él, y que le respondía: «No se puede cambiar la naturaleza humana sin cambiar primero las leyes». La enfermera Greta no respondía. Se limitaba a gruñir e irse.
¿Qué era peor?, se preguntaba a menudo Risa, ¿tener decenas de miles de bebés que nadie quería, o desembarazarse de ellos silenciosamente antes de que nacieran? Risa tenía una respuesta distinta según los días.
La enfermera Greta era lo bastante mayor para recordar los días de antes de la guerra, pero raramente hablaba de ellos. Toda su atención la consagraba a su trabajo, que era enorme, ya que no había más que una enfermera para cada cincuenta bebés.
«En un lugar como este no hay más remedio que practicar el triaje», le había dicho a Risa, refiriéndose a cómo, en una emergencia, una enfermera tenía que elegir qué pacientes recibirían atención médica. «Ama a los que puedas», le había dicho Greta, «y reza por los demás».
Risa se tomó el consejo muy en serio, y eligió un grupo de favoritos para proporcionarles atención extra. A esos les eligió el nombre ella misma, en vez de dejar que un ordenador los nombrara por procedimiento aleatorio. A Risa le gustaba pensar que su nombre se lo había puesto un ser humano y no un ordenador. Al fin y al cabo, no era un nombre nada común.
«Es una abreviación de ‘sonrisa’», le había explicado una vez un niño hispano, que a continuación le explicó lo que quería decir la palabra «sonrisa». Risa no sabía si tendría sangre hispana, aunque le gustaba pensar que sí: iba bien con su nombre.
—¿Qué estás pensando? —pregunta Connor, arrancándola de sus pensamientos y volviéndola a situar en la incómoda realidad en que estaban inmersos.
—Nada que sea asunto tuyo.
Connor no la mira. Tiene la mirada fija en un gran punto oxidado que hay en la pared, y está pensativo:
—¿Llevas bien lo del bebé? —pregunta.
—Por supuesto —responde con intencionado tono de indignación, como si la pregunta la ofendiera.
—Hannah le dará un buen hogar —dice Connor—. Mejor que nosotros, eso seguro, y mejor que esa vaca de ojos redondos a la que le pretendían colar la cigüeña. —Duda por un momento, y luego dice—: Coger a esa niña fue una cagada descomunal, lo sé. Pero ha terminado bien para nosotros, ¿no? Y desde luego, ha terminado mejor para ella.
—No la vuelvas a cagar igual —es cuanto responde Risa.
Roland, sentado hacia la parte de delante, se vuelve hacia el camionero y le pregunta:
—¿Adónde vamos?
—Estás preguntándole a la persona equivocada —responde el camionero—. A mí me dan una dirección y yo voy allí, miro para el otro lado, y me pagan.
—Así es como funciona —dice otro chico que ya estaba en el camión cuando llegó a la tienda de Sonia—. Nos mandan de acá para allá. Un piso franco para unos días, y luego otro, y otro. Pero cada uno está un poco más cerca que el anterior del lugar al que vamos.
—¿Y nos vas a decir dónde es ese sitio? —pregunta Roland.
El chico mira a su alrededor, esperando que algún otro pueda responder por él, pero nadie acude en su ayuda. Así que dice:
—Bueno, lo único que me han dicho es que terminamos en un lugar llamado… «el Cementerio».
Nadie objeta nada, la única respuesta es el traqueteo del camión.
El Cementerio. La sola idea le hace sentir aún más frío a Risa. Aunque se ha acurrucado en el suelo, con las rodillas pegadas al pecho y los brazos en torno a ellas, como una camisa de fuerza, sigue teniendo frío. Connor debe de haber oído cómo le castañetean los dientes, pues le pasa el brazo alrededor.
—Yo también tengo frío —se explica—. Calefacción corporal, ¿vale?
Y aunque Risa siente el impulso de apartarlo, se sorprende a sí misma arrimándose a Connor hasta que empieza a oír los latidos de su corazón.