2. Risa

RISA SE PASEA entre bambalinas, aguardando su turno para tocar el piano.

Sabe que podría tocar la sonata dormida. De hecho, lo hace a menudo: muchas noches se despierta y descubre que sus dedos están recorriendo las sábanas de la cama como si presionaran las teclas. Oye la música en su cabeza, y sigue tocándola unos segundos después de despertar. Pero después la música se pierde en la noche, y no deja nada más que sus dedos toqueteando las mantas.

Tiene que conocer la sonata, y la sonata tiene que acudir a ella tan fácilmente como el aire al respirar.

—Esto no es una competición —le dice siempre el señor Durkin—. En un recital no hay ganadores ni perdedores.

Pero Risa piensa de otro modo.

—¡Risa Expósito! —la llama el director del espectáculo—. Ya te toca.

Risa mueve los hombros, se ajusta el prendedor en su largo cabello de color castaño, y sale a escena. El aplauso de la audiencia es más que nada cortés: parcialmente caluroso, pues tiene amigos allí, así como profesores que quieren que tenga éxito; pero principalmente se trata de ese aplauso obligatorio de una audiencia que quisiera quedarse impresionada.

El señor Durkin está allí. Ha sido su profesor de piano durante cinco años. Es lo más parecido que tiene Risa a un padre. Tiene suerte: no todos los niños de la Casa Estatal de Ohio número 23 tienen un profesor del que puedan decir eso. La mayoría de los niños de las CAES odian a sus profesores, a los cuales ven más bien como carceleros.

Ignorando la rígida formalidad de su vestido, Risa se sienta ante el piano. Es un Steinway de cola tan negro y tan largo como la noche.

Se concentra.

No aparta los ojos del piano, y eso hace que el auditorio se funda en la oscuridad. El auditorio no cuenta. Lo único que cuenta es el piano y los gloriosos sonidos que está a punto de extraer de él.

Por un momento, sus dedos se ciernen sobre las teclas, y entonces empieza con perfecta pasión. Enseguida sus dedos danzan sobre el teclado, haciendo que lo impecable parezca fácil. Hace cantar al instrumento… y entonces el anular izquierdo tropieza en un si bemol, deslizándose torpemente al si natural.

Un fallo.

Sucede tan rápido que podría pasar desapercibido. Pero no para Risa. Ella guarda en la cabeza la nota equivocada y, aunque continúa tocando, esa nota reverbera dentro de ella, haciéndose cada vez más potente en un auténtico crescendo y robándole toda la concentración hasta que vuelve a equivocarse y presiona una segunda nota equivocada, y luego, dos minutos después, un acorde completo.

Los ojos se le llenan de lágrimas, y las lágrimas le dificultan la visión.

«No necesito ver», se dice. «Solo necesito sentir la música». Risa todavía puede salir de ese pozo, ¿no? Sus fallos, que a ella le suenan tan horribles, apenas resultarán apreciables para los demás.

«Relájate», le hubiera dicho el señor Durkin. «Nadie te está juzgando».

Puede que de verdad lo piense. Pero es que él puede permitirse pensarlo. Él no tiene quince años, y nunca ha sido una niña expósita al cuidado del estado.

Cinco errores.

Cada uno de esos errores en sí mismo es pequeño, sutil, pero de todas formas son errores. No pasaría nada si la actuación de los otros chicos hubiera sido regular, pero todos han estado deslumbrantes.

Aun así, el señor Durkin es todo sonrisas cuando saluda a Risa en la recepción:

—¡Has estado maravillosa! —le dice—. Estoy orgulloso de ti.

—¡Ha sido un horror!

—No digas tonterías. Has elegido una de las piezas más difíciles de Chopin. Los mismos profesionales no son capaces de interpretarla sin cometer un par de errores. ¡Tú lo has hecho correctamente!

—Necesito algo más que corrección.

El señor Durkin lanza un suspiro, pero no lo niega.

—Tú vas muy bien. Estoy esperando el día en que vea esas manos tocando en el Carnegie Hall[2].

Su sonrisa es cálida y sincera, como lo son las felicitaciones que recibe de sus compañeras de dormitorio. Esa calidez es suficiente para ayudarla a conciliar el sueño esa noche, y también para darle esperanzas de que tal vez, solo tal vez, lo que sucede es que se exige demasiado y está siendo innecesariamente dura consigo misma. Y se duerme pensando qué pieza podría empezar a preparar a continuación.

Una semana después, la llaman al despacho del director.

Hay allí tres personas. «Un tribunal», piensa Risa. Tres adultos sentados como para impartir justicia, como los tres monos sabios llamados No oigo el mal, No veo el mal y No cuento el mal.

—Por favor, Risa, siéntate —le dice el director.

Ella intenta hacerlo con elegancia, pero las rodillas, que le tiemblan, no se lo permiten. Así que se deja caer torpemente en una silla que resulta demasiado lujosa para un interrogatorio.

Risa no conoce a las otras dos personas que están sentadas al lado del director, pero ambas tienen un aspecto muy oficial. Sus ademanes son relajados, como si aquel asunto fuera algo habitual para ellos.

La mujer que está sentada a la izquierda del director se presenta como la trabajadora social asignada al «caso» de Risa. Hasta aquel momento, Risa no sabía que hubiera ningún «caso» relacionado con ella. Dice su nombre, señora Nosequé. Risa nunca consigue quedarse con los nombres. La trabajadora social pasa las páginas de los quince años de la vida de Risa dándoles tan poca importancia como si hojeara un periódico.

—Veamos… has sido cuidada por el estado desde que naciste. Parece que has tenido un comportamiento ejemplar. Tus calificaciones han sido buenas aunque no excelentes. —Entonces la trabajadora social levanta la mirada y sonríe—: Vi tu actuación la otra noche. Lo hiciste muy bien.

«Muy bien aunque no excelente», piensa Risa.

La señora Nosequé hojea el expediente unos segundos más, pero Risa se percata de que no se está fijando en nada. Sea lo que sea lo que va a pasar allí, Risa comprende que ha sido decidido mucho antes de que ella atravesara la puerta.

—¿Por qué me han llamado…?

La señora Nosequé cierra el expediente y mira al director y al traje caro que lleva el otro hombre que está a su lado. El traje caro asiente con la cabeza, y la trabajadora social se vuelve hacia Risa ofreciéndole una cálida sonrisa.

—Creemos que aquí ya has alcanzado tu potencial —le explica—. Thomas, el director, y el señor Paulson están de acuerdo conmigo.

Risa mira el traje:

—¿El señor Paulson…?

El traje se aclara la garganta y dice, casi a modo de disculpa:

—Soy el asesor legal del colegio.

—¿Un abogado? ¿Qué hace aquí un abogado?

—Es cuestión de procedimiento —le explica el director. Se lleva un dedo al cuello, y tira de él como si la corbata se le acabara de convertir en una soga—. Forma parte del protocolo del colegio contar con un abogado para que esté presente en este tipo de actuaciones.

—¿Y qué tipo de actuación es esta?

Los tres se intercambian miradas, como si ninguno de ellos quisiera liderar la reunión. Finalmente, habla la señora Nosequé:

—Suponemos que sabes que hoy día en las Casas Estatales el espacio es un problema, y con los recortes del presupuesto, todas las CAES se resienten, incluida la nuestra.

Risa no aparta la mirada de ella:

—Los niños al cuidado del estado tenemos garantizado un lugar en las Casas Estatales.

—Gran verdad… Pero la garantía solo llega hasta los trece años.

Entonces, de improviso, todo el mundo tiene algo que decir:

—El dinero no da para más —dice el director.

—El nivel de la enseñanza podría sufrir una merma —añade el abogado.

—Solo queremos lo mejor para ti y para los demás chicos que están aquí —explica la trabajadora social.

Y siguen así, como si se tratara de un partido de pimpón a tres bandas. Risa no dice nada, solo escucha:

—Tú eres una buena pianista, pero…

—Como dije, has alcanzado tu potencial.

—Has llegado todo lo lejos que puedes llegar.

—Tal vez si hubieras elegido una carrera menos competitiva…

—Bueno, eso ya es agua pasada.

—Tenemos las manos atadas.

—Todos los días nacen niños no deseados… y no a todos los cuela la cigüeña.

—Y los que la cigüeña no cuela, estamos obligados a acogerlos nosotros.

—Tenemos que hacer sitio para cada nuevo que nos llega.

—Lo cual nos obliga a un recorte del cinco por ciento en nuestra población adolescente.

—Lo comprendes, ¿verdad?

Risa no puede seguir escuchando, así que les grita diciendo lo que ellos no tienen el valor de decir por sí mismos:

—¿¡Me van a desconectar…!?

Silencio. Eso es una respuesta más clara que un sí.

La trabajadora social va a cogerle la mano a Risa, pero esta la retira antes de que pueda hacerlo.

—No hay nada de malo en aterrorizarse. El cambio siempre da miedo.

—¿El cambio…? —grita Risa—. ¿A qué llama «cambio»? Morir es algo más que un simple «cambio».

La corbata del director vuelve a convertirse en una soga, impidiendo que la sangre le suba a la cara. El abogado abre su maletín.

—Por favor, señorita Expósito: la desconexión no es la muerte, y estoy seguro de que todos los presentes nos sentiríamos mejor si usted no sugiriera algo tan patético como eso. La realidad es que el ciento por ciento de usted seguirá con vida, solo que en estado diviso. —Entonces mete la mano en su maletín y saca de él un colorido folleto que le entrega a Risa—: Este es un folleto de la Cosechadora de Twin Lakes.

—Es un sitio formidable —dice el director—. Son las instalaciones en que desconectan a todos los nuestros. Mi propio sobrino fue desconectado ahí.

—Maravilloso.

—Es un cambio —repitió la trabajadora social—, nada más. Es como el hielo que se convierte en agua, o el agua que se convierte en nubes. Tú seguirás viva, Risa, solo que en una forma diferente.

Pero Risa ha dejado de escuchar. Ha empezado a acometerla el pánico:

—No necesito ser pianista. Puedo hacer otra cosa.

Thomas, el director, niega tristemente con la cabeza:

—Me temo que ya es demasiado tarde para eso.

—No, no lo es. Yo podría triunfar, podría llegar a mastodonte. ¡El ejército siempre necesita mastodontes!

Exasperado, el abogado lanza un suspiro y consulta el reloj. La trabajadora social se inclina hacia delante:

—Risa, por favor… —le dice—. Una chica necesita una cierta constitución física para ser mastodonte del ejército, y muchos años de entrenamiento físico.

—¿No tengo elección posible? —pregunta.

Pero al mirar tras ella, ve con claridad la respuesta: hay dos guardias que aguardan allí, para asegurarse de que no tenga ninguna elección en absoluto. Y cuando se la llevan, Risa piensa en el señor Durkin. Con una risotada amarga, Risa comprende que, después de todo, puede que él vea realizado su deseo: puede que algún día sus manos toquen el piano en el Carnegie Hall. Por desgracia, el resto de Risa no se encontrará allí.

No se le permite volver a su dormitorio. No puede llevarse nada con ella, porque no va a necesitar nada. Así son las cosas con los desconectables. Tan solo algunas amigas se cuelan hasta la salida de la Casa Estatal para darle un abrazo furtivo y derramar unas lágrimas con ella, sin dejar de mirar por encima del hombro por temor a que las descubran.

El señor Durkin no se presenta. Eso es lo que más le duele a Risa.

Duerme en una habitación de invitados del centro de acogida de la casa, y luego, al alba, la montan en un autobús que está lleno de niños a los que van a llevar desde el enorme complejo del CAES a otros lugares. Le suenan algunas caras, pero no conoce realmente a ninguno de sus compañeros de viaje.

Desde el otro lado del pasillo, le sonríe un chico guapo que, por su aspecto, debe de ser un mastodonte del ejército.

—¡Hola! —le dice, flirteando de ese modo en que solo lo hacen los mastodontes.

—Hola —responde Risa.

—Voy a la academia naval del estado —le explica—. ¿Y tú?

—¿Yo…? —Risa trata de pensar rápidamente en algo que suene bien—: Yo voy a la academia para superdotados de la señorita Marple.

—Es una trola —revela un niño pálido y escuálido que está sentado al otro lado de Risa—: va a que la desconecten, es una desconectable.

De repente, el mastodonte se aparta, como si eso fuera contagioso.

—¡Ah! —dice—. Bueno… eh… lo siento. ¡Hasta luego!

Y se dirige a la parte de atrás, para sentarse con otros mastodontes.

—Gracias —le suelta Risa al escuálido.

El niño se encoge de hombros.

—De todos modos no importa.

Entonces él le tiende la mano:

—Me llamo Samson —le dice—. Yo también soy un desconectable.

Risa casi se ríe. Samson: Sansón. Un nombre demasiado fuerte para un niño tan enclenque. No le estrecha la mano, pues sigue enfurruñada con él, por haberla dejado en evidencia ante el guapo mastodonte.

—¿Y qué has hecho para que te desconecten?

—No se trata de lo que he hecho, sino de lo que no he hecho.

—¿Y qué es lo que no has hecho?

—Nada —responde Samson.

Para Risa, aquello tiene sentido. No hacer nada es un buen camino a la desconexión.

—De todas formas, yo no iba a llegar muy lejos —dice Samson—, pero ahora, según las estadísticas, hay más probabilidades de que alguna parte de mí, en algún sitio del mundo, se convierta en algo excelente. Y prefiero ser parcialmente excelente que enteramente inútil.

El hecho de que aquella lógica retorcida casi tenga sentido solo logra enfurruñarla más:

—Espero que disfrutes de la Cosechadora, Samson.

Y se levanta en busca de otro asiento.

—¡Por favor, sentaos! —grita la acompañante desde la parte de delante del autobús, aunque nadie le hace caso.

El autobús está lleno de niños que se pasan de un asiento a otro, en busca de alguien con quien hacer buenas migas o bien tratando de escapar de algún otro. Risa encuentra un asiento de ventanilla, sin nadie al lado.

El trayecto en autobús no es más que la primera etapa del viaje. Le han explicado (a ella y a todos los niños del autobús, nada más montar) que irán primero a una importante estación, donde los niños procedentes de decenas de Casas Estatales serán separados y asignado cada uno al autobús que le corresponda, el cual lo llevará a su destino. Así que el siguiente autobús de Risa estará lleno de desconectables como Samson. Maravilloso.

Ya ha pensado en la posibilidad de colarse en otro autobús, pero los códigos de barras que les han puesto en la cintura no dan opción a tales confusiones. Está todo perfectamente organizado, en un sistema infalible. Sin embargo, Risa se entretiene imaginando distintas posibilidades de huir.

Entonces presencia un tremendo alboroto a través de la ventanilla. Tiene lugar en la carretera, solo que por delante de ellos. Unos coches de la policía están en el otro lado de la autovía, y cuando el autobús cambia de carril, ve dos figuras en la carretera: dos niños que corren por entre el tráfico. Uno de los niños agarra al otro por el cuello y lo lleva casi a rastras. Y los dos pasan por delante del autobús.

La cabeza de Risa pega contra el cristal cuando el autobús gira a la derecha para evitar a los dos niños. De pronto todo son gritos y chillidos, y cuando el autobús chirría, frenando de repente, Risa sale propulsada hacia delante, por el pasillo. Se lastima la cadera, pero no es nada grave, no tendrá más que un moratón. Se levanta, evaluando la situación rápidamente. El autobús está inclinado hacia un lado. Se ha salido de la carretera y caído a la cuneta. El parabrisas se ha roto y está lleno de sangre: de mucha sangre.

A su alrededor, cada uno de los ocupantes del autobús comprueba su estado. Como ella, nadie parece malherido, aunque algunos arman más escándalo que otros. La acompañante trata de calmar a una niña que se ha puesto a gritar como loca. Y en medio de ese caos, Risa comprende algo:

Que aquello no es parte del plan del sistema.

El sistema podría tener un millón de recursos para bregar contra los niños al cuidado del estado que intentaran sabotearlo, pero no tendrá nada previsto en un caso de accidente como aquel. Y eso quiere decir que, durante los siguientes segundos, estarán abiertas muchas posibilidades.

Risa mira hacia la parte de delante del autobús, contiene el aliento, y corre hacia la puerta.