LA TIENDA DE ANTIGÜEDADES está en una parte más vieja de la ciudad. Los árboles trazan un arco sobre la calle, con sus ramas cortadas en un ángulo antinatural para permitir el paso de los camiones. La calle está alfombrada de hojas amarillas y marrones, pero algunas hojas obcecadas siguen encaramadas a la ramas para formar un umbrío dosel.
El bebé se muestra inconsolable, y Connor quiere quejarse a Risa al respecto, pero sabe que no puede. Si no hubiera sido por él, el bebé ni siquiera estaría con ellos.
Ya no hay tanta gente en la calle, pero aún hay. La mayoría son chicos del instituto que andan por allí, seguramente extendiendo más rumores sobre aplaudidores que tratan de volarse por los aires.
—Son anarquistas.
—A mí me han dicho que son de no sé qué religión extraña.
—Yo he oído que lo hacen por gusto.
La amenaza de los aplaudidores es tan efectiva porque nadie sabe qué pretenden realmente.
—Eso estuvo muy bien pensado —le dice Connor a Risa mientras se acercan a la tienda de antigüedades—. Me refiero a hacer como que éramos aplaudidores. A mí no se me habría ocurrido nunca.
—Bueno, tú tampoco lo hiciste mal el otro día al darle a aquel poli de la brigada juvenil con su propia pistola aletargante.
Connor sonríe:
—Yo actué por instinto, tú actúas con la cabeza. Me parece que podemos formar un buen equipo.
—Sí, y sin Lev podremos funcionar un poco mejor.
Al oír el nombre de Lev, a Connor le hierve la sangre. Se frota el brazo dolorido en el que Lev le mordió. Pero lo que Lev acaba de hacer le duele mucho más:
—Olvídalo. Ese tipo es historia. Nos escapamos, así que da igual que nos delate o no. Ahora espero que lo desconecten, tal como quiere, y que no tengamos que volver a verlo nunca más.
Sin embargo, el recordarlo le produce a Connor una punzada de remordimiento. Había arriesgado su vida por Lev. Había intentado salvarlo, pero había fracasado. Tal vez si a él se le dieran mejor las palabras, habría logrado decir algo que lo hubiera convencido para siempre. Pero ¿a quién quiere engañar? Lev fue un diezmo desde el mismo momento en que nació. Y uno no arregla en dos días los efectos del lavado de cerebro de trece años.
La tienda de antigüedades es vieja. La pintura blanca se desprende de la puerta de la calle. Connor abre la puerta empujando, y suena la campana que cuelga de arriba: alarma de baja tecnología contra intrusos. Hay un cliente: un hombre de cara amargada vestido con un abrigo de tweed, que los mira levantando los ojos, desinteresado y tal vez disgustado por la presencia del bebé, pues para alejarse se interna en los recovecos de la abarrotada tienda.
La tienda puede que tenga alguna cosa de cada episodio de la historia americana. Una exhibición de iPods y otros pequeños artilugios del tiempo de su abuelo cubren la superficie de una vieja mesa de bordes cromados. En una antigua televisión de plasma aparecen las imágenes de una película clásica que muestra una visión absurda de un futuro que nunca llegó a ser, con coches voladores y científicos de pelo blanco.
—¿En qué puedo serviros?
Una anciana tan encorvada como un signo de interrogación surge de detrás de la caja registradora. Camina con bastón, a pesar de lo cual parece hacerlo con mucha seguridad.
Risa mueve al bebé para hacer que llore más bajo:
—Estamos buscando a Sonia.
—Pues la habéis encontrado. ¿Qué es lo que queréis?
—Eh… nosotros… necesitamos ayuda —dice Risa.
—Sí —prosigue Connor—. Alguien nos dijo que viniéramos aquí.
La anciana los mira con recelo:
—¿Tiene algo que ver con lo que ha pasado en el instituto? ¿Sois aplaudidores?
—¿Tenemos pinta de aplaudidores? —pregunta Connor.
La mujer lo mira entornando los ojos:
—Nadie tiene pinta de aplaudidor.
Connor entorna los ojos igual que hace ella, y después se acerca a la pared. Entonces levanta la mano y pega en la pared con toda su fuerza. Es suficiente para magullarse los nudillos. De la pared se cae un pequeño cuadro en el que aparece un frutero. Connor lo agarra antes de que pegue en el suelo, y lo posa sobre el mostrador.
—¿Lo ve? —le dice—. Mi sangre no es explosiva. Si fuera un aplaudidor, la tienda habría saltado por los aires.
La anciana lo mira, y a Connor le resulta difícil aguantar aquella mirada, pues hay una especie de fuego en aquellos ojos cansados. A pesar de lo cual, Connor no aparta la mirada:
—¿Veis lo agachada que estoy? —les pregunta—. Me he quedado así de tanto arriesgarme por gente como vosotros.
Connor sigue sin apartar la mirada:
—Entonces supongo que hemos venido al lugar equivocado. —Mirando a Risa, le dice—: Vámonos de aquí.
Se vuelve para irse, y la anciana blande el bastón brusca y dolorosamente en sus espinillas:
—No tan rápido. Da la casualidad de que Hannah acaba de llamarme, así que yo ya sabía que ibais a venir.
Risa, que sigue arrullando al bebé, exhala un suspiro de descontento.
—Nos lo podía haber dicho cuando entramos.
—¿Y dónde estaría la gracia?
En aquellos momentos, el cliente de la cara amargada ha vuelto a acercarse, cogiendo en las manos un objeto tras otro. Su rostro muestra un instantáneo disgusto por todo cuanto ve en la tienda.
—Tengo algunas cosas infantiles muy bonitas en el cuarto de atrás —les dice en voz lo bastante alta para que lo oiga el cliente—. ¿Por qué no vais y me esperáis allí? —A continuación les susurra—: ¡Y, por lo que más quieras, dale de mamar a ese niño!
El cuarto de atrás se encuentra al otro lado de una puerta cubierta por lo que parece una vieja cortina de ducha. Si la tienda estaba atestada de cosas, la trastienda es un auténtico desastre. Por todos lados se amontonan objetos tales como marcos de cuadros rotos y jaulas de pájaro oxidadas, todo aquello que no era lo bastante bueno para ser exhibido en la parte de delante: la basura de la basura.
—¿Y tú crees que esta vieja nos va a ayudar? —pregunta Connor—. ¡Da la impresión de que no puede ayudarse ni a sí misma!
—Hannah dijo que lo haría, y yo la creo.
—¿Cómo puedes haber crecido en una Casa Estatal y seguir confiando en la gente?
Risa le dirige una mirada asesina y le dice:
—Tenme esto.
Y pone al bebé en los brazos de Connor. Es la primera vez que se lo deja coger. El bebé resulta mucho más ligero de lo que Connor esperaba. Algo tan exigente y que hace tanto ruido debería pesar más. Ahora el llanto del bebé se ha vuelto más débil. Se ve que está agotado.
Ya no hay nada que los mantenga atados a aquel bebé. Podrían colarle la cigüeña a cualquiera a primera hora de la mañana… Y sin embargo, la sola idea le resulta desagradable. No le deben nada a aquel bebé, que no es suyo por biología, sino solo por estupidez. Él no quiere tenerlo, pero tampoco soporta la idea de que se lo quede otra persona que lo quiera aún menos que él. Su frustración empieza a fermentar en rabia. Es el mismo tipo de rabia que siempre lo metió en problemas cuando vivía en su casa. Esa rabia le nublaba el juicio, le empujaba a atacar, a meterse en peleas, a insultar a profesores o a pasar como un loco sobre el monopatín en cruces atascados de coches. «¿Por qué tienes que montar en cólera de ese modo?», le había preguntado una vez su padre, exasperado, y Connor le había respondido: «Tal vez alguien tendría que desconectarme». En aquel momento, la idea no había pasado de ser algo divertido.
Risa abre la nevera, que está tan abarrotada como el resto de la trastienda. Saca un envase de leche, a continuación encuentra un cuenco y vierte leche en él.
—No es ningún gatito —dice Connor—. No va a empezar a lamer la leche hasta acabarla.
—Sé lo que hago.
Connor la ve hurgar por los cajones hasta que encuentra una cucharilla limpia. Entonces vuelve a cogerle el bebé. Se sienta, acuna al bebé con un poco más de destreza que Connor y, a continuación, mete la cucharilla en la leche y vierte el contenido en la boquita del bebé. Este empieza a atragantarse con la leche, tose y hace gorgoritos hasta que Risa le mete el índice en la boquita. El bebé le chupa el dedo y cierra los ojos, satisfecho. Al cabo de un rato, Risa dobla el dedo lo suficiente para dejar una rendijita por la que verter otra cucharadita de leche, y deja que el bebé le vuelva a chupar el dedo.
—¡Vaya, es impresionante! —comenta Connor.
—A veces tenía que hacerme cargo de algún bebé en la Casa Estatal, y aprendí algunos trucos. Solo espero que no tenga intolerancia a la lactosa.
Con el bebé calmado, la tensión de todo el día se convierte en cansancio. A Connor empiezan a pesarle los párpados, pero no se consiente dormir. Aún no están a salvo. Tal vez no lo estén nunca, y ya no pueda volver a bajar la guardia. Pero su mente empieza a vagar. Se pregunta si sus padres seguirán buscándolo, o si ya solo lo hará la policía. Se acuerda de Ariana. ¿Qué habría pasado si ella hubiera ido con él, tal como le prometió? Que los habrían cogido aquella primera noche, eso es lo que habría pasado. Ariana no era tan espabilada como Risa, era una chica sin recursos.
Acordarse de Ariana le trae una ráfaga de tristeza y añoranza, pero no tan fuerte como Connor temía que pudiera llegar a sentir. ¿Cuánto tardará Ariana en olvidarlo? Y ¿cuánto tardará en olvidarlo todo el mundo? No mucho. Así es como funcionan las cosas con los desconectados. Connor había conocido en el instituto a otros chicos que habían desaparecido durante los dos últimos años. Un día, sencillamente, no habían vuelto a presentarse. Los profesores solían explicar que se habían ido, o que se habían dado de baja. Aquello no eran más que palabras en clave: todo el mundo entendía lo que significaban. Los más cercanos al desaparecido explicaban lo terrible que les parecía, y se lamentaban un par de días, pero poco a poco la ausencia se iba convirtiendo en cosa pasada. Los desconectados no se apagaban de un disparo, ni siquiera se apagaban con un grito: se apagaban con el silencio de la llama de una vela pellizcada con los dedos.
Finalmente, el cliente se va, y Sonia va a verlos a la trastienda.
—O sea que sois desconectables y queréis que os ayude, ¿no es eso?
—Un poco de comida tal vez… —dice Connor—. Y un sitio para descansar durante unas horas. Después nos pondremos de nuevo en camino.
—No queremos ser un problema —añade Risa.
La anciana se ríe al oír aquello.
—Pues eso es lo que sois ahora: un «PROBLEMA» en mayúsculas —dice, y entonces posa el bastón y suaviza un poco sus modales—: No es culpa vuestra, ya lo sé. Vosotros no pedisteis que os trajeran al mundo, y tampoco habéis pedido que os desconecten. —Pasa la mirada de uno al otro, y entonces le dice a Risa con todo el descaro imaginable—: Si realmente quieres seguir viva, cielo, haz que te vuelva a dejar embarazada. No desconectan a las mujeres encintas, así que eso te asegurará nueve meses de tranquilidad.
Risa se queda muda, con la boca abierta. Connor se pone colorado:
—Ella… ella no ha estado embarazada. No es hijo suyo… ni mío.
Sonia piensa en ello y observa al bebé con más detenimiento.
—No es vuestro, ¿eh…? ¡Bueno, eso explica por qué no le das el pecho!
Echa una brusca risotada que sobresalta a Connor y al bebé. Risa no se sobresalta, solo se molesta un poco. Recupera la atención del bebé con otra cucharadita de leche y el dedo índice:
—¿Nos va a ayudar, o no?
Sonia levanta el bastón y golpea con él el brazo de Connor. Después lo utiliza para señalar un enorme baúl lleno de pegatinas de viaje:
—¿Serás lo bastante mastodonte para traer eso hacia acá?
Connor se levanta, preguntándose qué puede haber de utilidad para ellos en el baúl. Lo agarra y lo empuja, a duras penas, por encima de la descolorida alfombra persa.
—No, no tienes mucho de mastodonte, me parece…
—Yo no he dicho que lo tuviera.
Desplaza el baúl centímetro a centímetro hasta colocarlo justo delante de ella. En vez de abrirlo, ella se sienta encima de él y empieza a masajearse los tobillos.
—¿Qué hay dentro? —pregunta Connor.
—Correspondencia —responde ella—. Pero lo que nos importa ahora no es lo que hay dentro, sino lo que hay debajo.
Entonces aparta con el bastón el trozo de alfombra que estaba debajo del baúl, para mostrar una trampilla con anilla de bronce.
—Vamos —dice Sonia, volviendo a señalar con el bastón. Connor lanza un suspiro y agarra la anilla para abrir la trampa. Aparecen a la vista unos empinados peldaños de piedra que descienden en la oscuridad. Risa posa el cuenco y, sosteniendo al bebé sobre el hombro, se aproxima a la trampilla y se arrodilla al lado de Connor.
—Este edificio es antiguo —les explica Sonia—. Allá por los comienzos del siglo XX, durante la primera ley seca, escondían ahí la caña casera.
—¿Caña…? —pregunta Connor.
—¡Aguardiente! Por Dios, esta generación de hoy en día es toda igual: ¡IGNORANTES con mayúscula!
Los peldaños son empinados e irregulares. Al principio Connor piensa que Sonia les mandará bajar solos, pero ella insiste en pasar delante. Se toma su tiempo, pero sus pies parecen más firmes en la escalera que sobre el suelo llano. Connor intenta agarrarla del brazo para ayudarla, pero ella se desprende y le dirige una mirada desagradable:
—Cuando quiera que me ayudes, ya te lo diré. ¿Es que te parezco endeble?
—Sí, la verdad.
—Pues las apariencias engañan —dice ella—. Fíjate que, según te vi aparecer, me pareciste medianamente inteligente.
—Es usted muy graciosa.
Al llegar abajo, Sonia tienta el muro y enciende un interruptor de la luz.
Risa se queda con la boca abierta, y Connor le sigue la mirada hasta que los ve:
Son tres personas: una chica y dos chicos.
—Vuestra pequeña familia acaba de crecer —les dice Sonia. Los muchachos no se mueven. Parecen de la misma edad, poco más o menos, que Risa y Connor. Compañeros desconectables, sin duda. Parecen cansados y asustados. Connor se pregunta si su propio aspecto será igual de malo.
—Por Dios bendito, dejad de mirar así —les dice—. Parecéis una colonia de ratas.
Sonia camina arrastrando los pies por el suelo polvoriento del sótano, señalándoles cosas a Risa y Connor:
—En estos estantes hay comida enlatada, y un abrelatas que tiene que estar por algún lado. Comed todo lo que queráis, pero no dejéis nada por ahí tirado o veréis ratas de verdad. El baño está ahí atrás. Mantenedlo limpio. Saldré ahora a buscar un biberón y leche para lactantes. —Mira a Connor—. Ah, y por algún lado tienes que ver un botiquín de primeros auxilios para el mordisco que llevas en el brazo, sea de lo que sea.
Connor reprime una sonrisa: parece que a Sonia no se le escapa nada.
—¿Cuánto falta? —pregunta la mayor de las tres ratas de sótano, que es un chico musculoso que mira a Connor con profunda desconfianza, como si temiera que Connor pudiera disputarle su puesto de macho dominante o algo así.
—¿A ti qué más te da? —le contesta Sonia—. ¿Es que tienes una cita apremiante?
El chaval no responde. Se limita a mirar a Sonia y cruzar los brazos, exhibiendo en uno de sus antebrazos el tatuaje de un tiburón.
«¡Uy!», piensa Connor, esbozando una sonrisita. «Trata de intimidarme. Ahora sí que me muero de miedo».
Sonia exhala un suspiro:
—Cuatro días más, y me libraré de ti para siempre.
—¿Qué ocurrirá dentro de cuatro días? —pregunta Risa.
—Pues que vendrá el de los helados. —Y diciendo esto, Sonia asciende los peldaños más rápido de lo que Connor se hubiera imaginado que podría. La trampilla da un portazo al cerrarse.
—Vaya, nuestra Mata-Hari no nos quiere decir lo que va a pasar después —comenta el segundo chico, un muchacho rubio y larguirucho con una tenue sonrisa que parece fijada en su rostro de modo permanente. Lleva en los dientes un aparato que no parece necesitar. Aunque sus ojos delatan noches de insomnio, tiene el pelo perfectamente peinado. Connor tiene la impresión de que aquel muchacho, pese a los andrajos que lleva puestos, viene de familia adinerada.
—Que iremos a una Cosechadora y nos cortarán en pedacitos, eso es lo que va a pasar a continuación —dice la muchacha, que tiene rasgos asiáticos, y parece casi tan fuerte como el chico del tatuaje. Lleva el pelo teñido de rosa vivo, y un collar de cuero con pinchos.
El chico del tiburón la mira con dureza:
—¿Cerrarás de una vez la boca para que no sigan saliendo por ella tontadas apocalípticas?
Connor observa que el muchacho tiene cuatro rasguños paralelos en un lado de la cara, hechos con cuatro uñas. La chica tiene un ojo amoratado.
—No tiene nada que ver con el apocalipsis. No es más que nuestro apocalipsis.
—Serás guapa cuando te hagas nihilista —comenta el de la sonrisa.
—¡Cállate!
—Eso me lo dices porque no sabes qué quiere decir nihilista.
Risa mira a Connor, y Connor comprende lo que está pensando, algo así como: «¿Tendremos que aguantar cuatro días con esta pandilla?». Aun así, ella es la primera en tenderles la mano y presentarse. A regañadientes, Connor hace lo mismo.
Resulta que cada uno de aquellos muchachos, como les ocurre a todos los desconectables, tiene tras él una historia merecedora de un diez en la escala Kleenex:
El de la eterna sonrisa es Hayden. Tal como se había imaginado Connor, proviene de una familia tremendamente rica. Cuando sus padres se divorciaron, entablaron por su custodia una batalla brutal. Dos años y seis juicios después, la cosa seguía sin resolverse, y al final lo único en lo que su padre y su madre consiguieron ponerse de acuerdo fue en que cada uno de ellos prefería verlo desconectado que permitirle al otro progenitor hacerse con la custodia.
—Si se pudiera almacenar la energía del resentimiento de mis padres —les dice Hayden—, daría para el consumo de una ciudad pequeña durante varios años.
La chica se llama Mai. Sus padres querían a toda costa tener un hijo varón. Al final lo consiguieron, pero no antes de acumular cuatro chicas en el intento. Mai fue la cuarta.
—No es nada nuevo —les dice Mai—. Allá en China, en los días en que solo se permitía tener un niño por familia, la gente mataba a las niñas a diestro y siniestro.
El mayor es Roland. Tenía sueños de convertirse en mastodonte del ejército, pero por lo visto tenía demasiada testosterona, o esteroides, o una combinación de todo ello, lo que le hacía demasiado aterrador incluso para el ejército. Como Connor, Roland empezó a meterse en peleas en el instituto, aunque Connor se imaginaba que las peleas de Roland serían mucho peores que las suyas. Sin embargo, no fue eso lo que le perdió. Roland propinó una paliza a su padrastro por haber pegado a su madre. Pero la madre se puso de parte del padrastro, y este se libró y no recibió más que una reconvención por parte de la justicia. Sin embargo, a Roland lo mandaron a desconectar.
—No hay derecho a eso —dice Risa.
—¿Sí que lo hay a lo que te pasó a ti? —le pregunta Connor.
Roland clava sus ojos en Connor. Es duro como una piedra.
—Tú continúa hablándole en ese tono a tu chica, y puede que encuentre un novio nuevo.
Connor le sonríe con mofa, mirando el tatuaje de la muñeca:
—Me gusta tu delfín.
A Roland no le hace mucha gracia:
—Es un tiburón tigre, capullo.
Connor toma la decisión de no darle nunca la espalda a Roland.
Los tiburones, según leyó una vez Connor, sufren una forma mortal de claustrofobia. No se trata tanto de un miedo a los espacios cerrados como de una incapacidad para vivir en ellos. Nadie sabe por qué es así. Hay quien dice que es el metal de los acuarios lo que destruye su equilibrio. Sea por lo que sea, lo cierto es que los grandes tiburones no duran mucho en cautividad.
Tras pasar un día en el sótano de Sonia, Connor comprende cómo se sienten. Risa dispone de la niña para mantenerse ocupada. El bebé requiere muchísima atención, y aunque ella se queja de esa responsabilidad, Connor sabe que en realidad agradece tener algo que la ayude a pasar las horas. También el sótano tiene un cuarto de atrás, y Roland insiste en que se reserve para Risa y su pequeña. Pretende que lo hace por consideración, pero es evidente que en realidad es porque no soporta los llantos.
Mai lee. En el rincón hay una colección entera de viejos libros polvorientos, y Mai siempre tiene uno en la mano. Roland, habiendo ofrecido el cuarto de atrás a Risa, se parapeta tras una estantería y establece allí su propia residencia privada. Ocupa el espacio como si conociera la experiencia de vivir en una celda. Cuando no está sentado en su pequeño espacio personal, se ocupa reorganizando en raciones la comida del sótano.
—Yo me encargo de la comida —anuncia—. Ahora que somos cinco, volveré a dividir las raciones y decidiré quién come qué y cuándo se lo come.
—Yo puedo decidir por mí mismo qué es lo que quiero y cuándo lo quiero —objeta Connor.
—No es así como funcionan las cosas —dice Roland—. Yo controlaba la intendencia antes de que llegarais vosotros, y seguiré controlándola.
Entonces le entrega a Connor una lata de carne de cerdo. Connor la mira con disgusto.
—Si quieres algo mejor —dice Roland—, tendrás que seguir el programa.
Connor trata de calibrar la prudencia de entablar una pelea a propósito de aquello, pero la prudencia cuenta poco cuando a Connor le tocan las narices. Es Hayden quien pone calma en la situación antes de que llegue la sangre al río. Hayden le coge la lata a Connor y abre la parte de arriba.
—El que se duerme, pierde —dice, y empieza a comerse la carne de cerdo con los dedos como si tal cosa—. No había probado estas latas hasta que llegué aquí, pero ahora me encantan. —Entonces sonríe—: ¡Dios me asista, parezco uno de esos que fijan la caravana en un sitio y viven en ella como ermitaños!
Roland mira a Connor y Connor lo mira a él. Entonces le dice a Roland algo que suele decir en momentos como aquel:
—Bonitos calcetines.
Aunque Roland no baja la vista de inmediato, el comentario lo desconcierta lo suficiente para perder terreno. No comprueba si sus calcetines son del mismo color hasta que cree que Connor ya no mira. Y cuando lo hace, Connor esboza una sonrisa burlona. Vale más una victoria insignificante que una derrota.
Hayden es un pequeño misterio. Connor no está seguro de si realmente le divierte todo lo que pasa a su alrededor, o si es una pose, una manera de defenderse contra una situación demasiado dolorosa para permitirse la sensibilidad. A Connor le suelen disgustar los ricos, esos chicos afectados como Hayden, pero hay algo en él que resulta inevitablemente agradable.
Connor se sienta al lado de Hayden, que echa una mirada para cerciorarse de que Roland se ha escondido tras su estantería.
—Ha estado bien la maniobra de los calcetines —comenta Hayden—. ¿Te importa si te la copio alguna vez?
—Toda tuya.
Hayden saca un trozo de carne de cerdo y se lo ofrece a Connor. Y aunque es la última cosa que le apetece a Connor en aquel preciso instante, lo coge, pues comprende que lo de menos es la carne, del mismo modo que comprende que Hayden no abrió la lata porque le apeteciera.
El trozo de jamón procesado pasa de Hayden a Connor, y ambos se relajan. Han alcanzado un cierto entendimiento. «Estoy de tu lado», quiere decir ese trozo de carne. «Yo te cubro las espaldas».
—¿Querías tener el bebé? —pregunta Hayden.
Connor piensa cómo responder. Y llega a la conclusión de que la verdad es el mejor modo de empezar una amistad, aunque sea provisional:
—No es mío.
Hayden asiente con la cabeza:
—Está muy bien que sigas con ella aunque el bebé no sea tuyo.
—Tampoco es de ella.
Hayden sonríe. No pregunta cómo ha llegado la niña a su poder, pues la versión que se imagina es mucho más interesante que cualquier explicación que Connor pueda ofrecerle.
—No se lo digas a Roland —le dice—. El único motivo por el que está siendo tan amable con vosotros dos es que cree en la santidad de la familia nuclear. —Connor no sabe muy bien si Hayden está hablando en serio, o siendo sarcástico. Y sospecha que no lo averiguará nunca.
Hayden se acaba la lata, mira el hueco que ha quedado, y lanza un suspiro:
—Mi vida como morlock —comenta.
—¿Se supone que tengo que saber qué es eso?
—Los morlocks son unos hombres rana subterráneos y de extremada sensibilidad, a los que se retrata a menudo con un traje de goma verde[4]. Por desgracia, es en lo que nos hemos convertido. Excepto en lo del traje de goma verde.
Connor observa los estantes de la comida. Al escuchar de cerca, oye el ritmo metálico de la música que sale del antiguo MP3 que Roland debe de haber robado de la tienda el día que llegó.
—¿Hace mucho que conoces a Roland?
—Tres días más que tú —responde Hayden—. Un consejo para el imprudente que me temo que eres: no tendrás problemas con Roland mientras piense que manda él. Mientras le dejes que se lo crea, seremos como una feliz familia numerosa.
—¿Y si no quiero dejarle que lo piense…?
Hayden tira la lata de carne de cerdo a la basura que hay apenas a unos metros de distancia:
—El problema con los morlocks es que, según se sabe, son caníbales.
Connor no puede dormir esa primera noche. Entre la incomodidad del sótano y su desconfianza con respecto a Roland, lo más que consigue es dormitar algún rato. No se va a dormir al cuarto de atrás con Risa porque el espacio es muy pequeño, y Risa y él tendrían que dormir pegados. Se dice a sí mismo que el verdadero motivo es que le da miedo darse la vuelta y aplastar a la niña durante la noche. Mai y Hayden también están despiertos. Parece que Mai intenta dormir, pero tiene los ojos abiertos y la mente en otra parte.
Hayden ha encendido una vela que encontró entre los escombros, dando al sótano un aroma a canela sobre moho. Pasa la mano de un lado al otro por encima de la llama. No la mueve lo bastante despacio para hacerse daño, pero sí lo bastante para sentir el calor. Se da cuenta de que Connor lo mira y le comenta:
—Es curioso que una llama solo te queme la mano si la mueves demasiado despacio. Puedes burlarla todo lo que quieras, y ella nunca consigue pillarte si mueves la mano lo bastante aprisa.
—¿Eres un pirómano? —pregunta Connor.
—No confundas el aburrimiento con la obsesión.
Sin embargo, Connor se da cuenta de que hay algo más.
—He estado pensando en los que son desconectados —dice Hayden.
—¿Por qué quieres pensar en tal cosa?
—Porque —responde Mai desde el otro lado de la estancia— es un bicho raro.
—No soy yo el que lleva en el cuello un collar de perro.
Mai le levanta el dedo a Hayden, pero él no le hace ningún caso:
—He estado pensando en que las Cosechadoras son como los agujeros negros: nadie sabe lo que pasa dentro.
—Todo el mundo sabe lo que pasa dentro —observa Connor.
—No —dice Hayden—. Todo el mundo conoce cuál es el resultado, pero nadie sabe cómo se hace eso de la desconexión. A mí me gustaría saber cómo ocurre. ¿Es una cosa inmediata, o te tienen esperando un montón de tiempo? ¿Te tratan con amabilidad, o con frialdad?
—Bueno —dice Mai con sorna—, puede que con un poco de suerte lo averigües de primera mano.
—¿Sabes qué? —dice Connor—. Piensas demasiado.
—Bueno, alguien tiene que compensar la escasez colectiva de inteligencia que hay aquí abajo.
Entonces lo entiende Connor: aun cuando Hayden ya haya dejado olvidada la vela, toda aquella charla sobre la desconexión se parece mucho al juego de pasar la mano a través de la llama. A Hayden le gusta asomarse a los precipicios, le gusta acariciar pensamientos peligrosos. Connor recuerda aquel borde al que también le gustaba acercarse a él, aquel lugar que estaba detrás del letrero de la autovía. En cierto sentido, Hayden y él se parecen.
—Bien —le dice Connor—: sigue pensando hasta que te explote la cabeza. Yo en lo único que quiero pensar es en cómo llegar a los dieciocho años.
—Tu superficialidad me parece al mismo tiempo refrescante y decepcionante. ¿Crees que eso significa que necesito terapia?
—No: pienso que necesitas terapia por el hecho de que tus padres decidieran desconectarte solo para hacerse daño mutuamente.
—Has dado en el clavo. Para ser un morlock, resultas bastante perspicaz.
Entonces Hayden se queda callado un instante. La sonrisa se le borra del rostro.
—Si me llegan a desconectar, pienso que eso unirá a mis padres otra vez.
Connor no tiene ánimos para contradecir esa fantasía, pero Mai sí:
—¡Nooo! Si te llegan a desconectar, se culparán el uno al otro de ello, y se odiarán aún más.
—Puede —dice Hayden—. O puede que terminen viendo la luz, y se repita la historia de Humphrey Dunfee.
—¿De quién…? —pregunta Mai.
Los dos se vuelven hacia ella. Hayden ofrece una amplía sonrisa:
—No me digas que nunca has oído hablar de Humphrey Dunfee…
Mai mira con recelo a su alrededor:
—¿Debería haber oído…?
La sonrisa no abandona el rostro de Hayden:
—Mai, de verdad me sorprende que no conozcas esa historia, porque es muy de tu estilo. —Alcanza la vela y la coloca entre los tres—: Bueno, esto no es una hoguera de campamento —dice—, pero tendrá que valer.
Hayden mira por un momento al interior de la llama, y después vuelve los ojos hacia Mai lenta y misteriosamente:
—Ese chico vivió hace años. Su nombre no era realmente Humphrey, debía de ser Hal o Harry o algo semejante. Pero lo de Humphrey encaja, cuando uno lo piensa. Lo importante es que un día sus padres firmaron el impreso de desconexión.
—¿Por qué? —pregunta Mai.
—¿Que por qué firmaron la orden los padres? El caso es que lo hicieron, y una mañana bien temprano acudió a buscarlo la brigada juvenil. Lo cogieron, lo despacharon, y colorín colorado, lo desconectaron sin ninguna complicación.
—¿Y eso es todo? —pregunta Mai.
—No, porque sí que surgió una complicación, pero después —dice Connor, siguiendo donde Hayden lo había dejado—. Mira, los Dunfees no eran lo que uno llamaría personas equilibradas. Ya de entrada estaban un poco pirados, pero cuando su hijo fue desconectado se chalaron completamente.
En aquellos momentos ha desaparecido la apariencia dura de Mai, y parece una niña pequeña escuchando con los ojos como platos una historia de campamento, en torno a una fogata:
—¿Qué hicieron?
—Comprendieron que verdaderamente no querían desconectar a su hijo —explica Hayden.
—Espera un segundo —dice Mai—. Has dicho que lo desconectaron.
Los ojos de Hayden presentan un aspecto tenebroso a la luz de la vela:
—Efectivamente.
Mai se estremece.
—Ahí está la cosa —dice Hayden—. Como comenté antes, todo lo que concierne a las Cosechadoras es secreto. Incluso los expedientes que dicen quién recibe qué, una vez llevado a cabo la desconexión.
—Bueno, ¿y…?
—Pero los Dunfee encontraron esos expedientes. El padre, según tengo entendido, debía de ser funcionario, y consiguió acceso al «Departamento de Cachitos».
—¿A qué…?
Hayden exhala un suspiro:
—Al Registro Nacional de Desconexiones.
—¡Ah!
—Y consiguió un listado de cada una de las personas que habían recibido un órgano de Humphrey. Entonces los Dunfee viajan por el mundo en su busca… Y cada vez que encuentran a uno lo matan, recuperan el órgano, y trozo a trozo van completando a Humphrey…
—No es posible…
—Por eso la gente lo llamó Humphrey —añade Connor—. Porque «ni todos los caballos ni todos los hombres del rey… pudieron unir a Humphrey otra vez»[5].
La idea se cierne en el aire hasta que Hayden, inclinándose hacia delante, sobre la vela, lanza de repente las manos hacia Mai y le grita:
—¡Uuuh!
Se sobresaltan todos, pero Mai especialmente. Connor no puede por menos de reírse.
—¿Lo has visto, Hayden? ¡Casi hace un agujero en el techo!
—Nunca hagas eso, Mai —dice Hayden—. Si haces un agujero en el techo, te sacarán de él para llevarte directa a la Cosechadora.
—¡Tú sí que vas a incrustarte en el techo! —Mai intenta darle un puñetazo a Hayden, pero él la esquiva con facilidad. Entonces aparece Roland de detrás de su estantería:
—¿Qué pasa ahí?
—Nada —dice Hayden—. Solo estamos contando historias de terror.
Roland mira a los cuatro claramente molesto, pues desconfía de cualquier corrillo del que no forme parte:
—Vale. A dormir, que es tarde.
Roland regresa lentamente a su sitio, pero Connor está seguro de que está escuchando la conversación. Probablemente tenga miedo de que estén tramando algo contra él.
—Todo eso de Humphrey Dunfee —dice Mai— no es más que un cuento, ¿verdad?
Connor se guarda su opinión para sí, pero Hayden dice:
—Yo conocí a un chico que le decía a todo el mundo que tenía el hígado de Humphrey. Un día desapareció y nadie lo volvió a ver. La gente decía que lo habían desconectado, pero quién sabe… tal vez lo mataron los Dunfee.
Entonces Hayden sopla la vela, sumiéndolos en la oscuridad.
Durante el tercer día que Connor y Risa pasan allí, Sonia los manda subir a todos, pero de uno en uno y en el orden en que llegaron:
—Primero el ladronzuelo —dice señalando a Roland desde lo alto de la escalera. Por lo visto, se ha enterado de lo del MP3.
—¿Qué creéis que querrá la Mata-Hari? —pregunta Hayden cuando se vuelve a cerrar la trampilla.
—Beberte la sangre —dice Mai—. O darte golpes un buen rato con el bastón. Algo así.
—Me gustaría que dejarais de llamarla Mara-Hari —dice Risa—. Os está salvando la piel, y lo menos que podríais hacer a cambio es mostrarle algo de respeto. —Se vuelve hacia Connor—. ¿Quieres coger a Didi? Se me cansan los brazos.
Connor coge a la niña y la acuna con un poco más de estilo que la primera vez. Mai lo observa con cierto interés. Connor se pregunta si Hayden le habrá contado que no son los verdaderos padres del bebé.
Roland regresa de su entrevista con Sonia media hora después, pero no cuenta nada. Tampoco lo hace Mai cuando vuelve. Hayden es el que más tarda en regresar, y cuando lo hace tampoco dice ni media, cosa que en él resulta extraña e inquietante.
A continuación va Connor. Cuando sube la escalera, fuera es de noche, aunque no tiene ni idea de qué hora exactamente pueda ser. Sonia le hace pasar a la pequeña trastienda y sentarse en una incómoda silla que se bambolea cada vez que él se mueve.
—Mañana te irás de aquí —le dice.
—¿Adónde?
Sonia ignora la pregunta y mete la mano en el cajón de un viejo escritorio de tapa corrediza.
—Espero que sepas hacer la O con un canuto.
—¿Por qué? ¿Quiere que le lea algo?
—No tienes que leer nada. —Entonces saca varias hojas de papel en blanco—. Lo que quiero es que escribas.
—¿Que escriba qué? ¿Mi testamento? ¿Es eso?
—Para hacer testamento, uno necesita tener algo que legar, y ese no es tu caso. Lo que quiero es que escribas una carta. —Le entrega el papel, un bolígrafo, y un sobre—. Escríbele una carta a alguien a quien quieras. La carta puede ser todo lo larga o todo lo corta que quieras, eso no me importa. Pero pon en ella todo lo que te gustaría poder decir y nunca has tenido la ocasión de decir. ¿Has comprendido?
—¿Y si no quiero a nadie…?
Sonia frunce los labios y mueve lentamente la cabeza en señal de negación:
—Vosotros los desconectables sois todos iguales. Creéis que porque nadie os quiere, vosotros tampoco podéis querer a nadie. De acuerdo, entonces: si no hay nadie a quien quieras, entonces elige a alguien que necesite oír lo que tú tienes que decirle. Dile todo lo que llevas dentro, no te guardes nada. Y cuando hayas acabado, mete la carta en el sobre y ciérralo. Yo no voy a leerla, así que no te preocupes por eso.
—¿Y eso para qué? ¿Es que va a echarla al correo?
—Tú hazlo y no preguntes. —Entonces coge una pequeña campanita de cerámica y la coloca sobre el escritorio, al lado del papel y el bolígrafo—. Puedes tomarte todo el tiempo que quieras, pero cuando hayas acabado, haz sonar la campana.
Entonces se va, y lo deja solo.
Es una petición extraña, y Connor se encuentra un poco asustado por ella. Hay recovecos de su interior que sencillamente no desea visitar. Piensa que podría escribir a Ariana. Eso sería lo más fácil. Él se había preocupado por ella, y ella estaba más cerca de él de lo que hubiera estado ninguna chica. Ninguna salvo Risa. Pero Risa no cuenta. Lo que tienen Risa y él no es una relación, es solo la coincidencia de dos personas que trepan al mismo saliente esperando no caerse.
Pero cuando ha escrito tres líneas de la carta, Connor estruja la hoja. Escribir a Ariana parece algo sin sentido. Le costará mucho, pero sabe a quién tiene que dirigir esa carta.
Acerca el bolígrafo a una nueva hoja en blanco y escribe: Queridos papá y mamá…
Pasan cinco minutos antes de que pueda completar la siguiente línea, pero una vez lo hace, las palabras empiezan a fluir, y lo hacen en extrañas direcciones. Al principio aflora su rabia, como era de suponer: ¿Cómo pudisteis? ¿Por qué vosotros? ¿Qué clase de persona es capaz de hacer eso con su hijo? Sin embargo, a la tercera página el tono se suaviza, y empieza a recordar las buenas cosas que han vivido juntos. Al principio lo hace para hacerles daño y para recordarles de qué se han desprendido exactamente al firmar la orden de desconexión. Pero luego no hay más que recuerdos, o el impulso de hacerles recordar, para que cuando él desaparezca (si es que desaparece), tengan una lista de todas las cosas por las que él sentía que valía la pena vivir. Al empezar, pensaba terminar la carta de esta manera: «Os odio por lo que habéis hecho. Y no os perdonaré nunca». Pero cuando por fin llega a la décima página, se encuentra a sí mismo escribiendo: Os quiero. El que fue vuestro hijo, Connor.
Ya antes de firmar, siente que le brotan las lágrimas de muy adentro. No parecen venir de los ojos, sino de lo más hondo de las entrañas. Es una reacción tan potente que le duelen el estómago y los pulmones. Los ojos empapados se desbordan, y el dolor interno es tan grande que parece que podría morir allí, en aquel momento. Pero no muere, y la tormenta pasa, dejándolo débil en cada articulación y cada músculo del cuerpo. Piensa que necesitaría el bastón de Sonia para volver a caminar.
Las lágrimas han empapado las páginas, levantando pequeños abultamientos en el papel, pero sin llegar a emborronar la tinta. Dobla las hojas y las mete dentro del sobre, y después lo cierra y pone la dirección. Se concede unos minutos más para asegurarse de que la tormenta no regresa. Entonces hace sonar la campanita.
Sonia entra un poco después. Debía de haber estado esperando todo el tiempo justo al otro lado de la cortina. Connor comprende que debe de haberle oído llorar. Pero no dice nada. Mira la carta, la sopesa en la mano para calcular cuánto ha escrito, y alza las cejas, impresionada:
—Tenías mucho que contar, ¿verdad?
Connor levanta los hombros. Sonia vuelve a posar el sobre en la mesa.
—Ahora quiero que pongas una fecha en el reverso: la del día en que cumplirás dieciocho años.
Connor no pregunta más. Hace lo que ella le pide. Cuando ha terminado, Sonia le arranca el sobre de la mano:
—Lo voy a guardar para ti —le dice—. Si llegas a los dieciocho, tienes que prometerme que volverás aquí para recuperarlo. ¿Me lo prometes?
Connor asiente con la cabeza:
—Lo prometo.
Sonia agita la carta delante de él para dar énfasis a sus palabras:
—Lo guardaré hasta un año después de tu decimoctavo cumpleaños. Si para entonces no has vuelto, supondré que no has sobrevivido, que te han desconectado. En tal caso, yo misma enviaré la carta.
Entonces le devuelve la carta, se pone en pie, y va hacia el viejo baúl que había tapado la trampilla. Abre el cerrojo y, aunque debe de ser pesada, levanta la tapa para dejar al descubierto los sobres, cientos de sobres que llenan el baúl casi hasta arriba del todo.
—Métela aquí —le dice—. En este escondite estará a buen resguardo. Si muero antes de que vuelvas, Hannah me ha prometido hacerse cargo del baúl.
Connor piensa en todos los chicos a los que Sonia debe de haber ayudado para tener tantas cartas en el baúl, y siente que lo invade otro acceso de emoción. Este nuevo acceso no le hace derramar lágrimas, tan solo le produce flojera. La suficiente para decir:
—Usted ha hecho aquí algo maravilloso.
Sonia hace un gesto con la mano, como para espantar esa idea de un manotazo:
—¿Crees que esto me convierte en una santa…? Déjame que te diga que tengo a mis espaldas una vida considerablemente larga, y que en ella también he hecho algunas cosas bastante horribles.
—Bueno, eso me da igual. No me importa cuántas veces me haya dado usted con el bastón, creo que es usted una persona muy buena.
—Puede que sí, puede que no. Hay algo que aprende uno cuando ha vivido tanto como yo: que la gente no es completamente buena ni completamente mala. Nos pasamos la vida entrando y saliendo de la oscuridad y de la luz. Precisamente ahora, estoy encantada de hallarme en la luz.
Mientras vuelve a bajar, Sonia se asegura de pegarle unos bastonazos en el culo lo bastante fuertes para que le duelan, aunque solo consigue hacerle reír.
No le dice a Risa lo que le espera. Decírselo sería como robarle algo. Es mejor que la cosa quede entre ella, Sonia, el bolígrafo y la hoja de papel, y dejarle que viva una experiencia semejante a la que ha vivido él.
Risa le deja la niña y asciende la escalera para encararse con la anciana. El bebé duerme. En aquel preciso instante y lugar, hay algo reconfortante en tenerlo en brazos. Se alegra de haberlo salvado. Y piensa que si su alma tuviera forma, esa sería la forma que tendría: un bebé que duerme entre sus brazos.