16. La profesora

LA ALARMA antiincendios suena durante la hora de tutoría de la profesora, que despotrica para sí contra los que la han hecho sonar, por haber elegido tan mal momento. Tal vez, piensa, pueda quedarse allí, en el aula vacía, hasta que se pase la falsa alarma (las alarmas siempre son falsas). Pero, entonces, ¿qué ejemplo les estaría dando a los alumnos si, al pasar por allí, atisbaran a verla sentada como si tal cosa?

Cuando sale del aula, los pasillos ya están llenos de estudiantes.

Los profesores hacen lo que pueden por imponer algo de orden, pero aquello es el instituto, y las organizadas filas de los simulacros de incendio de la escuela primaria han pasado a la historia, reemplazadas por el zigzag descaradamente impetuoso de chicos y chicas cuyo cuerpo es demasiado grande.

Entonces ve algo extraño e inquietante: hay dos policías en el recibidor. En realidad, parecen acobardados ante la multitud de chicos que pasan a su lado, entrando y saliendo por la puerta principal del instituto. Pero, policías, ¿por qué…? ¿No debería haber más bien bomberos? Y ¿cómo pueden haber llegado tan pronto? No, es imposible: tienen que haberlos llamado antes de la alarma, pero ¿con qué motivo?

La última vez que hubo policías en el instituto fue porque alguien los llamó a causa de una amenaza de aplaudidores. El instituto fue evacuado, y nadie supo por qué hasta más tarde. En realidad, no había ningún aplaudidor, y el instituto no se había encontrado en peligro de volar por los aires. No había sido más que un chaval con ganas de broma. Aun así, las amenazas de aplaudidores siempre se toman en serio, pues uno nunca sabe cuándo podrían ser reales.

—¡Por favor, sin empujar! —le dice la profesora a un estudiante que le ha dado un codazo—. Estoy segura de que podremos salir todos. —¡Menos mal que no se había tomado su acostumbrado café!

—Lo siento, señora Steinberg.

Al pasar por delante de uno de los laboratorios de ciencias, se da cuenta de que la puerta está abierta de par en par. Por afán de hacer las cosas bien, echa un vistazo dentro para asegurarse de que no se ha quedado allí ningún rezagado, ni ningún chaval que trate de evitar el éxodo masivo. Las mesas de mármol están desnudas, y las sillas colocadas cada una en su sitio. Se ve que no había nadie en el laboratorio en aquella hora. Alarga la mano para cerrar la puerta, más por costumbre que otra cosa, cuando oye algo que en aquella aula resulta completamente fuera de lugar: un llanto de bebé.

Al principio piensa que podría provenir de la guardería, pero la guardería se encuentra a mucha distancia. Aquel llanto, sin ninguna duda, venía del laboratorio. Lo vuelve a oír, solo que esta vez suena amortiguado y más furioso. Reconoce el motivo de ese cambio: alguien está tratando de taparle la boca al bebé para que no llore. Esas madres adolescentes siempre hacen lo mismo cuando se encuentran con sus bebés en el lugar en que no deberían estar, y no se dan cuenta de que con eso solo consiguen provocar que el bebé llore con más ganas.

—¡La fiesta ha terminado! —anuncia en voz alta—. Vamos, tú y tu bebé tenéis que salir con todos los demás.

Pero no salen. Vuelve a oírse aquel llanto amortiguado, seguido por unos susurros fuertes que no consigue entender. Enfadada, entra en el laboratorio y recorre el pasillo central mirando a derecha e izquierda, hasta que los descubre agachados tras una de las mesas del laboratorio. Y no es tan solo una chica con su bebé: también hay un chico. Ambos la miran con cara de desesperación. Le da la impresión de que el chico podría echar a correr en cualquier momento, pero la chica lo agarra con firmeza con su mano libre, y ambos se quedan donde están. El bebé berrea.

La profesora no puede saberse el nombre de todos los estudiantes del instituto, pero sí que conoce todas las caras, y sin lugar a dudas conoce a todas las estudiantes que tienen un niño. Esta no es ninguna de ellas, y el chico tampoco le suena de nada.

La chica la mira con ojos implorantes. Está demasiado asustada para hablar, y se limita a mover la cabeza hacia los lados en señal de negación. Es el chico el que dice:

—Si nos entrega, moriremos.

Al pensar en ello, la chica aprieta más al bebé contra ella. El llanto se atenúa, pero no se apaga del todo. Está claro que aquellos son los chicos a los que la policía ha ido a buscar, por razones que solo puede suponer.

—Por favor… —dice el chico.

«¿Por favor qué?», piensa la profesora. «¿Por favor, quebrante la ley…?». «¿Por favor, póngase en peligro usted y ponga en peligro al instituto?». Pero no, no es eso en absoluto, lo que él está tratando de decir es: «Por favor, sea un ser humano». Con una vida tan llena de reglas y reglamentos, es demasiado fácil llegar a olvidar lo que se es. Ella sabe, lo ve, que a menudo la compasión cede el paso a la conveniencia.

Entonces oye una voz tras ella:

—¿Hannah? —Ella se vuelve, y ve a otro profesor que mira hacia dentro desde el hueco de la puerta. Tiene el pelo alborotado después de bregar contra las rápidas corrientes de niños encauzados por los pasillos hacia la salida. Obviamente, oye el llanto del bebé, ¿cómo no iba a oírlo?—. ¿Va todo bien…? —pregunta.

—Sí —responde Hannah, con la voz más tranquila de lo que ella se encuentra realmente—. Ya me encargo yo.

El otro profesor asiente con la cabeza y se va, seguramente contento de no tener que ayudar a solucionar el problema que haya con aquel bebé que llora.

Ahora Hannah sabe de qué va la cosa, o al menos lo supone. Los chicos solo presentan aquel gesto de desesperación cuando están a punto de ser desconectados. Tiende la mano a los aterrorizados muchachos y les dice:

—Venid conmigo. —Los chicos dudan, así que ella les explica—: Si os están buscando, entonces os encontrarán cuando el edificio quede vacío. No podéis quedaros aquí, y si vais a salir, es mejor que lo hagáis con todos los demás. Venga, os ayudaré.

Finalmente, se levantan de detrás de la mesa de laboratorio, y la profesora exhala un suspiro de alivio. Se dan cuenta de que aún no confían en ella, pero ¿cómo iban a hacerlo? Los desconectables viven con la constante amenaza de la traición. Bueno, tampoco necesitan confiar en ella, lo único que tienen que hacer es acompañarla. En este caso, no tienen más remedio que hacerle caso, afortunadamente.

—No me digáis vuestros nombres —les dice ella—. No me digáis nada, porque así, si después me preguntan, no les estaré mintiendo cuando responda que no sé.

Sigue habiendo una multitud de chicos que circulan por el pasillo, empujándose unos a otros, en dirección a la salida más cercana. La profesora sale del laboratorio, asegurándose de que los dos la siguen con su bebé. Los ayudará. Quienesquiera que sean, hará todo lo que pueda por protegerlos. ¿Qué ejemplo estaría dando si actuara de otro modo?