15. Lev

LEV TEME que el corazón le estalle en el pecho. Que le estalle y muera allí mismo, en el vestíbulo del instituto. Eso de escaparse de los aseos en cuanto sonó el timbre le había destrozado los nervios. Había abierto el pestillo de la puerta de su cubículo, y había mantenido la mano en la manilla durante diez minutos, aguardando a que el sonido eléctrico del timbre tapara el ruido de la puerta al abrirse. Entonces tuvo que llegar hasta la puerta de los aseos sin que los otros dos oyeran el rechinar de sus deportivas nuevas en el suelo. No podía abrir por sí mismo aquella puerta que tanto chirriaba y salir de allí. Tenía que tener mucho cuidado. Así que esperó hasta que una chica que iba al aseo lo hizo por él. Como el timbre acababa de sonar, solo tuvo que esperar unos segundos. Ella abrió la puerta y Lev salió por delante de ella, confiando en que la chica no dijera nada que delatara su presencia, pues si a ella se le ocurría hacer algún comentario sobre un chico que se encontraba en el aseo de las chicas, Connor y Risa comprenderían lo que pasaba.

—La próxima vez ponte falda —le dijo la chica mientras él salía a toda prisa, y su amiga se rio. ¿Sería eso suficiente para que Connor y Risa sospecharan su fuga? No había mirado hacia atrás para averiguarlo, simplemente había seguido hacia delante.

Ahora que se ha perdido en los pasillos del enorme instituto, el corazón amenaza con estallarle de un momento a otro. Un grupo salvaje de chicos que se dirigen a la siguiente clase lo envuelve, lo empuja y lo desorienta. La mayoría de los chicos son más grandes que Lev.

Imponente, sobrecogedor: así es como se ha imaginado siempre el instituto, un lugar peligroso lleno de misterio y de chicos violentos. Nunca se había preocupado por tal cosa, pues siempre supo que no tendría que ir a él. De hecho, lo único que le preocupaba era dejar octavo a medias.

—Perdona, ¿me podrías decir dónde está la Secretaría? —le pregunta a uno de los alumnos que se mueven más despacio.

El alumno lo mira como si Lev acabara de llegar de Marte:

—¿Cómo es posible que no lo sepas?

Y se va de allí, simplemente negando con la cabeza. Otro chico más amable señala en la dirección correcta.

Lev sabe que hay que volver a poner las cosas en su sitio. Y aquel es el mejor lugar para hacerlo: un centro de enseñanza. Si es verdad que hay planes secretos para matar a Connor y a Risa, no podrán llevarlos a cabo aquí, donde hay tantos chicos por todos lados. Y si hace las cosas bien, nada de eso ocurrirá. Si hace las cosas bien, los tres se encontrarán sanos y salvos de camino a su desconexión, como debe ser. Como ha sido ordenado. La idea lo asusta, pero esos días de no saber qué ocurrirá a la hora siguiente… eso sí que ha sido realmente aterrador. Ser arrancado de su objetivo en la vida ha sido la cosa más enervante que le ha sucedido jamás, pero ahora comprende por qué lo ha consentido Dios: es una lección para mostrarle a Lev lo que les ocurre a los chicos que eluden su destino: que se encuentran perdidos en todos los sentidos.

Entra en la Secretaría y se queda de pie ante el mostrador, esperando que se den cuenta de su presencia, pero la secretaria está demasiado afanada revolviendo papeles:

—Perdone…

Finalmente, ella alza la mirada:

—¿En qué puedo ayudarte, cielo?

Él se aclara la garganta:

—Me llamo Levi Calder, y me han secuestrado dos desconectables fugitivos.

La mujer, que realmente no estaba prestando atención, de repente se la presta toda:

—¿Qué has dicho…?

—Me han secuestrado. Nos hemos escondido en los aseos, pero yo me he escapado. Mis secuestradores siguen allí. Además, tienen un bebé.

La mujer se pone en pie y, con voz temblorosa, como si acabara de ver un fantasma, llama al director, y el director llama a un guardia de seguridad.

Un minuto después, Lev está sentado en la enfermería, y la enfermera lo examina como si tuviera fiebre:

—No hay de qué preocuparse —le dice—. Sea lo que sea lo que ha pasado, ya ha terminado todo.

Desde allí, en la enfermería, Lev no tiene medio de saber si han capturado a Connor y a Risa. Espera que, si lo han hecho, no los lleven allí. La idea de tener que encararse con ellos le enciende los colores, pese a que uno no debería sentirse avergonzado por hacer lo que debe.

—Han llamado a la policía, se están encargando de todo —le dice la enfermera—. Enseguida volverás a tu casa.

—No voy a volver a mi casa —replica Lev. La enfermera le dirige una mirada de extrañeza, y él decide no dar más explicaciones—: No importa. ¿Puedo llamar a mis padres?

Ella lo mira, incrédula:

—¿Quieres decir que nadie lo ha hecho todavía? —Mira el teléfono del centro, que está en un rincón, pero después rebusca el móvil que lleva en un bolsillo—: Llámalos y diles que estás bien. Puedes hablar todo lo que quieras.

Ella se queda un momento mirándolo, y a continuación decide darle algo de privacidad saliendo de la enfermería:

—Estaré aquí, si necesitas algo.

Lev comienza a marcar, pero se detiene de pronto. No es con sus padres con quienes quiere hablar. Borra las cifras marcadas e introduce un número distinto. Duda por un instante, al cabo del cual presiona el botón verde.

Descuelgan cuando suena por segunda vez:

—¿Diga…?

—¿Padre Dan?

Hay menos de un segundo de silencio, hasta que cae en la cuenta:

—¡Dios bendito!, ¿eres Lev? ¿Eres tú? ¿Dónde estás?

—No lo sé. En un instituto. ¡Escuche, tiene que decirles a mis padres que contengan a la policía! ¡No quiero que los maten!

—Vamos por partes, Lev. ¿Te encuentras bien?

—Me secuestraron, pero no me han hecho ningún daño, así que no quiero que se lo hagan a ellos. ¡Dígale a mi padre que llame a la policía!

—No sé de qué me hablas. No le hemos dicho nada a la policía.

Lev no se esperaba oír aquello:

—¿Que no… qué?

—Tus padres iban a hacerlo, estaban dispuestos a mover Roma con Santiago, pero yo les convencí de que no lo hicieran. Les convencí de que tu secuestro era de algún modo voluntad divina.

Lev empieza a negar con la cabeza, como para apartar aquella idea:

—Pero… pero ¿por qué ha hecho eso?

En aquel momento, el padre Dan parece perder la calma:

—Escúchame, Lev. Escúchame con atención. Nadie más sabe que has desaparecido. Todo el mundo cree que el diezmo se ha consumado, y la gente no hace preguntas sobre los niños que han sido destinados al diezmo. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo?

—Pero… pero yo quiero ser el diezmo. Necesito serlo. Tiene que llamar a mis padres para decírselo. Tiene que llevarme a la Cosechadora.

Ahora el padre Dan se enfurece:

—¡No me obligues a hacer eso! ¡Por favor, no me obligues a hacerlo!

Es como si estuviera librando una batalla, pero no contra Lev. Esto está tan lejos de la imagen que Lev tiene del padre Dan que no se puede creer que sea la misma persona a la que ha tratado todos aquellos años. Es como un impostor que hubiera robado la voz del sacerdote pero ninguna de sus convicciones.

—¿No te das cuenta, Lev? ¡Puedes salvarte! ¡Ahora puedes ser quien tú quieras ser!

Y de repente Lev comprende toda la verdad: aquel día el padre Dan no le decía que escapara del secuestrador, le decía que escapara de él. De sus padres. Del diezmo. Después de todos sus sermones y sus clases, después de todas aquellas charlas que había escuchado año tras año sobre el deber sagrado de Lev, resulta que todo ha sido una farsa… Lev nació para ser el diezmo, pero el hombre que le convenció de que aquel era un destino glorioso, no cree tal cosa en realidad.

—¿Lev…? ¿Estás ahí, Lev?

Él está allí, aunque preferiría no estar. No quiere responder a aquel hombre que le ha conducido hasta el borde de un acantilado para dejarlo libre en el último segundo. En aquel momento, las emociones de Lev le dan vueltas como una rueda de la fortuna. Un instante está furioso, y al instante siguiente aliviado. Un instante lo invade un terror extremo, un terror que huele como ácido en la nariz, y al siguiente hay chispas de alegría, como las que solía sentir cuando balanceaba el cuerpo para escuchar el golpe del bate contra la bola. Ahora la bola es él, una bola que remonta por los aires. Su vida ha sido como un estadio de béisbol, ¿no? Todo líneas, estructura, reglas inmutables. Pero ahora acaban de lanzarlo por encima del muro hacia un territorio desconocido.

—¿Lev…? —dice el padre Dan—. Me estás asustando. Dime algo.

Lev respira hondo y despacio, y a continuación dice:

—Adiós, señor. —Y cuelga sin añadir una palabra más.

Lev ve llegar al instituto los coches de policía. Connor y Risa serán detenidos enseguida, si no lo han sido ya. La enfermera ya no se encuentra en la puerta, pues se ha ido a ver al director del centro para reprenderle por el modo en que está manejando la situación:

—¿Por qué no llamó usted a los pobres padres del niño? ¿Por qué no ha clausurado el instituto?

Lev sabe lo que tiene que hacer. Es algo incorrecto, pero de repente piensa que no le importa. Sale sigilosamente de la enfermería, a espaldas de la enfermera y el director, y llega al vestíbulo. Solo le cuesta un segundo encontrar lo que busca. Alcanza la pequeña caja que hay en la pared.

«Estoy perdido en todos los sentidos».

Entonces, sintiendo el frío del acero en las yemas de los dedos, tira de la alarma antiincendios.