11. Connor

EXPUESTOS, VULNERABLES… Connor hubiera querido seguir en el bosque, pero allí solo hay bellotas y bayas para comer. En la ciudad encontrarán comida de verdad. Comida e información.

—Este es el mejor momento para que no nos vean —les dice Connor a los otros dos—. Por la mañana, todo el mundo tiene prisa. Porque llegan tarde al trabajo, o por lo que sea.

Connor encuentra un periódico entre unos arbustos, que ha dejado caer allí, sin querer, un repartidor.

—¡Mira esto! —le dice a Lev—. Un periódico. ¿Estará muy pasado?

—¿Hablará de nosotros? —pregunta Lev. Lo pregunta como si el hecho de que lo hiciera fuera una cosa buena. Los tres recorren la primera página: la guerra en Australia, los políticos y sus mentiras…, lo mismo de siempre. Connor pasa la página con torpeza. Las hojas son grandes e incómodas, se rasgan con facilidad y capturan el viento como una cometa, dificultando la lectura.

No se les menciona tampoco en la segunda página, ni en la tercera.

—¿No será un periódico viejo? —sugiere Risa.

Connor comprueba la fecha en el margen superior:

—No, es de hoy. —Forcejea contra el viento para pasar la página—: ¡Ah, aquí está!

El titular dice: «ACCIDENTE EN CADENA EN AUTOVÍA». Es una noticia muy corta. Un accidente matutino, y bla, bla, bla, el tráfico cortado durante horas, bla, bla, bla. El artículo menciona al conductor de autobús muerto, y el hecho de que la carretera quedara cortada durante tres horas. Pero no dice nada de ellos. Connor lee en voz alta la última línea: «Se cree que la actividad policial en la zona pudo haber distraído a los conductores, ocasionando el accidente».

Se quedan todos anonadados. Connor se siente aliviado, tiene la impresión de haberse ido de rositas después de hacer algo terrible.

—No puede estar bien —dice Lev—. Me han secuestrado, o… al menos ellos pensarán que es así. Eso tendría que aparecer en las noticias.

—Lev tiene razón —dice Risa—. Las noticias siempre están contando incidentes con los desconectables. Tiene que haber un motivo para que no lo hagan ahora.

A Connor le cuesta comprender que le miren los dientes a aquel caballo regalado. Habla despacio, como si se dirigiera a idiotas:

—Si no hay noticia, no hay fotos…, y eso quiere decir que la gente no nos reconocerá. No veo dónde está el problema.

Risa se cruza de brazos:

—¿Por qué no hay fotos?

—No lo sé… A lo mejor la policía se calla porque no quieren que la gente sepa que la cagaron.

Risa niega con la cabeza:

—No me acaba de convencer.

—¿Y qué más da que te convenza?

—¡No levantes la voz! —le susurra Risa, con enfado.

Connor hace esfuerzos por controlar su furia. No dice nada por miedo a que vuelvan a ponerse a gritar y llamen la atención de alguien. Comprende que Risa sigue dándole vueltas a la situación. Lev pasa la vista de uno a otro. Risa no es tonta, piensa Connor. Seguro que termina comprendiendo que la falta de noticias es una buena noticia en este caso, y que se está preocupando por nada.

Sin embargo, Risa dice:

—Si no aparecemos en las noticias, entonces ¿quién va a saber si estamos vivos o muertos? Mirad, si las noticias cuentan que nos están buscando, entonces, cuando nos encuentren, tendrán que anestesiarnos a base de balas aletargantes y llevarnos a la Cosechadora, ¿no?

Connor no tiene ni idea de adónde quiere ir a parar.

—Sigue, somos todo oídos.

—¿Y si no quisieran desconectarnos…? ¿Y si nos prefirieran muertos?

Connor abre la boca dispuesto a decir que eso es una idiotez, pero no llega a hacerlo. Porque no lo es.

—Lev —dice Risa—, tu familia es sumamente rica, ¿no?

Lev se encoge de hombros, con modestia:

—Supongo.

—¿Y si le hubieran pagado a la policía para que te recuperen matando a tus secuestradores, y para hacerlo todo discretamente, sin que nadie se entere de lo ocurrido…?

Connor mira a Lev, esperando que el niño se ría ante aquella idea y les explique que sus padres nunca, nunca harían algo tan terrible. Lev, sin embargo, se queda curiosamente callado, contemplando esa posibilidad.

Y en ese momento ocurren dos cosas: un coche de la policía entra en la calle; y en algún punto cercano empieza a llorar un bebé.

¡Pies, para qué os quiero!

Esta es la primera idea que pasa por la mente de Connor como un impulso instintivo, pero Risa lo agarra del brazo nada más ver el coche de policía, y eso le hace replanteárselo. Connor sabe que quedarse dudando puede significar la diferencia entre la vida y la muerte en situaciones extremas. Pero no hoy. Hoy Connor cuenta con tiempo suficiente para hacer algo que raramente hace en casos de emergencia: supera su primer impulso y, pensándoselo mejor, decide: «Si corremos, llamaremos la atención».

Así que obliga a sus pies a quedarse donde están, y se concede un instante para calibrar el entorno que lo rodea. Los coches arrancan tras las cancelas, porque la gente se va a su trabajo. En algún lugar hay un bebé que llora. En una esquina, al otro lado de la calle, se agrupan varios chavales en edad de ir al instituto. Hablan, ríen, se empujan unos a otros. Al mirar a Risa, comprende que están pensando lo mismo, aun antes de que ella proponga:

—¡La parada del autobús!

El coche patrulla circula lentamente por la calle. Esa lentitud puede resultar relajante para alguien que no tenga nada que ocultar, pero para Connor es desquiciante. No hay modo de saber si esos agentes los están buscando o simplemente cumplen con su recorrido rutinario. Nuevamente, tiene que reprimir el impulso de echar a correr.

Risa y él le dan la espalda al coche de policía, dispuestos a caminar discretamente pero con buena zancada en dirección a la parada del autobús. Pero Lev no cumple con el programa: se vuelve en el sentido equivocado, mirando de frente al coche de policía que se acerca.

—¿Qué, estás loco? —Connor lo agarra por el hombro y le obliga a girarse—: Tú limítate a darte la vuelta, y a actuar con naturalidad.

Un autobús escolar se aproxima por la dirección opuesta. Los chavales de la esquina empiezan a recoger sus cosas. Ahora, por fin, pueden echar a correr sin levantar sospechas. Connor es el primero en hacerlo, dando unas zancadas por delante de Risa y Lev. Entonces se vuelve, gritándoles con un gemido bien calculado:

—¡Vamos, tíos… o volveremos a perder el autobús!

Ahora el coche de policía está justo a su lado. Connor le da la espalda y no se da la vuelta para comprobar si los agentes que van dentro los miran o no. Si los están mirando, habrá que confiar en que oigan la conversación, asuman que aquello no es más que un poco de alboroto matutino habitual, y no se pregunten más.

Pero lo que entiende Lev por «actuar con naturalidad» es caminar con los ojos como platos y los brazos rígidos y pegados a los costados, como si estuviera cruzando un campo de minas. ¡Eso, con discreción!

—¿Es necesario que vayas tan despacio? —le grita Connor—. ¡Si vuelvo a llegar tarde, me van a castigar!

El coche de la policía pasa a su lado. Allá delante, el autobús se acerca a la parada. Connor, Risa y Lev cruzan la calle para llegar a la parada… Continúan la farsa por si acaso los policías los estuvieran mirando por el espejo retrovisor. Por supuesto, piensa Connor, el tiro podría salirles por la culata, y los policías podrían pararlos por invadir imprudentemente la calzada.

—¿De verdad vamos a coger el autobús? —pregunta Lev.

—Por supuesto que no —contesta Risa.

Entonces Connor se atreve a mirar al coche de policía. Llevan el intermitente puesto. Van a doblar la esquina, y en cuanto lo hagan estarán a salvo…

Pero entonces el autobús escolar se detiene y enciende sus parpadeantes luces rojas mientras abre la puerta… y todo el mundo que ha montado alguna vez en un autobús escolar sabe que cuando esas luces rojas empiezan a parpadear todos los coches que haya alrededor deben detenerse y aguardar a que el autobús se ponga en marcha de nuevo.

El coche de policía se detiene a doce metros de la esquina, esperando a que el autobús termine de recoger a los chicos. Eso significa que el coche seguirá exactamente allí cuando el autobús se vaya.

—La hemos cagado —dice Connor—. Ahora tendremos que coger el autobús.

Cuando llegan a la acera, atrapa de repente la atención de Connor un sonido que hasta aquel momento ha sido demasiado débil y poco apremiante para prestarle atención: es el bebé que llora.

En el porche de la casa que hay frente a ellos, hay un fardo de ropa. Y el fardo se mueve.

Connor comprende al instante de qué se trata. Ya ha visto fardos de esos anteriormente. En el propio umbral de su casa, ha visto dos veces a un bebé dejado por la cigüeña. Y aunque no sea el mismo bebé, él se queda clavado en el sitio, como si lo fuera.

—¡Vamos, Billy, vas a perder el autobús!

—¿Eh…?

Es Risa. Ella y Lev están unos metros por delante de él. Ella le habla a Connor apretando los dientes:

—Vamos, Billy, no seas idiota.

Los chavales ya han empezado a subirse amontonados al autobús. El coche de policía sigue parado tras las parpadeantes luces rojas. Connor intenta moverse, pero no puede. Es por culpa del bebé, por la manera que tiene de llorar. «¡No es el mismo bebé!», se dice Connor. «¡No seas imbécil! ¡Ahora precisamente no!».

—Connor —le susurra Risa—, ¿qué demonios te pasa?

Entonces se abre la puerta de la casa. En el umbral aparece un niño gordo de unos seis años, o siete tal vez. Se queda mirando al bebé:

—¡No, de eso nada! —Entonces se vuelve y grita hacia el interior de la casa—: ¡Mamá! ¡Nos han colado la cigüeña otra vez!

La mayor parte de la gente puede reaccionar de dos maneras distintas en un caso de emergencia: mediante la lucha y mediante la huida. Pero Connor siempre ha sabido que él dispone de tres: la lucha, la huida y una cagada de proporciones cósmicas. Se trataba de un cortocircuito mental tremendamente peligroso. El mismo tipo de cortocircuito que le había hecho correr hacia los policías armados de la brigada juvenil para rescatar a Lev en vez de salvarse él mismo. En aquel preciso instante pudo sentirlo de nuevo, cogiendo impulso. Pudo notar el cerebro, que empezaba a chisporrotear. «¡Nos han colado la cigüeña otra vez!», había dicho el niño gordito. ¿Por qué había tenido que decir «otra vez»? Connor podría haber continuado su camino sin ningún problema con tal de que el niño gordito no hubiera dicho «otra vez».

«¡No lo hagas!», se dice Connor a sí mismo. «¡Ese no es el mismo bebé!». Pero para algún rincón profundo y completamente irracional de su cerebro, todos son el mismo bebé.

Actuando en contra de todo sentido de preservación, Connor sale corriendo directo hacia el porche de la casa. Se acerca a la puerta tan aprisa que el niño lo mira con ojos aterrorizados y retrocede hasta chocarse con su madre, una mujer igual de gordita que acaba de llegar a la puerta. Su rostro presenta un ceño poco hospitalario. Mira a Connor, y después dirige un rápido vistazo al bebé que llora, aunque no hace ademán de acercarse a él.

—¿Quién eres tú? —pregunta. El niño gordito se esconde entonces detrás de ella, como lo hace un osezno pardo detrás de su mamá—. ¿Lo has puesto tú aquí? ¡Respóndeme! —El bebé sigue llorando.

—No… No, yo…

—¡No me mientas!

Él mismo no sabe lo que pretendía hacer al acercarse hasta allí. Aquello no es asunto suyo, no es problema suyo. Pero acaba de convertirlo en problema suyo.

Y, a su espalda, los chicos siguen subiéndose al autobús. El coche de la policía sigue allí, esperando. Quién sabe si Connor habrá puesto fin a su vida solo por acercarse a la casa.

Entonces suena una voz detrás de él:

—Él no lo puso ahí. Lo hice yo.

Connor se vuelve para ver a Risa. Su rostro es glacial. Ni siquiera mira a Connor. Solo mira a la mujer, cuyos ojos redondos y brillantes pasan de Connor a Risa.

—Te han pillado en el acto, cariñito —dice ella, y la palabra «cariñito» suena como un insulto—. La ley te permite colarle el crío a otro, pero solo si no te pillan. Así que recoge a ese bebé y vete antes de que avise a esos polis de ahí.

Connor trata con todas sus fuerzas de aclararse la mente:

—Pero… pero…

—¡Tú cállate! —le dice Risa con una voz acusadora y llena de odio.

Eso hace que la mujer de la puerta sonría, pero no es una sonrisa agradable:

—El papaíto lo ha estropeado todo, ¿eh? Se dio la vuelta en vez de echar a correr… —La mujer le dirige a Connor una mirada de desprecio—: Primera regla de la maternidad, cariñito: los hombres son unos calzonazos. Cuanto antes te enteres, más feliz serás.

En medio de todos ellos, el bebé sigue llorando. Es como el juego de la patata caliente, en el que nadie quiere quedarse con ella. Finalmente, Risa se agacha y recoge al bebé del felpudo para abrazarlo. Sigue llorando, pero ahora más suave.

—Ahora, fuera de aquí —dice la señora gorda—, o tendréis que véroslas con esos policías.

Connor se gira para ver el coche de policía, que está en parte tapado por el autobús escolar. La mitad de Lev se encuentra dentro, y la otra mitad fuera del autobús, y de ese modo, con un gesto de desesperación en el rostro, impide que la puerta se cierre. El irritado conductor del autobús lo mira y exclama:

—¡Vamos, que no tenemos todo el día!

Connor y Risa se vuelven y se alejan de la mujer de la puerta, corriendo hacia el autobús.

—Risa, yo…

—¡No! —espeta ella—. ¡No quiero oírlo!

Connor se siente tan mal como cuando averiguó que sus padres habían firmado el impreso para desconectarlo. En aquel entonces, había recurrido a la rabia para calmar el miedo. Pero ahora no puede sentir rabia, salvo contra sí mismo. Se siente como un inútil, un completo inútil. Toda su seguridad en sí mismo ha implosionado como una estrella moribunda. Eran tres fugitivos que huían de la ley. Y ahora, por culpa de aquel estúpido cortocircuito que ha tenido lugar en su mente, son tres fugitivos con un bebé.