24

Fue Floyd quien acudió en mi búsqueda. Confiaba en que lo hiciera. Ya no me quedaban fuerzas para correr. Regresé a la madriguera, me abrí camino entre el gentío moribundo y el mar de desperdicios hasta el pequeño bosque, y me acurruqué en el cuenco de barro al que Floyd me había llevado. Me acurruqué en el frío y, en algún momento, me dormí.

Me despertó con suavidad, con una mano en mi hombro. Su cara y su ropa estaban limpias, pero seguía dando la impresión de que acababa de salir del circo. Aún parecía un payaso.

—Chap —dijo—. Damiel. Despierta. Es hora de volver.

Me llevó a la casa. Me llevó en la parte trasera de su bicicleta. Era un trayecto difícil, colina arriba. Me bajé y fui andando la mayor parte del camino.

—Edie quería ayudar —dijo Floyd—, Cuando se lo conté, quiso ayudar. Recuérdalo.

Durante la subida, pensé en el abuelo. Pensé en lo que le diría si aún estuviese vivo. Pensé en pedirle perdón. Quería decirle que aún lo quería, aunque no me pudiera oír. Deseé poder hacer las paces con él, de la misma manera en la que quería que Edie y Helen hicieran las paces conmigo, su impostor, su falsificación, su ladrón y embustero, su hermano y su hijo.

Todos cogemos cosas que no nos pertenecen, le dije al abuelo dondequiera que estuviese, aunque sabía que él no me podía oír. Todos queremos lo que no tenemos.

El coche de Frank estaba en el patio. Fue lo primero que vi. Al verlo, me paré en seco.

Floyd me puso la mano en el brazo, igual que había hecho aquel día en la colina para comprobar si era un ser vivo o un fantasma, cuando era ambas cosas.

—Tranquilo —me dijo—. No está.

Había también un coche patrulla. Cuando Floyd y yo entramos en la cocina, nos encontramos con agentes de policía. Edie seguía con su disfraz. Había estado llorando y tenía los ojos tan rojos como la sangre falsa y desteñida en su vestido. Me miró y no apartó la vista.

—Hola —dije.

Helen estaba sentada a la mesa, fumando un cigarrillo. Una agente la cogía de la mano.

Se levantó. Helen se levantó. Se había mordido las uñas hasta dejárselas como muñones y sus pulseras tintinearon igual que cuando la conocí, igual que cuando Cassiel volvió a casa. Estaba temblando, pero se levantó y caminó hacia mí.

—¿Damiel? —dijo con voz pequeña, suave, con un amago de sonrisa en los labios, sus ojos más tristes y enfadados de lo que yo podía soportar, las lágrimas en sus ojos tiraban de las lágrimas en los míos. Era mi madre—. ¿Damiel? —repitió, y Edie también rompió a llorar—. ¿Eres tú?

—Sí, mamá —respondí—. Sí. Me parece que soy yo.