El cadáver de Cassiel ardió hasta prácticamente desaparecer en las entrañas del Hombre de Mimbre. Nadie se fijó en que Frank lo había llenado con más madera, lana y fibra, con toallas empapadas de sustancias químicas para que explotaran e incrementaran la temperatura de modo que el calor fuera el suficiente para robar la carne de un cadáver antes de que el fuego se extinguiera. Nadie vio cómo subía la escalera de mano, con Cassiel colgado del hombro, drogado y envuelto en tela de saco. Aquel año fue un buen Hombre de Mimbre, todo el mundo lo dijo. Resultó especialmente impresionante.
Frank se quedó después, para ayudar a limpiar. Lo había hecho otras veces. No era nada especial. Y a habían cavado el agujero para las cenizas calientes. Frank recogió lo que quedaba del Hombre de Mimbre y de su hermano, en el interior. Mi hermano. Mío, de Frank y de Edie.
Hasta la mañana siguiente, nadie se percató de que Cassiel había desaparecido. Cuando Helen dio la alarma y Frank se puso al frente de la búsqueda, un ejemplo de preocupación y amor fraternal, ya había quitado a Cassiel de en medio, había vaciado su ordenador. Todo rastro de él había desaparecido.
Excepto por lo que le había entregado a Floyd.
Y nadie creyó a Floyd. La primera vez no.
Floyd no disponía de tiempo para explicaciones. El hecho de que un coche patrulla atravesara el prado y se detuviera junto al río no era inusitado; en una noche así, no. Los agentes de policía estaban por todas partes. Les entregamos el teléfono de Edie. Le colocaron una manta sobre los hombros. Floyd les contó lo que Edie había visto y oído, lo que había grabado. Recogieron a Frank como a un peso muerto y lo introdujeron en el coche. Gruñó un poco, y el sonido que emitió al despertarse me hizo caer en la cuenta de lo asustado que me había sentido, me hizo ver lo cerca que había estado de morir, lo cerca que había estado Cassiel de morir por segunda vez.
Llamó a la policía con el teléfono de Edie. Me quedé de pie junto a Frank, con una piedra en la mano por si se despertaba antes de que llegaran los agentes. No me asustaba la idea de golpearlo otra vez. No me cohibía. Tenía ganas de hacerlo.
Edie temblaba. Sus ojos se veían vidriosos. No quería que tuviera que pasar por aquello.
—¿Por qué has venido? —pregunté.
Me atravesó con la mirada. No respondió.
Floyd se quitó el disfraz y lo colocó sobre el suelo. Aleteaba tenuemente al viento, un dragón derrotado.
—¿Por qué está Edie aquí? —pregunté—. ¿Por qué la has metido en esto?
—No fui yo —respondió Floyd.
—¿Qué?
—Lo creas o no, ella acudió a mí.
Floyd nos llevó a casa en el coche de Edie, que no podía dejar de temblar.
—Helen está dormida —comenté—. Frank le dio pastillas de más.
En cuanto lo dije, el pánico de Edie se desbordó, como el rápido y blanco romper de las olas. Se derramó por todo el coche, robando el oxígeno.
Su voz se notaba acelerada, quebrada.
—No puedo hacerlo —dijo.
Abrió la puerta y trató de bajarse con el coche en marcha. Estaba fuera, en la oscuridad, antes de que nos detuviéramos, toda de blanco y con la cara blanca, como un fantasma. Floyd se bajó. Yo me quedé en mi sitio. Pensé que si intentaba acercarme a ella, podría salir corriendo. Observé a través de la ventanilla. Tenía los puños apretados; su boca era un agujero negro; los músculos de su cuello, tirantes.
—No puedo —gritó—. ¡Ay, Dios!
No sabía qué hacer. Me incliné y enterré la cabeza entre las manos. Era mi hermana, pero ya no era mi hermana. Tenía todo y no tenía nada al mismo tiempo.
—Edie —dijo Floyd, con una voz baja y firme que se movía hacia ella en la oscuridad, a la par que Floyd.
Edie se alejó de él, se separó del coche. Casi desapareció en las tinieblas. Se abrazaba el cuerpo y se mecía.
—¿Quién es él? —gimió.
Floyd me miró a través de la ventanilla.
—Es tu hermano.
Cuando aquella noche le conté que era el gemelo de Cassiel, Floyd esbozó una sonrisa rápida, se partió de risa y se tapó los ojos. Luego, me abrazó. Dijo que se alegraba y lo sentía al mismo tiempo. Preguntó: «¿Por qué?» y «¿Cómo?» y supimos que tendríamos mucho tiempo para hablar de todo, más tarde.
Esperé. Esperé a lo que Edie fuera a decir.
—¿Cómo se llama nuestra abuela? —me preguntó a través de la ventanilla. Estaba gritando.
—¿Qué?
—¿Cómo se llamaba nuestro primer perro? ¿Cuál es mi color preferido? ¿Cuándo es el cumpleaños de mamá?
—No lo sé —respondí.
—¿Qué película vemos siempre en Navidad?
—Edie…
—¡Cállate! —exclamó—. Fuera de mi coche.
Me bajé y me coloqué frente a ella a través del color plata del techo de su coche, mugriento y con manchas de humedad. Floyd me miró. El negro no se le había borrado del todo de la cara. Se veía corrido y medio despintado. Su rostro desaparecía en la oscuridad, como si se estuviera esfumando.
—¿Quién eres? —me preguntó ella.
—¿Por qué me ayudaste, Edie? —le pregunté.
Miraba hacia el cielo negro y a Floyd. No me miraba a mí.
—¿Por qué estabas allí? —pregunté.
—Pensé que iba a matarte —respondió.
—¿Quién? ¿Frank?
Asintió con la cabeza.
—Yo también —respondí. Tal vez habría sido mejor que lo hubiera hecho—. ¿Por qué lo pensaste? —pregunté—. ¿Qué pasó?
Seguía sin querer mirarme.
—Fue la noche en la que te escondiste en el cuarto de baño y no querías salir —dijo—. Cuando se marchó de casa y regresó de madrugada.
—¿Qué pasó?
—Estaba furioso —respondió Edie—. Se había vuelto loco, como le pasaba antes. No lo había visto así desde hacía años. Tú estabas asustado, sabía que lo estabas. Sabía que algo iba mal.
Espiré.
—¿Así que acudiste a Floyd?
Edie asintió.
—Esta mañana. Quería preguntarle algo.
Entonces, me miró por primera vez. Me miró a mí, no a Cassiel. Noté la diferencia, como un agujero en el aire.
—No eres él —dijo Edie en voz baja, y todos y cada uno de los miedos que albergaba en mi interior se encabritaron y aullaron cuando lo dijo.
Guardé silencio.
—No eres Cassiel —insistió.
Era tan simple, tan claro y definitivo.
—No —respondí—. No soy él.
—Cassiel está muerto —dijo.
—Sí.
—¿Y quién eres tú?
—Soy su hermano. Y el tuyo. No lo supe hasta ayer.
—¿Quién te lo dijo? —preguntó . ¿Quién te dijo eso?
—Helen —respondí—. Ella me lo contó. Se lo contó a Cassiel.
No dejamos de mirarnos el uno al otro. Ninguno de los dos apartó la mirada. Los ojos de Edie se quedaron huecos. Observé cómo sucedía. Observé cómo se separaba de mí, se retiraba a un túnel de puertas cerradas con llave. Ya no estaba mirando a su hermano.
Abrió la boca para gritar, para maldecirme, para recordarme mi lugar en el mundo.
No esperé a oírlo. No te quedas ahí parado y lo aceptas cuando alguien te maldice para toda la eternidad, aunque te lo merezcas. Intentas esquivar sus palabras, aunque sabes que vienen directas hacia ti, como una bala, como un misil inteligente.
Sales corriendo.