22

Todos los años, la fiesta de Hay on Fire comienza en el pueblo, a las puertas del salón parroquial, esperando, conteniendo el aliento. La máquina de vapor, a la cabeza del desfile, suelta gruñidos y promete truenos. Los bailarines, los tamborileros y los juerguistas se colocan detrás, disfrazados, con aspecto irreal por la plata y el oro, envueltos en negro, ocultos con máscaras, extravagante y caprichosamente altos, silenciosos, a la espera. Los niños transportan faroles fabricados con papel y varas de sauce. Los caminantes en zancos y los centinelas sin rostro, embozados en capas, sujetan antorchas encendidas. Los bailarines visten de rojo, naranja y amarillo, los colores del fuego, y la banda se sitúa entre medias de ellos, sus instrumentos relucen como joyas bajo las llamas.

Cuando llega la señal, la máquina de vapor rueda, los tambores redoblan, la banda interpreta, los bailarines se mueven, oscilan, giran, se elevan, forman círculos y vuelven a empezar. El conjunto que forman, engalanado, terrorífico y espléndido, avanza con dificultad por las calles estrechas, cobra velocidad y, unido a otros grupos, va pasando de largo junto a la multitud espectadora. Detienen el tráfico, se abren camino al ritmo de los redobles hacia donde el río serpentea, donde el terreno se allana al llegar al prado comunal y desaparece en las aguas oscuras, la línea entre ambos es inapreciable, invisible en la noche.

Yo estaba allí. Yo estaba en el desfile. Lo vi. Lo vi de principio a fin. Helen no quería que fuera.

—Me preocupa, Cass —dijo—. Es como si fuera a pasar otra vez. Como si todo estuviera a punto de pasar.

—No va a pasar nada —mentí—. Voy a salir a pasarlo bien, nada más. Todos vamos a salir, ¿verdad?

Me había puesto una capa negra con capucha que me cubría la ropa por completo. Mi cara se veía mitad plateada, mitad dorada; mis ojos, ocultos tras una máscara roja y negra. Floyd me había preparado el disfraz. Era exactamente igual al que Cassiel había llevado dos años atrás. Por eso Helen había puesto objeciones. Es lo que no le había gustado.

A Frank tampoco le había gustado. Yo se lo estaba restregando en las narices. Me estaba colocando por encima del puesto que me correspondía.

Me pregunté si ya se habría enterado de que también le había arrebatado todo su dinero.

Imaginé que no. Cuando se enterase, me haría daño.

La cara de Edie estaba pintada de un tono pálido espeluznante. Las sombras bajo sus ojos se veían grises, azules y negras. Se había cardado el cabello con insistencia y le caía, electrizado, por encima de los hombros, casi le llegaba a la zona baja de la espalda. Su vestido era blanco; su velo, una gasa suave que se interponía entre ella y lo que ella veía. La cuchillada roja que le atravesaba la garganta había goteado, manchando la parte frontal de su corpiño.

—La novia cadáver —le dijo a Helen con una amplia sonrisa, antes de fijarse en mí, antes de ver lo que yo llevaba puesto, antes de retroceder, nerviosa, al tiempo que miraba el disfraz. Vi cómo el miedo se le metía en los ojos. Sus dientes parecían muertos y amarillentos en contraste con el blanco de su cutis.

—Genial —dije, pero no respondió.

Helen y Frank no se habían disfrazado. Irían a mirar, dijeron, a ver el desfile y contemplar el espectáculo y los fuegos artificiales desde la colina.

—Y luego nos volvemos a casa, ¿verdad, mamá? —dijo él—. Nos acostaremos temprano. Por la mañana, las cosas tienen que regresar a la normalidad. Tengo que volver al trabajo, tengo que salir temprano.

Su voz se notaba tensa; sus comentarios, insolentes y bien ensayados. Las mujeres me miraron con ojos huecos, melancólicos. Edie se mordió el labio. Helen se mordió las uñas. Frank sonrió, descarado, sórdido y arrogante.

En algún lugar profundo de mi mente, con mucha calma, era consciente de que ya estaba planeando matarme aquella noche. Sabía que no necesitaba decir lo que Floyd y yo habíamos decidido que yo diría, asegurarme de ello. Creo que Frank había decidido que no podía fiarse de mí, vivo. Creo que había decidido que no podía correr el riesgo.

Esto es lo que sería vivir con él, pensé. Preocuparme día tras día de que se hartara. Mirar por encima del hombro sin parar, esperando a morir.

No estaba dispuesto a facilitarle que guardara su secreto.

—No vayas, Cass —volvió a decir Helen.

—Déjalo en paz —terció Frank—. Solo es un poco de diversión. No va a volver a escaparse, ¿verdad, Cass? —no esperó mi respuesta—. No se va a marchar a ningún sitio.

—Es Hay on Fire —alegué yo, con voz consumida y falta de aliento, con cada célula de mi cuerpo tiesa, tirante—. ¿Cómo me lo voy a perder?

—Ten cuidado —me advirtió Edie, como si supiera lo que me traía entre manos.

Los bailarines se inclinaban y se retorcían a mi alrededor. Los redobles de los tambores se colaban entre mis pies, entraban en mi cuerpo y me salían por las orejas, tal como Floyd dijo que ocurriría. Él estaba cerca, en algún lugar. Dijo que estaría allí, aunque no lo había visto. Se suponía que no iba a verlo.

—Haz lo que tengas que hacer y no te preocupes por mí —dijo—. Estaré ahí mismo cuando llegue el momento. Si sabes exactamente lo que va a ocurrir, no saldrá bien. Haz tu parte y confía en mí para lo demás.

El desfile fue avanzando a través del pueblo. Nos encontrábamos en el abrupto sendero que conducía a la madriguera. El gentío fue encauzándose en el estrecho espacio; los bailarines, más deprisa; los tambores, más sonoros; los disfraces, más llamativos y vívidos de lo que aparentaban bajo las farolas, más reales.

Esperé a que Frank me encontrara. Sabía que me encontraría.

Ya había hecho lo que tenía que hacer. Había hecho lo que Floyd me dijo que debía hacer. Frank y Helen habían estado observando delante de la farmacia. Los vi parados delante de la puerta, apiñados junto a otros espectadores, bajo el frío. Me escabullí del desfile unos instantes, negro contra la oscuridad, desapercibido, en realidad. Sonreí a Helen, a mi madre, la besé en la mejilla, y me incliné hacia Frank, le hablé al oído con sencillez y claridad.

—El trato ha terminado —dije—. No estás a salvo. Tengo al señor Artemis. Le he cambiado el nombre. He cogido tu dinero y mañana lo voy a contar. Para detenerme, tendrás que matarme como mataste a tu otro hermano.

Frank no se percató de la palabra «otro». Mantuvo el semblante inmóvil, mantuvo la sonrisa que había plantado allí. No podía hacer nada, con Helen a su lado, no. Sus ojos ardían, oscuros, furiosos y lívidos, el monstruo dentro del hombre. Noté el calor de su aliento en mi cuello. Tres palabras. Pronunciadas con calma y seguridad.

—Date por muerto.

Me uní de nuevo al desfile, regresé sigilosamente y continué avanzando. Me pregunté cómo lo haría. Entre una muchedumbre semejante, allí, ahora, en la oscuridad, sería algo rápido como un cuchillo, algo así de silencioso, rápido y fácil, si sabías lo que estabas haciendo.

O algo más lento, solo él y yo bajo las tinieblas, en alguna parte, con el sonido de la multitud a nuestras espaldas, sin que nadie nos viera.

Me pregunté si planeaba matarme de la misma manera en la que había matado a Cassiel. Y sabía que lo merecía, merecía morir igual que el hermano cuya vida había robado.

Por favor, Dios, que Floyd esté en alguna parte —pensé—. Por favor, Dios, asegúrate de que lo consiga.

El gentío se acomodó en la pendiente del prado y el desfile se abrió camino hasta colocarse por delante, en la tierra llana, donde las criaturas de varas de sauce y los laberintos circulares y el gigantesco Hombre de Mimbre aguardaban su destino, su hermosa combustión.

Me quedé parado a un lado, en silencio y vigilante, y confiaba en pasar desapercibido desde el centro del espectáculo, en medio del caos y la actividad. La música tronaba. Las llamas crujían y lanzaban destellos. Los comediantes esperaban al borde del círculo, ensayaban, sus juguetes de fuego cortaban el aire con suspiros sonoros, acompasados. El olor a queroseno, denso y punzante, se percibía en el ambiente. Una serie de alambres atravesaban el prado, de acá para allá, una red de conexiones. Las chimeneas arrojaban llamas como se arroja el aliento, como dragones dormidos. Los fuegos artificiales aguardaban en silencio sobre el suelo, su ruido y su energía y su luz recluidos, preparados para la acción. Reinaba un curioso silencio donde yo me encontraba, en el ojo del huracán. Lo vi todo y no vi nada al mismo tiempo. Resultaba ensordecedor y silencioso a la vez. Me pregunté si serían las últimas imágenes que yo vería, los últimos sonidos que oiría. Me sorprendió descubrir lo mucho que me entristecía que fuera el final, si al final me marchaba.

No deseaba morir. Parecía tan injusto. Acababa de averiguar quién era yo.

Vi a Frank en primer lugar, ahora vestido de rojo y negro, disfrazado, avanzando hacia mí a través del suelo en llamas, la máscara cotidiana le había desaparecido del rostro, la máscara negra que llevaba no ocultaba su cólera en modo alguno.

Un hombre de mimbre y un niño iban cogidos de la mano detrás de él, sus siluetas iluminadas por las llamas contrastaban con el cielo negro. El ahogado grito del gentío, de pronto, se batió en retirada. Lo perdí. Solo estaba Frank.

Sabía lo que había hecho. Había ido a casa. Había metido a Helen en la cama. Le había dado una pastilla de más para que durmiera sin despertarse. Había fingido que él también se iba a la cama. Helen era su coartada. Yo sabía cómo funcionaba Frank. ¿No éramos iguales? Ahora venía a por mí, frío y resuelto, con nada sino la muerte en sus ojos.

¡Mierda!, pensé. Tal vez llegué a exclamarlo en voz alta.

—Floyd, ¿dónde estás?

Entonces, también vi a Floyd, que llegaba desde la otra dirección, derecho hacia nosotros. No sé cómo adiviné que era él. Feroz, deslumbrante y resplandeciente, el chico del circo resurgió de la deshonra, como el ave fénix de las cenizas. Frank nunca lo reconocería. Podría encontrarse a centímetros de nosotros y Frank no se daría cuenta. Nadie se daría cuenta.

Floyd era más alto de lo que yo creía posible, sus piernas en zancos, cubiertas de tela; su cara, ennegrecida, casi invisible bajo un gigantesco dragón en llamas; sus alas, guiadas por las varas de acero que llevaba en las manos; su espina dorsal, una masa de estandartes y banderas ondulantes; su cabeza, extrañamente móvil, elegante y fluida.

Me cortó la respiración.

Entonces, me la cortó Frank. Me agarró por la garganta y me trasladó, inadvertido, a pesar de mi peso beligerante, a pesar de mis patadas, manotazos y gritos ahogados, hasta la orilla del río, hasta una pendiente que la luz de las llamas no alcanzaba, adonde el sonido no llegaba. El agua emitía un resplandor extraño y verdoso bajo las luces. Pasaba de largo, inconsciente.

—Estás muerto —dijo Frank, y me arrojó con fuerza contra el suelo. Las piedras se me clavaron en la espalda, en el hombro y en las piernas.

—¿Cómo vas a matarme, Frank? —pregunté, el dolor y la rabia de mi voz sonaban a bravata—. ¿De la misma manera en la que mataste a Cassiel?

En ese momento, percibí algo en los arbustos, justo a mi izquierda. No lo vi, ni lo oí, solo lo sentí, como un jadeo. ¿Era Floyd? ¿Cómo había llegado tan deprisa? ¿Cómo lo había conseguido sin que lo viéramos?

Estaba ahí mismo. ¿Lo estaría grabando? ¿Iba mi muerte según lo previsto?

—¿Dónde está mi dinero? —preguntó Frank—. ¿Dónde lo has puesto?

—Se lo he dado a Cassiel —respondí—. Lo he ingresado a su nombre. Se lo ganó, ¿no te parece?

Entonces, me golpeó con fuerza en la cara con el dorso de la mano. Se me quedó entumecida unos instantes, no sentía nada, y luego el dolor se precipitó y llenó el repentino vacío, la mejilla me quemaba, la mandíbula me ardía. Me tambaleé, traté de levantarme de donde estaba, tirado sobre el barro y las piedras.

—De modo que lo estás robando —acusó—. Has ocupado su lugar y ahora te quedas con mi dinero.

—No quiero un solo penique —repliqué—. No quiero ninguna parte del motivo por el que mataste a Cassiel.

Me golpeó otra vez.

—¿Te arrojo también al Hombre de Mimbre? —preguntó—. ¿Te dejo sin sentido con las pastillas de Helen y te meto en sus tripas mientras las llamas le lamen las piernas? Me parece que ya eres demasiado grande para eso, quienquiera que seas. Creo que se te ha quedado pequeño.

—¿Es eso lo que le hiciste? —pregunté al tiempo que me escabullía de sus manos.

—Creo que me limitaré a ahogarte —respondió—. Creo que solo te caíste, te golpeaste la cabeza y tragaste agua del río. Una lástima, acababas de regresar. Una tragedia.

—¿Dónde está él? —pregunté—. ¿Dónde metiste a mi hermano?

—¿Tu hermano? —dijo Frank, y me volvió a golpear, con más fuerza esta vez, en un lado de la cabeza. Al mismo tiempo, el primer fuego artificial explotó por encima de nosotros, un aullante y aterrorizado relámpago de luz blanca que se abrió en un estallido y arrancó suspiros a las bocas de la multitud e iluminó la expresión de puro odio en el rostro de Frank—. ¿Quién eres? —preguntó mientras me agarraba del pelo y me ponía de pie.

Me dolía la mandíbula, la cabeza me daba vueltas. Notaba un dolor punzante en la mejilla, como un pulso. El arbusto crujió, lo oí. Vi que alguien se movía en el interior.

—Soy Damiel Roadnight —respondí en voz alta por primera vez. El hecho de decirlo me provocaba una sensación de tristeza y de orgullo—. Tu hermano. Soy el gemelo de Cassiel. No sabías que existía, ¿verdad?

La multitud volvió a cantar ante los cohetes rojos y verdes, ante una explosión de plata que fue cayendo lentamente, como el agua que reluce bajo la luz del sol.

—Tú y yo no somos iguales, Frank —le dije mientras se preparaba para golpearme—. Pero Cassiel y yo sí lo éramos. Éramos idénticos. Regresé para vengarlo.

Y golpeé a Frank en un lado de la cabeza con tanta fuerza como pude, con una piedra que había cogido del suelo. Lo volví a golpear a medida que se desplomaba, perdió la consciencia y cayó, arrugado y flácido a mis pies.

Al mismo tiempo, vi el dragón de Floyd, que se apresuraba hacia nosotros desde donde se lanzaban los fuegos artificiales, desde donde las llamas subían hasta el armazón del Hombre de Mimbre, ardientes y, de pronto, estruendosas y crepitantes, iluminando el oscuro cielo, convirtiendo la noche en algo diferente al día. Floyd no se encontraba lo bastante cerca. No lo había conseguido. Los esfuerzos habían sido en vano. ¿Qué había imaginado yo entre los arbustos? ¿Qué había visto, qué había oído?

Una figura blanca, menuda, encorvada y nerviosa, con el negro pelo cardado y sombras grises bajo los ojos. Edie se levantó. Lo había escuchado todo. Sujetaba el teléfono con la mano temblorosa para que Floyd y yo lo viéramos. Lo había grabado todo.