21

Floyd dijo que lo que ocurriera a continuación dependía de mí. Dijo que, en su opinión, existían cuatro posibilidades.

—Primera. Podrías acudir a Frank —dijo— y contarle lo que sé, contarle lo que te he dicho.

—¿Por qué iba a hacer eso?

Floyd me miró. Sus ojos se veían muy oscuros, muy seguros, impertérritos.

—Hay un montón de dinero en juego —afirmó—. Frank y tú podríais decidir matarme, repartiros la fortuna y seguir con vuestras respectivas dobles vidas.

—No seas morboso.

—Tal vez quieras continuar siendo Cassiel Roadnight —dijo—, ¿verdad?

No le respondí.

—¿Cuál es la segunda? —pregunté.

—Segunda, me dejas fuera del asunto; pero Frank y tú acordáis guardaros vuestros secretos mutuamente. Eso podría funcionar.

—¿En qué sentido?

—Existe algo que no puedo probar debido a ti —respondió Floyd—, Si sigues siendo Cassiel, quiere decir que Cassiel no fue asesinado.

—Y pongo a salvo a Frank —concluí.

—Exacto. Y por esa razón a lo mejor no te mata.

Y por esa razón tú también podrías ponerte a salvo —Floyd trató de sonreírme—. Es una relación simbiótica, mutuamente beneficiosa —declaró—. Las estudiamos en el instituto, en Biología. Con los parásitos.

—Qué agradable.

—Bueno, no sirvo de nada sin ti, y Frank te necesita tanto como tú a él. Os podríais ayudar el uno al otro.

—Me imagino que sí —dije yo.

—Tienes que confiar en que Frank esté pensando lo mismo en este momento. De otro modo, date por muerto.

—¿Y qué pasa contigo? —pregunté—. Tú sabes que no soy él. ¿No dirías algo?

Floyd se echó a reír.

—¿Yo? —se extrañó—. ¿Estás de broma? ¿Quién me va a creer?

Tenía razón. Yo estaba a salvo hasta cuando quisiera. A salvo, si es que se podía llamar así.

—Tercera —prosiguió—. Sacas el dinero y ya está. Sacas el dinero y te vas a otro sitio a ser Chap Nada. Tienes el número pin.

—Y tú también. ¿Cómo es que no lo has sacado ya?

—No quiero dinero manchado con la sangre de Cassiel —explicó Floyd—. Prefiero no tener nada.

—¿Y la cuarta? —pregunté.

—Ah, sí, la cuarta —Floyd esbozó una amplia sonrisa—. Esa es mi preferida. La cuarta es que pillamos a Frank.

Cogió una piedra y la estrelló contra la orilla, desintegrando otras piedras más pequeñas, dejando a la vista las relucientes heridas en su interior.

—¿Cómo? —pregunté.

—Sé cómo hacerlo. Pero no creo que lo pueda conseguir si ti. Tienes que tomar una decisión.

La madriguera ya no estaba vacía. El hombre y su perro se habían marchado, pero una pandilla de ocho o nueve niños se acercaba, y una mujer con su bebé, y una pareja cogida de la mano.

—Deberías irte —dijo.

—¿Adónde?

—Volver a la casa.

—¿Y qué hago?

—Comprueba el terreno. Decídete.

No daba crédito a que dejara la decisión en mis manos. ¿Me salvaba a mí mismo y seguía siendo Cassiel Roadnight, en precario equilibrio con Frank, pero aun así en equilibrio? ¿Me marchaba, convertido en millonario? ¿O tiraba todo por la borda, incluyendo a Frank?

¿Castigaba al asesino de Cassiel o me aprovechaba de su muerte?

Floyd me había puesto al tanto de todo y ahora me dejaba elegir. Posiblemente era lo más generoso, lo más temerario que nadie había hecho por mí. Desde que me separé del abuelo.

—He tomado una decisión —declaré—. Ya me he decidido.

—No —dijo Floyd—. No lo puedes hacer así. No lo puedes hacer tan deprisa.

—Sí que puedo.

—Por favor. No. Vete a casa y piénsalo. Vete a casa y llámame mañana.

—¿Irme a casa y arriesgarme a pasar otra noche con Frank?

—Finge que estás de su parte —sugirió Floyd—. Finge que vas a escoger la primera opción.

—¿Dónde ocurrió? —pregunté.

—¿Qué?

—Lo de Cassiel. ¿Dónde lo mató Frank?

—Aquí mismo —respondió Floyd—. En alguna parte de este prado, la noche de Hay on Fire, cuando estaba abarrotado de gente.

—¿Está enterrado por aquí cerca?

Floyd asintió.

—Eso creo.

—¿Cómo lo hizo Frank?

—No tengo ni idea —respondió—. Ojalá lo supiera.

Preparé el baño y, esta vez, me metí en la bañera. Me quedé tumbado en el agua caliente, tranquila, robada, y me puse a pensar.

En eso iba pensando cuando llegué a la casa. Abrí la puerta, entré en la cocina y todos estaban ahí, preparando el desayuno, recogiendo, y apenas conseguía verlos, porque solo podía pensar en dónde estaría Cassiel. Cómo lo había matado Frank. Qué había hecho con su cadáver.

Frank ofrecía una apariencia perfecta, alarmante, escalofriantemente normal. Levantó la vista desde la mesa, sonrió y se llevó a la boca una cucharada de cereales. No parpadeó. No se inmutó.

—Hola, hermanito —dijo con la boca llena, y me guiñó un ojo.

Me guiñó un ojo.

Le sonreí.

—Hola.

Frank ya se había decidido sobre la opción que yo elegiría. Que pensara eso. Que lo pensara.

Helen me dio un beso en la mejilla y me rodeó la cintura con el brazo. Apoyó la cabeza en mi hombro. Edie estaba atareada junto al fregadero. No levantó la vista.

Los echaría de menos. Me descubrí contemplando la cocina como si fuera la última vez que fuera a verla. Me descubrí observándolos como si supiera que no los volvería a ver.

—Aún sigues con esa ropa —observó Helen.

—Ya lo sé.

—Es como si hubieras dormido así vestido.

—Eso he hecho.

—Hay mucha agua caliente —dijo Edie—. Date un baño, Cass, por tu bien y por el nuestro.

Me eché a reír.

—Vale. Ya voy. Ya voy.

—Sí, vete —dijo Edie—. Es lo que trataba de decirte.

—Mira —dije mientras salía al pasillo y abría la puerta que daba a las escaleras—. Me voy. Me he ido.

—Me alegro —respondió elevando la voz a mis espaldas.

—¡Edie! —exclamó Helen.

Sí, en efecto. Al día siguiente o al cabo de dos días, cuando el asunto se terminara, me marcharía para siempre.

Frank subió y llamó a la puerta. Yo estaba recostado, con la mitad de la cabeza debajo del agua. Escuchaba el sonoro goteo del grifo, y el susurro y el gluglú de mi cuerpo al moverse en la bañera. Al principio, no lo oí.

Volvió a llamar, un poco más fuerte.

—Cassiel —dijo—, ¿puedo entrar?

—No —respondí. Ni hablar.

Hablaba en voz baja, pegado a la puerta, a través de la madera. Recordé la primera vez que hablé con él por teléfono, cómo sus labios lo rozaban, lo alto que me sonaba en el oído. Me pregunté por qué entonces no me habían parecido amenazantes su fría y serena confianza, su absoluta ausencia de sorpresa. Recordé que me agarró de la cara al verme, me examinó porque sabía que era una réplica, porque sabía que era una falsificación. No me había dado cuenta. Había estado tan vigilante, tan alerta, y aun así no me había dado cuenta.

La gente ve lo que quiere ver, es lo que Floyd me había dicho. Ve lo que espera, quiere y necesita. Yo no era una excepción. Floyd estaba en lo cierto. Había visto a un hermano mayor. Había visto lo que quería ver.

La voz de Frank era suave, apagada y depredadora.

—Siento lo de ayer —dijo—, siento haberme marchado.

—Está bien.

—Ahora entiendo —prosiguió— lo que querías decir. Te entiendo a la perfección. Creo que nos entendemos mutuamente.

—Sí, Frank —respondí.

—Porque somos iguales, ¿verdad?, tú y yo —dijo—. Y nos necesitamos el uno al otro.

Sumergí la cabeza. Abrí el grifo del agua caliente con el pie. Escuché cómo el estruendo de agua aterrizaba en la bañera y luego salí a la superficie en busca de aire.

—Sí —le dije elevando la voz—. Tienes razón, Frank. Somos exactamente iguales.

Me quedé allí tumbado y pensé en aquella familia amable, corriente y afectuosa, en aquella vida perfecta que tanto había deseado, aquella porción de normalidad que había cogido sin pedir permiso. Pensé en mi propia familia, dondequiera que estuviera, y en si se acordaría de mí en algún momento, si conocía siquiera mi existencia. Pensé en Cassiel, que había sido asesinado por su propio hermano y luego robado por mí mientras él yacía en su tumba.

Supe lo que iba a hacer desde el momento mismo en el que Floyd se sentó a mi lado junto al río y expuso mis posibilidades, desde el momento en el que me contó la verdad. No era cuestión de decidir.

Iba a ir a por Frank. Iba a encontrar a Cassiel Roadnight y a llevarlo de vuelta a casa. No importaba lo que me pudiera suceder. Me traía sin cuidado lo que pudiera merecer. Había llegado la hora de enmendar las cosas.

No puedes robar una vida sin más. No puedes ser otra persona y salir impune. Al final, tienes que devolverlo todo.

Llamé a Floyd. Volví a robar el teléfono de Edie y lo llamé desde mi habitación. Le dije que me había decidido. Le dije que no había decisión que tomar.

Fue una tarde extraña, afable, tensa. Después del almuerzo, Helen y Frank se fueron de compras. Edie y yo jugamos a las cartas. Nadie tenía trabajo por hacer. Nadie hizo nada. Como si fuera domingo. Así lo dije.

—Es como si aquí siempre fuera fin de semana —dije.

—¿A qué te refieres?

—No ocurre nada.

—Nos pasamos el día cruzados de brazos, a eso te refieres —dijo Edie—, gastando el dinero de Frank.

La idea me dejó frío. Si supieran de dónde venía el dinero de Frank… Si supieran quién había muerto por ese dinero…

—Lo sé —prosiguió ella—. Me podría morir de aburrimiento.

—Pues haz algo.

—¿Como qué?

—Vete de aquí —propuse—. Busca trabajo. Ve a la universidad.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó—. ¿Qué se me da bien?

—Muchas cosas. Puedes hacer lo que te propongas.

—Déjate de chorradas —replicó—. ¿Qué has estado leyendo?

—Vale —claudiqué—. Puedes intentar hacer lo que te propongas.

—Así está mejor.

—Ve a la escuela de Bellas Artes —sugerí—. Haz algo que mole. Deja de aburrirte y de gastar el dinero de Frank. No merece la pena.

Me miró de una forma extraña.

—Vale, Cass. Lo haré. Gracias por el consejo.

—De nada.

Miró sus cartas.

—He ganado —anunció—. Me voy. Te he dado una paliza.

Me fui a la cama temprano. Estaba destrozado por no haber dormido la noche anterior. No sabía cómo iba a dormir aquella noche tampoco, cómo iba a ser posible con Frank en la habitación al otro lado del rellano. Sabía que podía entrar y matarme en cualquier momento, en el instante que quisiera. Tenía que confiar en que me creyese. Que yo era igual que él. Que estaba metido en el asunto por dinero. Si él pensaba eso, tal vez me sería posible sobrevivir a la noche.

—Traspasa el dinero —lo insté.

La voz de Floyd al otro extremo de la línea sonaba tan amortiguada como la mía, e igual de apremiante.

—¿Qué?

—Golpéalo donde duele —dije—. Hazlo ahora, antes de que se le ocurra a él, si no es demasiado tarde.

—Ya he pensado en eso —dijo—. Igual ya lo ha traspasado.

—Echa una ojeada —sugerí—. Si lo ha sacado, no pasa nada. No estará por aquí mucho más tiempo para poder gastárselo. Si no lo ha hecho, abre una cuenta nueva e ingresa el dinero. Róbaselo a Frank.

—¿A qué nombre pongo la cuenta?

—A tu nombre. Me da igual.

—No puedo hacer eso. No puede ser un nombre verdadero. Estamos hablando de un millón de libras, por todos los santos.

—Chap Hathaway —dije—. Pon ese nombre.

—¿Eres tú? —preguntó—. Así que vas a desaparecer con el dinero…

—No quiero el dinero de Frank —repliqué—. No quiero un solo penique.

—De acuerdo.

—Y no es mi nombre —puntualicé—. No sé cómo me llamo, ya te lo dije. No tengo nombre.

—Chap Hathaway —dijo Floyd.

—No, espera —dije yo—. Tengo una idea mejor. Ponlo a nombre de Cassiel.

—¿Por qué?

—Porque el dinero es suyo. Porque es la razón por la que murió.

—¿Y no vas a… ?

—Ya te lo he dicho —respondí—. No lo quiero. Ya no soy él. Después de esto, no pienso quedarme.

—Es muy considerado por tu parte —comentó Floyd.

—¿A qué te refieres?

—Podrías tenerlo todo ahora, si quisieras —dijo—. Es muy considerado por tu parte regalarlo.

—No es mío, no puedo regalarlo —repliqué.

—Aun así.

—Es lo que tiene que ser —concluí—. Me remordería la conciencia si hiciera cualquier otra cosa.

Nos despedimos.

—¿Cómo va a ser? —pregunté—. ¿Qué vamos a hacer?

—Va a suceder en Hay on Fire —respondió—. Va a suceder exactamente igual que antes.

Hay on Fire. El 5 de noviembre.

—No duermas —advirtió—. Cierra tu puerta con pestillo.

—Gracias —respondí—. Intentaré mantenerme con vida.

Devolví el teléfono de Edie y volví a colocar la silla debajo del pomo de la puerta. Me tumbé en la cama, demasiado asustado para conciliar el sueño y demasiado cansado para no hacerlo. Incluso cuando me dormí soñé que estaba tumbado, despierto, en aquella habitación, aguzando el oído por si venía Frank, esperando mi propia muerte.

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Fue Helen quien me despertó en mitad de la noche, y no Frank. Me suplicó entre susurros que le permitiera entrar.

Abrí la puerta para que dejara de hablar, más que nada. La abrí y me volví a meter en la cama, porque quería que estuviera callada. Se sentó a mi lado. Escuchamos el silencio de la casa. Escuchamos juntos la ausencia de sonido. Deseé volver a atrancar la puerta con la silla. Deseé que todo terminara.

—¿Es por lo que te dije? —preguntó.

—¿Qué?

—¿Te escapaste por lo que te dije?

No la entendía. No era Cassiel, de modo que no sabía de qué estaba hablando.

—Necesito que me digas si esa fue la razón —insistió. Me cogió la mano, la llevó a su regazo y la sujetó.

No hablé. Intenté ver su cara en la oscuridad, pero no quería que ella viera la mía, de modo que mantuve la luz apagada.

—Te lo dije porque pensaba que debías saberlo —explicó—. No tenía intención de hacerte sufrir.

—No me hiciste sufrir —respondí.

—Sé que no es verdad, Cassiel —dijo—. Él es una parte de ti y siempre lo será. Cuando eres gemelo, funciona así.

No entendía lo que me estaba diciendo. Me notaba el cerebro denso y lento por el desconcierto.

—¿Qué? ¿Qué has dicho?

Encendí la luz. Helen recogió mi camisa manchada de barro y la dobló, creo que sin darse cuenta, solo por hacer algo.

—Llegasteis juntos a este mundo —declaró, mientras el silencio de la casa hervía y susurraba a nuestro alrededor—. Damiel y tú. No quería que pasaras toda tu vida sin saber de él. ¿Qué estuvo mal? ¿Hice mal en contártelo? O acaso esperé demasiado tiempo. ¿Fue eso?

Damiel.

Un nombre así no se te olvida. Es como me había llamado la chica. Según me dijo el abuelo.

—¿Dónde está? —pregunté mientras clavaba mi mirada en ella y trataba de mantener la voz baja—. Nadie me lo dijo. Nadie antes me habló de Damiel.

Helen negó con la cabeza.

—Se fue —respondió—. Y nadie lo sabe. Te lo dije. Fue una época terrible. Frank y Edie estaban en un centro de protección de menores cuando nacisteis, cuando os separaron a los dos de mí. Nunca les hablé de él.

La habitación daba vueltas. Me bajé de la cama, me apoyé en el alféizar de la ventana y tuve arcadas, aunque no conseguí devolver.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Helen—. ¿Qué te pasa?

—¿Nos separaron a los dos? —pregunté.

Me acordé de la primera vez que vi la foto de Cassiel, de cómo me había parecido estar mirando mi propia foto. Recuerdo el asombro, la idea de que ahí fuera, en algún lugar, había una persona a la que no conocía, con la que no tenía nada que ver, que tenía exactamente el mismo aspecto que yo. Pensé que era un milagro, un universo paralelo, una doble vida. No se me pasó por la imaginación que podría estar mirando a mi gemelo.

—Cassiel, ¿qué pasa? —preguntó—. Te conté todo esto. Te lo conté hace tiempo.

—Se me debió de olvidar —respondí. Mi voz sonaba extraña. Helen pensó que estaba siendo sarcástico.

—No —dijo—. No hagas eso.

—¿Crees que me marché porque me lo contaste? —pregunté.

Hizo un gesto de asentimiento al tiempo que examinaba mi semblante en busca de la respuesta que necesitaba, y no encontró nada más que náuseas, conmoción y el cierre de un círculo terrible.

—O porque no te lo había contado antes.

—Cuéntamelo otra vez —le pedí.

—¿Por qué?

—Por favor —insistí—. No me preguntes. Comienza desde el principio. Cuéntamelo otra vez.

—Tu padre murió —dijo Helen, con la vista hacia delante, no me miraba a mí, sino a la habitación en penumbra—. Tu padre murió antes de que nacierais. Antes de que supiéramos que erais gemelos. Nunca lo supo.

—¿Cómo murió? —pregunté.

—Ya lo sabes —respondió—. ¿Por qué me lo preguntas?

—Haz como si no lo supiera —repliqué—. Continúa.

—Fue un accidente —dijo—. En el trabajo.

—Ya.

—Se cayó, se golpeó la cabeza y… —dejó de hablar. Me hizo señas para que regresara y me sentara junto a ella, en la cama.

—Siento que muriera —dije.

—Sé que lo sientes —encerró mi mano entre las suyas—. Tu padre murió y yo tenía dos niños pequeños, ningún familiar con quien pudiera contar y un bebé en camino.

—Dos bebés —puntualicé.

—Sí. Dos bebés. Y no fui capaz de afrontarlo. Os fallé a todos. Aquellos pobres niños —dijo con la voz quebrada, mientras se sorbía las lágrimas.

—Sigue —la insté—. Por favor, no pares.

—Frank tenía casi ocho años —prosiguió—, y trataba de dirigir la familia. Fue duro para él. Se llevó la peor parte. Edie solo tenía dos años. Me desmoroné.

—¿Qué pasó? —pregunté.

—Perdí a mis hijos. Por su propio bien. Perdí la cabeza.

Llevaron a Frank y a Edie a un centro de menores, eso me contó Helen, y cuando nacieron los gemelos, Cassiel y Damiel, también los llevaron a ellos.

—Solo hasta que pude organizarme —explicó—. Hasta que pude recobrarme.

Tardó casi tres años.

—Cuando os recuperé —dijo—, no os conocíais. Tú, Edie y Frank. A Frank no le gustaba tu presencia. Pensaba que no era tu sitio. No pude decírselo.

—¿Decirle qué?

Batalló, ganó y recuperó a sus hijos. A todos menos a uno.

—No pude decirle lo de Damiel —respondió—. Tu hermano gemelo murió en un incendio cuando tenía dos años.

Se produjo un clamor en mi cabeza, un ruido constante, cegador, blanco. Me miré las manos, sobre la cama. No las veía con claridad.

—Cuando me lo contaron, pensé que nunca regresarías —explicó—. Pensé que me moriría del disgusto. No quise que Frank y Edie pasaran por lo mismo. Ni siquiera lo habían conocido.

No me sentía capaz de ver, respirar o tragar.

—Tú estabas allí —dijo—. Te rescataron. Pero a él nunca lo encontraron.

No pude decirlo. No hablé.

—Pensaron que se había carbonizado en el incendio —dijo frotando mi mano, como para calentarse—. Damiel y también otro de los críos del centro de acogida, un adolescente.

—Una chica —dije yo.

—Sí, te lo conté, ¿verdad? Era una chica.

No, no me lo contaste —quise responder—. Lo sabía.

—¿Lo sentiste alguna vez? —me preguntó.

—¿Qué? —dije, pero entendía a qué se estaba refiriendo.

El hambre que no se saciaba con comida. El ansia que no se aliviaba con amor, drogas o sueño. El hueco imposible de llenar entre el resto del mundo y yo.

—¿Qué? —volví a decir. Luego añadí—: Sí. Todo el tiempo.

Y al hablar, me hundí en la cama y apoyé mi cabeza en Helen. Fue cuanto se me ocurrió para no acurrucarme en su regazo y hacer que me acunara hasta dormirme, a pesar de mi metro ochenta de altura.

Fue cuanto se me ocurrió para no volverme loco por el dolor, por el hecho de que todo llegara demasiado tarde. Porque aquella era mi madre. No la había robado, no la había tomado prestada, era mía.

Yo no era Chap. Había dejado de ser nadie.

Me llamaba Damiel.

Pero ¿cómo podría contárselo?

El gemelo que nunca supe que tenía, el gemelo que acababa de encontrar, el chico cuya cara vi en un cartel de desaparecidos, cuya cara reconocí como la mía propia, estaba muerto. Su cadáver, enterrado en el prado comunal; su asesino, vivo, en la habitación de al lado. Y yo me estaba haciendo pasar por él.

Helen respiraba suave y regularmente a mi lado, sobre la cama. Me tenía cogido de la mano.

¿Qué haría si yo se lo contara? ¿Hasta qué punto se quebraría si conociera la verdad acerca de sus hijos varones? Que uno estaba muerto, otro era un asesino y el tercero era un ladrón, un farsante y un embustero.

Traté de pensar con claridad. Traté de decidir qué hacer a continuación.

Al día siguiente se celebraba Hay on Fire, y Frank iba a pagar por lo que había hecho. Quería asegurarme de eso.

Y para que Frank pagase, yo tendría que decir la verdad.

Helen tendría que enterarse.

Había perdido a un hijo, pero no a Damiel.

El incendio no me mató.

El hermano gemelo de Cassiel estaba ahí sentado, justo al lado de ella. El hermano gemelo de Cassiel era yo.