20

Frank regresó en mitad de la noche. Yo estaba en la cama, encima de las mantas, exhausto y completamente despierto, aún vestido con mi ropa manchada de barro. Lo oí. Entró en el patio con el coche, lentamente, sin luces. Apagó el motor y se quedó sentado. Se produjo un prolongado silencio entre el apagado del motor y el sonido de la puerta al abrirse y cerrarse. Trató de cerrarla sin hacer mucho ruido.

¿Estaba siendo considerado procurando no despertarnos? ¿O es que estaba entrando sigilosamente porque había vuelto a por mí?

Accedió al interior con silenciosa cautela. Las llaves tintinearon ligeramente en el cerrojo, el pestillo raspó un poco cuando lo descorrió. Oí la cola del perro, que chocaba contra algo al agitarse. Oí la voz de Frank y cómo el perro soltaba un gruñido de amistosa decepción. Frank se quitó los zapatos y los colocó cuidadosamente al pie de las escaleras. Me lo imaginé haciéndolo.

Seguí tumbado, rígido de miedo, atento al movimiento más insignificante, al ruido más insignificante. Sus pies susurraron en los escalones y a lo largo del pasillo y se detuvieron frente a mi puerta. La había atrancado con una silla. Me había atrincherado en la habitación.

El agua seguía en la bañera, fría como el hielo e inmóvil como una roca. La ropa de Frank seguía tirada en el suelo. No salí del cuarto de baño hasta que Helen y Edie me dieron por imposible. No salí hasta que supe que ambas estaban dormidas.

Creo que Frank y yo nos oímos el uno al otro a ambos lados de la puerta. Creo que ambos sabíamos que el otro estaba escuchando.

No estoy seguro de cuánto rato se quedó allí. El tiempo se detuvo. Ya no podía fiarme del tiempo. Suspiró con suavidad y entró en su habitación, cerró la puerta. Oí que también se atrincheraba, oí el nítido clic de la llave en la cerradura.

Me pasé toda la noche en vela. Me pregunto si él durmió.

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Por la mañana, antes de que alguno se despertara, cogí el teléfono de Edie de la mesa de la cocina y llamé a Floyd.

Era muy temprano. Sabía que lo iba a despertar.

—¿Quién es? —dijo.

—Soy Cassiel.

—Ni hablar. No eres Cassiel. ¿Quién eres?

Pensé que no me oía bien. Salí fuera para tener mejor cobertura.

—¿Por qué me pediste que le dijera eso a Frank? —pregunté—. ¿Qué significaba?

Oí que se movía, se incorporaba en la cama.

—¿Cómo se lo tomó? —preguntó—. ¿Qué hizo?

—No le gustó. Se asustó. Cambió. Me asustó a mí. ¿Qué está pasando, Floyd?

—Queda conmigo —propuso—. Quedemos en la madriguera otra vez.

Le pregunté si podía fiarme de él.

—No —respondió—. No puedes. No te puedes fiar de nadie.

Miré mi reflejo en las ventanas húmedas y empañadas de la cocina, solté el aire de mis mejillas.

—¿Vas a venir? —preguntó.

—Estaré ahí en una hora —respondí—. Salgo andando ahora mismo.

—Vigila tus espaldas —me advirtió Floyd—. Estate pendiente de Frank durante el trayecto.

—¿Por qué?

—Ya no estás a salvo —respondió—. Por eso.

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Floyd llegó antes que yo. No había nadie, excepto nosotros. El Hombre de Mimbre había crecido. Ahí estaban sus piernas y su abdomen, estirados sobre la hierba, como si estuviera tumbado, los dos tercios de él que existían.

—Nos quedaremos aquí —decidió Floyd—, al aire libre, para poder ver quién viene.

—¿Hablas en serio? —pregunté, aunque sabía que así era.

Lancé una piedra al río. Rebotó seis veces y luego se hundió con un burbujeo. El agua discurría rápida, enfurecida y ruidosa.

—¿Qué está pasando, Floyd? —pregunté.

—Ya lo sabes —respondió.

—¿Por qué me pediste que le dijera eso a Frank? ¿Por qué de pronto me encuentro en peligro?

Floyd recogió un puñado de piedras y las fue soltando.

—Puede que estés en peligro —dijo—. O no.

—¿De qué va todo esto? —le pregunté.

—No eres Cassiel —declaró.

La última piedra cayó de su mano con un golpe sonoro. Lo único que yo oía era el agua, el viento en los árboles y el sonido de Floyd, que esperaba.

—¿Qué? —dije.

—Sé que no eres Cassiel —respondió, y clavó su mirada en mí—. Y sé que Frank también lo sabe.

No discutí. Ni me molesté. Floyd estaba convencido, me daba cuenta, y tenía razón. Me dejé caer hasta quedarme agazapado a la orilla del río, con una mano en la cabeza, otra mano en la fría humedad. Guardé silencio.

—Te pareces tanto a él —prosiguió—. Es extraordinario, en serio.

—Y ahora, ¿qué pasa? —pregunté.

Sus ojos y su voz resultaban tan duros como la arcilla seca.

—Quiero saber algunas cosas.

—¿Como cuáles?

—Como ¿de verdad no eres él? —dijo—. ¿De verdad no eres tú?

—No soy yo —respondí, y luego me eché a reír por cómo sonaba.

—Entonces, ¿quién eres?

Le dije a Floyd que no importaba. Le dije que yo no era nadie. Noté ese hueco antiguo y familiar donde debería hallarse aquella información. Noté la ausencia de mi propia familia con la misma intensidad de siempre.

—Sí que importa —replicó.

—Lo que no significa que puedan cambiar las cosas —insistí—. No soy nadie. Es la pura realidad.

Floyd no tenía una respuesta para eso.

—¿Por qué ibas a hacer algo así? —preguntó—. ¿Por qué te harías pasar por Cassiel? —ignoré la pregunta. La formuló por segunda vez—. ¿Por qué ibas a hacer algo así?

Esperé un minuto antes de responder. Me limité a disfrutar del gorgoteo del agua sobre las piedras, del ruido de los pájaros y del espacio abierto. Disfruté de la presencia de Floyd, de pie a mi lado, como si solo fuéramos dos amigos que hubieran salido a dar un paseo.

—Pasó, sin más —respondí—. No supe pararlo.

Floyd sacudió la cabeza lentamente, la expresión de su rostro resultaba mitad sonriente, mitad apesadumbrada.

—¿Cómo es posible que ocurra algo así? —preguntó.

No me apetecía hablar del tema. Quería quedarme y quería salir corriendo al mismo tiempo.

—Te pareces tanto a él —repitió.

—Lo siento.

—Te pareces tanto, que casi me creo que eres él de verdad.

—Bueno, pues no lo soy —insistí—. No soy él. Ojalá lo fuera.

—¿Por qué? —preguntó Floyd, apenas capaz de disimular la repugnancia en su voz—. ¿Por qué ibas a querer ser otra persona? ¿Por qué le robaste a otro de esa manera?

Me acordé de aquel momento, en el albergue, encerrado en un almacén, mirando la cara de Cassiel Roadnight y viendo la mía propia.

—Porque me lo pusieron en bandeja —respondí—. Porque no soy nadie y no tengo a nadie. Porque, en realidad, no tenía nada que perder.

—Te miro y aún lo veo a él —dijo Floyd—, aunque sepa la verdad.

—En ese caso, no me mires —repliqué—. Lamento lo que hice, pero no puedo evitar mi aspecto físico.

No dejó de mirarme. Yo era como una falsificación de gran calidad, me figuro, y Floyd era un experto, me examinaba en busca de diferencias, de pequeños detalles que se habían pasado por alto.

Le pregunté cómo lo había sabido.

Entonces, Floyd apartó la vista.

—No lo supe inmediatamente. Pero al darme cuenta, la verdad es que era obvio. Sois muy diferentes.

—¿En qué sentido?

—Para empezar, Cassiel no era mi amigo —respondió Floyd—. Para él, yo era puro chiste. La única vez que me pidió algo fue en Hay on Fire, la noche en la que él…

—¿Y así es como te diste cuenta?

—No sabías nada —explicó—. Hiciste un montón de preguntas.

—Es cierto.

Se encogió de hombros y sonrió.

—Y, por extraño que parezca, eres más agradable de lo que era él. Eres distinto, eso es todo.

—Acabas de decir que éramos iguales.

—Si no miras, lo sois. Pero yo miro de verdad.

—¿Es que no lo hace todo el mundo?

—La gente no mira —argumentó Floyd—. La gente ve. No es lo mismo.

—¿En qué sentido?

—La gente ve lo que espera ver, lo que necesita ver. Edie y Helen vieron lo que necesitaban.

—¿Y tú?

Floyd se encogió de hombros.

—Supongo que soy uno de los pocos que no necesitaban que Cassiel regresara. Así que te pude distinguir.

—¿Y Frank?

—Frank sabe que no eres su hermano. Lo supo desde el principio.

Pensé en Frank, en cómo me había dado la bienvenida. Volví a notar su abrazo fraternal, su calidez, su emoción y afecto. ¿De verdad podía haber sido una impostura? ¿De verdad era un mentiroso tan experto? ¿Tan frío, calculador y cruel?

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —pregunté.

—Porque Frank lo mató —declaró Floyd—. Frank mató a Cassiel.

—Eso dijiste —le recordé—. Y nadie te creyó.

—Pero tú me crees —dijo Floyd—. Creo que me crees.

Le pregunté por qué si Frank sabía quién era yo (o quién no era), no había dicho nada. Por qué no me había expulsado de la casa, entregado a la policía o abandonado a mi suerte.

—¿Por qué estuvo tan amable conmigo? —pregunté.

—No estás pensando con claridad —dijo Floyd.

Respondí que estaba demasiado cansado para pensar.

—Frank nunca te va a delatar —afirmó Floyd.

—¿Por qué no?

—Te necesita, si te paras a pensarlo. Frank te necesita más que nadie.

Si Floyd estaba en lo cierto, y Frank había matado a Cassiel, yo era su coartada. Mientras yo estuviera allí, mientras fuera su hermano, era la prueba de que Cassiel continuaba vivo.

Resultaba evidente, si te fijabas bien. Y resultaba escalofriante. Había caído en mi propia trampa.

Si Floyd tenía razón, Cassiel estaba muerto y yo vivía con su asesino. Si Cassiel estaba muerto, Frank y yo compartíamos un secreto terrible y nos necesitábamos mutuamente para guardarlo.

Pero ¿cómo podía Floyd estar tan seguro?

—Dime quién eres —dijo de nuevo.

—Nadie.

—¿Cómo se puede ser nadie? ¿Qué significa eso?

—Me desperté un día y estaba solo, y nada de lo que sabía era verdad —expliqué—. Ni siquiera mi nombre. Eso es lo que significa.

—¿Cuál es tu nombre?

Me encogí de hombros.

—No tengo.

—¿Cómo te llama la gente, aparte de Cassiel Roadnight?

—Mi abuelo me llamaba Chap —respondí.

—Chap.

—Eso es, pero no me llamo así. Y él no era mi abuelo. No éramos familia.

—Chap ¿qué más?

—Chap nada.

—¿Dónde vives, Chap Nada?

Lo miré.

—¿Por qué quieres saberlo? ¿Vas a enviarme allí, de vuelta?

—¿Dónde están tu padre y tu madre? —preguntó.

—No tengo padre ni madre —respondí—. No tengo a nadie. Vivo donde me apetece.

—¿Te escapaste? —preguntó.

—Nadie me está buscando, si ahí es a donde quieres llegar —respondí—. Nadie me echa de menos. No me escapé. Me perdí. No existo.

—Sí, claro que existes —afirmó Floyd—. Estás sentado aquí mismo. Te veo.

—Bueno, pues eres el único.

Le pregunté por qué estaba tan seguro de que Cassiel estaba muerto. Le pregunté por qué estaba tan convencido de que Frank lo había matado cuando ni siquiera la policía había prestado atención, cuando el pueblo entero pensaba que era una idea descabellada.

—No estuve seguro hasta esta mañana —respondió—. Lo sabía, pero no estuve seguro hasta que me llamaste.

Le pregunté qué había pasado, qué había cambiado.

—El señor Artemis —dijo Floyd.

—¿Quién es? —pregunté yo—. A ver, ¿quién es el señor Artemis? ¿Se trata de un código? Es lo que me pareció.

Floyd negó con la cabeza.

—No es un código —respondió—. Es la parte más oscura del secreto oscuro de Frank.

—Pues dime qué es. Y cómo te has enterado.

Floyd se rio suavemente para sus adentros.

—¿Qué te hace tanta gracia? —pregunté.

—Frank se va a cagar en los pantalones de un momento a otro.

—Dime por qué exactamente.

—Solo Cassiel conocía la verdad sobre el señor Artemis. Solo Cassiel y Frank. Nadie más en el mundo lo sabía, y por eso Frank tuvo que matarlo.

—Tú tienes información sobre él.

—Solo por lo que Cassiel me dio la noche en la que desapareció. Solo porque conseguí descifrarlo.

—No lo comprendo.

—Para Frank —explicó—, o eres Cassiel, que ha regresado de entre los muertos, o eres su coartada perfecta y hermética, y ahora acabas de originar una filtración inmensa. De un modo u otro, Frank va a taparla con ladrillos. Está otra vez como al principio.

Me acordé de la cara de Frank, del horror que había visto en ella, el destello de otra persona por debajo, caótica, lunática, malvada.

—¿Qué me dices de Edie? —pregunté—. ¿Y de Helen?

Floyd negó con la cabeza.

—No saben nada —respondió—. Apostaría mi vida a que no.

—O la mía —repliqué con tono algo cortante—. Por lo que se ve, es mi vida la que estás apostando.

Un hombre y un perro abrieron la verja que conducía del sendero a la madriguera. Las bisagras chirriaron y la verja se cerró con un gruñido. No estaba tan cerca, el sonido fue muy tenue, pero ambos levantamos la vista. Floyd levantó la vista y se agachó al mismo tiempo.

—¿Es Frank?

—Desde aquí no estoy seguro.

Pensé en lo desierto que estaba aquel lugar. En lo fácilmente que Frank podría acudir, matarnos a los dos y alejarse sin un solo testigo, sin que nadie lo viera excepto la hierba, los árboles y el río. La hierba, los árboles y el río nunca me habían parecido tan despiadados, nunca me habían parecido tan inútiles.

Todo ese tiempo había estado preocupado por si Frank me descubría, por si Cassiel se presentaba. Me lo podía haber ahorrado. Estaba a salvo en el lugar de Cassiel, la pieza perfecta en el puzle de Frank. Estaba en casa, libre, y ni siquiera me había enterado.

Y el señor Artemis lo había echado todo a perder. Floyd había provocado que yo lo echara a perder.

Quería enfadarme con él, pero no podía. ¿No era mucho peor lo que yo había hecho?

—No es Frank —declaró Floyd—, porque no es su perro. Y me parece que ese tío tiene el pelo gris.

—Vale —dije yo—. Háblame del señor Artemis. Dime cómo puedes probar que Frank es un asesino, y luego dime lo que se supone que debemos hacer al respecto.

Guardó silencio unos instantes. Permanecimos sentados de espaldas al agua, escudriñando el prado comunal.

Entonces, Floyd dijo que no era tonto. Dijo que quizá lo pareciera. Estaba dispuesto a reconocerlo.

—La gente ve lo que quiere ver, ¿te acuerdas? —dijo.

—No pareces tonto —repliqué—. Pareces raro.

—Por estas tierras, raro equivale a tonto —dijo—. Este pueblo no se anda por las ramas.

No sabía por qué me decía todo eso. No consideraba que viniera al caso.

Le pregunté por qué Frank no lo había perseguido.

—¿Cómo es que no fue a por ti cuando lo acusaste? —pregunté—. Si mató a Cassiel solo por lo que sabía, ¿cómo es que tú no estás muerto por haber acudido a la policía? ¿Qué te mantiene a salvo?

Floyd se encogió de hombros.

—Frank destruyó las pruebas —dijo, aún observando al hombre y a su perro—. Estoy seguro de que lo primero que hizo fue arrojar al fuego todas las cosas de Cassiel, cree que no queda nada que pueda incriminarlo.

—Es verdad.

—Y le pareció que yo era demasiado tonto como para tomarse la molestia, como le ocurre a todo el mundo.

—Vale —dije yo—. Estás vivo porque eres tonto.

—Esa es la cuestión —dijo él—, que no soy tonto. Hice copias.

—¿Copias?

Me dedicó una sonrisa pequeña, tímida, orgullosa.

—De todo lo que Cassiel guardaba en la bolsa que me dio. De todo lo que entregué a la policía.

—Pruebas.

—Exacto. No había nada de importancia, como dijo la policía. Solo había que dedicarle un poco de trabajo.

—¿Y qué decían las pruebas?

Floyd me miró.

—Que Frank está metido en esto hasta el cuello. Y que no eres la primera persona a la que ha matado.

—Cassiel chantajeaba a Frank —explicó Floyd—. Averigüé lo que hacía. Abrió una cuenta propia. Frank le ingresaba dinero a intervalos regulares. Las cantidades aumentaban cada vez más. Y él iba perdiendo dinero.

Floyd dijo que Frank no era trigo limpio. Su llamativo coche, sus zapatos caros, su espléndido estilo de vida, todo era robado, todo era incriminatorio, todo, construido sobre arenas movedizas.

—La gente lo toma por un gran triunfador —dije yo.

—Lo es —dijo Floyd—. En todo caso, lo parece.

—Entonces, ¿quién es el señor Artemis?

—Quién era —me corrigió Floyd—. Murió hace mucho.

—Vale. ¿Quién era?

—El señor Artemis era uno de los clientes de Frank, un viejo y rico solitario con fortuna y sin familia. La estafa perfecta —dijo Floyd.

—¿Qué estás diciendo? —le pregunté.

—Frank le robó —explicó Floyd—. Le robó su dinero y luego, me imagino, lo mató.

—¿Hablas en serio?

—Busca la información. Solitario anciano millonario, fallecido de muerte natural. Resultó ser mucho más pobre de lo que todos pensaban.

—¿Y crees que Frank le quitó su dinero?

—Sé que lo hizo.

—Pero no sabes si lo mató.

—Bueno, no me habría sorprendido de él. ¿Y a ti?

Pensé en la fachada perfecta de Frank, en su persona elegante, exitosa, competente. ¿Podía un asesino ocultarse tan bien? ¿Podía ir por ahí sin una pizca de remordimiento?

Según Floyd, Frank tenía una cuenta bancaria en Suiza repleta de fondos desviados. Había estado robando al señor Artemis durante años.

—Bueno, ¿y por qué no lo pillaron? —pregunté—. ¿Por qué nadie lo sabía?

—Cassiel lo sabía.

—¿Cómo? —pregunté—. ¿Cómo se averigua una cosa así?

—No tengo ni idea —respondió Floyd—. No está con nosotros, no se lo podemos preguntar.

Cassiel había dejado los detalles en código, en un cuaderno. Tenía guardados en CD archivos de transacciones por Internet. Floyd se había pasado horas repasándolos, semanas y meses tratando de desentrañar la información.

—Todo está ahí —dijo—. La cuenta suiza de Frank, y también la cuenta de Cassiel.

—¿La de Cassiel?

—Entonces, ¿Frank robaba a su cliente y Cassiel robaba a su hermano?

—Sí. Excepto que Frank no sabía que se trataba de Cassiel. Al principio no. Supongo que solo sabía que si lo pillaban, pasaría una buena temporada en la cárcel. No sabía quién lo había descubierto. No sabía a quién estaba pagando. Pero pagaba porque tenía miedo.

—¿No sabía que era su propio hermano?

—No. Pero lo averiguó.

—¿Cómo?

—Dios sabe —respondió Floyd—. Tal vez Cassiel se volvió descuidado al hacerse rico. Tal vez gastó demasiado dinero. Vestía ropa de la mejor calidad. Se jactaba de que iba a comprarse un coche en el momento en el que fuera mayor de edad. Era tan ostentoso como Frank, ostentoso e indiscreto.

—Cassiel no te caía precisamente bien, ¿verdad? —dije yo.

Floyd se echó a reír, aunque su expresión era sombría.

—Cassiel no me caía bien y yo no le caía bien a él.

—¿Y por qué te entregó a ti su bolsa? —pregunté—. ¿Por qué te la confió, si ni siquiera le caías bien?

—No sé por qué me eligió. Me figuro que estaba desesperado. Me figuro que eligió al primero al que vio, así de simple. Y dijo que yo era la última persona en la que Frank pensaría.

—¿Y por qué estás haciendo esto? —le pregunté—. ¿Por qué te tomas la molestia?

—Un asesinato es un asesinato —respondió Floyd.

—Piensas que Frank mató a Cassiel.

—Sé que lo mató.

—¿Y piensas que también mató al señor Artemis?

Floyd se encogió de hombros.

—No tengo pruebas —dijo—. Solo creo que lo hizo. ¿Mataría a su propio hermano únicamente por dinero? Pienso que se trataba de algo más.

—Vale.

—Y si has matado una vez, no creo que cueste tanto volverlo a hacer. Cuando tienes todas las de perder.

Asentí.

—Un asesinato es un asesinato —dije—. Y una mentira es una mentira.

—Nadie murió por tu culpa —repuso él.

Pensé en el abuelo. Pensé en Cassiel.

—Pero la muerte de una persona podría pasar inadvertida. Se trata de eso, ¿verdad?

—El hecho de que Cassiel y yo no fuéramos amigos no significa que quiera ver cómo Frank se acaba saliendo con la suya.

—Entendido —dije—. Lo comprendo.

Floyd me volvió a contar lo que Cassiel le había dicho aquella noche, la noche en la que desapareció.

—Dijo: «Estoy acabado. Él sabe que soy yo. Se ha terminado. Me doy por muerto». Estaba aterrorizado.

Frank lo mató —insistió Floyd—. Lo mató, canceló su propia cuenta y se quedó con la de Cassiel.

—¿Así que la cuenta de Frank estaba a nombre del señor Artemis?

—No, la cuenta de Cassiel estaba a nombre del señor Artemis. Te puedes imaginar cómo se sentía Frank al devolver el dinero que le había quitado a un muerto. Lo asesinara o no, debió de tomarlo como una venganza. La cuenta de Frank estaba a otro nombre.

—¿Y qué fue de ella?

—La vació. Creo que la vació y la hizo desaparecer. Creo que mató a Cassiel y luego se quedó con la cuenta del señor Artemis y canceló la suya propia.

—Quería tapar las huellas.

—Exacto. Entonces, borró toda la información del ordenador de Cassiel.

—Frank dijo que lo había hecho yo. Me dijo que había sido Cassiel, para que nadie pudiera encontrarlo. Dijo que es lo que la policía le comunicó.

—Pues claro —repuso Floyd—. Sabía que tú no estabas enterado. Sabía que admitirías cualquier cosa que, según él, hubiera hecho Cassiel.

Parpadeé, tragué saliva y el asunto empezó a cobrar sentido.

—La cuenta de Cassiel, y no la de Frank, estaba a nombre de Artemis —dijo Floyd—. Por eso, cuando le mencionaste el nombre, Frank se quedó sin respuesta. Tú no deberías saberlo. Por eso tiene miedo de ti, quienquiera que seas. Todo el dinero fue a parar a la cuenta de Artemis, la que pertenecía a Cassiel, la noche en la que murió. Después de que muriera. Allí es donde Frank lo ingresó.

—Repítelo desde el principio —le pedí—. Solo una vez. En términos sencillos. Dime lo que sabes.

Floyd respiró hondo. Me sostuvo la mirada y habló con calma. Fue enumerando con los dedos una lista de cosas.

—Sé que Frank robó dinero a un anciano rico que no vivió lo suficiente como para darse cuenta —explicó—. Sé que Cassiel chantajeaba a su hermano. Sé que Cassiel abrió una cuenta a nombre del señor Artemis y Frank le ingresaba dinero. Sé que Frank averiguó que pertenecía a Cassiel y sé que Cassiel trató de huir. Sé que Cassiel me entregó las pruebas, por difíciles que fueran de descifrar. Sé que Frank mató a su hermano, escondió su cadáver y transfirió todo el dinero.

—¿Cómo lo sabes?

—Tengo el pin —explicó Floyd—. Al final lo averigüé. Acerté de casualidad, aunque parezca mentira. 0511. El 5 de noviembre. Tengo acceso a la cuenta de Frank, a nombre del señor Artemis. Contiene más de un millón de libras. Lo comprobé.