—Siempre he estado solo —explicó el abuelo—. Viví con mis padres en esa casa toda la vida, y cuando murieron seguí viviendo allí, solo.
Lo escuchaba mientras los fuegos artificiales aullaban y estallaban fuera, y lo observaba, observaba a aquel viejo que lo era todo para mí, que era todo cuanto había tenido en el mundo y que trataba de contarme una versión diferente.
—Nunca tuve mujer ni hijos —prosiguió—. Nunca tuve un amigo, en realidad. Tenía compañeros en el trabajo, conversaciones. Alguna que otra persona solía saludarme con un gesto de la cabeza o decirme «hola» en la biblioteca. Siempre lo esperaba con ilusión —esbozó una sonrisa—. Para mí, se trataba del mejor momento del día.
Era tímido, es lo que intentaba decir. Era un solitario certificado, totalmente capacitado, absolutamente reacio. No solo un tanto incómodo en las fiestas.
Mutilado por la timidez. El abuelo no salía después del trabajo, jamás. Regresaba a casa del colegio a toda velocidad para ver a su madre, como si fuera un niño, y no un profesor. Ella era su mejor amiga y la única persona a la que se sentía capaz de hablar. Las charlas entre ambos eran fáciles, fluidas. Tal vez su madre lo quería solo para sí, por lo que no le enseñó a relacionarse con gente, solo le enseñó a relacionarse con ella. Es lo que pensó el abuelo después de que ella lo dejara. Tenía cuarenta y seis años cuando su madre murió, cuarenta y seis años y ningún amigo, y era virgen, era una burla cruel y solitaria provocada por otra persona.
El colegio se le hacía cuesta arriba ahora que su madre ya no lo estaba esperando cuando volvía a casa. Enseñar era difícil. Su salud se iba minando. Los niños le parecían cada vez más aburridos y revoltosos, y hasta los demás profesores se reían a hurtadillas de su pelo y sus chalecos, de su actitud torpe y forzada. Se marchó antes de que le pidieran que lo hiciera.
Su padre, que no hablaba mucho, y que siempre había dejado claro que no lo apreciaba, se retiró a una habitación en lo alto de la casa y apenas bajaba. Hasta que cierto día, también se fue.
—¿Por qué me cuentas esto? —pregunté. Recuerdo que mi voz sonó ronca y alarmantemente despiadada en aquella pequeña habitación.
No respondió. Creo que una vez que había empezado, no podía parar. Continuó, sin más.
Tras la muerte de su padre, durante un tiempo, el abuelo intentó salir al mundo, pero nadie se dio cuenta. ¿Cómo consigues el primer amigo de tu vida a los cincuenta y tres años si hasta tu propia voz te pone nervioso, te estás quedando calvo y todo lo que piensas, dices y haces pertenece a otro siglo, pertenece a otra época completamente distinta? ¿Cómo te paras a hablar si nadie más se para, si todo el mundo tiene cosas que hacer y sitios en donde estar? Nadie dispone de tiempo para mostrarse agradable con un anciano desconocido que viste como el director de una funeraria y habla como Charles Dickens. Todo el mundo está demasiado ocupado para eso.
Tenía dinero para vivir y libros para leer. Descubrió el whisky de calidad. Se encerró, demasiado asustado para hacer otra cosa, demasiado viejo para empezar a aprender. Debía de ser el hombre más solitario de Londres. Me lo imagino ahora, en su propia isla desierta, en mitad de un mar de gente. No podía salir por el simple hecho de que ignoraba cómo hacerlo.
—Entonces, una noche —dijo lanzándome una mirada—, tras haber estado solo en mi casa durante mucho tiempo, alguien llamó a la puerta.
Se estaba asegurando de que seguía allí con él, de que aún lo escuchaba. ¿Dónde si no iba a estar? ¿Qué otra cosa iba a estar haciendo? No me podía mover y, además, no tenía a donde ir.
—Una mujer joven y un niño —dijo, poniendo en marcha mi temor—. Una chica y un niño.
Sus voces resonaban en el silencio vacío de la casa. Desde hacía años, allí no se había escuchado voz alguna. El abuelo no podía aguantar el ruido que armaba ella, ni los sonoros gemidos del niño. Se tapó las orejas con las manos.
—Estoy metida en un lío —dijo la chica elevando la voz aún más—. Estoy hasta el cuello de mierda. Déjeme entrar. Déjenos entrar, por favor.
El niño estaba sucio y negro de hollín. El pelo de la chica estaba chamuscado. El abuelo percibía el olor. Estaba de pie, junto a la puerta, la timidez y la indecisión lo paralizaban.
Ella tomó la decisión por él. Pasó por su lado con un empujón, arrastró al niño por la muñeca y se refugiaron en el vestíbulo, se refugiaron del exterior, de la lluvia, de las sirenas y del olor acre del fuego que el abuelo empezaba a detectar, del que solo en ese momento tomó conciencia.
—Creo que acabo de incendiar una casa —explicó ella, no a él, ni a nadie, solo al aire del vestíbulo. El abuelo cerró la puerta.
—No lo cuente —advirtió la chica, que empezaba a tiritar—. No se lo cuente a nadie o volveré y lo rajaré mientras duerme.
El abuelo dijo lo único que se le ocurría, lo que se suponía que debía decir, lo que había estado practicando ante una puerta cerrada y sin invitados durante veinte años.
—Hola —dijo—. Entrad, por favor, consideraos en vuestra casa.
Y es lo que hicieron.
El abuelo no tenía televisión. No escuchaba la radio ni compraba el periódico ni participaba en forma alguna de lo que ocurría tras las puertas de su casa. La chica se quejó de ello. Dijo que aquel sitio era el basurero más aburrido y medio muerto en el que había estado.
La chica tuvo suerte. Habría abofeteado a quien se lo hubiera dicho, y habría estado en su derecho, pero era verdad. Porque si el abuelo hubiera sabido qué estaba pasando, si hubiera sabido que una joven y un niño de dos años estaban desaparecidos, que se temía por su muerte en el incendio de un centro municipal de acogida situado tres calles más abajo, las cosas podrían haber sido diferentes.
La chica no era agradable en el trato. Se instaló en una habitación del piso superior, como había hecho el padre del abuelo, y se negó a revelar su nombre.
—Nada de preguntas —advirtió—, o me largo —y él no quería que se marchara, por lo que no le formuló ninguna.
Se alimentaba de la comida del abuelo, se tomaba su té y fumaba los cigarrillos que él le compraba. Él dio por sentado que era la madre del niño, porque habían llegado juntos y porque el niño lloraba si alguna vez se apartaba de su lado. Aun siendo una mujer joven, era lo suficientemente mayor, y sabía lo suficiente, y había visto lo suficiente. Hasta el abuelo se daba cuenta, por la dureza de sus ojos, por la chispa que surgía en ellos cuando le decía al niño que la dejara en paz, que se fuera a jugar entre los coches, cuando cerraba con pestillo su puerta y se negaba a mimarlo y lo desterraba al piso de abajo.
—Recuerdo la primera vez que acudiste a mi habitación —dijo el abuelo, y me sentí incapaz de mirarlo—. La estufa y los relojes te llamaron la atención. Tocaste todos los libros de la estantería. Te encaramaste a una butaca, te sentaste y sonreíste.
La ira comenzó por los bordes, por las puntas de los dedos de las manos y de los pies. Pensé que solo era frío. Recuerdo, por debajo de tanto dolor y desconcierto, aquella voz racional en mi cabeza que decía: «Aquí hace frío. Ponte a dar patadas en el suelo. Frótate las manos. Escucha».
El abuelo continuó hablando. Dijo que yo era rechoncho y que relucía bajo el hollín. Dijo que era infatigablemente alegre, curioso y autosuficiente. Dijo:
—Creo que con solo dos años sabías más de la vida que yo.
—¿Quién era yo? —le pregunté, el frío se me extendió a las extremidades, la rabia se extendía—. ¿Quién soy?
—Eres Chap —respondió—. Para mí, siempre fuiste el pequeño chap, es decir, el hombrecito.
—¿Cómo me llamaba ella? —pregunté—. ¿Cómo me llamaba mi madre?
El abuelo negó con la cabeza.
—Te llamaba Damiel —respondió—. Te llamaba de muchas formas. Pero no era tu madre.
Fue como cuando Alicia se cayó por el agujero, sin saber cuándo llegaría al final. Notaba cómo me iba cayendo.
Al parecer, la chica desapareció. Se marchó con cien libras del abuelo, que encontró en una lata de galletas en la cocina. Anunció que se iba. Al menos, se lo dijo. El abuelo descubrió que estaba decepcionado; no, más bien desolado. Se dio cuenta de que las semanas y los meses que habían pasado desordenando su casa y aprovechándose de él se contaban entre los más felices de su vida. Cuando cayó en la cuenta, la chica se encontraba en la puerta dispuesta a marcharse, con la cara rígida como el cemento, el pelo lavado, peinado y brillante.
—¿Qué pasa con el niño, con el hombrecito? —preguntó—. ¿Dónde está tu hijo? ¿Es que no puedo despedirme?
—Quédatelo —espetó la chica—. No es hijo mío. Por lo que sé, no es hijo de nadie. Por eso se me pegó.
No lloré cuando se fue. El abuelo me bañó, me metió en la cama, me leyó un libro y se quedó en vela toda la noche mirando cómo dormía. Me porté como un ángel. Hice lo mismo la noche siguiente, me dijo, y la siguiente, y todas las noches desde entonces.
—Nunca me diste problemas —declaró—. Solo me dabas alegrías.
—Deberías habérselo contado a alguien —espeté, la furia se había instalado ahora en mi pecho.
—Dormías como un angelito —dijo—. Te despertabas sonriendo. Te preparaba leche caliente, te la bebías, te alborotabas el pelo y me sonreías con tus mejillas rosadas y rechonchas.
No podía mirarlo. A través de la ventana, clavé la vista en el cielo negro y polvoriento.
—Te quería —dijo—. Te enseñé a leer. Te enseñé a cocinar. Te enseñé a ser libre, independiente y seguro, todo lo contrario a mí.
Guardé silencio. No le dirigí la palabra.
—Chap —dijo—, te quiero.
Entonces, la rabia entró en erupción, se derramó por el cuarto como la lava.
—¿Quién es Chap? —espeté, y el tono de mi voz era amargo, cáustico.
—Tú.
—¿O Damiel? ¿Es ese quién soy?
—Sí.
—¿O nadie?
—Nadie no.
—¡NADIE! —vociferé—, ¡NADIE Y NADA!
—Chap —dijo—, no…
No recuerdo lo que le dije al abuelo, no exactamente, no palabra por palabra. La rabia me cegaba. Me vi arrojado en aquel agujero y solo estaba él para gritarle, solo él para odiarlo. Le di un buen repaso, de eso sí me acuerdo. Dije que me había arrebatado la vida. Dije que me lo había robado todo.
—¿Dónde está mi familia? —pregunté—. ¿Dónde la has escondido? ¿Quién soy?
Dije que no era nadie por su culpa, gracias a él, un viejo solitario, amargado, egoísta, enfermo.
—Te odio —dije a pocos centímetros de su cara, mientras él se encogía en la silla, indefenso, arrepentido y derrotado. Vi cómo mi saliva le aterrizaba en la mejilla. Vi el miedo en sus ojos, el miedo a que yo le pegara, la esperanza de que lo hiciera. Lo odiaba con todas mis fuerzas. Se lo dije. Y luego abandoné su triste, sucia y pequeña celda, bajé las escaleras de tres en tres y salí en dirección a los fuegos artificiales, en dirección a la noche. No volví a ver al abuelo.
Eran las 19.25. Le pregunté la hora a un hombre. Yo no era nadie. Ahí fue cuando empezó.