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Cuando me llevaron con ellos y grité llamándolo, se comportaron como si el abuelo no existiera. No respondían las preguntas que les formulaba acerca de él. No me decían dónde se encontraba. Actuaban como si no tuvieran la menor idea de lo que les estaba diciendo.

Ya no podía dormir a los pies de su cama, enroscado como un gato junto a la estufa sobre sus suaves cojines de terciopelo, arropado con su voz de anciano, arrullado con palabras. Me vi obligado a dormir en casa de un desconocido, en una serie de casas de desconocidos. En la primera, no llegué a deshacer la maleta. Haberlo hecho habría supuesto que estaba conforme, que me parecía bien. Una señora me trajo leche y galletas en una bandeja. No las toqué. Aquella noche me escapé, regresé a casa del abuelo para ver si estaba allí. Me encontraron y me llevaron de vuelta. La segunda vez, no me dieron leche ni galletas. Me escapé trece veces, de cinco sitios distintos. Al final, tuve que pasar las noches en una residencia fría y sobria con sábanas frías y duras y rostros fríos y duros, entre palabras afiladas como cuchillos, en camas fabricadas con barras metálicas como barras de jaulas. Tuve que dormir allí noche tras noche, semana tras semana. Los meses iban pasando lentamente, y seguía sin poder aceptarlo. Cuatro años, y no tuve un momento de alivio.

No conciliaba el sueño. Imposible. Al principio, porque los otros chicos se metían conmigo cuando lloraba, aterrorizado por lo que me estaba pasando. Todas las noches me tumbaba en la cama, exhausto y vigilante. Me tumbaba en posición de defensa, aguzaba el oído para el próximo ataque; hacía planes, como método para permanecer cuerdo, sobre lo que haría al salir de allí, hacia dónde huiría corriendo en cuanto se dieran cuenta de su equivocación y me dejaran marchar.

A casa, de vuelta a casa del abuelo, y él estaría esperando, pálido y familiar, oliendo a whisky, con un libro en la mano y el viento del día anterior entre su pelo. Con una sonrisa suave y una onza de chocolate y un: «Venga, en marcha. Sal y vete a jugar».

Guardaba al abuelo para mí como un secreto. Me mantenía alejado de los demás. Me quedaba escondido y albergaba la esperanza de que se hartaran de buscar y no me encontraran. A veces, así era; otras veces no. Rigg, Fitch, Joseph, Connor, Bates y los demás, de aspecto grasiento, con tendencia a escupir, moteados de pus y atragantados de odio. Iban y venían, cambiaban de cara pero siempre eran los mismos. Me lanzaban insultos obscenos y jugaban a intentar hacerme daño. Me decía a mí mismo que por mucho que se esforzaran no funcionaría. No podían ponerme la mano encima porque yo no estaba allí.

Pasado un tiempo, los adultos trataron de que les hablara del abuelo. Me llevaron a una sala especial, a modo de premio, con bolígrafos, papel y expresiones de empatía y benevolencia cuidadosamente ensayadas. Aquello me hacía sentir más incómodo que la crueldad cotidiana. Me preguntaron delicada y persistentemente si me hacía daño, si me acariciaba, y dónde.

El abuelo no me hacía daño. Jamás lo haría.

Así lo dije, pero no me creyeron. Tergiversaban la realidad de cuantas maneras les resultaba posible para que encajara con su convencimiento de que tenían razón. La retorcían y la doblegaban hasta deformarla. Todas las semanas, a la misma hora, en ocasiones más de una vez, en aquella sala con sus colores brillantes y su comodidad forzada, artificial, me formulaban preguntas y trataban de hacerme hablar. Lo temía. Me ponía enfermo.

A veces, pensaba que me despertaría. Cuando las cosas se ponían verdaderamente mal, me persuadía a mí mismo de que aquello no era real, de que mi vida debía de ser una pesadilla que resultaba más convincente que las demás, que tardaba más en terminar. De que pronto me encontraría en casa.

Durante casi dos años, me dije a mí mismo que pronto se pasaría. Me dije que tenía que esperar, mantenerme en silencio e invisible y tener paciencia. Me las arreglé para engañarme todo ese tiempo.

Y cuando no terminó, cuando me enfrenté al hecho de que no terminaría, cuando me dijeron una y otra vez que nunca podría regresar a casa, contraataqué. Tenía doce años y era más corpulento y había soportado suficientes chorradas por su parte, y suficientes palizas por parte de chicos como Rigg, quienes pensaban que golpear lo bastante fuerte los hacía importantes, los convertía en alguien.

También culpaban al abuelo de eso. Pensaban que yo montaba escenas, escupía, daba patadas, arrojaba objetos, arañaba y propinaba puñetazos por su culpa. Mis frenéticos ataques de cólera eran las cicatrices de mi terrible experiencia, los síntomas de mi trauma. La culpa era del abuelo, y no de ellos. Me sujetaban y esperaban a que se me pasaran los ataques. No se les ocurrió que yo estuviera violentamente indignado por su causa. No imaginaban que yo montaba escándalos porque pensaba que estaban locos, por su control absoluto.

Entonces, cuatro años después de que me sacaran de casa y me encerraran, al cabo de algo menos de mil quinientos días y noches de insomnio y llenas de odio, me escapé.

No ocurrió como me había imaginado. No lo planeé. Se abrió una brecha, un hueco en mis circunstancias; de hecho, una puerta que no estaba cerrada con llave, fue lo único, y aproveché la oportunidad. La franqueé sin ser visto y me marché.

No me encontraron. De momento.

Sabía que no debía ir a casa del abuelo. Era donde me buscarían, resultaba obvio. Pero no tenía ningún otro sitio adonde ir. No es que las cortinas color chocolate estuvieran descorridas: habían desaparecido. La luz que entraba a raudales por la ventana salediza, recién pintada y limpia a más no poder, habría provocado que el abuelo se encogiera de miedo, gimiera y se disolviera en el interior de su abrigo como un vampiro, le habría hecho revolverse en su tumba.

Por primera vez me pregunté si realmente estaba allí.

Aquella sensación de que quizá estaba muerto me empezó por el estómago, como si hubiera tragado piedras.

Pensé que tenía que haber muerto. De otro modo, me habría esperado. ¿Adónde habría ido sin mí?

Ahora me he acostumbrado a esa sensación, la llevo encima todo el tiempo. Está muerto y lo sé. De ninguna manera podría haber seguido viviendo así.

Pero en aquel momento, parado frente a su casa, la sensación acababa de empezar. Era un agujero diminuto, un alfilerazo.

A través de la ventana, contemplé el blanco suelo de madera y los flexos y las flores presuntuosas. Contemplé las piezas de arte farragoso en marcos dorados y me pregunté qué habrían hecho con sus libros. ¿Qué ocurre con la biblioteca de un anciano muerto? ¿Va a las tiendas benéficas de Oxfam, de venta de artículos de segunda mano? ¿Va a un buen hogar? ¿Acaba en un contenedor de basura?

Me formulé estas preguntas absurdas para no estallar en llanto y arrancarme la ropa a tirones y lanzarme al asfalto. Me quedé en silencio, inmóvil, para pasar desapercibido y que no me capturasen y me volviesen a encerrar, aunque, por dentro, al pensar en mi pérdida, vociferaba y me desesperaba como un alma en pena.

En cierta ocasión, el abuelo me llevó a la trastienda del Oxfam de Holloway Road. Pensé que estábamos buscando ropa o algo por el estilo, pensé que tal vez iba a comprarme un traje como el suyo; pero no me enseñó más que una caja de cartón llena de gafas. Gafas de vista cansada, gafas bifocales, con lentes gruesas como culos de botella o delgadas como el hielo, monturas grandes y azules, pequeñas y plateadas.

—Piensa en todo lo que han leído —dijo—. Piensa en todo lo que han visto estas gafas.

Era como una caja llena de ancianos muertos. Estábamos en una estancia llena de su ropa.

—¿Qué hacemos aquí, abuelo? —pregunté.

Era una clase de Historia.

—Se trata de lo que haces —dijo—. Se trata de lo que piensas y lo que ves, no de lo que tienes.

—¿Para eso me has traído? —pregunté—. ¿Nada más?

Yo tenía ocho años, por todos los santos. Solo quería irme a dar patadas a un balón.

Asintió con la cabeza.

—Para que sepas que no merece la pena conservar nada —explicó—. Para que te acuerdes de que aquí es adónde irá a parar todo.

—¿A un mercadillo benéfico?

—Exacto —respondió el abuelo, con la mano sobre la petaca que llevaba en el bolsillo y los ojos aún clavados en la caja de la vista defectuosa de gente muerta.

El gran mercadillo benéfico del firmamento.

Estuve parado en la acera, frente a la casa del abuelo, y escruté el cielo en busca de algún rastro de él. Me dije que cuatro años atrás aquella casa había sido suya, aquella casa era nuestra, y que aquellos tiempos tenían que seguir existiendo en alguna parte, en las habitaciones sin utilizar, detrás de los ladrillos o bajo los tablones del suelo, en los recovecos del ático, entre las numerosas capas de pintura.

Me quedé allí menos de un minuto y luego me alejé caminando, porque no tenía más remedio, porque alguien podía estar observando, porque nunca iba a regresar.

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El abuelo se habría sentido satisfecho al comprobar que había seguido sus consejos al pie de la letra: no tener absolutamente nada, no cargar con una sola pertenencia, salvo la ropa que me cubría.

Dormí en el parque varios días. Me lavaba en los servicios de la zona de juegos, la misma zona de juegos que solía mirar desde la ventana del abuelo. Bebía de una fuente que no me llegaba a las rodillas. Me alimentaba en los cubos de basura de los cafés. Me estiraba para calentarme bajo el sol durante el día, y me acurrucaba muerto de frío por las noches.

A veces observaba la casa desde una distancia segura, cuando estaba convencido de que nadie me veía. Observaba a la señora que vivía allí. La observaba, junto a sus hijos, entraban y salían, subían y bajaban, copaban el espacio y, a la fuerza, inyectaban luz y vida a los rincones más muertos. Me caía bien.

Y entonces, un día la vi en el parque. Estaba sentado en un banco, observando cómo tres cuervos atacaban una manzana. La vi llegar. Se detuvo justo delante de mí. La miré, y luego volví la vista a los cuervos. Lanzaban la manzana de un lado a otro, la agarraban con el pico y la golpeaban contra el suelo, como si tuvieran que matarla.

Se sentó a mi lado. Me deslicé un poco sobre el banco para apartarme y que se pudiera sentar.

—Hola —dije.

Ella sonrió y dijo:

—Hola.

—Vivo enfrente de su casa, al otro lado de la calle —comenté.

Frunció el ceño y sonrió. Me miró y apartó la vista al mismo tiempo.

—Ah —dijo—. Entiendo.

Los sonidos del parque continuaban a nuestro alrededor como si nada estuviera sucediendo. Un hombre pasó de largo corriendo, con cascos en los oídos y deportivas relucientes, recién estrenadas. Una paloma balanceaba la cabeza y se movía nerviosamente a mis pies. Hice un movimiento brusco y se quitó de en medio entre aleteos, mitad volando, mitad corriendo.

—Me gusta su casa —comenté.

—Vaya, gracias —sonrió—. A mí también.

—¿Qué le ocurrió al viejo que vivía allí? —pregunté, como sin darle importancia, como si me estuviera limitando a pasar el rato.

—¿El señor Hathaway? —preguntó, y caí en la cuenta de que nunca antes había escuchado el apellido del abuelo, nunca lo había sabido. Negó con la cabeza. Apretó los labios hasta que quedaron tan finos que casi desaparecieron. Rezumaba una desaprobación silenciosa—. Está en un asilo de por ahí, en Finchley Road. Redlands no sé qué. No, Redfields. Eso creo.

—¿Dónde? —pregunté. Mi voz hacía eco en la vacía caverna de mi pecho.

—En Finchley Road —repitió—. En algún lugar de esa calle, de eso estoy segura. ¿Por qué?

Al hablar, me miró directamente. Un niño tropezó en el sendero, delante de nosotros, y se le cayó el helado. Se puso a chillar como si hubiera llegado el fin del mundo. La señora miró al niño y luego a la madre de éste, que se apresuró a recoger a su hijo y tranquilizarlo.

Me levanté para marcharme. Me alejé caminando y la dejé aún sentada allí, observando al niño, observando el helado salpicado de mugre y a medio derretir sobre la tierra.

Fui a buscarlo.

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Greenfields. Así se llamaba.

Era la noche de los fuegos artificiales, el 5 de noviembre. Me acuerdo de que estaba sentado con el abuelo, en su pequeña y sórdida habitación, observaba cómo el cielo se iluminaba y se desgarraba, oía los chillidos, los zumbidos y las explosiones a través del negro sin cortinas de sus ventanas, escuchaba cómo mi vida entera se desintegraba.

Entré a escondidas. Nadie me vio. No pedí permiso. Encontré su nombre en un tablón. Habitación 103.

El abuelo parecía catorce años mayor, en vez de cuatro. No me podía creer lo mucho que había envejecido. Se lo veía frágil, transparente y desdentado. Vivía en una habitación con una cama y un lavabo y sin libros. Lo habían sometido. Lo habían enviado a su propia versión del infierno.

Se me escapaba qué habría hecho cualquiera de nosotros para merecer aquello.

Me quedé parado junto a su puerta, esperando a que su confuso cerebro me reconociera. Apestaba a meada. Se había cortado al afeitarse. Daba la impresión de que la mitad inferior de su cara se hubiera hundido hacia dentro. Tenía comida seca alrededor de la boca, en la barbilla y en la corbata.

—¿Chap? —dijo—. ¿Eres tú?

Tuve que ayudarlo a sentarse en la silla.

—Tranquilo, abuelo —dije al tiempo que lo hacía descender con el mayor cuidado posible, al tiempo que susurraba a sus blancos mechones de pelo mientras él sollozaba—. He vuelto. Tranquilo, estoy aquí.

—¿Dónde has estado? —preguntó—. ¿Por qué me abandonaste?

—No te abandoné —respondí—. Me llevaron con ellos.

—¿Quiénes?

—No volviste a casa y me llevaron.

Le pregunté al abuelo qué había ocurrido. Parecía desconcertado.

—Ha pasado mucho tiempo —dijo.

—Cuatro años —puntualicé—. Han pasado cuatro años. Ya tengo catorce.

—¿Catorce? —se extrañó.

—Saliste a comprar whisky. ¿Qué te pasó?

Se quedó pensando un rato, y luego me contó lo del hielo negro.

—Los huesos viejos no sueldan bien —dijo.

No podía caminar como es debido, de eso me di cuenta. Tenía muchos dolores. Creo que en aquellos días pasaba el tiempo colocado con morfina, en vez de con whisky. Una parte de él no estaba allí.

Nunca podría haber cuidado de sí mismo en aquella casa vieja. Pensé que tal vez por eso se había tenido que mudar.

—¿Por qué no fuiste a buscarme? —pregunté—. ¿O mandaste que me buscaran? Podría haber cuidado de ti.

Negó con la cabeza.

—No me dejaron —respondió.

—¿Por qué no?

En todo el tiempo que estuve fuera, en todo el tiempo que estuve encerrado, jamás se me ocurrió que él había estado sometido a las mismas reglas que yo, que lo habían castigado igual que a mí. Supongo que todavía pensaba, hasta ese momento, que el abuelo era intocable, que estaba por encima de eso. Era mi abuelo. ¿Quién iba a hacerle daño?

—¿Dónde están tus cosas? —pregunté—. ¿Dónde están tus libros y tus trastos?

Miró a su alrededor como si no se hubiera percatado, como si tratara de recordar qué faltaba.

—Vinieron a buscarte —dijo—. Vinieron ayer, o anteayer.

—¿Quiénes?

—Ellos. Los de los servicios sociales.

—¿Qué te dijeron?

—¿Hablaste con alguien en el piso de abajo? —me preguntó—. ¿Viste a alguien? Te están buscando.

Sacudí la cabeza. Le respondí que no.

—Ten cuidado —me advirtió—. No deben pillarte aquí.

—No me pillarán.

—No puedes estar conmigo —dijo—. No me lo permiten —y me di cuenta de que algo en él había muerto. Una parte esencial de su persona llevaba muerta mucho tiempo.

—¿No te permiten verme? ¡Pero si no hiciste nada! —le dije—. ¿Qué hiciste?

Las lágrimas surcaba el rostro del abuelo. Sentí ganas de matar a quienquiera que le hubiera hecho aquello, a quienquiera que le hubiera hecho acabar de aquella manera.

—¿Por qué no se lo dijiste, sin más? —pregunté.

No me respondió.

—¿Por qué no dijiste que eras mi abuelo y que fueran a buscarme?

El abuelo me miró entonces, y una pizca del hombre al que yo había conocido asomó a sus ojos asustados, anegados.

—¿Por qué me dejaste allí? —insistí—. ¿Qué hice yo?

—Chap —dijo—, no te puedo mentir más.

—¿Mentir sobre qué?

—No soy tu abuelo —confesó.

Pensé que me iba a asfixiar. Era como si me hubiera atenazado la garganta con sus frías y nudosas manos y hubiera apretado.

Si no era mi abuelo, ¿quién era? ¿Y quién era yo?

—No lo digas —le ordené—. No me digas eso. Es lo que dijeron ellos y no los escuché. No los escuché, abuelo.

Me miró mientras negaba con la cabeza.

—Tienes que escuchar —dijo el abuelo—. Y tengo que contártelo. Te lo debo. Es la verdad.