Aprendí a mentir a los diez años. Antes de los diez años, creo que jamás dije una mentira. Ni una sola. Después, no tuve elección.
Tenía diez años cuando el abuelo sufrió el accidente. En el instante exacto ignoraba que era eso lo que había ocurrido. No lo supe hasta más tarde. En aquel momento, solo sabía que se había marchado a las once de la mañana a comprar whisky, y que no había regresado. No volví a verlo hasta cuatro años después.
Había estado nevando. Había sido el invierno más frío en aproximadamente veinte años. Aquella semana, contemplábamos a través de la ventana la capa de hielo dormida, inmaculada, que cubría el parque. Hablábamos en susurros para no despertarla. El abuelo dijo que no recordaba haberla visto nunca tan gruesa, tan brillante e impecable.
Fue una semana estupenda. Me la pasé casi entera sobre una vieja bandeja para el té esmaltada, descendiendo a toda velocidad por las laderas de Kite Hill. Los brazos y las piernas me quemaban por el frío. Mis manos y mis pies estuvieron a punto de congelarse. El abuelo me los metió en un cubo de agua fría cuando volví a casa y los saqué de golpe. Tuve la sensación de que el agua estaba hirviendo. Dijo que me había estado observando por la ventana. Dijo que yo iba el más rápido. Dijo:
—Ganaste a todos esos con sus trineos elegantes y su ropa impermeable, les diste una paliza.
No pude entrar en calor aquella semana. No pude entrar en calor y tampoco pude dejar de sonreír.
Cuando llegó el deshielo, todo se volvió de pronto oscuro, sucio y fangoso. Todo se veía devastado, empapado y negro. Las plantas estaban negras y marchitas por el frío. El hielo era negro.
Ahí es donde se cayó el abuelo. En el hielo negro.
Se cayó y se rompió las dos caderas. Sin más. Uno, dos, tres, ¡zas!
Se cayó y se rompió todo. Se rompió todo.
Yo estaba fuera con mi bandeja para el té, en busca de nieve en zonas más altas. No daba crédito a que hubiera desaparecido. No daba crédito a que algo tan bueno pudiera estar ahí un día y al siguiente haber desaparecido.
No tardé en aprenderlo.
Debería haberlo acompañado. No fue en su tienda de whisky habitual. No se cayó allí. Les pregunté. Cuando llegué a casa aquella tarde a las seis y no estaba, fui directo a la tienda y les pregunté. No tenían el whisky del abuelo, eso fue lo que pasó. Se habían quedado sin existencias y se había marchado a comprarlo a otro sitio.
Son curiosas las raíces distantes, pequeñas, de los acontecimientos trascendentales que te cambian la vida, sus humildes comienzos. La llamada telefónica que provoca un accidente de tráfico, el tren con retraso que da comienzo a una aventura amorosa, la falta de whisky que me convirtió en nadie.
—¿Adonde fue? —pregunté—. ¿Por qué no ha vuelto?
Negaron con la cabeza, se encogieron de hombros y sacaron el labio inferior hacia fuera.
—No lo sabemos —dijeron—. Ahora, vete. Nos trae al fresco.
Fue la primera noche que pasé solo. La primera de muchas.
Debería haber acudido a todos los hospitales. Debería haber llamado por teléfono para enterarme. Podría haberlo encontrado aquella noche. Podría haber salido bien. Pero no se me ocurrió. Tenía diez años. Estaba asustado. Pensé que me había abandonado. No sabía qué hacer.
Estuve más de tres semanas solo en casa del abuelo. Todos los días pensaba que tal vez cambiaría de opinión y regresaría. Pero no lo hizo.
Estaba en una cama de hospital. Lo averigüé más tarde. Inconsciente, al principio. Con dolores constantes. Dejando el alcohol. No le permitían probarlo. Tuvo que sufrir. Tuvo que montar en cólera, despotricar y ver cosas reptando por las paredes, reptando sobre su cuerpo. Tuvo que olvidarse de mí.
Pero una vez que estuvo más tranquilo, cuando se despertó y se dio cuenta de dónde estaba y de qué había ocurrido, supo que yo estaba en casa, con diez años, sin blanca y esperando a que volviera. Era el único que lo sabía.
Y no se lo dijo a nadie. Porque yo era su sombra oscura. Yo era su secreto terrible.
¿Cómo podía perdonárselo?
Y durante todo el tiempo que estuve esperando, cuando la gente llamaba a la puerta, cuando los vecinos metían las narices en mis asuntos y formulaban preguntas, les mentía.
«Acaba de salir a comprar», decía.
«Ahora mismo está echando una cabezada», decía.
«Estoy de vacaciones».
«Mi profesor no se encuentra bien».
«El colegio se ha quemado».
Mentí tanto y con tanta frecuencia que hasta cuando trataba de decirles la verdad, no me creían. Hasta cuando la policía y los servicios sociales llegaron, y les dije que era la casa de mi abuelo, que yo vivía allí y que no debían llevarme con ellos porque tenía que estar cuando él regresara, no me creyeron.
No se creyeron ni una palabra de lo que les dije.
No pensé en el motivo por el que Edie estaba tan indignada conmigo. No lo pensé hasta más tarde, cuando fue lo único en lo que podía pensar.
Me entregó la bicicleta cuando llegamos al coche. Prácticamente la arrojó contra mí.
—Tú la usaste para venir —espetó—. Ahora, vuelves en bici. No cabe en el coche.
—Vale —respondí—. Perfecto.
—Y ve a casa —advirtió—. Ni se te ocurra ir a otro sitio.
—Edie —dije yo—, no soy un prisionero.
—No —replicó—. Eres un mentiroso. Eso es lo que eres.
En el camino de vuelta, colina arriba, traté de resolver el asunto y encontrarle sentido. Me esforcé al máximo en la subida y a lo largo del camino y a través de los márgenes de los campos de labor. Respiraba hondo, aspiraba y espiraba por la boca, y el aire frío me dañaba la garganta. Mantenía la vista fija en las montañas. Habían estado allí desde el principio, observando. Lo habían visto todo. Deseé que me lo contaran.
Creía a Floyd. Al menos, pensaba que le creía. Floyd tenía que estar diciendo la verdad, porque la verdad no le había hecho ningún bien. ¿Por qué inventar una mentira que te perjudica? Y Floyd pensaba que Cassiel había mentido. Pensaba que existía una broma de alguna clase y que él era el blanco. Pensaba que lo habían utilizado. Saltaba a la vista.
Yo no sabía gran cosa acerca de Cassiel Roadnight, pero empezaba a suponer que no me habría caído bien. ¿Le había mentido a Floyd? ¿Para qué? Para borrar sus huellas. Para fingir su propia muerte y echar la culpa a su hermano. ¿Por qué iba a hacer algo así? ¿Y de qué estaba huyendo? ¿Es que los rincones oscuros de la familia Roadnight estaban tan bien escondidos que yo ni siquiera los había vislumbrado? ¿Tan mal se me daba indagar?
Pensé en Frank. Si Cassiel decía la verdad, Frank era un mentiroso sublime. Un mentiroso frío, calculador, perfecto. Pero ¿de verdad podría ser un asesino? ¿De verdad podría matar a su propio hermano? Me costaba creer que me estuviera formulando semejantes preguntas.
¿Quién mentía? ¿Frank, Floyd o Cassiel?
¿Estaba Cassiel vivo, o estaba muerto?
Y en caso de estar muerto, ¿estaba viviendo yo con su asesino?
Al robar la vida de Cassiel, pensé que sería mejor que la mía. Pensé que él era más feliz, más sano y más honrado que yo. Pensé que tenía una familia cariñosa, estable. Deseaba lo que él tenía. Ahora ignoraba por completo qué tenía, ignoraba por completo quiénes eran todos ellos.
Si lo único que sabía a ciencia cierta era que yo estaba mintiendo, ¿cómo podía confiar en nadie más?
Edie llegó a casa antes que yo. Los tres estaban sentados, juntos, a la mesa de la cocina. El ambiente resultaba oscuro y sombrío. Me pareció saber de qué habían estado hablando, qué era tan importante como para que se olvidaran de encender las luces cuando la oscuridad los envolvió.
Me sentía intranquilo. Estaba harto.
—Hola —dije rompiendo el silencio—. ¿Todo bien?
Frank se levantó y encendió la lámpara. No me miró y me alegré. No estaba preparado.
Había vuelto del bosque manchado de barro. El trayecto en bicicleta había empeorado las cosas. Mi ropa estaba hecha un desastre.
Los ojos de Helen tardaron unos instantes en enfocarme.
—¡Mira la pinta que traes! —exclamó.
Edie levantó la vista. Apenas reparó en mi presencia, apenas le importaba.
—No ensuciaré nada —prometí—. Iré a darme un baño.
—Sí, será lo mejor —repuso Helen.
Daba la impresión de que trataban de librarse de mí para poder seguir hablando. Tampoco podía estar con ellos. Se suponía que estaba en casa, y no tenía ningún sitio adonde ir.
—¿Qué te vas a poner? —preguntó Helen.
—No tengo nada más —respondí—. Esta ropa es de Frank.
Había robado tantas cosas, y aún no tenía ropa propia. Aún tenía que ponerme la de otra persona.
Frank sonrió.
—Me pareció reconocerla —comentó—. Tengo mucha más, te presto lo que quieras.
Edie soltó un gruñido. Sonrió en dirección a algo que tenía frente a ella y luego, fugazmente, me sonrió a mí, una oferta de paz, tal vez; pero no le devolví la sonrisa.
—Vamos a buscarte algo —se ofreció Frank—. Sube conmigo.
Subimos juntos las escaleras. Se me ocurrió que, hasta ese momento, no había estado a solas con Frank. Me pregunté si sería casualidad, o si ambos lo habíamos evitado. Me rodeó con el brazo, me dio un apretón, ya no me resultaba reconfortante. Ya no me hacía sentir bienvenido. Deseé no saber lo que Floyd me había contado si es que eso iba a convertir en amenazas todos los gestos amables de Frank.
—Tú primero —dijo al llegar al rellano. Entró en su habitación detrás de mí. Sentí que me observaba. Me sentí observado.
—¿Cuándo te hiciste eso en las orejas? —preguntó.
—¿Los piercings? —dije—. Bueno, hace tiempo.
—Parecen…
—Coladores. Ya lo sé.
Frank fue directo a su cómoda. Le miré la nuca, elegante y pulcramente recortada, el cuello de su camisa, su caro jersey de cachemir. Veía su cara en el espejo, frente a él, tersa, lustrosa y atractiva.
Pensé en Floyd, raro, desaliñado y marginado. Pensé en lo que había dicho.
—¿Cómo está el señor Artemis? —pregunté.
Frank dejó de moverse. Sus manos se paralizaron, contuvo el aliento. Duró menos de un segundo, pero lo noté porque estaba observándolo. Su cara en el espejo estaba inmóvil como una roca, pero sus ojos gritaban y ardían dentro de aquel rostro muerto, sus ojos brillaban de horror, de crueldad y de miedo.
No respondió a mi pregunta. Observé que sus ojos se cerraban con un clic, como el obturador de una cámara, y el tormento que denotaban desapareció de pronto. Se quedaron vacíos, sin más. Se giró hacia mí lentamente, con el rostro sereno. El cajón continuaba abierto.
Me miró mientras el tiempo se dilataba entre nosotros. Me miró unos segundos, pero podrían haber sido horas. Me percataba de aquel pulso en el ambiente, de aquella tensión febril, latente, y aunque Frank se comportaba como si nada ocurriera, yo sabía que él también la detectaba.
—Coge lo que quieras —dijo—. Lo dejo en tus manos.
Me pregunté si se daría cuenta del terror húmedo y frío que me recorría el cuerpo en aquel instante. Me pregunté si mi aspecto daba a entender lo pegajoso y conmocionado que me sentía.
Frank salió de la habitación con pasos lentos, acompasados. Estaba deseando marcharse.
Observé cómo se iba, y solo cuando desapareció conseguí volver a moverme. Me acerqué al cajón, agarré algo de ropa sin ni siquiera mirarla.
¿Qué acababa de ocurrir?
Quería ir a ver a Floyd. Quería decirle cómo había reaccionado Frank a lo que yo le había dicho. Quería preguntarle qué significaba.
Pero no podía irme ahora, porque se empeñarían en enterarse de adónde iba. Y no sabía dónde vivía Floyd. Ni siquiera podía llamarlo, porque no tenía teléfono. Me sentí en peligro. Sentí que estaba corriendo un riesgo. La reacción de Frank me había desconcertado por completo.
Estaba solo. Estaba atrapado.
Crucé hasta el cuarto de baño, cerré con pestillo y llené la bañera. El vapor inundó la estancia y enseguida se convirtió en agua sobre las frías paredes.
¿Qué estaba pasando?
¿Quién era el señor Artemis, y por qué la mención de su nombre había transformado a Frank durante ese instante en un ser irreconocible, en un ser petrificado, feroz y dolorido?
Era como si el hermano mayor tranquilo, seguro y generoso al que yo creía conocer fuera tan solo una máscara, solo un caparazón, y por debajo se retorciera algo más, algo oscuro, peligroso y asustado. Y ahora que lo había visto, jamás podría olvidarlo.
El señor Artemis ¿era una persona real o un mensaje oculto, un código?
¿Por qué narices Floyd me había pedido que lo mencionara? Quería saber cuáles eran sus intenciones, qué clase de problemas quería que yo ocasionara.
Yo, que había tenido tanto cuidado para no causar ninguno. Yo, que había ido pisando cáscaras de huevo y cuerdas flojas para que no me descubrieran.
Me senté en el borde de la bañera y observé cómo los grifos arrojaban agua, observé cómo se llenaba poco a poco la bañera.
¿Qué había ocurrido ese día con Floyd? Tal vez yo estaba equivocado con respecto a él y Edie tenía razón. ¿Había mentido acerca de Cassiel y Frank? ¿Por qué iba a mentir? Para llamar la atención, tal vez. Como esas personas que confiesan crímenes que no han cometido solo para observar el alboroto del primer momento, solo para ser el centro. Nadie más se fiaba de él. ¿Por qué iba a hacerlo yo?
Durante un segundo, se me heló el cuerpo entero. Quizá yo estuviera en el centro de aquello. Tal vez era una trampa en la que había caído directamente. Floyd le había enviado un mensaje a Frank a través de mí. El señor Artemis era un código que significaba que yo no era él, que yo no era Cassiel. Probablemente Floyd me había calado en el bosque, aquella mañana. No tuve ninguna precaución con él. Yo y mis preguntas estúpidas.
El corazón me golpeaba en el pecho. Todos ellos podían estar juntos en esto. Franky Floyd, y hasta Helen y Edie. Tal vez Edie había rescatado ese día a Floyd, y no a mí.
Tal vez ninguno de ellos era quien parecía ser. Tal vez yo no era el único impostor.
Frank se había dirigido al piso de abajo directamente. ¿A quién llamaría? ¿Qué le diría? Me imaginé el coche patrulla abriéndose camino a través de la tarde gris. Vi sus luces azules e intermitentes en contraste con la carretera, en contraste con el pronunciado corte de la ladera de la colina. Aguardé a que estacionara fuera, a escuchar los pasos en las escaleras, bruscos y diligentes, el sonoro golpe al cerrar la puerta. Preparé mis muñecas para la fría dentellada de las esposas. Me preparé para la expresión de sus rostros.
No ocurrió.
Cerré los grifos. No me metí en la bañera. No me cambié de ropa, ni siquiera encendí la bombilla. Me quedé allí sentado, en la oscuridad, mientras el agua acechaba en el baño, cada vez más fría, y los restos de luz abandonaban el cielo como un reguero de sangre.
¿Y si todos sabían que yo no era Cassiel? ¿Y si todos sabían que él estaba muerto? ¿Era yo su coartada?
Alguien subió al primer piso, lenta, sigilosamente, tratando de no hacer ruido. La luz se encendió de pronto en el rellano, se colaba por el resquicio de la puerta. Oí que un motor arrancaba, oí que un coche daba marcha atrás y luego se alejaba.
Los pasos se detuvieron a la puerta del cuarto de baño, la sombra de alguien quebraba las nítidas estrías de luz. Quienquiera que fuese no llamó. Se quedó allí, esperando.
Yo estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la bañera. Junté los pies al cuerpo, puse la barbilla en las rodillas.
—¿Cassiel? —dijo la voz de Edie, un tanto aguda en el ambiente frío, oscuro y silencioso—. ¿Estás bien ahí dentro?
—Estoy perfectamente.
—¿Qué haces?
—Nada. Estoy sentado. Pensando.
—Frank acaba de marcharse —anunció—. Lo llamaron del trabajo o algo así.
—Vale.
—Una urgencia en el mundo de las finanzas —prosiguió, y me imaginé la sonrisa sarcástica en su cara—. Dijo que volvería muy tarde.
Guardé silencio. Me quedé sentado sobre el duro suelo con mi ropa mugrienta, clavando los ojos en los pies de Edie, deseando que ella también se marchara.
¿Se había ido Frank de verdad? Podría estar esperándome ahí fuera, justo detrás de ella. Podrían estar mirándose a los ojos en aquel preciso instante, Frank podría estar observando cómo Edie me mentía.
No me fiaba de ella. No me fiaba de nadie. Estaba solo, atrapado y paranoico a más no poder.
—¿Vas a tardar mucho? —preguntó.
—No lo sé.
—¿Quieres algo de comer?
No quería nada de ella, de ninguno de ellos.
—No.
—Cass —dijo al tiempo que apoyaba la cabeza en la puerta. Escuché el suave sonido de su pelo, y su voz contraía madera—. Cass, siento haberme puesto así. Me sacaste de quicio. Lo siento mucho.
No respondí.
Edie dio un paso atrás y se alejó de la puerta.
—Te dejo solo —dijo—. Por favor, baja.
No bajé. Me quedé sentado en el suelo del cuarto de baño frío y oscuro porque no tenía otro sitio adonde ir, porque no sabía qué hacer. Me quedé allí sentado y pensé en las otras ocasiones en las que me había sentido así. Pensé en cuando me despertaba todas las mañanas con imágenes en la cabeza, de habitaciones en las que había estado, gente a la que había conocido y cosas que nunca se te olvidan, por mucho que quieras.
Me quedé sentado en la casa de Cassiel Roadnight y pensé en todos los días y noches que se daban empujones, regañaban y competían entre sí para ser los peores de mi triste y lamentable vida.