16

Nunca tuve un solo amigo antes que Floyd. Me engañaba a mí mismo asegurándome que era el primero. Es triste, lo sé, es penoso. Porque desde el principio me dije una y otra vez que, en realidad, no era yo su amigo. Sabía que tenía que ser Cassiel. Le robé su amistad, junto con todo lo demás. Disfruté de ella, bajo cuerda y patéticamente agradecido, desde el momento en el que lo conocí.

Nunca había conocido a nadie de mi edad. No en profundidad. El abuelo y yo tratamos de hacer amigos en el parque unas cuantas veces, pero las madres se mostraban bruscas y distantes, los niños eran chillones e iban por ahí en grupo riéndose de mi ropa. No funcionó.

El abuelo no me mandó al colegio porque tanto papeleo no merecía la pena. Eso decía. Decía que era una pérdida de su tiempo y del mío. Yo ya sabía leer, escribir y contar. Al parecer, el resto siempre iba a depender de mí. Según el abuelo, el colegio no consistía más que en colocarse en fila y esperar sentado a que te alimentaran a cucharadas con pedacitos de información, previamente refinados y aprobados por el gobierno. La vida real te enseñaba a remover la basura en busca de tus propios datos, a perseguir el conocimiento día tras día hasta atraparlo.

—Sé de lo que hablo —decía—. Antes era profesor.

De modo que me acostumbré a estar aislado, a pasar a solas la mayor parte del tiempo. Desde fuera, el patio de un colegio emite un sonido que recuerda a las gaviotas que revolotean sobre un barco de pesca, a las gallinas que se lanzan al grano. Desde fuera, otros niños se esconden de ti, se encogen detrás de sus ojos, hasta que uno de ellos es lo bastante valiente para coger un palo y golpearte, hasta que otro te ahuyenta.

Floyd no me ahuyentó. Por eso me caía bien. Pero, claro, ¿por qué iba a hacerlo? Daba la impresión de que yo era la única persona que le dirigía la palabra.

Floyd se movía en un círculo de silencio. Dondequiera que fuese, la gente dejaba de hablar y se quedaba mirándolo. No se molestaban en esconder su desprecio. Si querías vaciar un edificio de aquel pueblo, bastaba con meter a Floyd. Si querías hacer callar a una multitud, bastaba con ponerlo a la vista. Me di cuenta el primer día, cuando fui a reunirme con él. Me di cuenta inmediatamente. Estaba parado junto a la torre del reloj, vestido con su extraña ropa negra, delante del pequeño ayuntamiento, una zona de exclusión para un solo hombre. Juro que ni siquiera los pájaros, los bichos o los insectos se atrevían a transgredir la norma. Se encontraba absolutamente solo.

Recuerdo que pensé que teníamos eso en común.

Al abuelo le habría caído bien Floyd. Le habría gustado su aspecto, y la forma en la que leía, hablaba y pensaba, diferente a la de todos los demás. Le habría gustado el hecho de que Floyd no encajara. Le habría gustado todo lo que lo marginaba, lo que me gustaba a mí.

Tomé prestada la bicicleta de Edie sin permiso. Me figuré que era el menor de mis delitos. Por el camino, pregunté la dirección a un viejo granjero. Mientras hablábamos, no apartó la vista del horizonte. La torre del reloj, me dijo, se encontraba al final del pueblo.

—Es alta —explicó—. Con un reloj. No tiene pérdida.

—¿Cuánto tardaré en llegar? —pregunté.

Se rio al tiempo que miraba un punto fijo en la distancia.

—Depende de lo deprisa que vayas —respondió.

Tardé menos de veinte minutos. Floyd me vio mientras rodaba por la estrecha callejuela hacia él y esbozó una sonrisa. Entré en su espacio aéreo sin pestañear y me bajé de la bicicleta.

—Hola —dije.

—Pensaba que no vendrías.

—Bueno, tenemos que hablar —respondí.

La sonrisa se le esfumó de la cara al oírme. Parecía asustado, avergonzado y desconcertado.

—Así que ya lo sabes.

—Edie me lo ha contado.

—¿Qué te contó?

—Que dijiste que estaba muerto. Que dijiste que Frank me había matado.

Floyd enterró la cabeza entre las manos y soltó un gruñido.

—Ahora ya puedes odiarme, como todos los demás —dijo—. Perfecto, lo entiendo. ¿Hemos terminado? ¿Me puedo ir?

—¿Por eso te odia todo el mundo? —pregunté—. ¿Por lo que dijiste?

—Siempre he estado a la cabeza de los menos populares —respondió—. Ya lo sabes.

—Es verdad —afirmé.

—Prueba a ser indio mestizo en una comunidad rural aislada —dijo Floyd—. Prueba a ser un mestizo adoptado y vegetariano que lee poesía y se llama Floyd.

—Y se viste como un personaje de circo —intervine yo—. Se te olvidaba.

—Gracias —dijo él—. Siempre eras el primero en señalarlo.

—De nada —respondí—. Y, para que conste, no te odio.

Floyd alzó la mirada, desconcertado.

—Ah, ¿no?

Me encogí de hombros.

—Somos amigos, ¿verdad?

—No lo sé —repuso él—. ¿Lo somos?

—De hecho —dije—, estaba pensando en hacerme vegetariano.

Se mostró perplejo. Me miró como si le estuviera gastando una broma, como si estuviera esperando a que sucediese.

Caminamos hasta el río, a un lugar llamado «la madriguera». Floyd dijo que, dadas las circunstancias, no convenía que me vieran precisamente con él. Dijo que formábamos una pareja bastante inverosímil.

—Me sorprende que quedaras conmigo en un sitio público —dijo—. La gente nos verá juntos, ¿sabes?

—Me da igual con quién me vean —repliqué.

—¿Desde cuándo? —contestó él.

Estábamos atravesando el pueblo, en dirección al río. La gente, al vernos, nos miraba boquiabierta. Me imagino que no se trataba de una escena que hubieran esperado ver, el chico muerto y el difamador, juntos, paseando. Empezaba a darme cuenta de que no los habían visto juntos con mucha frecuencia anteriormente. Floyd mantenía la cabeza gacha. Dejó caer los hombros y la barbilla y se abrió camino entre la evidente hostilidad como si estuviera más que acostumbrado. Yo empujaba la bicicleta de Edie, trataba de mostrarme afable y, al mismo tiempo, evitar el contacto visual.

Junto al castillo, un grupo de chicos de nuestra edad ocupaba la estrecha acera que teníamos por delante. Gritaban y silbaban. Floyd se encogió todavía más dentro de su ropa. Bajé mi bicicleta a la calzada y los rodeé, para luego regresar a la acera. En realidad, no los miré.

—¿Qué acabas de hacer? —preguntó Floyd.

—¿Cuándo?

—¿Por qué has hecho eso?

Lo observé. No entendía nada.

—¿El qué?

Miró hacia atrás. De pronto, los chicos se quedaron en silencio y clavaron sus miradas en nosotros. Uno de ellos dijo:

—Roadnight, ¿qué pasa contigo?

—Son tus amigos —dijo—. Todos esos de ahí son tus amigos. Los acabas de dar de lado. Acabas de pasar de largo. Conmigo.

No tenía ni idea. Por descontado que no. ¿Qué se suponía que tenía que hacer ahora?

—Ah, hola —dije. Saludé con la mano. Me devolvieron el saludo, ofendidos, enmudecidos. Un par de ellos me maldijeron y se alejaron caminando.

No lo soportaba. Miré a Floyd.

—Vamos —dije.

Continué andando. No quería ir por delante de él porque no sabía adónde nos dirigíamos. Floyd se había detenido y me miraba de una forma muy rara. Daba la impresión de que estuviera sumando números mentalmente.

—¿Qué? —dije—. Venga, vamos.

Me miró como si yo estuviera loco, como si mi salud lo preocupara.

Me alcanzó y se colocó unos pasos por delante, tal como yo quería.

—Lo que tú digas.

Cuando llegamos a la iglesia, bajamos por un largo sendero que discurría junto al río. Estaba atestado de perros. Tenías que mirar por dónde ibas, por todas esas cagadas. El intenso olor impregnaba el aire. El sendero desembocaba en un prado comunal, donde las ovejas pastaban y los niños lanzaban piedras a ras del agua en un recodo del río. Los rápidos enseñaban los dientes, una línea blanca y moteada que atravesaba el agua a lo ancho. Lamenté haber llevado la bicicleta. El aire era húmedo. El suelo estaba blando, mojado y fangoso. La bicicleta se clavaba en la tierra en vez de avanzar sobre ella. Floyd caminaba deprisa, por delante de mí. Se volvió y extendió los brazos, un espantapájaros negro en mitad de aquel terreno. Lo seguí, arrastrando la bicicleta sobre matas de hierba y excrementos de oveja, atravesando la curva esculpida por el río.

Había cuatro personas en el prado, tres hombres y una mujer que construían algo, el principio de algo. Estaban levantando una especie de armazón de madera. Ya los superaba en altura.

Señalé.

—¿Qué es eso?

—¿No lo ves desde aquí? Empieza el Hombre de Mimbre. Ya estamos en esas fechas, si lo piensas.

Nos detuvimos y observamos unos instantes. Utilizaban varas de sauce, las enroscaban y doblaban para darles forma.

—Ah, sí —dije yo—. Es verdad.

Dos días más tarde se celebraría la noche de los fuegos artificiales, el 5 de noviembre. Dos años desde la desaparición de Cassiel. Dos años desde la mía.

No era una época del año en la que me apeteciera pensar.

Abandonamos el sendero y llegamos a un conjunto de árboles. Floyd iba por delante otra vez porque la rueda posterior se me había quedado atascada en un espino. Tuve que sacarla a tirones.

En el bosquecillo, todo cambió de pronto. Hacía más frío y el ambiente era más oscuro y silencioso. Escuchaba el sonido de pisadas y de chasquidos de madera por delante de mí. Lo seguí lo bastante deprisa como para ver la espalda de Floyd, que desaparecía en una especie de hueco. Dejé la bicicleta de Edie apoyada contra las raíces de un árbol caído.

—Espérame —dije al tiempo que bajaba por la hondonada detrás de él—. ¿Quién eres, el conejo blanco?

—¿El de Lewis Carroll o el de Hunter S. Thompson? —preguntó.

Como ya he dicho, Floyd le habría caído bien al abuelo.

Nos sentamos en una especie de sucio cuenco de barro suave y compacto.

Floyd quería que empezara Cassiel. Me daba cuenta. Se quedó allí sentado, mirándome, esperando a que tomara la palabra.

—¿Por qué te inventaste todo ese rollo? —pregunté.

Floyd recogió un palo y empezó a partirlo.

—¿Qué, que estabas muerto? ¿Todo ese rollo?

—Sí.

—No me lo inventé.

Sonrió. Me miró. «¿Cómo le dices a la persona sentada frente a ti que no te inventaste el hecho de que estaba muerta? Acto seguido, rectificó.

—No sabía que me lo estaba inventando —explicó—. Era lo que creía.

—Vale. ¿Por qué lo creías?

Me lanzó una mirada furiosa.

—Porque tú hiciste que lo creyera —declaró—. Por lo que me dijiste.

—Cuéntamelo —lo insté.

—Los dos estábamos allí —replicó.

—Ya lo sé.

—Eres tú el que tiene todas las respuestas —dijo.

Esquivé el comentario. Navegaba aterradoramente cerca de la verdad, y tuve que cruzar los dedos para que no se diera cuenta.

—Haz como si no fuera Cassiel —dije—. Haz como si fuera otra persona que no sabe nada del tema, cuéntame lo que pasó.

Me miró de forma rara.

—¿Por qué iba a tomarme la molestia?

—Porque quiero ver las cosas desde tu perspectiva.

—Eres la primera persona que lo hace —respondió.

Me puse cómodo, desplazándome hacia abajo hasta apoyar el trasero en la ladera de barro de la hondonada.

—Bueno, soy quien te metió en este lío —dije yo.

—Supongo que sí.

—Venga —lo insté—. Te escucho. No diré una palabra.

image7

Sucedió en Hay on Fire. Sucedió justo en mitad del espectáculo. Floyd dijo:

—Hace dos años, faltan dos días.

Dijo que el armazón de fuego estaba ardiendo —lo llamaba «el laberinto»— y el hombre con el látigo en llamas realizaba su representación cuando llegué corriendo hasta Floyd, Cassiel llegó corriendo hasta él.

—Te acuerdas, ¿verdad? —dijo—. De cómo chasqueaba el látigo, de cómo producía aquellas explosiones de fuego gigantescas.

—Me acuerdo —respondí.

—Fue impresionante, ¿verdad? Una locura, pero impresionante.

—Sí.

—¿Cómo se da uno cuenta de que se le da bien eso? —preguntó.

—¿Qué?

—Empapar con queroseno un látigo de cuero y provocar nubes de fuego, rápidas y enormes.

Le sonreí.

—No lo sé.

—Exacto. En fin. El caso es que corriste hacia mí en mitad del espectáculo. Atravesaste el laberinto como si no estuviera allí, como si ni siquiera lo vieras.

—Ah, sí.

—Todo el mundo te gritaba y pensé que ibas a prender fuego a tu capa, a tus zapatos.

—Pero no fue así.

—Debías de estar muy colocado —dijo—. ¿Estabas colocado?

—Debía de estarlo —respondí.

—O muy asustado. Es lo que pensé —prosiguió—. Que estabas aterrorizado.

Al decirlo, me miró en busca de una respuesta. No se la di.

Dijo que la banda estaba tocando y el ruido de los tambores era alto y era bajo, de modo que se te metía en el cuerpo por los pies, las manos y el pecho, además de por los oídos.

Me gustaba su forma de describirlo.

—Me acuerdo —dije.

—Vale.

—Llevabas una capa —explicó—, y te habías puesto una máscara, una máscara negra y roja. Ya sabes cuál.

Hice un gesto de asentimiento.

—Sigue.

—Para empezar, no sabía que eras tú —dijo—. No sabía quién me venía a buscar en la oscuridad.

—¿Qué dije?

Floyd subió la mirada hacia un punto fijo mientras recordaba palabra por palabra.

—Dijiste: «Estoy acabado. Él sabe que soy yo. Se ha terminado. Me doy por muerto».

No respondí.

—Dijiste que Frank sabía que eras tú. Eso dijiste.

—¿Dije «Frank»? —quise saber—. ¿O dije «él»?

Una sombra de duda le atravesó el semblante. La vi con claridad.

—Dijiste «Frank», ¿no? Creo que sí. Estabas hablando de él. De eso estoy convencido.

—Vale.

Floyd miró el palo, en vez de a mí. Se puso a toquetear la corteza, la arrancó en tiras finas.

—Me lanzaste la bolsa —dijo—, la llevabas debajo de la capa. Me dijiste que la escondiera o la enterrara o la quemara. Dijiste que si no volvías, la utilizara para pillarlo.

—¿Pillarlo?

Asintió.

—Pillar a Frank —dijo.

—¿Qué había dentro?

Soltó el palo. Se rascó la cabeza, se rebulló un poco y apartó con un soplo el pelo que le caía sobre los ojos.

—¿Por qué estamos haciendo esto? —preguntó—. ¿Por qué me lo preguntas?

—Cuéntamelo y ya está.

Me miró con el ceño fruncido.

—Me dijiste lo que contenía. Eran notas, números y movidas. Todo estaba ahí, dijiste, significara lo que significase.

—¿Qué más dije?

De pronto, un perro irrumpió en el claro que se extendía sobre nosotros, se quedó parado al borde de la hondonada y miró hacia abajo. Un Jack Russell jadeante, la lengua le colgaba fuera de la boca. Oí que alguien lo llamaba. Se lamió los labios y se escabulló. Floyd y yo lo miramos y luego volvimos la vista el uno al otro.

—Dijiste que sentías endosármela, pero que yo era la última persona en la que él pensaría.

—¿En serio?

—Sí, en serio. Dijiste que por eso me la entregabas, porque era el último lugar donde se le ocurriría mirar.

—Vale.

—Dijiste que Frank sabía que la tenías y que él sería el culpable si algo malo te pasaba.

—¿Qué más?

—Dijiste: «Va a encargar que me maten. Frank quiere matarme». ¿Es suficiente?

Tragué saliva. Notaba la boca seca.

—¿Eso dije?

—Desde luego que sí. ¿Por qué me obligas a hacer esto? Sabes muy bien lo que dijiste.

—¿Y entonces?

—Entonces echaste a correr. Saliste corriendo en dirección al Hombre de Mimbre. Y se acabó. No te volví a ver hasta esta mañana.

Me dedicó una sonrisa, una sonrisa seria y carente de humor. No era de extrañar que se hubiera conmocionado tanto al ver a Cassiel. No era de extrañar que le hubiera preguntado a la cara si estaba muerto.

Me incorporé ligeramente. Me costaba formular las preguntas adecuadas, averiguar lo que necesitaba saber y, aun así, seguir pareciendo Cassiel. Sabía que me encontraba a centímetros de distancia del escarpado precipicio que supondría delatarme. A Floyd se le estaba acabando la paciencia. ¿Por qué tenía que preguntarle todo eso si yo había estado presente, si era yo quien lo había dicho?

—¿Viste a Frank? —pregunté.

—Aquella noche no. No vi a nadie. Te busqué durante un rato, pero no te encontré. Luego, me marché a casa. Se podría decir que me aguaste la fiesta. Se podría decir que me hiciste la pascua.

¿Adonde fue Cassiel? ¿Qué le pasó?

—Pero Frank estuvo allí aquella noche, la gente lo vio. Se pasó la mañana siguiente fuera, tratando de resolver el misterio. Y se pasó fuera la noche siguiente, con todos los demás —explicó Floyd—. Fue entonces cuando lo vi. Buscando, como el resto de nosotros. Era como si estuviera al mando.

—Típico de Frank —observé yo.

Floyd asintió con un gesto.

—Me mantuve alejado de él.

Recosté la cabeza sobre el barro. Traté de poner las cosas en orden. De modo que Cassiel acudió a Floyd, temiendo por su vida, asustado de su hermano. ¿Por qué iba Floyd a inventarse tal cosa? ¿Qué ganaría con ello?

—¿Qué hiciste con la bolsa? —pregunté.

—La escondí y esperé.

—¿Y luego?

—Después de varios días, como no aparecías, se la entregué a la policía.

—¡Madre mía! ¿Eso hiciste?

—Sí. Les conté lo que me habías dicho.

—¿Qué pasó?

—La registraron. Dijeron que no tenía ningún valor.

—¿Y qué fue de las cosas que dejé?

—Dijeron que no habían encontrado «nada significativo».

Floyd toqueteó los deshilachados puños de su camisa, propinó una patada al palo, sobre el suelo.

—No me creyeron. Nadie me creyó.

—¿Por qué dijeron eso? —le pregunté.

Floyd se alborotó el pelo con las manos, se rascó la nariz.

—¿Por qué me lo preguntas? —espetó—. Estás aquí. No estás muerto. Frank no te mató. ¿Qué estás tramando, Cass?

—No estoy tramando nada —respondí.

—Pues tu actitud no tiene sentido.

—He estado fuera casi dos años —alegué—. Quiero saber qué ocurrió después de que me marchara, nada más.

—Mentiste —acusó Floyd—. Mentiste y te marchaste. Lo normal en ti. Y te creí porque soy imbécil. No me importó porque, de todas formas, no le caía bien a nadie. ¿Te basta?

—¿Qué hizo la policía con mi bolsa? —pregunté—. ¿Te la devolvieron?

—No. Claro que no.

Si consiguiera echar mano a las pertenencias de Cassiel, tal vez encontraría una respuesta.

—¿Dónde está?

—La tiene Frank.

—¿Cómo dices? ¿Por qué?

—Fue a la comisaría —explicó Floyd—. Pasó allí unas dos horas. Pensé que estarían interrogándolo, pero luego salió con todas tus cosas. A mí me interrogaron durante más tiempo. Creo que resultaba más sospechoso que Frank.

—¿Sabías de lo que te estaba hablando —pregunté—, en la fiesta de Hay on Fire?

Floyd soltó un gruñido.

—Pues claro que no. ¿Por qué iba a saberlo? ¿Lo sabes tú?

Me pregunté qué tendría que esconder Frank. Me pregunté si Cassiel lo habría averiguado.

—No lo sé —respondí—. No sé nada.

Floyd dijo:

—Frank les contó que me lo había inventado todo y se lo creyeron. Se deshizo de la bolsa. Estoy convencido. Yo en su lugar habría hecho lo mismo. El pueblo entero me toma por un psicópata que debería estar entre rejas, gracias a ti y a Frank.

Alcé la vista hacia los árboles; negros en contraste con el cielo pálido, oscilaban y trataban de atrapar la brisa.

—Dios, Floyd —dije—. Lo siento.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó—. Venga ya. Frank no te mató, evidentemente. Te portas como si no te acordaras de haberme dicho todas esas cosas aquella noche, como si ni siquiera hubieras estado allí.

Tragué saliva. Lo miré y volví a apartar la vista.

—Así que tienes que contarme la verdad —dijo Floyd—. Me lo he ganado, creo yo.

En ese momento se produjo un estrépito, el sonido de mi bicicleta al caer o de algo que golpeaba mi bicicleta.

—¿Qué ha sido eso? —pregunté, alegrándome en cierto modo de la interrupción, y entonces apareció Edie, erguida sobre nosotros.

Floyd se levantó.

—Hola, Edie —dije.

No respondió. Se quedó mirando a Floyd como si tratara de hacerlo estallar en llamas o desaparecer bajo tierra, como si deseara con todas sus fuerzas que Floyd se marchitase y muriese. Debió de doler. Es duro que una persona como Edie te odie de esa manera.

Floyd se aclaró la garganta.

—Tengo que irme —dijo.

Hice un gesto de asentimiento. No discutí.

—Vale.

La repentina aparición de Edie me había salvado. Me había proporcionado tiempo, por lo que me sentí agradecido. Asentí.

—Nos vemos —dije.

«¿Ya está?», decía su cara. «¿Eso es todo?».

Estaba en deuda con él. Cassiel estaba en deuda con él.

—Te llamaré —añadí.

—¡Maldita sea, Cassiel! —exclamó Edie.

—¿Qué?

Edie miró a Floyd.

—Nos vamos —me dijo—. Ya.

Inició la marcha por delante de mí, agarró su bicicleta y forcejeó para sacarla de entre las ramas como si tuvieran la culpa, como si se pudiera acusar a la bicicleta y a los árboles.

Me giré hacia Floyd.

—Te llamaré —dije.

—No, no me llamarás —replicó.

—De verdad. Te lo prometo.

—Sí, vale.

Estaba a punto de decir algo más. Dio la impresión de que se le acababa de ocurrir. Esperé.

—¿Cómo está el señor Artemis? —preguntó.

—¿Qué? —dije yo.

—No has mencionado al señor Artemis —dijo Floyd—. Da igual. Pregúntale a Frank qué tal le va. Cuéntame lo que dice.

—Lo siento —dije—. Tengo que marcharme.

Se despidió de mí ladeando el sombrero y allí lo dejé, en una hondonada de barro en medio del bosque, traicionado, sin amigos y, todavía, en la completa oscuridad.

—¡Eres un mentiroso! —me espetó Edie con brusquedad mientras regresábamos a través del prado comunal.

—Ya lo sé —respondí.

—Fui una estúpida al pensar que habías cambiado —prosiguió—. No entiendo cómo me engañé para convencerme de que habías madurado mientras estuviste fuera, que incluso podrías ser una buena persona.

—¿Qué?

—Mantente alejado de ese chico, ¿entendido? —advirtió, con los labios blancos de rabia y apretados contra los dientes—. Piensa en tu familia, por una sola vez. Piensa en lo que hemos pasado.

Pero no podía pensar en ellos sin pensar también en Floyd y en lo que me había contado.

Lo creía, esa era la cuestión, aunque fuera el único. Lo creía porque yo sabía algo que ellos ignoraban. Yo sabía que Cassiel no había vuelto a casa.

—Lo siento —me disculpé—. Tienes razón. No volveré a verlo. Lo siento.

Mentía. Por descontado que mentía. Para entonces, se me empezaba a dar bien.