Helen, Frank y Edie estaban sentados a la mesa de la cocina cuando regresé. Helen apagó su cigarrillo.
—Creíamos que estabas en la cama —dijo.
—Necesitaba un poco de aire.
—¿Qué tal te ha ido? —preguntó Edie. Tenía el pelo mojado, recién lavado. Parecía muy joven.
—Bien —respondí—. He visto a Floyd.
Helen tosió de manera repentina, convulsiva, como si se le acabara de meter agua por la nariz. Edie se puso blanca y, mirándome, negó con la cabeza; una advertencia rápida, tensa, inequívoca.
Frank fue el único que no reaccionó. Creo que no se enteró. Estaba leyendo el periódico y lo cerró, lo agitó y lo dobló pulcramente; susurro, crujido, susurro. Me enseñó la portada. Había una foto de nosotros, justo en medio, bajo el titular: Por fin en casa. Se lo quité de las manos.
—«Cassiel Roadnight de Felindre, localidad cercana a Hay on Wye, ha regresado a su casa familiar tras una prolongada ausencia» —leí en voz alta—. «Cassiel desapareció hace dos años, durante la celebración de Hay on Fire, y su familia ha luchado sin descanso por encontrarlo. “Es la recompensa a nuestro gran esfuerzo”, ha dicho su hermana, Edie».
—Yo no he dicho eso —replicó Edie—. Todos sabemos que no pronuncié una palabra.
—«El hermano de Cassiel, Frank, financiero de profesión y que en la actualidad reside en Londres, y su madre, Helen… —Helen se señaló a sí misma y soltó una risita— han declarado que están absolutamente encantados y entusiasmados por su regreso a casa sano y salvo».
Examiné la fotografía. No parecía un impostor. Parecía real, limpio, querido y en casa. Me parecía a Cassiel Roadnight. Son increíbles las tormentas que tu rostro es capaz de ocultar, los terribles naufragios que pueden desencadenarse por debajo, sin que una sola onda se refleje en la superficie. Miré aquella fotografía y vi a una familia reencontrada con su hijo. Resultaba emocionante.
Pero debajo de la emoción, y del extraño arrebato de orgullo, se hallaba una veta de pánico negra, como el carbón enterrado en el fondo de las colinas que nos rodeaban. Dejé que se reprodujera en mi cabeza como una película.
Dondequiera que estuviera, Cassiel vio la fotografía de él que no era él. Se apoderó del periódico para mirar más de cerca aquella foto mía con su familia, y lo arrebujó entre sus puños. Arrancó mi cara, un cuadrado irregular en su bolsillo, un hueco en la fotografía donde yo, donde él, había estado. Cassiel Roadnight había tomado el camino de vuelta para quedarse con todo.
Me percataba de que se estaba acercando. Estaba en el tren, observaba cómo el paisaje se deslizaba, observaba su cara, nuestra cara, en la ventanilla. Lo vi subiendo por la extensa colina hasta la casa nueva. Tuve una súbita, cristalina imagen de él ante la puerta principal. El chico cuya vida yo había robado, por fin en casa. Tuve una instantánea, abrumadora visión de nosotros dos encontrándonos allí, en la cocina, de ambos mirándonos cara a cara, mi mentira y yo. Frank acudiría al porche a recibirlo. Lo imaginé entrando con el brazo sobre el hombro de su hermano verdadero, como había hecho conmigo. Yo procuraría pasar de largo junto a ellos, salir por la puerta, pero alguien me detendría. Me arrojaría por una ventana, entre sangre y cristales, y me daría a la fuga en la noche.
Frank me estaba hablando. Me arrastré a mí mismo de vuelta a la cocina, de vuelta a la realidad.
—¿No es fabuloso? —decía—. Ya es oficial.
—Sí —respondí.
—Verlo impreso de esa manera —dijo Helen— lo convierte en real. Hace que te des cuenta del todo.
—Sí, es verdad —convino Frank—. Cass ha vuelto a casa y no existe nadie que nos lo pueda quitar.
Sí que existe —pensé—. Ni te imaginas quién.
Me dirigí a su habitación. Coloqué una silla junto a la ventana y me senté, esperando a verlo venir. ¿Qué ocurriría cuando Cassiel Roadnight se presentara ante la puerta?
Si lo veía llegar, podría echar a correr. Podría salir por una puerta mientras él entraba por otra, sin interrupciones, sin que el cambio se detectara, de la manera más amable. Así, los demás no tendrían que enterarse. Yo no existiría. No haría falta que me odiaran.
Eso era lo que me asustaba, más que nada.
No necesitaba echar a correr. Podía quedarme y pelear. Podía abrirle la puerta y decir: «Vete. Yo llegué primero. Tuya estás aquí». O bien podría librar una guerra. Podría quedarme a esperarlo. Podría estar allí, sentado en lo alto de mi castillo, a la espera del enemigo. Podría trasladar la batalla hasta él. Podría incluso evitar que llegara.
¿Borraría a Cassiel Roadnight de la faz de la tierra, si me viera obligado, para proteger lo que tenía? A la hora de la verdad, ¿elegiría esa opción?
Permanecí sentado junto a la ventana, observaba y especulaba. ¿Hasta qué punto deseaba lo que tenía? ¿Hasta dónde estaba dispuesto a llegar?
Al asesinato no. No sería capaz de cometerlo, por mucho que deseara lo que había usurpado.
Edie entró sin llamar.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó.
—Pensar.
Mis manos se aferraban a los lados de la silla con tanta fuerza que me dolían. Las solté y flexioné los dedos. No aparté los ojos de la ventana. No me levanté.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Qué te pasa?
—Nada. Estoy bien.
—¿Odias haber vuelto a casa? —dijo.
—¿Por qué?
—¿Odias jugar a las familias felices?
¿Qué se suponía que tenía que responder? «Las familias felices son un sueño hecho realidad». «Estoy tratando de acostumbrarme». «No puedo disfrutarlo porque siempre está a punto de terminar».
—Creo que no estamos mal, somos bastante felices —dije.
Edie bostezó, se recogió el pelo y lo ató con un nudo a la altura del cuello.
—Te estás haciendo el gracioso.
—No, de ningún modo.
—Vale. De todas formas, se te pasará pronto.
Más que pasarse, me explotará en la cara.
—Uno de nosotros acabará por desmoronarse —anunció—. Seguro que será Frank, como de costumbre.
—¿A qué te refieres? —pregunté.
Era más probable que me desmoronara yo, estaba convencido. O la superficie de la tierra, que me tragaría. O todos ellos, cuando averiguaran la verdad.
—Ese asunto de Floyd —dijo Edie.
Me acuerdo de su cara, ancha y blanca. Me acuerdo de la sacudida de su cabeza, rápida y tirante.
—¿Qué pasa?
—No puede ser —declaró.
—¿Qué?
—No hables de él —continuó Edie—. No pronuncies su nombre.
—¿Por qué no?
Edie miró al techo, se encogió de hombros.
—A Frank no le gustará —respondió—. Por favor, hazme caso.
Me pregunté qué tendría Frank en contra de Floyd. Quizá le disgustara su manera de vestir.
—Voy a verlo más tarde —dije.
—¿A Floyd?
Asentí.
—¿Por qué? —preguntó Edie—. ¿A santo de qué?
La miré.
—¿Y por qué no?
—Tú, más que nadie… —dijo al tiempo que cerraba los ojos y negaba con la cabeza—. No puedes.
—¿Por qué no?
—¿Dónde habéis quedado? No es bien recibido en esta casa. Sabe que no puede venir.
—¿Qué ha hecho?
—Ay, Dios —replicó Edie—. A mamá se le irá la olla, en serio. Frank se volverá loco. Eso es lo que pasará. No quedes con él, Cass. No te tomes la molestia.
Helen empujó la puerta para abrirla. No la había oído llegar.
—¿Qué no quede con quién? —preguntó.
Edie levantó la mirada.
—Con nadie.
Helen se quedó mirándome. Me acordé de su repentino ataque de tos ante la mención del nombre de Floyd.
—¿Es Floyd? —preguntó—. ¿Estáis hablando de Floyd?
—No —repuso Edie, pero Helen no la miraba a ella, me miraba a mí.
Recordaba a una persona que se hubiera despertado demasiado deprisa. Parecía completamente perdida.
—¿Por qué? —dijo sujetando el pomo de la puerta, lo giraba y lo volvía a girar.
—Floyd es mi amigo. Quiero verlo.
—¡Que va a ser tu amigo! —replicó Helen—. Pero ¿qué dices? —luego pegó un grito escaleras abajo—. ¡Frank!
—¿Qué?
Estaba parada en el umbral, pasaba la vista de mí a Edie y vuelta a empezar, el pánico le subía, burbujeante, hasta la superficie de la voz.
—¡Frank, ven!
—No, mamá, no lo llames —suplicó Edie—. Tranquila. No irá —me miró—, ¿verdad?
Helen respiró hondo, dispuesta a volver a gritar.
—¿Qué? —preguntó Frank elevando la voz desde el piso de abajo.
—Lo llamará por teléfono, ¿verdad, Cass? —dijo Edie—. Le dirá a Floyd que no puede ir.
—¿Qué pasa? —volvió a preguntar Frank, en voz muy alta.
—Por favor —nos dijo Edie a ambos—. Venga. Está bien. No lo molestemos.
Nadie se movió. Me pregunté por qué Edie estaba tan empeñada en que Frank no se enterase. Me pregunté por qué el asunto la ponía tan nerviosa. Detectaba su miedo en el ambiente de la habitación, un miedo que le aceleraba la voz y le dilataba las pupilas y le encendía las mejillas. ¿De qué estaba tan asustada?
Helen clavó la vista en mí. No fui capaz de sostenerla. Aparté los ojos.
—Cass, por favor, llámalo —me apremió Edie—. Ahora mismo.
No sabía su número. Por supuesto que no.
—No tengo su número —dije.
Respondió que se encargaría de buscarlo.
—¿Qué quieres? —vociferó Frank. Oí que empezaba a subir.
Edie estaba prácticamente fuera de sí. Le tenía miedo. Era como si yo estuviese permitiendo que un monstruo subiera por las escaleras. No me sentí capaz de ver cómo sucedía.
—Vale —dije a toda prisa—. Lo llamaré.
Espiró con fuerza, se dirigió a la puerta y, mirando hacia abajo, le dijo:
—No pasa nada. Mamá ha visto una araña enorme. La hemos cazado.
Acto seguido, abandonó la habitación y regresó con el listín telefónico, señalaba con un dedo el número de Floyd. Me entregó su móvil. Obedecí. Cogí su teléfono, escuché los timbrazos. Helen permaneció de pie en la habitación, todo el tiempo, y me observaba.
—¿Diga?
—Floyd. Soy Cass.
—Sí. Salgo ahora.
—No. Déjalo. Puede que no sea una buena idea.
—Ya.
—Perdona.
—Lo entiendo. Ya lo sabía.
—¿Qué?
—Tranquilo. Lo siento. Me alegro de haberte conocido.
—¿Qué?
—Nos vemos.
—No —respondí—. No puedo —hice hincapié en la última palabra. Confié en que entendiera lo que quería decir. No podía hablar delante de Edie y Helen. No podía decir nada. Pero aún quería reunirme con él.
—¿Cass?
—¿Sí?
—¿Puedes hablar?
¡Premio!
—No.
—Vale. Bien.
—Bien.
—Bien, ¿qué quieres hacer?
No respondí. Esperé a que él lo averiguara.
—Iré a la torre del reloj de todas formas, ¿qué te parece? Estaré allí esta tarde. Esperaré.
—Vale. Gracias.
—¿Vendrás?
—Sí.
—Sí puedes, ¿vale? Nos vemos allí.
—Sí.
Terminé la llamada, le devolví el móvil a Edie.
—Gracias —dijo.
—¿Todo bien? —le pregunté a Helen.
Helen asintió y se rodeó el cuerpo con los brazos.
Me pregunté si se suponía que yo tenía que estar enterado de qué demonios estaba pasando. Me pregunté si me estaba permitido preguntar.
Helen rompió el silencio. Por la forma en la que habló, fue como si nada hubiera ocurrido. Su voz sonaba diferente, ligera y risueña, como si se hubiera olvidado al instante.
—Voy a salir con Frank —anunció—. Me va a invitar a almorzar.
—Que lo paséis bien —respondí.
—Mamá —dijo Edie.
Helen se giró.
—No se lo digas —continuó Edie—. Ya está solucionado. Cass lo ha solucionado. No se lo cuentes a Frank. Y a sabes cómo es.
Helen asintió. Se llevó un dedo a los labios, nos sonrió y cerró la puerta al salir.
Guardamos silencio unos instantes. Edie jugueteaba con la esquina de una almohada. Abrió un cajón y lo volvió a cerrar.
—¿Desde cuándo erais amigos Floyd y tú? —preguntó.
—Es simpático —respondí—. Me cae bien.
Edie sacudió la cabeza y me dedicó una sonrisa recelosa, incómoda.
—No es lo que solías decir.
—¿Qué solía decir?
—Que era un pirado. Que nunca se integraría. Que te hacía sentir incómodo. Que te ponía la piel de gallina.
A Cassiel no le gustaba Floyd. Y yo me había adentrado en otro campo de minas. Tenía que pisar con mucho cuidado y salir lo antes posible.
Me encogí de hombros y no hice caso.
—Quizá estoy intentando ser más tolerante —dije.
—Bueno, pues no te molestes en intentarlo con él.
—¿Por qué no?
—Pon a prueba tu nueva personalidad con otra persona —advirtió Edie—. Floyd no es nuestro amigo, Cass. No es amigo de esta familia.
—¿Qué ha hecho?
—Es un mentiroso.
Yo también. El mayor mentiroso al que se pueda conocer. Todo lo relacionado conmigo es mentira.
—¿Sobre qué mintió? —pregunté.
—Cass, dijo que estabas muerto.
—¿Y qué? Mucha gente me daba por muerto. Dijiste que tú misma lo pensabas.
—Dijo que él sabía que estabas muerto. Se lo contó a todo el mundo. Se lo contó a la policía. Se volvió loco.
—No lo sabía —respondí—. ¿Cómo iba a saberlo?
—Bueno, pues es tal y como te lo estoy contando —replicó—. ¿Por qué de pronto tenías tanto interés en ir por ahí con él? ¿De dónde ha salido eso?
—¿A santo de qué lo hizo? —insistí—. ¿Por qué se le ocurrió decirlo?
—No tengo ni idea —respondió—. Dijo que tenía pruebas.
—¿Qué pruebas?
—Exacto —aprobó Edie—. No estás muerto, ¿cómo narices podía probarlo Floyd?
Me vino a la cabeza un pensamiento y todas las células de mi cuerpo se detuvieron a mirarlo.
Yo no estaba muerto. Pero… tal vez Cassiel Roadnight sí lo estaba.
—Fue horrible —prosiguió Edie—. Fue morboso y retorcido. No había forma de que se callara.
No dejaba de pensar en ello. Me resonaba en la cabeza como una campana.
—Nos esforzábamos tanto por creer que estabas vivo —lamentó—. Todos manteníamos la esperanza.
Y Frank hizo absolutamente todo lo posible. Frank…
Me aparté de la ventana.
—¿Qué dijo Floyd exactamente?
—Dijo que estabas muerto —respondió Edie—. Dijo que lo sabía con toda seguridad y…
—Y ¿qué?
—Cass, al final, el asunto no llegó a más. No tenía pruebas. Solo trataba de armar jaleo y no ocurrió nada. Solo es malo, un retorcido…
—¿Qué? —interrumpí—. Dímelo. De todas formas, me voy a enterar.
Edie me miró. Se mordió el labio.
—Dijo que fue Frank.
La respuesta me golpeó en pleno centro del cuerpo. La visión se me agudizó al máximo. Mis oídos se despejaron de repente, como si hubiera estado escuchando a través de una pared. La sangre dejó de recorrer mis venas. Lo juro. Palpé el borde frío, duro, del escritorio a mis espaldas. Palpé la silla para poder sentarme en ella sin caerme.
—Mierda —dije. Sentí que empalidecía. Mis pensamientos se estrellaban unos contra otros, fuera de control.
—Ya —dijo ella—. Imagínate lo disgustado que estaba, todos lo estábamos.
—¡Dios! —exclamé. Tenía el cuerpo helado. Hacía calor en la habitación y yo estaba tiritando.
—¿Ahora comprendes por qué no puedes quedar con Floyd? —dijo Edie— ¿Por qué lo odiamos?
—No lo entiendo —dije; en realidad, no me dirigía a ella, solo lo dije en voz alta.
—Yo tampoco. Fue una broma morbosa. Ahora has vuelto, y solo con estar aquí le demuestras que no tenía razón.
—Sí —convine yo—. Es verdad.
—Estás vivo —prosiguió—. Y Floyd es un embustero.
No respondí al último comentario.
—Todo el mundo se va a dar cuenta de lo morboso que fue —dijo Edie—. Ahora, nadie va a dirigirle la palabra.
Me concentré en respirar. Pensé que si no me concentraba, se me podría cortar la respiración.
—¿Cómo puedo enterarme de por qué hizo eso, Cass? —decía Edie—. ¿Por qué iba Floyd a inventarse una mentira así acerca de ti, acerca de Frank?
Ignoraba la respuesta a su pregunta. Ignoraba qué decir.
Entonces, Frank subió las escaleras, llamó a la puerta. Traté de ver más allá de su rostro atractivo y amable, de su ropa inmaculada, su voz suave, su afectuosa sonrisa. ¿Existía algo oscuro dentro de él?
—Nos vamos —anunció—. Se me ha ocurrido invitar a mamá. Estaréis bien, ¿verdad?
Me sentía incapaz de hablar. Tenía los labios pegados. Tenía la lengua entumecida.
—Estaremos perfectamente —Edie sonrió—. Es un detalle por tu parte, Frank. Lo necesita.
Frank me dedicó una sonrisa y volvió a cerrar la puerta. Solo parpadeé una vez que se hubo marchado. ¿Estaría ocultando algo? Me parecía que no.
De ser así, se le daba mejor que a mí.
Y de ser así, ¿me lo veía escrito en la cara?
Una hora más tarde, Floyd me estaría esperando en la torre del reloj. Y no me importaba lo que Edie y Helen quisieran que hiciera. Pensaba acudir y enterarme.