Abandoné la casa mientras aún estaba oscuro, antes de que ninguno más se despertara. Tuve que vestirme de Frank. Busqué mi ropa vieja, la que vestía al llegar; pero alguien se había deshecho de ella. Descolgué del perchero una bufanda y un abrigo, cogí un par de botas. Sin eso, no habría durado mucho bajo el frío.
Recorrí el sendero, franqueando verjas y atravesando campos de cultivo, y llegué al aire libre, un viento tan cortante que me resultaba casi insoportable. La luz se ceñía a mi alrededor a medida que caminaba. Las montañas aparecieron tras su lecho de nubes, como si se estuvieran despertando a la vez que yo.
Estaba solo.
Caminé durante más de una hora antes de detenerme. Cuanto más me alejaba de la casa, más me sentía otra vez yo, quienquiera que fuese.
Pensé en ellos, durmiendo en sus respectivas camas, en Frank y Helen y Edie. En lo duro que les resultaría perder a Cassiel por segunda vez.
No más duro de lo que yo los estaba obligando a hacer. No si lo supieran.
No solía considerarme una mala persona. A pesar de la frecuencia con la que los demás me lo decían, no los creía, sabía que estaban equivocados. Pero luego robé la vida de Cassiel y ya no estaba tan seguro. Logré que todo lo que decían sobre mí se convirtiera en realidad, sin más.
Era de mi edad, alto como yo, de piel oscura, tal vez de raza india, vestido con una especie de frac, una bufanda roja y un bombín deformado. Daba la impresión de que se acabara de escapar de un circo, con su brillante pelo negro desaliñado y ojos inmensos, perplejos. Tenía la cara lívida, mejor dicho, verde, como si se fuera a desmayar, o a vomitar. Pareció angustiado al verme. Pareció aterrorizado.
No lo vi venir por culpa del aire nublado, brumoso, que se aferraba a lo alto de las cosas, y tardaba en disiparse. Los objetos surgían de él súbitamente: rocas, árboles…, personas. Una persona.
Un chico. Alto, desgarbado, delgado y vestido de negro.
Tal vez podría haberlo evitado, haber cambiado de dirección o haberme agazapado tras un arbusto de aulaga; pero en ese momento me pareció demasiado tarde. Aparecimos uno frente a otro en la densa mañana. Así es como lo recuerdo. Surgimos de repente. Él me vio. Lo oí pronunciar el nombre de Frank, no me hablaba a mí, sino en voz baja, para sus adentros.
Mantuve la cabeza gacha, asentí con un gesto, procuré pasar de largo. Lo miré de soslayo.
—¿Cass? —dijo. La voz se le quebró.
Me detuve, ambos nos detuvimos en seco en cuanto lo dijo, como si no existiera ninguna otra posibilidad. Qué suerte la mía: haber eludido a todos los amigos de Cassiel y luego toparme con uno justo cuando me estaba marchando.
—¿No eres Frank? —preguntó—. ¿Eres…? ¿Eres Cassiel?
No quise responder. Intenté seguir caminando.
—Sí, es Cassiel —decidió al tiempo que me detenía, poniendo una mano sobre mi brazo—. Eres tú. No puede ser.
—No puede ser ¿qué? —pregunté.
—Estás muerto —me dijo el chico—. ¿Estás muerto?
—No, en absoluto.
—¿Por qué nadie me lo dijo? —se le notaba conmocionado. Los ojos se le salían de las órbitas, negros y ausentes. Se encontraba en estado de shock.
—¿Qué? —dije yo. Pensaba que todo el mundo lo sabría después de mi visita al pueblo. Eso había dicho Edie.
—¿Por qué no me lo contaste? —preguntó.
No podía apartarme de él, de la expresión de su cara, una expresión de horror y de alivio, un combate entre ambos.
—¿Eres un fantasma? —me preguntó en voz baja, como si aquello únicamente fuera entre nosotros, como si no estuviéramos solos.
—No. Mira. Tienes la mano en mi brazo.
La apartó de golpe, y luego la volvió a colocar; estrechó con su mano mi bíceps, en busca de carne y de hueso. El color le regresaba a la cara.
—Mierda —dijo—. Joder.
Empujó su sombrero con un dedo hasta la parte posterior de la cabeza, se rascó la cabeza. Levantó las manos en el aire como si estuvieran apuntándolo con una pistola, una pistola que le produjera más diversión que temor. Todo cuanto hacía, el modo en el que se movía, resultaba elegante, hipnotizador, como si ejecutara una danza. Creo que no lo hacía a propósito. Era solo que tenía algo especial, aquel aire extraño, delicado. Lo percibí de inmediato. En condiciones normales, no me habría dado cuenta.
Se quedó mirándome.
—Cassiel Roadnight —dijo con una mano en la frente y la otra extendida hacia mí a modo de pregunta—. ¿Estoy viendo visiones?
—Sí, desde luego —respondí.
—¿En serio? —dijo—. Lo siento. Joder. ¿Eres de verdad?
—¿Qué?
Cerró los ojos y la luz le desapareció del rostro.
—He salido a dar un paseo —explicó—. Empieza otro aburrido día de mi solitaria y deprimente vida y, de pronto… —volvió a abrir los ojos, los miré directamente— ahí estás.
Esperé.
—Te me has aparecido —afirmó.
—No.
—Entonces, has regresado de entre los muertos.
—No estoy muerto —insistí—. No estaba muerto.
Se echó a reír.
—En ese caso, debí de enterarme mal.
—Sí —convine yo—. Así debió de ser.
—Me alegro —dijo, y luego soltó un gruñido y bajó la vista al suelo, como si no se alegrase en absoluto, se llevó las palmas de las manos a los ojos y apretó con fuerza.
—Tengo que irme —dije.
—¿Ya está? —se sorprendió—. ¿Tienes que irte?
Le pregunté qué quería que dijera.
—«Hola, Floyd» estaría bien para empezar.
Floyd. Se llamaba Floyd.
—Hola, Floyd.
Me agarró, me abrazó y, con la misma rapidez, me soltó.
—Lo siento —se disculpó.
—No pasa nada.
Volvió la mirada al cielo. Levantó las manos, con las palmas hacia arriba, como si fuera Jesús, como si le estuviera formulando una pregunta a Dios. Luego, me señaló, como si la pregunta tuviera que ver conmigo.
—¿Qué pasa aquí? —me preguntó.
—No lo sé —respondí.
—¿Qué ocurrió?
—No me apetece hablar del tema —repliqué—. Justo ahora, no.
—Ya —dijo—. Ya, de acuerdo. Vale.
Le sonreí, pero no me devolvió la sonrisa. No sabía de qué me hablaba. No sabía qué decir. Solo quería seguir mi camino.
—¿Qué tal ahora? —dijo.
—¿Qué?
—Ahora. ¿Mejor?
—No —respondí.
—Bueno, ¿y cuándo quieres hablar del tema, Cassiel? —preguntó Floyd. La pregunta, cáustica, sarcástica, le estalló desde dentro como un disparo.
—No quiero —respondí—. No quiero hablar.
—Con eso no me basta —replicó.
—Perdón —dije yo.
—Perdón ¿por qué? —espetó—. ¿Por qué parte, exactamente?
—¿A qué te refieres?
—«Si no estoy de vuelta dentro de tres horas» —dijo—, «quema todas estas cosas, entiérralas, líbrate de ellas o me puedo dar por muerto».
Estaba citando mis propias palabras. Estaba citando a Cassiel. Tardé un segundo en darme cuenta.
—¿Qué? —dije.
—Olvídalo —replicó.
—Un momento —objeté—. Vuelve a empezar —pero no quiso.
—Y ahora, me tropiezo contigo, te paseas como si nada hubiera ocurrido, ¿y dices que no te apetece hablar del tema?
Floyd me puso las manos en el pecho, colocó la cara justo enfrente de la mía. Sus ojos estaban negros de indignación.
—¿Qué pasa aquí? —insistió.
—¿Qué? Un momento —dije yo.
Repasé lo que había dicho. Traté de escucharlo de nuevo mentalmente, pero Floyd continuaba hablando. Me gritaba.
—¿Vas a fingir que no existo? ¿Es así como va a ser? ¿Otra vez va a ser así?
—No lo sé.
—¿Te has enterado de algo? —soltó—. ¿Vas a decir algo que me sea útil?
Empecé a temblar. Notaba un estremecimiento que me recorría de arriba abajo y no conseguía parar. No tenía nada que ver con la fuerza de voluntad, nada que ver con mis pensamientos. Era mi cuerpo, que se rebelaba contra mi mente. Era yo, que me desmoronaba. Esa era la sensación. Temblé y miré a Floyd para ver si se había fijado.
—¿Te encuentras bien? —preguntó.
—No mucho, la verdad.
—¿Qué está pasando?
—No tengo ni idea —respondí—. En serio, no lo sé.
—Mierda, Cassiel. ¿Sigues metido en líos?
Asentí con la cabeza. Más de lo que te imaginas, pensé.
—¿Qué está pasando?
—Estaba pensando en escaparme otra vez —respondí.
—Muy gracioso.
—No estoy de broma.
—No estás muerto.
—Supongo que no.
—Bueno, ya es algo —esbozó una amplia sonrisa—. Nunca en mi vida me he alegrado tanto de haberme confundido.
—Bien —repuse yo—. Gracias.
Me miró de forma rara. Me miró con el ceño fruncido y apartó la vista.
—¿Dónde has estado? —preguntó.
—Me fui a Londres.
—¿No se te ocurrió decírselo a nadie? ¿Es que yo era una pantalla de humo? ¿De eso se trataba?
—No, creo que no.
—Entonces, ¿qué era yo?
—No te lo puedo decir.
—No puedo devolverte tus cosas.
No le pregunté qué cosas.
—¿Por qué no? —dije.
—No las tengo.
—Estoy un poco confuso —dije.
—No eres el único. ¿Frank está en casa?
—Sí.
—Jesús. ¿Qué tal ha ido? —preguntó Floyd.
Me encogí de hombros.
—¿Has visto a todo el mundo? ¿Has visto, ya sabes, a tu grupo?