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No se podía respirar en casa de los Roadnight por culpa de tanto amor. Yo no podía respirar.

Era como intentar sobrevivir debajo del agua. No estaba hecho para eso.

Vivía cada día, cada hora y segundo bajo un microscopio. En todo momento era consciente de que, en cualquier instante, cualquier menudencia que pudiera hacer o decir haría saltar las alarmas, los alertaría del hecho de que estaban ahogando, a base de cariño, a un completo desconocido.

Imagina que consigues algo muy valioso, algo que has deseado toda la vida, y luego te da tanto miedo que no eres capaz de disfrutarlo porque no dejas de preocuparte de que se vaya a romper. Así era. No sabía cómo tener ese objeto, esa familia. No sabía cómo tenerla sin destruirla.

Había deseado una familia propiamente dicha durante tanto tiempo, un hogar entrañable, un lugar en el mundo como el que otras personas tenían… Entonces, lo conseguí. Pero no me pertenecía. Y, hasta el momento, no estaba resultando como había imaginado; no me sentía como había imaginado que me iba a sentir.

Era como estar delante de una cámara, era como actuar en una obra interminable, era como vivir en una jaula.

Me encerré a mí mismo como quien encierra un secreto. Guardaba las distancias. Apenas hablaba. Parecía el mejor método para no meterse en líos.

No volvimos al pueblo. No me compré ropa nueva. Estaba demasiado asustado para ir a cualquier sitio, demasiado nervioso para salir de casa, porque si le daba la espalda a algo de lo que tenía, podía desaparecer.

Los demás no se mostraban excesivamente sorprendidos. Quizá pensaban que me estaba adaptando. Quizá pensaban que el hecho de regresar después de una ausencia tan larga tenía que resultar extraño, tenía que durar un tiempo. Se tomaron con calma mi actitud solitaria y excitable, como si se tratara de algo a lo que estuvieran acostumbrados. No me insistían en que saliera más a menudo, en que me relacionara con gente. No me preguntaban por qué no quería ver a ninguno de mis amigos. Fueron muy atentos. Fueron muy considerados. Me pregunté si Cassiel había actuado así cuando estaba en casa. Quizá lo estuviera imitando mejor de lo que creía. Tal vez fuera temperamental, paranoico y asustadizo, igual que yo.

Solo yo podía notar la diferencia, escondido en el cuerpo de Cassiel. Solo yo podía notarla, atrapado en el interior de la verdad, vigilante y ansioso por ser libre. Había contado aquella mentira y ahora tenía la obligación de mantenerla, y era como encontrarse encadenado, como acarrear un peso muerto, como estar clavado en una pared.

A veces, una mirada de Helen, un comentario de Edie, la cálida mano de Frank en mi nuca me provocaban temblores por la necesidad de decirles la verdad. Por un momento, deseaba gritar y dar golpes y patadas hasta que todos desaparecieran, hasta que todo desapareciera.

Una parte de mí comenzó a añorar la nada de la misma manera en la que había añorado una familia. Con la misma avidez que había sentido al ser Cassiel, empecé a desear volver a ser nadie. Empecé a desear encontrarme separado, apartado y solo, y no como los demás. A veces, todo cuanto deseaba era retirar la mentira, no contarla, no haberla contado nunca.

No es posible cambiar lo sucedido. Yo sabía eso.

Pero empecé a pensar que tampoco podría cambiar lo que estaba por suceder.

Empecé a pensar que no tenía control sobre lo que venía a continuación, que nada de lo que pudiera hacer cambiaría las cosas. Que por muy bien que la ocultara, por mucho que lo intentase, al final averiguarían la verdad.

Quizá una parte de mí lo deseaba.

Mírame. Deseaba liberarme de ser yo, de ser Chap, el perseguido, de modo que me convertí en Cassiel Roadnight, a quien ya habían atrapado y arrojado a una prisión. Alguien cercado, amarrado y arrinconado a base de cariño.

Resultaba agobiante. Estaba agobiado. ¿Era eso lo que se suponía que iba a ocurrir?

Pasaba los días haciendo equilibrios en la cuerda floja, en el delgado filo de una navaja, procurando pasar desapercibido, procurando evitar que todo se viniera abajo, partido por la mitad. Y empecé a pensar que no tenía ningún sentido. Que la verdad estaba llegando, como una bala, dispuesta a alcanzarme justo en medio de los ojos.

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El abuelo me habría advertido en contra de desear una familia, de desear una vida normal. Según él, lo normal nunca era lo que parecía. Decía que todas las familias, sin excepción, guardaban en su seno alguna sombra oscura, algún secreto terrible.

—Si no fuera así, la vida sería demasiado aburrida y todos nos daríamos por vencidos —decía.

Le pregunté cuál era nuestro secreto.

—No te lo voy a contar —respondió.

—¿Por qué no?

—Existe una razón para que sea un secreto —dijo al tiempo que me daba golpecitos en un lateral de la nariz con su largo y céreo dedo índice.

—¿Cuál es la razón? —reclamé.

—Es mejor así.

Debería habérmelo contado entonces. Fue su oportunidad de actuar como debía y la desaprovechó.

Aun así, en la casa del abuelo existía amor. Solo que no era algo que tuviéramos que expresar, exponer o demostrar de la noche a la mañana. No era algo en cuyo interior me sintiera atrapado o por lo que me sintiera culpable. Me pertenecía, supongo, era por eso, ahí radicaba la diferencia. Y transcurría en silencio.

El abuelo me dijo que me quería solamente una vez. Fue después de que ya no nos permitieran seguir conociéndonos. Sucedió cuando lo odiaba con cada átomo de energía que fui capaz de acopiar. Fue lo más triste, lo más exasperante que había escuchado jamás.

Aun así, el hecho de que no me lo hubiera dicho antes no significaba que yo no lo supiera con plena seguridad, como sabía que el agua está formada por hidrógeno y oxígeno, como sabía que los gatos trepan a los árboles.

El abuelo me quería en los libros que elegía para leerme. En las onzas de chocolate que sacaba del bolsillo de su chaqueta, de debajo del reloj, de detrás de mis propias orejas. En el brillo de mis zapatos, lustrados como le habían enseñado de niño, a base de saliva y de codos. En la llave que me colgaba del cuello, la cual significaba que podía ir a donde quisiera y que siempre se fiaba de que regresaría a casa.

En la manera en la que me despertaba, siempre una mano delicada sobre mi cabeza, siempre un olor reciente a whisky.

—Chap. Venga, chaval. Ha empezado el día.

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En la habitación de Cassiel, en la vida de Cassiel, me despertaba todas las mañanas con una idea en la cabeza. Una palabra.

«Basta».

Dormía mal. Tenía sueños indignados, angustiosos. Hasta el más leve sonido me despertaba, el corazón se me aceleraba, me incorporaba de golpe, atrapado; hasta el suspiro de las hojas, hasta mi propia respiración, rápida e irregular en la oscuridad.

El latido del corazón me silbaba en los oídos durante todo el día y tamborileaba sobre mi almohada de noche. Las manos me temblaban cuando me echaba agua en la cara. A veces, al mirarme en el espejo, no estaba seguro de si seguía siendo yo. Me iba difuminando poco a poco. Pensaba que estaba perdiendo la cabeza. Notaba cómo la perdía.

No había deseado ser yo. Pero, en realidad, ser quien eres no es cuestión de elegir. Todo el mundo lo sabe.

Era Cassiel Roadnight por fuera, pero por dentro era el loco del ático, el lunático en la celda, que gemía y parloteaba, que arañaba y derribaba la puerta a golpes para salir.

No podía seguir así más tiempo. Ya no aguantaba más. Me dije que no importaba lo mucho que deseaba lo que había conseguido. Tenía que terminar.