Cuando regresamos a casa, allí estaba el coche de Frank. Nadie tuvo que explicarme que era el suyo. La matrícula rezaba: FR4NK. Noté que un nudo de tensión se formaba en mi pecho, subía por mi garganta, tiraba de los músculos de mi cuerpo y los apretaba.
—Le encanta fardar —dijo Edie sonriéndome, al tiempo que detenía su mugriento Peugeot plateado junto al reluciente y gigantesco todo terreno de Frank, lo suficientemente cerca como para que su hermano no pudiera abrir la puerta—. Cosas que pasan —comentó, y se encogió de hombros—. ¿Qué puedo decir? Mujer al volante.
La puerta principal estaba cerrada con llave. Edie la golpeó tres veces, con fuerza.
—Lo cierra todo con llave —explicó—. Tiene esa obsesión.
Me quedé en silencio. Cerré los ojos. Tragué saliva. Oí cómo me latía el corazón en los oídos. Notaba que me hacía temblar.
¿Y si sabía que yo era yo? ¿Y si me miraba y decía, simplemente, «no»?
Edie abrió el buzón de la puerta, acercó la boca al hueco.
—¡Frank!
—No hay prisa, ¿verdad?
—Aquí hace un frío de muerte —repuso ella—. No me gusta tener que quedarme fuera de mi propia casa.
Oí que bajaba las escaleras. Me lo imaginé atravesando la cocina en dirección a la puerta. Sentí su presencia al otro lado, invadía todo el espacio, dispuesto a condenarme.
—Echémosle una ojeada —dijo mientras giraba la llave y descorría el cerrojo—. ¿Estás ahí? ¡Cass! ¿Estás ahí?
—Sí —mi voz sonaba perdida, lejana.
La puerta se abrió y allí estaba Frank, moreno como Cassiel y más elegante, más atractivo, con el pelo corto y cuidado, con el rostro sano y bronceado. Al mirarlo, vi dinero. Vi riqueza, confort y cosas que nunca en la vida me había atrevido a desear. Alzó una mano, la dejó inmóvil en el aire a modo de saludo y clavó sus ojos en mí. Yo hice lo mismo.
Se produjo una extraña pausa durante la que nada ocurrió. Conté hasta tres mentalmente mientras me miraba, volví la vista atrás y traté de prepararme para lo que fuera a suceder a continuación. En un primer momento, los ojos de Frank me parecieron oscuros y huraños. Tuve la sensación de que algo acechaba en ellos, de que algo se escabullía, pero no antes de que yo lo hubiera vislumbrado por el rabillo del ojo.
El miedo a que se diera cuenta de que yo no era Cassiel me estremecía.
Edie se quedó atrás.
Esperé.
Las marcadas líneas del rostro de Frank se elevaron hasta formar una sonrisa, la sonrisa se tornó en una carcajada. Tenía los dientes blancos, rectos y uniformes. Su boca bailaba. Me tendió las manos. Me había aceptado.
—Cass —dijo—. Mi hermano pequeño.
Una oleada de alivio me invadió, una calidez repentina me recorrió las venas. Le devolví la sonrisa, mi propia sonrisa agrietada y torcida se encontraba con la suya, tan perfecta.
—Hola, Frank —saludé.
Me estrechó la mano, me dio palmadas en la espalda, me abrazó.
—Deja que te mire —dijo—. Ya no eres tan pequeño. ¡Dios!
Era más alto que yo. Me agarró por los hombros y me examinó el rostro, centímetro a centímetro. Me cogió la barbilla con la mano derecha y me giró la cara de un lado a otro. Por un segundo, me sentí como una pintura de Cassiel, una escultura, como si fuera un objeto y Frank se dispusiera a comprarme.
Me rodeó con los brazos y me sujetó con firmeza; su voz, sonora y cálida, me llegaba al oído.
—Perfecto —es todo lo que entendí. No lo pude oír bien.
—¿Qué?
—¿Te imaginas lo mucho que me alegro de verte?
Intenté asentir con un gesto. Me sujetaba con tal fuerza que no podía moverme.
Intenté decir: «Creo que sí», pero tenía la boca pegada a la lana de su jersey, áspera, perfumada y caliente.
Me plantó un beso en la mejilla, un ruidoso beso de alegría y alivio.
—¿De dónde has venido? —preguntó.
Me encogí de hombros. No podía hacer otra cosa.
—No me importa —declaró—. No necesito saberlo. Entremos.
Me colocó el brazo sobre los hombros, me condujo a través de la cocina. Edie nos siguió y cerró la puerta. Helen estaba de pie en el rincón, con las manos apretadas. El cutis de Frank se veía suave, libre de poros, recién afeitado. Su sonrisa era como una luz que aportaba seguridad a los rincones oscuros de la estancia. No me sentía capaz de apartar los ojos de él. Mi nuevo hermano mayor.
No era como cuando conocí a Edie. No era como tener una hermana a la que quería cuidar. Con Frank, sentía como si otra persona fuera a cuidar de mí. No había experimentado aquella sensación desde hacía una eternidad. Sentí que el cuerpo se me aflojaba de alivio.
Me volvió a sujetar con el brazo extendido y me miró.
—¿Dónde has estado? —preguntó—. ¿Alguien te lo ha preguntado ya? ¿Dónde demonios has estado?
No respondí.
—¿De dónde han salido esas cicatrices? —preguntó.
Noté que me ruborizaba. Sabía que la mordedura de perro se vería pálida en contraste con mi piel sonrojada, sabía que el corte en forma de rombo parecería más oscuro. ¿Me delatarían las marcas de un perro y de un chico llamado Rigg?
—Estoy bien —respondí—. No tienen importancia.
Me miró a los ojos y luego apartó la vista y la paseó por la cocina.
—Ha vuelto de verdad —les dijo a Helen y a Edie—. Está aquí de verdad.
Entonces volvió a girarse hacia mí, envolviéndome con su luz.
—Ha regresado de entre los muertos —declaró—. Nuestro propio Lázaro.
—¡Ay! —exclamó Helen estirando de su chaqueta de punto para ceñírsela al cuerpo—. No digas eso.
—¿Dónde está el champán? —preguntó Frank—. ¿Me lo he dejado en el coche?
Salió, dejó la puerta abierta, su ropa de ciudad se le pegó instantáneamente al cuerpo por culpa del viento.
—¿Estás bien, mamá? —preguntó Edie.
—Claro que sí —Helen sonrió—. No podría estar mejor —su tono era de pura felicidad, pero sus ojos se hallaban ausentes, me daba cuenta de eso.
—Prepararé café —anunció Edie.
—¡No, champán! —exclamó Frank mientras entraba a grandes pasos y cerraba la puerta con el pie—. Saca unas copas, Edie.
—No creo que mamá necesite una —Edie habló en voz baja.
—Quieres una, ¿verdad, mamá? —dijo él.
—Claro que sí —respondió Helen.
Frank descorchó la botella con suavidad, con destreza, con un suspiro en vez de un estallido. El champán se apresuró a abandonar la botella, como la espuma de mar. Sirvió cuatro copas, las repartió.
—Un brindis —propuso.
—Ay, sí —aprobó Helen.
—Por ti —dijo Frank mirándome a los ojos con calidez y confianza—. Por Cassiel. Por estar todos juntos otra vez.
Edie levantó su copa.
—Dure lo que dure —añadió.
Frank la ignoró.
—Bienvenido a casa, Cassiel —dijo.
—Gracias —respondí con toda sinceridad. Lo miré cuando lo dijo. Los fui mirando por turnos, a Edie, a Helen y a Frank. Deseaba recordar aquel momento el mayor tiempo posible, detenerlo y quedármelo.
—Gracias a Dios que has vuelto —comentó.
Dije la verdad:
—Me alegro de estar en casa.
—Apuesto que sí —respondió.
El champán tenía un sabor ligero, dulce, fuerte y ácido. Frank me llenó la copa hasta arriba.
—¿Te gusta la casa nueva? —preguntó.
Repasé todos los detalles antes de responder. Tenía que ser exactamente la adecuada. Sentí que mi mente iba a la velocidad del rayo. Bailaba un paso por delante. Es la sensación que daba. No podía equivocarme.
—Es genial. Un sueño hecho realidad, ¿verdad, mamá?
Helen sonrió e hizo un gesto de asentimiento; dio un sorbo al champán.
—Te encontraron en Londres, ¿no? —preguntó Frank. Retiró una silla de la mesa y se sentó. Era el dueño de aquella casa. La manera en la que se movía y hablaba en su interior lo daba a entender.
—Sí. En Hackney.
—¿Has pasado en Londres todo este tiempo?
¿Lo había pasado? ¿Lo había pasado él?
—Sí —respondí.
—¿Fuiste directo allí, cuando te marchaste?
—Cogí el tren —respondí—. Sí.
—Qué raro —repuso él mientras volvía a coger la botella y se servía otra copa.
—¿El qué? —preguntó Edie, de modo que yo no tuve que hacerlo. Por un momento, pensé que había dicho algo equivocado, que Frank sabía algo diferente. Por un segundo pensé que el asunto se iba a desentrañar.
—Es raro que hayamos estado en la misma ciudad todo este tiempo, tú y yo.
—Es una ciudad grande —repliqué—. Mucha gente está en Londres a la vez.
Asintió, lenta, pensativamente.
—Siete millones —dijo—, y van en aumento. Aun así, entre tanta gente, había dos personas, tú… —observó Frank, y creí que había terminado. Creí que sabía que existían dos Cassiel Roadnight. Sentí calor. Me quemaba bajo la luz del foco. Entonces, giró el dedo hacia sí y concluyó—: y yo.
—Me gusta —terció Helen—. Es como si hubierais estado juntos.
—No exactamente —intervino Edie.
—Pero te consuela, ¿verdad? —dijo Frank—. Cassiel y yo hemos estado cerca el uno del otro desde el principio.
—Como en los viejos tiempos —masculló Edie, y se apreció algo en su voz, una cierta amargura en la manera en la que habló.
Frank sonrió y levantó su copa en mi dirección. Traté de devolverle la sonrisa. El miedo a quedar al descubierto me paralizaba. Mi cara se negaba a moverse.
—¿Te gusta tu habitación? —preguntó.
—Mi habitación es genial.
—Quiere saber qué hicisteis con sus cosas —dijo Edie.
Helen encendió un cigarrillo.
—¿Has perdido algo? —preguntó Frank—. ¿Faltan cosas?
—Alguna que otra —respondí.
—¿Nada en concreto?
—Es solo que el ambiente se nota un poco ligero —expliqué—. Un poco vacío.
Frank se recostó hacia atrás y colocó los pies encima de la mesa, un tobillo sobre el otro. Sus zapatos eran negros y se veían relucientes. Calzado clásico con cordones, fabricado en piel y muy caro. Las suelas estaban arañadas y descoloridas por el uso, el suave tono crema había adquirido el color de las aceras.
—La registramos, Cass —explicó—. Nosotros, y también la policía. No tuvimos más remedio. Espero que no te importe.
—Te estábamos buscando —añadió Helen.
—¿Encontrasteis muchas cosas? —pregunté. No sé por qué formulé la pregunta. Estaba mostrando un exceso de seguridad en mí mismo. Era una imprudencia por mi parte volver las preguntas contra él. Me vi vadeando aguas oscuras, sin conocer el camino de vuelta.
—No.
—Y luego os mudasteis —dije yo—. Supongo que las cosas se tiran cuando eso pasa.
—Exacto.
—¿Y mi ordenador? —pregunté—. ¿Lo vaciaste? ¿Lo vació la policía?
Frank arrugó el ceño.
—No —respondió al tiempo que bajaba los pies, moviendo una pierna y después la otra; se sentó inclinado hacia delante, con los codos sobre la mesa.
—Lo vaciaste tú, ¿no es verdad, Cass? Pensaba que habías sido tú.
—Ah —dije; mi racha ganadora se esfumaba bajo mis pies. Menuda equivocación—. Ah, sí.
—Pensamos que lo habías hecho para que no pudiéramos encontrarte —explicó Frank—. Es lo que dijeron los policías. ¿Es que no tenían razón?
Guardé silencio.
Frank miró a Edie.
—¿Qué dijeron, Edie? Te acuerdas, ¿verdad?
Edie miró a Frank y luego a mí.
—Dijeron que era una señal de que tenías planeado marcharte. Dijeron que lo tomáramos como una prueba de que no habías sufrido un accidente ni nada parecido, de que se trataba de un acto premeditado.
Conté hasta diez. Le tocaba hablar a Cassiel, lo sabía. De él dependía decir algo.
—Lo siento —me disculpé—. Siento haberos fallado.
Las luces de un coche barrieron la parte delantera de la casa y se apagaron. Hasta entonces no me había dado cuenta de que empezaba a oscurecer. No había tenido ni idea del transcurso del tiempo.
—¿Quién es? —preguntó Edie.
La cara se me tensó. De pronto, tomé conciencia de la piel de mis brazos y cuello.
—No lo sé —respondió Helen—. ¿Esperamos a alguien?
Frank se levantó.
—No —dijo mientras me miraba y sonreía—. Estamos todos aquí, ¿recuerdas?
No me gustó la forma en la que lo dijo. Noté el borde de la cuerda floja sobre la que me desplazaba. Noté la oscilación del suelo, muy abajo.
Edie se acercó a la ventana, puso la cara junto al cristal. Con las manos, tapó nuestro reflejo en la cara interior. Frank abrió la puerta. La luz y el calor de la cocina eran muy diferentes al frío azul grisáceo del exterior. Ahí fuera era otro mundo.
Intenté pensar a quién se le ocurriría desplazarse en coche a esas horas hasta allí, hasta aquella casa en medio de la nada. Intenté no pensar que venían a por mí.
—Son dos hombres —anunció Edie—. No los conozco.
—Dios —espeté yo antes de poder retirar lo dicho.
—¿Qué? —dijo Helen.
Apreté los puños. ¿Cómo me habían encontrado? ¿Qué rastro había dejado a mis espaldas?
—Sí que se han dado prisa —comentó Frank.
Volví la mirada a él. ¿Qué significaba eso? ¿Estaba Frank enterado? ¿Contaba con que me fueran a atrapar?
—¿Quiénes son, Frank? —preguntó Helen.
No respondió a su madre. Salió de la casa. Fue a reunirse con ellos en el porche. Noté que el pecho se me agarrotaba, que los pulmones se me contraían hasta el punto de no conseguir el aire suficiente, hasta el punto de que me faltaba la respiración.
—¿Qué te pasa, Cass? —preguntó Edie desde el otro extremo de la cocina. Me miró. Helen y Edie me miraron.
No les respondí. Todo cuanto tenía estaba concentrado en la puerta, en quienes estaban a punto de franquearla. Los servicios sociales. El captor de niños. La policía.
Contuve el aliento y Frank, al regresar, me sostuvo la mirada. Sonrió.
Me pregunté qué vería al mirarme. No se le podía pasar por alto el terror de mi cara.
Uno de los hombres era joven, llevaba una cámara digital, el pelo engominado y un traje barato. El segundo era mayor, gris y con sobrepeso. Llevaba una chaqueta que despedía un olor a cera y a perro mojado.
—Hola —saludaron de manera un tanto incómoda, un tanto tímida.
El de más edad dijo que lamentaban la intrusión. Pasearon la vista por la cocina y la detuvieron al llegar a mí.
La cabeza me martilleaba. Las palmas de las manos se me humedecieron. Me las froté en los pantalones. Traté de mojarme los labios con la lengua seca. Guardé silencio. No sonreí, no me moví. Esperé.
Los ojos de Frank también estaban posados sobre mí, pero, al hablar, se dirigió a todos nosotros.
—Mamá, Edie, Cassiel, espero que no os importe. Estos caballeros son del periódico local.
—Ah —dijo Helen. Miró a Frank en busca de aprobación. Pasó la vista de Edie a mí y sonrió.
Los dos hombres se acercaron a ella y le estrecharon la mano.
—Llamamos por teléfono antes —explicó uno de ellos—. Hablamos con…, eh…
—Hablaron conmigo —dijo Frank—. Pido perdón a todo el mundo, se me olvidó comentarlo.
Me miró y guiñó un ojo. Noté que el cinturón que me apretaba el pecho se aflojaba un agujero o dos.
—Hoy, en el pueblo, oímos varios rumores —explicó el hombre—. De que algunas personas lo habían visto. A su hijo.
Me miró al decirlo. Todos me miraron.
No habían venido a atraparme. No pensaban llevarme con ellos.
Edie elevó las cejas y sonrió.
«Espectáculo de fenómenos de feria», me dijo moviendo los labios sin hablar.
¿Le importaba a Helen —decían—, nos importaba a alguno de nosotros que tomaran una fotografía, que escribieran un pequeño artículo?
—Me parece una idea brillante —respondió Frank—. Lo siento mucho, de verdad. Se me olvidó por culpa de tanta emoción. ¿Te parece bien, Cass?
—Sí —dije yo, tan solo esperaba a que me bajara el pulso, tan solo confiaba en que el rigor mortis de puro terror me abandonara el semblante—. Sí, claro.
El hombre más joven se acercó a mí, alargó el brazo para estrecharme la mano.
—Cassiel.
—Hola —repuse yo. ¿Se suponía que lo conocía? Todo el mundo conocía a todo el mundo en aquel pueblo, ¿no era así?
—Bienvenido a casa.
—Sí. Gracias.
—Hagamos una de la familia al completo.
Nos quedamos parados delante de la mesa con las copas en alto. En cierta medida, esperaba que alguien se diera cuenta de lo falso de la situación, que dijera algo. Estaba agotado por el simple hecho de tener miedo todo el rato, de estar siempre girando la cabeza hacia atrás en busca del enemigo. Me sentía hueco por dentro.
—Es una noticia espléndida —comentó el hombre de más edad—. Deben de estar encantados.
—Así es —convino Frank—, Estamos maravillados. Locos de contento.
Todo iba siendo anotado en un cuaderno. Todo lo que Frank decía se anotaba. Pensé en lo curioso, en lo irónico que resulta que cuando ocurre algo extraordinario, cuando alguien intenta decir cómo se siente y lo dice con toda sinceridad, suena a chorradas. A chistes encontrados en un sobre sorpresa de Navidad, a palabras extraídas de un sombrero. No existe manera de describir semejantes extremos de alegría o tristeza. «El mundo se me ha venido abajo. Estoy loco de contento. Es el mejor, el peor, el día más triste de mi vida, el más feliz». No existen palabras.
El hombre preguntó:
—¿Alguna vez pensaron que volverían a ver a Cassiel?
—Desde luego que sí —aseguró Frank—, Sabíamos que algún día volvería, ¿verdad, mamá? Jamás abandonamos la esperanza.
La cámara hizo saltar el flash, produjo un clic y nos captó a todos, me captó a mí. Me sentía acartonado. Notaba la lengua inmovilizada; las manos demasiado pesadas; las orejas ardiendo. La luz blanca y azulada me hizo parpadear, se instaló en mi retina, un cuadrado ciego.
Frank ofrecía una apariencia tranquila e imponente. Por la manera en la que hablaba, se diría que la familia Roadnight estaba aceptando un premio.
—Queremos dar las gracias a todos cuantos nos han apoyado en nuestra campaña para conseguir que Cassiel volviera a casa —manifestó—. Queremos darles las gracias por su gran trabajo y por este final feliz.
El hombre del periódico preguntó:
—¿Quieres decir algo, Cassiel? ¿Quieres hacer una declaración?
Negué con la cabeza.
—Solo que me gusta estar en casa —dije.
Helen estaba sonrosada por el alcohol, las pastillas y la felicidad. No articuló palabra. Se limitaba a sonreír a la cámara, a media distancia.
Edie guardaba silencio. Me agarró de la mano.
—¿Estás bien? —preguntó.
Asentí con un gesto. No podía hablar.
—Es demasiado para ti, ¿verdad? —dijo.
—Un poco.
—Maldito Frank. Menudo actor. Cualquiera diría que os llevabais bien.
Tuvo gracia, la manera en la que lo dijo, como si fuera un chiste. Me reí de ella. Me reí de todo.
Iba a salir en el periódico. Ya era oficial y público: Cassiel había vuelto. Trataba de determinar si aquello significaba que había salido vencedor, si aquello significaba que me podía relajar, por poco que fuera.
Con una excepción: ¿y si él me veía?
¿Y si, dondequiera que estuviese, veía lo que le había arrebatado? Tal vez ya supiera de mi regreso. Tal vez no se encontrara tan lejos.
Frank acompañó a los hombres hasta el coche, una vez que hubieron conseguido lo que buscaban. Observé a los tres por la ventana. Frank les estrechó la mano, les dio palmadas en la espalda. Hizo una broma y se rieron, sumisos, cohibidos.
Me miré las manos, sorprendido de no ver a través de ellas, preocupado por mi propia sorpresa. Me sentía agotado de preocuparme, de estar en guardia. Me encontraba al límite.
—¿Te quedas? —preguntó Helen a Frank cuando este volvió a entrar.
—Pues claro, un par de días —respondió—. Lo máximo que pueda.
—Genial —dijo ella inclinando la copa mientras hablaba, dejando que los restos de champán se deslizaran por su boca abierta—. Maravilloso.
—Es una ocasión especial —declaró Frank—. ¿No te parece, Cassiel?
Sonreí.
—Ya lo creo.
Edie colocó una mano en el hombro de Helen.
—Mamá, tienes a tus dos chicos en casa. ¿Qué se siente?
Helen no pronunció palabra. No miró a nadie. Se limitó a asentir, con la copa aún pegada a la boca, las lágrimas le empañaban los ojos.
—Es una sensación fabulosa —respondió por ella Frank—. Es como una nueva vida, ¿verdad, mamá?
Otra vida completamente distinta, Frank. Una doble vida. Eso es lo que era.