La habitación de Frank era pequeña y sombría, y estaba atestada. Helen había hecho la cama; las sábanas, tirantes y suaves; las almohadas, ahuecadas, prietas y rectas. De la pared colgaban tres serigrafías del rostro de una mujer.
—¿Te gustan? —preguntó Edie.
Eran sencillas, la cara realizada con seis o siete líneas claras y definidas. Cada una de las serigrafías mostraba lo mismo, la misma expresión triste y ausente. Solo los colores eran distintos. Eran preciosas.
—Sí —respondí—. Ya lo creo.
—Las hice yo —explicó Edie. Les dio la espalda y se alejó.
—Madre mía —dije yo volviendo a mirarlas, sintiéndome atraído—. Eres una artista.
—¿Qué necesitas? —preguntó Edie cambiando de tema y abriendo una cómoda.
—De todo. Tengo una sudadera, me parece. Mis vaqueros no están para ponérselos.
—Vas a tener que disfrazarte de Frank —anunció—. No va a ser muy agradable, que digamos.
—No le doy importancia a mi aspecto —dije.
—Bueno, ese es otro cambio a mejor —me entregó una pila de ropa.
—¿Puedo darme una ducha? —pregunté.
—¿Por qué me lo preguntas? —replicó—. Esta es tu casa. Puedes hacer lo que quieras.
No lo es. No puedo.
Lo que dijo me devolvió a mí mismo. No era mi casa. No era mi familia. Sabía que no debía relajarme ni sentirme demasiado cómodo ni permitirme disfrutar de la situación. Todavía no. En cuanto lo hiciera, diría algo equivocado y haría que todo saltara por los aires y quedara al descubierto, tenía que hacer lo posible por recordarlo.
—¿Te apetece dar un paseo después? —pregunté al tiempo que asomaba la cara por la pequeña ventana en lo alto. Quería el espacio abierto y el viento cortante. Quería agotarme caminando para reducir la velocidad de mis pensamientos. Quería estar con Edie. Quería estar con mi hermana.
Estaba sorprendido de lo mucho que me agradaba. La miré desde el otro extremo de la habitación. Ser su hermano era lo mejor. Lo que significaba que hacerme pasar por él era lo peor.
—Vale —dijo dedicándome una sonrisa—. Sí. Te buscaré una chaqueta y algo más de abrigo.
Cerré con pestillo la puerta del cuarto de baño. Colgué una toalla sobre el espejo. No quería volver a mirarme. No quería que me recordaran que era yo, que no era él. Si tan solo pudiera tomarme una pastilla y olvidarme. Sería perfecto. Si alguna vez había existido una vida que conviniera olvidar, era la mía.
Deseé poder limpiarla con un paño, como el vapor de un espejo, como la tiza de una pizarra, eliminarme de la faz de la Tierra.
Quería olvidar con todas mis fuerzas.
También tuve que ponerme el abrigo de Frank, sus botas, y su gorro. Edie se desternillaba. Se partía de risa, y sus carcajadas resonaban en el pequeño cuarto de los abrigos.
—Me encanta —dijo—. Pareces un banquero entrado en años.
—Creo que me sienta bien —dije yo mientras me subía el cuello y trataba de parecer vanidoso y distinguido. Lo que provocó que se desternillara otra vez. Tuvo que secarse las lágrimas.
El viento se lanzó contra la casa en cuanto abrimos la puerta.
—¿Adónde vamos? —pregunté—. ¿En qué dirección?
Edie señaló; tenía la barbilla encajada en la bufanda y el gorro, encasquetado. Solo se le veían los ojos, entornados para protegerse del aire.
—Por ahí —dijo—. Vayamos a ver el río.
Empezamos a caminar. El ritmo de nuestras pisadas, el círculo de mi propio aliento, que me sonaba en los oídos, hacían que continuar resultara fácil, hacían que resultara imposible parar. Las lejanas montañas a nuestra izquierda, inmóviles como piedras, se veían vigilantes, en guardia, quietas de un modo tranquilizador. Las ovejas intercambiaban miradas nerviosas y se dispersaban a nuestro paso. Un águila ratonera formaba círculos en el aire, llevada por el viento, planeando sobre él. Nunca había estado en un lugar tan libre y tan abierto, yo, atrapado en el cuerpo de otra persona, yo, prisionero de mi propia mentira. Nunca me había sentido más libre.
Me volví y caminé hacia atrás para contemplar la amplia pendiente de campos de cultivo a nuestras espaldas, la casa, ahora oculta por la cumbre de la colina. Los árboles a su alrededor se inclinaban y asentían mientras observaban cómo nos alejábamos.
Si tan solo hubiera podido olvidar que no era verdad, me habría sentido bien, habría encontrado natural el hecho de pasear con Edie. Pero no dejaba de acordarme, y toda la felicidad que me proporcionaba se desplomó, trató de convertir todo cuanto yo miraba en algo oscuro, desolado y gris. Excepto a ella.
El abrigo de Edie era azul lavanda. Los ojos le lloraban por el viento frío, tenía las mejillas sonrosadas.
—¿Te quedarás? —preguntó.
—¿Qué?
—Cuando las cosas vuelvan a lo normalidad, ¿te quedarás? ¿Has venido para siempre?
—Es lo que quiero. Me parece.
—¿Y cuando mamá y tú os pongáis a discutir otra vez, cuando tú y Frank empecéis?
—Empecemos ¿qué?
—Ah, ya lo sabes —contempló el horizonte con el ceño fruncido—. Lo de siempre.
No lo sabía. Estaba pensando: ¿Qué va a pasar cuando el verdadero Cassiel se presente?
—¿Crees que voy a escaparme otra vez? —pregunté.
—Sí —respondió—. No. No sé qué vas a hacer. De alguna manera, te lo buscaste.
No tenía ni idea de lo que me había buscado. Ojalá no me hubiera buscado nada de eso. Pero no era capaz de desear no haber venido.
—¿Qué ha sido de tu teléfono? —preguntó—. ¿Lo tiraste a la basura, lo vendiste o algo parecido?
—Algo parecido —respondí.
—Vas a necesitar uno —aseguró —Y algo de ropa —se echó a reír—. No puedes ir por ahí vestido de Frank mucho más tiempo.
—No tengo dinero —dije—. No tengo de nada.
—Le pediré un poco a Frank —respondió.
—Vale.
—Le pediré dinero en efectivo —añadió con una sonrisa tirante y los ojos como piedras.
Caminamos juntos en silencio. Sentí el impulso de confesar. Deseaba contarle la verdad. Me imaginé a mí mismo contándosela, arrodillado. Imaginé su odio y su dolor.
Mentir a Edie resultaría mucho más fácil si no me cayera tan bien.
—¿Estás preparado para ser el foco de atención? —preguntó.
—¿Qué foco de atención? —dije yo.
—Nadie más sabe que has vuelto, todavía —explicó—. Me refiero a cuando se enteren.
Me quedé callado.
—Ya sabes cómo son las cosas por aquí —prosiguió—. Alguien se corta el pelo y ya tenemos una fuente de debate y fascinación.
Me eché a reír.
—Vas a armar una buena —dijo—. Podrías provocar que un par de personas llegaran a explotar.
—¿Y qué hacemos? —pregunté—. ¿Ponemos un anuncio en el periódico? —estaba de broma.
—Podríamos hacerlo —respondió—. O podríamos meterte en una jaula tapada con una sábana y llevarte en una carreta al mercado medieval.
—Como un espectáculo de fenómenos de feria —dije yo—. El bebé langosta, la mujer barbuda, el hombre del revés y Cassiel Roadnight, perdido mucho tiempo atrás.
Edie esbozó una sonrisa.
—Podríamos cobrar.
—¡Sí! —exclamé—. ¡Vender entradas! De ese modo, me podría comprar ropa.
—Pero así va a ser —advirtió—. La gente te va a mirar boquiabierta. Te van a dar pinchazos y empujones, te interrogarán. Va a ser una pesadilla.
Había sido mucho pedir, calzarme sus zapatos tranquilamente y pasar desapercibido. Eso era lo que yo quería, y quería demasiado.
—¿Estarás bien? —preguntó Edie—. ¿Crees que estarás bien?
Me encogí de hombros.
—No lo sabré hasta que llegue el momento —respondí.
Nos quedamos callados unos instantes.
—¿Qué te pasó? —volvió a preguntar—. ¿Nos lo vas a contar alguna vez?
—No lo sé —respondí—. Todavía no.
—Algún día —dijo Edie.
—Puede ser —dije yo.
Nunca.
Nos encontrábamos en lo alto de la colina, mirando hacia el río. No lo había visto antes. No sabía que existía. Desde allí arriba se podía seguir la pista de su curso serpenteante a través del valle. Brillaba como una plancha de plata, como si fuera sólido y estático, y no dinámico, no lleno de flujo, remolinos y saltos de peces, no negro y agitado bajo los cuerpos de los cisnes.
—Guau —dije, porque no pude evitarlo, porque me cortó la respiración.
—¿Qué?
—Nada —mantuve los ojos en el agua, que recordaba un espejo. Pensé a toda velocidad—. Se me había olvidado lo bonito que es, nada más. Me gusta estar en casa.
—Frank quería que nos mudáramos lejos, ¿sabes? —dijo Edie elevando la voz por encima del viento.
—¿Por qué?
—Estuvo a punto de convencer a mamá de que nos marcháramos.
—¿Adónde?
—No lo sé. Se le ocurrió la idea de que debíamos ir a Londres, a vivir con él.
Me miró esperando una reacción. Dejé que siguiera hablando.
—Sería capaz de convencer a mamá para hacer cualquier cosa —añadió—. A veces pienso que, si le pidiera que saltara a la vía del tren, lo haría.
—¿Por qué?
—¿Por qué crees? No le gusta cómo se pone cuando le dice «no».
—Entonces, ¿por qué no os mudasteis? —le pregunté.
—Por ti, estúpido —respondió, y se chocó contra mí—. Nos quedamos por ti.
Pensé en lo que Cassiel habría respondido.
—Aunque no en la misma casa.
Levantó la vista y me miró.
—Te importa, ¿verdad?
Me encogí de hombros.
—A mí me importaría —dijo.
¿Qué debía responder a eso?
—Me habría gustado que no os deshicierais de todas mis cosas, la verdad.
—Cuando empezamos con tu habitación —explicó—, no paraba de pensar en que ibas a entrar por la puerta y a armar un escándalo. Aunque sabía que no estabas, no dejaba de oírte en el vestíbulo. No dejaba de oírte subir las escaleras.
—¿Encontrasteis algo interesante?
Parecía tan triste al sonreírme… Negó con la cabeza.
—Fui incapaz —dijo—. Era como admitir que estabas muerto. Lo dejé en manos de mamá y de Frank.
—¿Qué hicieron con todo?
—No lo sé.
—Deberían haberlo embalado y trasladado con ellos —declaré—. Eran mis trastos los que tiraron, no los suyos.
Escuché la nota de agravio en mi voz. Me odié a mí mismo, de veras me odié.
—Ya lo habíamos registrado una vez —explicó—. Cuando te estábamos buscando tuvimos que examinar tus cosas para averiguar por qué habías desaparecido.
Me pregunté si estaba a punto de contármelo, si yo estaba a punto de enterarme de algo.
—¿Y lo averiguasteis? —pregunté.
—No.
Nos miramos el uno al otro.
—¿Me lo vas a contar? —preguntó. Luego, respondió por mí—: No.
—Lo siento, Edie —me disculpé.
—No lo sientas —respondió y, luego, añadió—: No, no lo sientes.
Regresamos cuando el viento se tornó tan frío que Edie ya no sentía las manos, ni siquiera con los guantes puestos. En la casa reinaba el silencio. Helen había vuelto a la cama.
—Cigarrillos y somníferos para desayunar —comentó Edie—. Hogar, dulce hogar.
—Ojalá los deje ahora —comenté.
—¿Me tomas el pelo? ¿Crees que tu vuelta a casa va a cambiar la costumbre de toda una vida? Pensé que ayer estabas de broma —dijo—. ¿De verdad te has olvidado?
Escuché el cálido zumbido de la chimenea, el crujido de la cesta de Sergeant mientras daba vueltas para cambiar de postura, demasiado viejo para habernos acompañado en el paseo, demasiado viejo y cansado.
Ninguno de los dos supo qué hacer a continuación.
—Vamos al coche —propuso Edie—. Vayamos al pueblo ahora mismo, acabemos de una vez por todas.
—¿El espectáculo de fenómenos de feria? —pregunté.
—Venga, vamos.
No quería ir. No quería que me vieran y me dieran codazos y me interrogaran. Existían muchas razones para negarse.
Lo intenté. Dije que deberíamos dejarlo durante un tiempo, dije:
—Quizá Helen quiera acompañarnos.
Dije:
—¿Crees que deberíamos esperar a Frank?
—¿Por qué tiene que decidirlo todo él? —saltó Edie, de pronto —¿Es que no podemos dar un paso sin el permiso de Frank? ¿Es que no podemos respirar?
—Tranquila —respondí—. Cálmate.
—¿Qué? —espetó ella—. Desde que te marchaste es como si se hubiera convertido en el Amo del Universo o algo así; como si nosotras, pobres mujeres, no supiéramos arreglárnoslas.
—Lo siento —dije—. No era mi intención poner el dedo en la llaga.
—Al hablar de Frank siempre se pone el dedo en la llaga —respondió—. Ya sabes cómo es.
—Supongo que sí —dije, porque no se me ocurría nada más.
—Vayámonos —propuso Edie—. Decidamos hacer algo sin que ninguna otra persona nos dé su opinión.
¿Qué elección tenía? No podía negarme.
—Vayamos al pueblo y asustemos a la gente —dijo Edie.
—¿Con qué?
—Contigo, ¿con qué si no? —respondió. Se subió al coche y me sonrió antes de cerrar la puerta—. Eres un muerto viviente.
Y eso hicimos. A pesar de que sabía que era un error, a pesar de las advertencias que resonaban en mi cabeza, nos montamos en el coche y Edie condujo los diez minutos de trayecto hasta el pueblo. Aparcamos en la plaza del mercado. Estaba casi desierta. Dos ancianas hablaban en una esquina, un perro deambulaba sin rumbo, alguien utilizaba el cajero automático.
Me sentí aliviado, aunque fingí no estarlo.
—El público no parece abundante —comenté.
No transcurrió mucho tiempo. La señora de la tienda de periódicos me llamó Frank, y Edie dijo:
—No es Frank. Va vestido de Frank, pero no es él.
La señora me volvió a mirar.
—No me lo puedo creer —dijo—, Cassiel Roadnight. ¿Eres tú?
Edie me cogió de la mano y me empujó hasta la puerta.
—Ha vuelto —anunció—, y eres la primera persona en enterarse.
—¿Cómo estás? —preguntó la señora.
—Muy bien, gracias —respondí, ya casi fuera de la tienda.
—Con eso bastará —comentó Edie—. Todo el mundo entra ahí. Y ahora, ¿adónde? ¿Te apetece un café?
Me encogí de hombros.
—La verdad es que no.
—Bueno, no se trata del café —respondió abriendo camino—. Se trata de sentarse junto a la ventana y que nos vean. Contemos las expresiones de incredulidad en las caras de la gente.
Lo hicimos. Fueron treinta y siete. Algunas personas entraron y me hablaron directamente, la campanilla de la puerta anunciaba su llegada, proclamaba su decisión de acceder al local. Tuve que sonreír y fingir que sabía quiénes eran sin llegar a mencionar sus nombres.
—Eres tú —decían. Y añadían—: Has vuelto.
Yo respondía: «Hola» y «Sí».
Todo lo demás, todas las preguntas que deseaban formular, toda la información que anhelaban, se hallaba tras su mirada. Yo lo observaba. Y no tenía que tomar parte en ello.
Nadie se asustó. Nadie explotó. Tal vez quisieran hacerlo. Tenía que ser extraordinario, ver a un chico al que probablemente daban por muerto sentado con su hermana, tomando un café como si nada hubiera ocurrido.
Yo consideraba que iba bastante bien, pero Edie parecía decepcionada.
—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó—. ¿Qué hora es?
—Las doce y media.
—Deberíamos haber venido más tarde —dijo—. Si lo hubiera pensado mejor, habríamos venido después del instituto, cuando todos tus amigos andan por aquí. Apuesto a que te mueres por verlos.
No me moría por verlos. Me gustaba estar con ella a solas. Los amigos nunca habían sido mi punto fuerte. Las pandillas nunca habían sido lo mío. De pronto, me sentí muy inseguro. Caminaba sobre la cuerda floja, estaba perdiendo el equilibrio. Sentí que el suelo oscilaba bajo mis pies.
No me sentía capaz de ver a las personas que lo conocían hasta tal punto, todavía no. No sabría cómo actuar con ellas. Ignoraba cómo había que portarse con los amigos. Deseaba estar de vuelta en la casa de campo, encajada junto a la colina, oculta. Me levanté. Mi taza de café tintineó sobre el platillo cuando me moví. La silla rechinó contra el pulido suelo.
—¿Podemos irnos ya? —pregunté.
—¿No quieres dar una vuelta?
—No.
Edie levantó la vista hacia mí, sorprendida. Fui brusco y grosero. Quizá me estuviera pareciendo más al verdadero Cassiel. Recuerdo que eso es lo que pensé.
Estaba convencido de que algo malo iba a ocurrir si no nos marchábamos. Me puse el gorro de Frank. Me lo calé hasta taparme los ojos.
—¿Por qué no quieres verlos? —preguntó.
—Sí que quiero —respondí—. Pero ahora no. Me aburro.
—Supongo que una espera de dos horas en este sitio podría habernos matado —dijo ella.
No era la espera lo que me preocupaba.
—Venga, vamos.
—Vale, de acuerdo —accedió.
Salí del café antes que Edie. La campanilla de la puerta sonó una vez cuando la abrí y otra vez cuando la cerré a mis espaldas mientras ella pagaba la cuenta. Llegué al coche antes que ella. Me monté.
—Entonces, sigues odiando este lugar —dijo Edie, que me alcanzó, se subió al coche sin mirarme e introdujo la llave en el contacto.
—Sí —respondí.
El motor rugió. En el espejo lateral vi una parte del castillo, que descollaba sobre el aparcamiento. Especulé sobre la época en la que sus almenas, ahora destrozadas, y sus muros, ahora desmoronados, custodiaban algo más que una máquina de pago de aparcamiento, algo más que una colección de libros antiguos.
—Y yo también me iré algún día —dijo Edie.
—¿Adónde? —le pregunté mientas, lentamente, salía marcha atrás de la plaza de aparcamiento y giraba el coche en dirección a la carretera.
—Quizá el año que viene vaya a la universidad.
—¿Qué estudiarías?
—Arte, supongo. Ya lo sabías.
—Claro. Perdona.
—Casi todos mis amigos se han ido —comentó—. Vuelven por Navidad, y acaso un par de veces al año —sonrió—. Dejando la vida a sus espaldas.
—Entonces, ¿por qué no te has marchado aún a la universidad? —pregunté.
—No quería irme.
—¿Por qué no?
—Ya te lo he dicho. Quería estar aquí cuando volvieras.
Así que era por culpa de Cassiel.
—Lo siento —dije yo, por él.
—No hace falta.
Pero lo sentía.
Me pregunté cuánto tiempo habría esperado Edie. Me pregunté si se habría quedado allí para siempre, en actitud de espera, aguardando a Cassiel. ¿Pensaba él regresar alguna vez? ¿Lo sabía cuando se marchó? ¿Se detuvo a pensarlo? ¿Le importaba?
Edie saludó con la mano a una mujer con un bebé, a un hombre medio calvo, a una anciana con una cesta de la compra.
—Eso bastará —dijo mientras hacía un gesto de asentimiento a la anciana—. Si solo se lo contaras a ella, antes de mañana todo el mundo sabría que has vuelto.
No era lo que yo quería. Cuantas más personas lo supieran, más probabilidades había de que cometiera un desliz y me descubrieran.
Fue un error ir al pueblo con Edie. Fue estúpido alardear de aquella manera. Fue un descuido. Solo había querido estar con ella, y estar con ella me estaba volviendo imprudente, provocaría que se fijaran en mí.
No quería que me descubrieran. No quería irme, al contrario que ella. No odiaba todo aquello.
Miré a Edie. La observé sin que se diera cuenta. Tal vez ahora que yo estaba aquí haría algo más que esperar. Tal vez debería ir a la universidad. Ahora que yo había vuelto, podía marcharse.
Tal vez me abandonaría, justo cuando la había encontrado.
Quería saber durante cuánto tiempo podía ser su hermano. Quería saber si podía serlo para siempre.
—El espectáculo de fenómenos de feria abandona el pueblo —comenté, y me fui despidiendo con la mano igual que Edie, aunque no conocía a ninguna de aquellas personas, solo por hacer lo mismo que hacía ella.