Por la mañana, cuando abrí los ojos en su habitación, cuando escuché las disputas de los pájaros y los sonidos metálicos de la casa, que se desperezaba, supe dónde me encontraba. Lo supe al instante, como si se diera por hecho que tenía que estar allí.
Fui directo a la ventana, hacia aquella vista increíble, cambiante; las sombras de las nubes que rodaban sobre la hierba, los tornadizos colores de las montañas, el cuenco gris azulado del cielo. Podría haberme quedado allí el día entero, solo mirando. No quería hacer nada más.
Escuché cómo Edie y Helen se despertaban, tenues refriegas y estiramientos, como ratas tras un muro, como ratones en sus jaulas.
Deseaba mantenerme alejado de ellas. Deseaba quedarme en la cama para que supieran que Cassiel estaba dormido en el piso de arriba, para que pudieran estar contentas y no me viera obligado a salir y estropearlo todo por culpa de ser yo.
Alrededor de las once, Edie abrió mi puerta. Yo seguía en la cama.
—Buenos días —dijo.
—Sí.
Estaba pálida y delgada como un palillo. Dio un soplo para apartarse el pelo de los ojos y los mechones se desplazaron por encima de su cabeza como si tuvieran vida propia.
—Lo siento —dijo Edie.
—¿El qué?
—Tenía pensado no ponerme furiosa, ni rara.
—No pasa nada —repuse yo.
—¿Has dormido bien?
—Sí —respondí.
—Mentiroso —replicó al tiempo que observaba el sutil desorden de la habitación, los álbumes de fotos desparramados.
Entró y dejó que la puerta se cerrase con un golpe. No quería que estuviera allí y tampoco quería que se marchara. Me aterrorizaba cometer un error. Tiré de la sábana para taparme el pecho. Me apoyé sobre un codo. Edie recogió uno de los álbumes, abierto por las páginas de una Navidad de mucho tiempo atrás.
—Estuve despierto hasta las tantas —admití.
—¿Te los dio mamá?
Asentí, bostecé, me froté los ojos. No tenía cepillo de dientes. Quería darme un baño.
—Se pasa horas mirando estos álbumes —comentó Edie.
—Los estuve viendo anoche —dije yo—. Están bien. Son preciosos.
Me miró con el ceño fruncido.
—¿Te das cuenta? Has cambiado. Dices cosas de lo más extrañas. ¿Son preciosos?
—Perdón.
—Otra vez —dijo ella, aunque con una sonrisa. Pasó las páginas lentamente, se acomodó en el suelo, junto a la cama. Veía su perfil, hasta la parte superior de su boca. Era todo cuanto podía ver.
—Ay, Dios —dijo—. ¿Te acuerdas de este chico?
—Hans —respondí. Había leído el pie de foto, nada más.
—El huésped holandés que le daba pena a mamá.
—Sí. Bonita camisa.
Edie se echó a reír.
—¿Te acuerdas de aquel molino de viento horrendo que nos regaló? ¿El de la música y las luces intermitentes?
—¿Qué música tocaba? —pregunté.
—¿Waltzing Matilda, el himno nacional de Australia? No, imposible. No me acuerdo.
—El ratón que vivía en un molino —apunté yo.
Solo era una suposición.
—¡Claro! Así se llamaba, ¿verdad?
Pasó unas cuantas páginas más. Oía el sonido viscoso cuando se despegaban unas de otras. Cerré los ojos.
—¿Vas a tardar en levantarte? —preguntó.
—No lo sé.
—¿De qué tienes miedo? —preguntó—. ¿De la luz del día?
No. Tengo miedo de ti. Tengo miedo de mí, de lo que quiera que vaya a hacer o decir para que todo salga mal. Intento desesperadamente evitar ese momento y, al mismo tiempo, lanzarme directo a él.
—Estoy cansado, nada más —expliqué.
Se levantó. Me dio un empellón en el costado. Me acarició la mejilla con los dedos y traté de no apartarme. También traté de no inclinarme hacia ella, de no poner todo el peso de mi cabeza en su mano.
Recorrió con un dedo la línea de mi cicatriz. Trazó la mordedura de perro que me cruzaba el pómulo hasta la oreja.
—¿Cómo te la hiciste? —preguntó.
—No lo sé.
—No recuerdo cuándo te la hiciste —dijo—. No recuerdo que la tuvieras.
Quise sacar la mano y apartar la suya de un empujón.
—Bueno, pues la tengo —repliqué.
—Puede que haya alguna prueba fotográfica —aventuró mientras iba recogiendo los álbumes uno por uno y examinaba las fechas—. Puede que lo averigüemos si encontramos el álbum oportuno.
Me levanté, aparté los álbumes de ella, los apilé ordenadamente sobre el escritorio. Me sentía cohibido, allí de pie, en calzoncillos. No quería que me viera, que viera hasta qué punto podía diferenciarme de su hermano.
Edie me observó la cara.
—¿Y quién te dio un puñetazo? —preguntó—. ¿Quién te golpeó justo ahí, debajo del ojo?
—Eso —respondí— me lo hizo un matón.
—¿Por qué te pegó? —levantó la mano y me acarició la marca que me había dejado el anillo del agresor. Me aparté de su mano.
—Porque a veces puedo sacar de quicio.
Edie frotó su fría mano contra mi brazo.
—Mmm —dijo—. Estoy de su lado.
—Apártate —dije—. Deja de limpiarte las manos en mí.
Se estremeció cuando dije aquello. Dio un paso atrás, rápido y a la defensiva, y por primera vez se me ocurrió que tenía miedo de Cassiel. Me pregunté si alguna vez habría pegado a su hermana.
Edie se dirigió al escritorio y cogió otro álbum, uno más reciente, del año anterior a la desaparición de Cassiel.
—¿Tuviste muchas peleas ahí fuera? —preguntó—. ¿Fastidiaste a mucha gente?
Durante un segundo, vi cómo me sujetaban. Noté el peso del cuerpo de un hombre adulto contra mis rodillas, me cortaba la circulación de las piernas. Noté cómo me tiraban de los brazos y me los colocaban en lo alto de la espalda. Escuché la voz áspera y cargada de adrenalina diciéndome una y otra vez que me tranquilizara, que respirase bien, que dejase de gritar. Sentí mi propia e indefensa rabia de los diez, los once, los doce años. Tragué saliva.
—Cabreé a unas cuantas personas —admití.
Edie abrió otro álbum para enseñármelo. Los miré a ella y a Cassiel, parados en lo alto de una colina, en alguna parte; estaban bien vestidos, abrigados y radiantes, con la nieve de fondo.
—Te he echado de menos —dijo—. Sabe Dios por qué.
No quería que fuera tan agradable. No quería que fuera tan tierna, divertida y llena de amor, pena y confianza traicionada. Era demasiado temprano. No se me ocurría por qué me encontraba allí, haciéndole aquello. ¿Por qué se lo estaba haciendo?
Edie levantó un dedo.
—No he echado de menos que mintieras, gritaras, robaras o actuaras a escondidas. No he echado de menos que fueras estúpido, arrogante, testarudo y cruel. No he echado de menos tu espantosa música o tu absoluta obsesión por el mando a distancia —declaró—. Pero sí te he echado de menos.
—Gracias —dije yo—. Es agradable.
—Lo sé.
Me lanzó un beso y se levantó.
—¿Te apetecen tortitas? Tengo ganas de volver a cocinar.
—¿Tienes ganas de comer? —pregunté—. Pareces un palillo.
—Ja, ja —respondió—. Qué original. ¿Tortitas?
—Tortitas, zumo de naranja, sol y chistes malos —respondí.
—¿Qué?
—Nada —dije—. Es lo que pensaba cuando pensaba en casa.
—¿Pensabas en casa? —preguntó.
—Pues claro que sí. Todo el rato.
—Bueno, pues no sé de dónde te has sacado esa idea —dijo, ya al otro lado de la puerta. La cerró con una sonrisa.
Salí de la cama al oler las tortitas. Las tortitas y el humo de cigarrillo. Oía la voz de Helen, cuya suave cadencia ascendía desde el piso inferior. Entré en el cuarto de baño y me eché agua en la cara. Utilicé un cepillo de dientes que no era mío. Me incliné sobre el lavabo y acerqué la cara al espejo. Necesitaba un corte de pelo. No me vendría mal un afeitado. Las sombras que me rodeaban los ojos estaban oscuras e inflamadas. Tenía una pinta horrible.
¿Me parecía en algo a Cassiel Roadnight aquella mañana? Al mirar al espejo, solo me veía a mí.
¿Me miraría Helen y se daría cuenta, bajo la cruda luz del día? ¿Sería Frank quien me descubriera, en cuanto llegara a casa?
¿Sería aquel el último día? ¿Sería dentro de poco?
¿Sería en ese momento?
Ambas sonrieron cuando bajé. Ambas dejaron de hacer lo que estaban haciendo para mirarme y sonreírme.
—Buenos días —dije.
—Dios, mírate —respondió Helen.
Me sequé las manos en la camisa arrugada y en los vaqueros sucios.
—Toda la ropa me queda pequeña.
—No me extraña. Pareces un gigante —Helen borró su sonrisa y se apartó.
—Necesitas un baño —dijo Edie.
—Estaría bien.
—Puedes ponerte ropa de Frank, ¿no te parece, mamá? —se echó a reír—. Me encantaría verte vestido así.
Me entregó un plato con seis tortitas pequeñas y vertió en la sartén unas cuantas cucharadas de masa.
—Toma. En la mesa hay sirope y limón.
Helen se limitaba a fumar y a observarme. El cenicero ya estaba abarrotado de colillas. Su boca trabajaba de manera incansable, tratando de aferrarse al cigarrillo, tratando de no dilatarse, desfallecer y gritar.
—¿Estás bien? —pregunté, porque sabía que no era así, porque pensaba que debía decir algo y no solo ignorar la situación.
Su tono de voz era suave, melancólico y carente de esperanza.
—¿Dónde está mi niño? —preguntó.
Mi cuerpo entero se quedó helado. Dejé de masticar y la miré.
—¿Qué?
La tortita que tenía en la boca se había convertido en una esponja fría, húmeda y gruesa.
—Mamá —dijo Edie—, cálmate, ¿de acuerdo?
—Perdí a mi niño —dijo—. Y este… hombre… ha vuelto.
—Sigue siendo tu hijo —replicó Edie—. Sigues siendo Cassiel, ¿verdad?
Tragué la comida. Miré el plato. Respiré.
No, no soy Cassiel. No tengo nada que ver con él, y ella lo sabe.
—Mira el tamaño de sus manos —dijo Helen—. El espacio que ocupa en la cocina.
Me sentí enorme, torpe y pesado, sentí que sobraba.
—¿Cómo te has puesto tan grande? —preguntó—. ¿Sin que yo te cuidara?
—Me cuidé solo —respondí.
—Mmm, sin ánimo de ofender —Edie dio la vuelta a las tortitas, se colocó un largo mechón de pelo detrás de la oreja—, pero tienes una pinta horrible.
—Gracias —respondí. Me guiñó un ojo.
—Mamá, te acostumbrarás a él —dijo.
—No quiero acostumbrarme a él —replicó Helen—. Quiero estar asombrada y agradecida cada minuto porque haya vuelto —me sonrió, apagó su cigarrillo encima de los demás—. Si me vuelvo a acostumbrar a ti, que alguien me dé una bofetada.
Contemplé los restos de mi desayuno. Por favor, acostúmbrate a mí. Por favor, acostumbraos a mí todos y que el verdadero Cassiel nunca vuelva a casa y dejad que me quede aquí. Dejad que viva esto.
Edie se sentó, me sonrió y colocó en su plato una pequeña torre de tortitas cubiertas de sirope. Las atravesó con el tenedor, miró por la ventana, el gris y el verde del jardín se reflejaban en el azul, el negro y el blanco de sus ojos.
Helen dijo que se iba al piso de arriba para hacer la cama de Frank.
—¿Cuándo viene? —pregunté.
—Pronto —respondió mientras se dejaba llevar hacia el extremo de la cocina, franqueaba la puerta en dirección al pasillo y desaparecía de la vista—. Más tarde.
Miré a Edie.
—Está atontada —observé.
—Siempre lo ha estado.
—¿En serio?
—Es que se te ha olvidado. Ha estado peor.
—¿Por mi culpa? ¿Hice yo que empeorase?
—No te eches flores. Estaba igual de mal cuando vivías aquí.
—¿No podemos ayudarla?
—Lo he estado intentando —dijo al tiempo que me miraba con el ceño fruncido—. Solo estaba yo.
—¿Y Frank?
—Tapa los problemas con dinero. Mamá no necesita dinero.
—¿Qué necesita?
—Ojalá lo supiera —respondió Edie.
—Ayudaré —dije yo.
—¿Por qué te creo? —se extrañó—. ¿Qué me pasa?
—Hablo en serio —respondí—. Por eso me crees.
Edie me sonrió.
—¿Te lo tomarías a mal si te dijera que deberías escaparte de casa más a menudo?
—Sí. ¿Por qué?
—Porque ahora eres mucho más agradable.
Traté de mantener la sonrisa apartada de mi cara. Me sonrojé, por todos los santos. Noté cómo me sonrojaba. Era un piropo. Era un piropo dirigido a mí. Edie pensaba que yo era más agradable que Cassiel. Le caía bien a Edie. Me permití empezar a confiar en que allí me encontraba a salvo. Empecé a pensar que todo iba a salir bien.
Mi sonrisa estalló. No pude detenerla.
—Gracias —dije.
—De nada, bicho raro.
Algunas personas no tienen ni idea de lo afortunadas que son. Es lo que pensé al mirar a Edie. Cassiel Roadnight no lo sabía. Nunca debería haberse escapado de casa, el desagradecido.
Edie acabó de desayunar, recogió el plato y lo limpió a lametazos.
—No te chives —dijo.
—No me chivo si tú tampoco lo haces.
—Hecho. Venga, a ver si te encontramos algo de ropa.