9

No podía dormir. Nunca en la vida había estado tan despierto. Me senté en la cama de Cassiel Roadnight, en mi cama, como me había sentado en la cama del albergue la noche anterior, esperando a que Edie llegara. Estuve sentado completamente inmóvil, pero mi mente no paraba de moverse.

Era lo que había querido. Un lugar al que considerar mío de nuevo, una habitación propia. Una familia, una madre y una hermana que me conocían y me querían, y estaban ahí mismo, en la puerta contigua, al otro lado del pasillo. Un hermano, que venía de camino para darme la bienvenida a casa.

Oí cómo Edie pasaba las páginas de un libro, oí el clic de su luz al apagarse. Oí el suspiro de las sábanas de Helen cuando daba vueltas en la cama.

Pobre Helen, tan quebrada, tan débil. ¿Tenía yo la culpa? ¿La tenía Cassiel? Y Edie, que parecía tan delicada como su madre, pero estaba hecha de algo diferente, algo que yo había empezado a vislumbrar en su interior, algo parecido al acero.

Me asustaba destruirlas. Y me asustaba en igual medida que me destruyeran a mí.

Fuera reinaba el silencio. El viento había desaparecido y la ausencia de sonido resultaba intensa y real, un silencio que posiblemente nunca antes había escuchado. De noche, la gran ciudad siempre es ruidosa. Raras veces está en silencio y siempre está iluminada. Te acostumbras a eso, a dormir en la perenne ausencia de oscuridad, a dormir mientras una bolsa de plástico chasquea como una bandera en las ramas del árbol que tienes encima de ti, mientras los camiones vibran y suspiran, mientras las voces suben y bajan, los cristales se hacen pedazos y las sirenas acuden rápidamente a la tragedia de otra persona, en algún otro lugar. El ruido y la luz son como mantas que te protegen del silencio y las tinieblas.

Aquí no había mantas. Apagué la luz de Cassiel durante un minuto y me sumergí en la más absoluta oscuridad. Intenté oír algo en aquel silencio. Perdí el rumbo. Fue como desaparecer. Se trataba de la nada más absoluta, el borde de un pozo sin fondo. Por fin, desde algún lugar de la colina, oí el balido de una oveja. En ese momento me sentí agradecido, por recordarme que seguía allí.

Encendí la luz, a la menor intensidad posible, y miré a mi alrededor. Tenía que haber pistas. Tenía que haber secretos. Empecé a desmontar la habitación de Cassiel, cajón a cajón, página a página, centímetro a centímetro, silenciosamente, en busca del Cassiel verdadero, en busca de las pequeñas cosas que necesitaba conocer, hacer y decir, en busca de quién ser a la mañana siguiente cuando los demás se despertaran, cuando Frank llegara a casa. Me deslicé como un ladrón en mi flamante dormitorio.

No encontré gran cosa. No encontré casi nada.

El ordenador portátil de Cassiel estaba vacío. Alguien lo había limpiado. Sus cajones estaban llenos de calcetines, calzoncillos y camisetas, todo demasiado doblado, todo demasiado pequeño. En sus libros no había nada escrito, nada oculto en su armario.

Una cazadora colgada de una percha guardaba una hoja DIN A4 doblada tres veces. No había nada escrito en ella.

No era precisamente un tesoro, ni la cosecha madura e indefensa con la que mi plaga de langostas había contado. La habitación de Cassiel era como un decorado. Resultaba poco natural. Edie había tratado de reproducirla cuando se mudaron. Había conseguido algo que, por fuera, parecía la habitación de su hermano; pero no contenía nada de él, no quedaba en ella nada de él. Edie había elaborado una falsificación. Había elaborado algo igual que yo.

¿Es eso lo que ocurriría? ¿Me examinarían en busca de rastros de Cassiel y no encontrarían nada? ¿Me desmontarían y se darían cuenta de que estaba vacío?

¿Qué habían hecho con las cosas de Cassiel? Los chicos de catorce años no tienen habitaciones tan vacías. Tienen porquerías, trastos y cachivaches. Tienen miles de papeles arrugados en los que han dibujado cosas, en los que han escrito cosas. Tienen llaveros, cuadernos, armónicas, chicles, desodorante, prismáticos y música. Tienen secretos, por todos los santos. ¿Dónde estaban los secretos de Cassiel?

Me di por vencido a las dos de la madrugada. Apagué la luz y me senté en la cama bajo la oscuridad, aguardando a que cambiaran los números del reloj, observando cómo los segundos pasaban a toda velocidad.

¿Qué haría al día siguiente? Mantenerlo todo bajo llave. Guardar silencio. Caminar cuidadosamente por el filo de la navaja, un pie detrás del otro.

¿Cuánto tiempo tardarían en descubrirme?

Tres golpes en la puerta fragmentaron el silencio en tres sonoros pedazos.

—¿Quién es? —pregunté.

No hubo respuesta, pero el pomo giró. La puerta se abrió. Estaba más oscuro fuera de la habitación que dentro. No me habría imaginado que fuera posible.

—¿Hola?

Era Helen. Entró como un fantasma silencioso, con un pijama de color claro y una bata blanca arrugada. Bajo la oscuridad de tono gris, la cara se le veía demacrada, plagada de huecos y sombras.

—No consigo dormir —dijo.

—Yo tampoco.

—Nunca puedo dormir.

Sus ojos centelleaban. La escasa luz se le pegaba al blanco de los ojos y a su ropa blanca. Me miró de forma extraña, como cuando miras a una persona que ignora que la estás observando. Se quedó embelesada conmigo.

—¿Te apetece algo? —preguntó—. ¿Una bebida caliente?

—No —respondí—. Estoy bien.

Estar solo, eso es lo que me apetecía. Bajar la guardia. Debería haberme metido en la cama. Debería haber fingido que estaba durmiendo.

Helen llevaba algo en los brazos.

—He estado mirándolos —dijo, y me pasó una pila de tomos, gruesos y pesados, que se deslizaban entre sí mientras yo trataba de sujetarlos.

—¿Qué son?

Encendí la luz. Ambos subimos las manos para protegernos los ojos.

Álbumes de fotos.

—Dios mío —dije—. Gracias.

Se quedó de pie junto a la cama, tímida, cambiando de postura.

—¿Puedo sentarme? —preguntó.

—Claro.

—A lo mejor no quieres mirarlas —dijo.

—Nada de eso —repuse yo—. Sí que quiero.

Nos sentamos a los pies de la cama sin pronunciar palabra, sin mirarnos. Coloqué los álbumes en mis rodillas. Había ocho. Con los dedos, palpé los lomos y los cantos.

Helen puso su mano sobre la mía.

—Gracias —dijo.

—¿Por qué?

—Sabía que volverías.

—Ah —dije. Simplemente «ah».

No la miré. Volví la vista al oscuro rellano. Me pregunté si Edie estaría dormida o si estaría tumbada en la cama, despierta, escuchando, observando cómo la luz de mi habitación se colaba por su puerta. No quería que estuviera despierta. No quería que entrara también en mi cuarto y empezara a hablar.

Helen se dio cuenta de adonde miraba.

—Está enfadada contigo —explicó—. Le quedan fuerzas para estarlo.

—Lo sé.

—Se le pasará.

—Tal vez.

Siempre y cuando no averigüe la verdad.

Se miró las manos. Las extendió al frente, con los dedos estirados. Frunció el ceño.

—Creo que quiero olvidarlo —dijo—. Creo que no quiero volver a hablar del asunto.

—Bien —repuse yo—. En ese caso, no hablaremos.

—Sí, lo haremos —rebatió—. Sabes que sí.

Cuando Helen salió de la habitación me quité los vaqueros y me recosté en la cama, con los álbumes. Cada uno de ellos estaba cuidadosamente etiquetado con nombres, fechas y lugares. Los organicé por orden cronológico.

No había fotos de bebé. El primer álbum empezaba cuando Cassiel rondaba los tres años.

Un niño con rodillas rechonchas y zapatos resistentes. Un niño con el pulgar en la boca y ojos grandes, inquisitivos. Un niño aferrado a una manta.

Era el retal sobre el que me había sentado en el coche de Edie. Más grande, más limpio; blanco, y no gris, todavía no. En la foto, tenía la manta encajada debajo del brazo, enrollada en la mano. Reconocí los bucles y los remolinos. Saqué el retal de mi mochila y lo coloqué a mi lado, sobre la almohada. La manta de Cassiel.

Examiné todos los álbumes, los ocho. Los miré y estudié, me aferré a cada una de las imágenes, convertí cada uno de los pies de foto en un recuerdo, en una armadura. Y cuando hube acabado, empecé de nuevo con el primer álbum.

Me dormí alrededor de las cuatro. Noté que los álbumes resbalaban de la cama, pero no me pude despertar hasta el punto de que me importara oír cómo caían al suelo.